El Gran Capitán, creador de los Tercios

 
A cargo de Emilio Abad Ripoll  (Pronunciada en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Gran Canaria -Las Palmas- el 4 de abril de 2016 y en el Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias -Santa Cruz de Tenerife- el 21 de los mismos mes y año).
 
 
SU  ÉPOCA
 
          Vamos a hablar un poco sobre la época en que le tocó vivir a Gonzalo Fernández de Córdoba. Y para ello, claro está, debemos saber su fecha de nacimiento, Todos sus biógrafos coinciden en que vino al mundo un día (sobre el que discrepan, pero parece ser que fue el 1 de septiembre) de 1453.
 
          Y como si tuviésemos una máquina de fotografía en nuestras manos, vamos a jugar con el zoom, abarcando todo que podamos al principio, para irnos luego acercando lentamente a lo que más nos interesa esta tarde.
 
          Aquel 1453 fue un año importantísimo en la Historia de Europa, no sólo por el nacimiento de Gonzalo, que también, sino porque en él acontecieron dos hechos de gran relevancia que, de modo trascendente, influyeron en la vida de nuestro personaje y también en la Historia de España.  Esos dos hechos van a traer como consecuencia que en casi toda Europa se considere 1453 como la frontera temporal de separación entre la Edad Media y la Edad Moderna. No va a ser así en España, donde se acuerda que nuestra Edad Moderna se inicie en el fabuloso 1492. Vamos pues, con el zoom muy abierto, a repasar lo que sucedía aquel 1453, con un breve recuerdo a esos 2 acontecimientos.  
 
Final de la Guerra de los Cien Años
 
          Con la expulsión entonces de los ingleses de suelo francés terminaba la que se conoce como la Guerra de los Cien años (que en realidad duró 116, desde 1337), aunque lógicamente no fue una lucha continuada, sino que consistió en un rosario de enfrentamientos bélicos separados por períodos más o menos de largos de paces y treguas, motivadas en parte por el agotamiento de los contendientes, pero también en gran manera por las revueltas internas, luchas dinásticas, etc. en ambos países.
 
          Sucedía que, desde el siglo XI, Inglaterra ocupaba en Francia una parte importante de su territorio suroccidental, lo que entonces se conocía como Guyena, con capital en Burdeos. Por los acuerdos de cesión, Inglaterra debía pagar vasallaje al Rey de Francia, lo que no hacía nunca o casi nunca; también se especificaba que el rey de Inglaterra tendría derecho prioritario al trono de Francia si el monarca galo fallecía sin descendencia masculina. La política inglesa buscaba siempre debilitar a Francia, para lo que, entre otras cosas (como los frecuentes enfrentamientos navales en el Canal de la Mancha), apoyaba las aspiraciones independentistas de Flandes, en el Norte. Por su parte los franceses alentaban y apoyaban a los escoceses en sus continuas luchas medievales contra los ingleses. 
 
          Así las cosas, en 1328 moría sin descendencia masculina Carlos IV de Francia, por lo que Inglaterra reclamó -sin éxito alguno- su derecho a la corona francesa. Y en 1337 se declaró la guerra. No es el momento de ponernos a hablar de ese tema, aunque recordaremos tan sólo que en el largo recorrido de los más de 100 años hubo dos batallas que aún se estudian en las Escuelas de E. M. de todo el mundo: la de Crécy (1346) y la de Azincourt (1415) y que ambas se saldaron con contundentes victorias inglesas. Pero a la larga el triunfo cayó de lado francés, destacando en la última etapa de la guerra la actuación de una mujer, Juana de Arco.
 
          Fue una conflagración muy dura, a cuyas consecuencias hubo que unir las trágicas de las epidemias de peste. Los más perjudicados fueron los campesinos franceses, cuyas cosechas fueron arrasadas una y otra vez por uno u otro de los contendientes, y la burguesía inglesa, que, al perder su país la guerra, no pudo recuperar los cuantiosos préstamos efectuados a sus monarcas.
 
