Una experiencia espiritual

 
Por Alastair F. Robertson  (Publicado en inglés en el número 560 de Tenerife News  el 16 de septiembre de 2016. Traducción de Emilio Abad).
 
 
 
          Una cosa que abunda en Tenerife son los barrancos y otra de sus características es que hay muchas cuevas. Los barrancos suponían una incomodidad, y a veces serios obstáculos, a los viajeros no hace aún mucho tiempo, mientras que las cuevas fueron de gran utilidad para los guanches, los primitivos habitantes de Tenerife, que las utilizaban como viviendas, almacenes, corrales y tumbas. En particular, una cueva descubierta en el siglo XVIII era conocida como “La cueva de las mil momias”. Sin embargo, la situación de esta cueva, si es verdad que realmente existió, se olvidó no mucho después de su descubrimiento. Otra característica de Tenerife, que yo encuentro misteriosa, es que los nativos de las Islas Canarias, como tantos otros pueblos prehistóricos, grababan símbolos en las rocas, cuyos diseños son similares a los encontrados a través de Europa, incluyendo las Islas Británicas. El descubrir el significado de estos símbolos ha ocupado la mente de los hombres desde que fueron vistos por vez primera y, sin embargo, en la actualidad aún no se está cerca de desentrañar el misterio. Visite el Mueso de la Naturaleza y el Hombre en Santa Cruz y se maravillará con estos temas.
 
          Hace pocos meses tuve el enorme privilegio de que me llevasen a visitar una cueva funeraria guanche abierta en la pared de un barranco y una roca ceremonial con grabados. No muchos isleños los conocen y, desde luego, muchos menos foráneos. Aparcamos los coches donde terminaba una carretera asfaltada y los seis componentes del grupo anduvimos una cierta distancia por un polvoriento camino antes de girar y seguir por un sendero invisible que solo mi amigo y guía conocía. 
 
          La cueva, aunque no está lejos de un antiguo camino bien conocido, apenas es visible, pues tiene una pequeña e insignificante entrada a través de la cual casi hay que gatear antes que se abra en eso, una cueva. No sé exactamente lo que yo esperaba encontrar, pero en verdad era algo más de lo que en realidad vi. El piso de la gruta tenía una fuerte pendiente, estaba salpicado de piedras sueltas y no se había hecho el menor intento de nivelarlo, ni preparar plataformas ni cavar nichos para las momias, pero yo había entrado con la idea preconcebida de cómo debería ser una cripta o mausoleo. Sin embargo, tan solo el permanecer en una total oscuridad allí donde los guanches depositaban a sus muertos hace 500 años, y algunos siglos más, y ser uno de los pocos “intrusos” que lo habían hecho, fue una verdadera experiencia espiritual.
 
          En el exterior, bajo el calor y la brillante luz solar, y mucho más impresionante que la cueva, se encuentra la roca ceremonial. Algo alejada de la cueva, en uno de las abruptas paredes del barranco, existe un saliente rocoso que es de un color totalmente diferente al de todo lo que lo rodea.. La parte final es una plataforma casi colgada sobre el barranco, mientras que en el lado que se une a tierra el rocoso estrato horizontal forma un auditorio escalonado de forma natural, donde la audiencia o la congregación se sentaría para observar los rituales. La plana y suavemente inclinada superficie de la roca ceremonial fue esculpida formando una serie de cavidades o copas y canales. Mi amigo me contó que cuando visitó por primera vez aquel lugar, hace ya muchos años, trozos de cerámica y conchas marinas estaban diseminados a su alrededor, residuos de las ceremonias guanches celebradas siglos antes, pero todo eso ha desaparecido. A lo que parece, el sitio no es totalmente desconocido y los coleccionistas de recuerdos le han hecho más de una visita.
 
          Los lectores habituales de Tenerife News quizás recuerden un artículo publicado en enero de 2014 que se titulaba “La muerte, el perro y los astrónomos guanches”. A esta roca me refería en aquel trabajo. En aquellos momentos no la había visto, pero mi amigo había sido quien identificó en los grabados la forma del Can Mayor, la constelación dominada por Sirius, la “estrella perro”, el principal cuerpo celeste y la estrella más brillante del firmamento. La importancia de ese signo estelar para los guanches es objeto de estudio para los historiadores astronómicos.
 
          Mi imaginación me retrotrajo cientos de años a una de las ceremonias religiosas de los guanches, con la gente de las tribus de la zona sentadas en el escalonado terreno observando como sus magos o sacerdotes hacían ofrendas a los dioses, quizás rogando por la lluvia o quizás agradeciéndoles una buena cosecha o un buen año para el engorde del ganado, mientras vertían algún líquido para que, discurriendo por lo canales, llenase las copas. Me pregunté si aquel líquido habría sido agua, o leche, o sangre. Seguramente no sería sangre. Y supuse entonces que aquel lejano día, mientras la gente estaba ensimismada en sus rezos, levantaron la vista sobre el océano y vieron, apareciendo en el horizonte, los barcos de los conquistadores españoles. Y supuse que su líder espiritual, que hizo una pausa en la ceremonia para mirar también, tenía el don de adivinar el futuro. A la vez que miraba los barcos, él vería el fin de los guanches y de su cultura, como fue inevitable con tantos otros pueblos “primitivos” al enfrentarse a la “civilización”.
 
          Pido disculpas por no terminar el artículo con un final feliz o una ocurrente sentencia, pero esto es lo que hay.
 
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