Los aljibes (Retales de la Historia - 267)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión  el 5 de junio de 2016).
 
 
          La palabra aljibe proveniente del árabe hispano llegó para codearse, en igualdad de significado, con la de origen latino cisterna, y ambos términos se refieren a un depósito de agua, generalmente subterráneo, es decir, excavado en el suelo. En Santa Cruz, durante mucho tiempo, abrir uno de ellos para uso doméstico era un lujo al que no todos podían acceder, pero hay datos de su existencia desde mucho antes de que las aguas de Monte Aguirre llegaran a la plaza de la Pila en 1706, pues entonces ya habían casas que disponían en sus patios o huertas de estos depósitos para recoger las aguas de lluvia. En realidad su excavación y apertura fue uno de los primeros trabajos que se vieron precisados a realizar los castellanos al iniciar su asentamiento en las playas de Añazo, pues no siempre era posible abastecerse de las escorrentías de los barrancos por la irregularidad y paulatina disminución de sus caudales. Así se explica el nombre de una de las calles más antiguas de Santa Cruz, la calle de Las Norias o de la Noria.
 
          Hasta muy tarde no hay alusión a aljibes en las actas municipales, hasta 1810, y como es lógico la cita se corresponde con personaje relevante, nada menos que el comandante general, huésped del castillo de San Cristóbal. Se averió la cañería que conducía el agua desde el aljibe a su habitación y a la cocina del castillo y el general Ramón de Carvajal pidió su reparación al ayuntamiento. Aunque esta avería interior no era responsabilidad municipal, tratándose de quien se trataba, se atendió la petición. 
 
          En 1812 el alcalde del agua, Pedro de Acosta, le pidió a Josef Carta que le justificara la concesión de la que consumía en su casa de la plaza y el interesado contestó que no poseía datos del privilegio del que disfrutaba para abastecer el aljibe de su patio, lo que se hacía en su casa desde tiempo inmemorial por el beneficio que su familia “ha aportado al público en gastos de conservación de atajeas y conducciones y para el punto de aguada de los barcos de guerra.” El interés del alcalde del ramo se debía a que a los dueños de aljibes y huertas se cobraba un real de peseta por cada hora de agua, lo que poco después se elevó a dos y medio reales.
 
          Pocos años más tarde, en 1818, ya había 46 casas con aljibe, 18 de ellas repartidas  entre  la  plaza de la Pila y calle del Castillo,  y  44  “guertas”,  aunque de estas últimas se contaban nada menos que 135 sin aljibe. Según este estadillo formado por el alcalde del agua, la mayor parte de las huertas estaban en el barrio del Toscal, que aún mostraba su primaria vocación agrícola antes de convertirse en zona preferente para la expansión urbana. El año siguiente, siendo alcalde Domingo Madan, se empezó a cubrir las atarjeas para el riego de huertas y suministro a aljibes, iniciándose los trabajos en las calles Santa Rosalía, San Felipe Neri y algunas “ramificaciones” que no se especifican.
 
          En ocasiones se producían inconvenientes, que pueden parecernos anecdóticos, pero que en su momento representaron serios problemas. Por ejemplo, cuando el alcalde del agua Antonio Cifra informó que al ir a surtir el aljibe del castillo de San Cristóbal comprobó que habían desparecido el balde y la cadena que en las épocas de escasez usaban los vecinos para sacar agua. Ante lo grave de la situación, se decidió reponerlos.
 
          Desde el principio de la década de los veinte comenzaron a proliferar las obras para sacar o conservar el agua. En 1823 el alcalde del ramo informaba que ya existían 121 aljibes, 28 estanques y 38 pozos, que se calculaba que podían contener un total de 48.500 pipas de agua. En el informe se señalaba que “con el beneficio de los riegos” que estas reservan permitían “los terrenos producen al año dos abundantes cosechas.”
 
          En 1825 se acordó respecto al agua que, como en los demás abastos públicos, “los caballeros del ayuntamiento tienen preferencia en los sobrantes”, privilegio al que se opuso por escrito José Mª de Villa por la sequía que se padecía, y el acuerdo se suspendió por el momento, aunque volvería a ponerse en vigor en 1831. La escasez se prolongó de forma extraordinaria y se decidió medir el agua que estuviera disponible en aljibes y estanques particulares por si se hacía necesario recurrir a ellos para el abasto público. La situación llegó a tal extremo que en agosto de 1828 el alcalde del agua avisó que estaban agotados los aljibes del pueblo y que había que recurrir, y no era la primera vez, a traer el agua en barcas desde San Andrés, lo que la encarecía muchísimo.
 
          Por entonces, vecinos de los barrios de Vilaflor y Consolación protestaron porque los 16 aljibes de la zona sólo se surtían de las lluvias y ninguno de atarjea pública, no obstante haber contribuido al arbitrio obligatorio para su construcción, y pedían que se prolongara hacia abajo la conducción que surtía el Hospital Militar para alcanzar el beneficio de la red de distribución. Se desperdiciaba mucha agua en las fuentes y chorros públicos que corrían todo el día de continuo, y el alcalde del agua avisó que pronto no se podría dar agua a aljibes particulares ni para el riego de huertas.
 
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