          Y dos consecuencias muy importante para el devenir de Europa van a ser, de una parte, el refuerzo de la concienciación nacional tanto en Francia como en Inglaterra, y de otra que la política francesa, sin el lastre que le imponía la situación anterior, va a tener durante muchos años las manos libres para aplicar sus proyectos de expansión a costa de sus vecinos.
 
La caída de Constantinopla en poder de los turcos
 
          A mediados del siglo XV lo que fue el Imperio Romano de Oriente y luego Bizancio era un ente tan decadente que sólo conservaba la ciudad de Constantinopla y sus alrededores y unos pocos kilómetros hacia el Este, así como unas pequeñas islas en el Egeo. La capital, Constantinopla, era un símbolo de esa decadencia, habiendo pasado del millón de habitantes del siglo XII a apenas 50.000 en el XV. 
 
          Por otra parte, sus enemigos, los turcos otomanos se habían apoderado de casi toda la península de Anatolia, encontrándose la capital prácticamente rodeada. Tras el fallecimiento de su padre en 1451 había subido al trono Mehmet II, quien consideraba “la primera y más primordial de sus obligaciones” la conquista de Constantinopla. A ese fin dedicó sus afanes desde el primer momento, consiguiéndolo apenas dos años después, cuando la culminaba entrando montado en un caballo blanco en la Basílica de Santa Sofía.
 
          Pero los turcos no se detuvieron ahí. La toma de Constantinopla fue como una plataforma desde la que se lanzaron a la conquista del centro del continente europeo, llegando como todos sabemos a las puertas de Viena. Su presencia de más de dos siglos en buena parte del sudeste de Europa dejó importantes huellas otomanas de carácter cultural, religioso, étnico y lingüístico que aún perduran, como es el caso de Bosnia, por ejemplo.
 
          Bien, tras haber intentado resaltar la importancia del año, 1453, en que nació Gonzalo de Córdoba, vamos a cerrar un poco el zoom y a limitar la imagen a lo que es la Península Ibérica.
 
Los Reinos Ibéricos
 
          En razón del tiempo disponible nos vamos a ceñir a dos de los cuatro reinos cristianos del momento (Castilla y Aragón, dejando aparte, aunque no del todo, a Navarra y Portugal) y al reino musulmán, Granada.
 
          En Castilla sube al trono un año después del tan citado 1453 Enrique IV, que va a ser representante de uno de los más nefastos reinados de nuestra Historia. Ya los últimos años del de su padre, Juan II, habían sido un compendio de desórdenes y arbitrariedades, incluyendo el juicio y degollamiento de quien había sido el principal valido del rey, don Álvaro de Luna. Juan II tuvo tres hijos: el citado Enrique, habido de un primer matrimonio, e Isabel y Alfonso del segundo enlace con Isabel de Portugal.
 
          Se recibe con esperanza a Enrique, pero pronto la desilusión y el desorden se enseñorean del país. Busca acercamientos a Portugal, Navarra y Francia y el distanciamiento de Aragón. Emprende una guerra contra los musulmanes que, al estar presidida por la idea de evitar derramamientos de sangre, no conduce más que a gastos sin ventajas territoriales apenas.
 
          En Aragón reina en aquellos momentos otro Juan II, uno de los reyes más longevos de nuestra Historia, que cifra sus esperanzas en la unión de su primogénito Fernando con la hermanastra de Enrique IV, Isabel de Castilla, pero esta unión parece irrealizable. Internamente tiene diferencias con Cataluña, e internacionalmente es enemigo de Francia y tiene intereses en Italia (Sicilia, por ejemplo, es aragonesa).
 
          No parece pues que el pronóstico para España en un futuro a corto y medio plazo sea precisamente halagüeño. El que fuera gran militar, artillero, escritor y ministro, don Jorge Vigón, escribe al respecto en su obra El Gran Capitán que, no obstante los malos augurios, “Dios tiene de su mano a esta tierra; ha vuelto su vista sobre tan gran miseria y tanta ruina y ha iluminado para ella un camino de redención”.
 
          Y esa opinión del general Vigón se confirma si nos fijamos en lo siguiente...
 
               - en 1451 nació una niña, hija de Juan II de Castilla, que se llamaría Isabel.
 
               - en 1452, su homónimo Juan II de Aragón tendría un hijo, el primogénito, el heredero, que recibiría el nombre de Fernando.
 
             - y, ya lo sabemos, en 1453, en Montilla (Córdoba) veía la luz el tercer hijo (segundo varón) de don Pedro Fernández de Aguilar y doña Elvira de Herrera, al que se le impuso el nombre de Gonzalo.
 
         Por tanto, en apenas dos años, vinieron al mundo tres personajes claves para la Historia de España, de Europa y Universal: aquellos que, andando el tiempo serán conocidos como los Reyes Católicos -nuestros monarcas más importantes- y el Gran Capitán -el más importante de nuestros generales-.  ¿Casualidad? ¿Azar del destino?... ¿O algo más?
 
         Volvamos a Castilla y sus graves problemas. Enrique IV se casó con Blanca de Navarra, más tras 13 años de matrimonio (aseguran que “no consumado” por disfunciones de Enrique), el rey la repudió alegando que sus dificultades fisiológicas respondían a que ella “le había echado mal de ojo”
 
          Se casó de nuevo con Juana de Portugal, que no resultó ser precisamente un modelo de buenas costumbres ni de fidelidad conyugal. Andando el tiempo, la reina tuvo una hija, llamada Juana y a la que cruelmente se apodó con el mote de “la Beltraneja” al correr rumores de que era hija del favorito del rey, don Beltrán de la Cueva. 
 
          Los grandes del reino se levantan contra Enrique y proclaman rey a su hermanastro Alfonso, que tenía entonces 11 años. La empresa no tenía ninguna validez legal, ya que no estaba aprobada por las Cortes castellanas (por eso aquel Alfonso no ha pasado a los libros de Historia como Alfonso XII), pero la guerra civil se enseñoreó de Castilla. Mas 3 años y pico después, Alfonso moría, cuando apenas tenía 15 años.
 
          La nobleza, en su afán de derrocar a Enrique, puso entonces sus ojos en Isabel, pero ella no quería ser reina como consecuencia de un levantamiento contra su hermanastro, sino ser considerada heredera del trono en detrimento de la ilegítima Beltraneja. Por el Tratado de los Toros de Guisando, Enrique la reconoció como su heredera, pero la decisión de Isabel de casarse con su primo Fernando de Aragón hizo que el rey declarase nulo el Tratado y nombrase heredera a Juana. Otra vez la guerra, hasta que en 1474 muere Enrique e Isabel es proclamada en Segovia Reina de Castilla. Y por aquello del “tanto monta…” su marido, el príncipe Fernando de Aragón, pasaba a ser también Fernando V de Castilla.
 
Gonzalo, niño y joven.
 
          Bueno, aunque muy someramente hemos detallado algo, quizás lo principal, de la época en que Gonzalo Fernández vivía sus primeros años, por lo que ahora cerraremos un poco más el zoom para encuadrar a nuestro hombre y su entorno más cercano.
 
          Ya dijimos que era el tercer hijo, (tras Leonor y Alonso) aunque el “segundón” (las mujeres no contaban en el tema de la herencia patrimonial) de una casa importante, la de Aguilar, en lucha casi permanente con la familia de Cabra, ambas de la misma zona cordobesa. No hay muchas noticias de su infancia, aunque sí hay constancia de que sentía un profundo cariño hacia su hermano mayor, quizás acrecentado al quedar huérfano de padre con tan solo 10 años.
 
         Don Pedro Fernández dejaba a su primogénito una buena herencia material, aunque tampoco se olvidó de Gonzalo, pero, lo que es muy importante, también legaba a ambos una excelente herencia de sangre en la que destacaba una conciencia muy exigente en lo relativo al cumplimiento de sus obligaciones. Además les dio por ayo a don Diego de Cárcamo, un caballero cordobés de noble ascendencia, al que sin duda también debería Gonzalo parte de sus virtudes humanas.
 
          En cuanto a lo que se refiere a virtudes y aptitudes militares, muy pronto ambos hermanos las fueron adquiriendo, pues cuentan los historiadores que “en sus escaramuzas y contiendas con los del bando de  Cabra y sus cabalgadas en territorios musulmanes (los de Aguilar) no querían por capitanes sino a los dos hermanos, aunque eran muy mozos”.
 
          Así, casi de forma natural, Gonzalo fue asumiendo el oficio de las armas; él mismo, muchos años después contaba a sus hombres que “yo, siendo muchacho, a escondidas tomaba la espada y esgrimía sin que me viesen, porque … me era natural…”.
 
          Toda su vida fue un hombre piadoso y, como la mayor parte de sus jóvenes contemporáneos, no muy culto, aunque luego, con los años, esa situación cambiaría totalmente. Sin embargo, dicen que discurría y hablaba con elegancia, ingenio y buen sentido, quizás por la educación recibida de su ayo. Hay que destacar que, dada la situación fronteriza de Montilla, aprendió desde pequeño a hablar con fluidez el árabe, lo que le servirá de gran ayuda en las negociaciones relacionadas con las guerras de Granada en que tomará parte.
 
          Hace unos minutos hemos hablado de la guerra civil entre Enrique IV y su hermanastro Alfonso. A la Corte de éste fue enviado Gonzalo cuando tenía unos 12 años de edad, y allí permaneció en calidad de paje del Infante hasta su muerte. Además de conocer a personajes ilustres de la nobleza castellana, va a encontrarse con una jovencita blanca y rubia llamada Isabel, que adoraba a su hermano.
 
          Cuando Alfonso falleció, Gonzalo volvió a Montilla, Vive un episodio de exaltación religiosa y piensa ser fraile jerónimo, es decir, ingresar en la Orden más austera de entre las españolas. No lo fue porque, según cuenta José de Sigüenza, en la entrevista con fray Antonio de Hinojosa, prior del convento en el que deseaba Gonzalo integrarse, el fraile, mirando a los ojos del aspirante le dijo: “Vete enseguida hijo, que para mayores cosas te tiene Dios guardado”. Si la anécdota es cierta, no tenía mal ojo el tal Fray Antonio. Y a los 18 años es armado caballero.
 
De nuevo en la Corte
 
          En septiembre de 1476, es decir, ya con 23 años, y llamado por la reina (tanto ella como Fernando desean rodearse de gente joven y leal y apartar de su lado a muchos representantes de la vieja nobleza) llega Gonzalo a la Corte en Segovia. Este hecho causa bastante conmoción en su tierra cordobesa, pero Gonzalo sólo piensa en el futuro y está convencido de que Fernando e Isabel están destinados a ser quienes consiguen hacer llegar a Castilla, y a España, a la excelencia política. Y considera su deber participar en ese proyecto, pese a que su educación no sea la necesaria para formar parte del círculo de confianza de los reyes.
 
          Sea como fuere, es que al lado de Fernando, Gonzalo, buen estudiante, empieza a colmarse de cultura literaria y, sobre todo, de teoría política. Y aprende del rey la pasión por la escritura, en especial por escribir cartas (pese a su endiablada caligrafía). Curiosamente, años después, sería una causa principal de sus divergencias con Fernando la escasa información epistolar que nuestro personaje proporcionaba a los Reyes de sus andanzas por Italia.
 
          Aunque es muy aceptado creer que Gonzalo vivía a la sombra de Isabel (incluso hay versiones de las vidas de ambos que hablan de amores ilícitos, algo tan lejano de la realidad como asegurar que las Canarias están en el Índico), lo cierto es que nuestro personaje aprendió de Fernando más que de ninguna otra persona, lo que le será de gran provecho en sus años de gobierno en Italia, en su vida política. Aunque con el paso del tiempo se distancien, en aquellos momentos de su estancia en la Corte, la sombra bajo que se cobijaba Gonzalo era la que proporcionaba Fernando.
 
          En las biografías se critica la excesiva tendencia de Gonzalo al boato, y de él se decía que se comportaba como un príncipe cuando sólo era un segundón. Pero tenía muchos atractivos y muchas virtudes: “Era guapo, ocurrente, elocuente, gran amador de la música y de la poesía, de una fuerza y una destreza sobrehumanas… no tenía igual en el manejo de la espada. En los torneos de lanza no tenia otro rival que el propio don Fernando… era sobrio, casto y sinceramente devoto…”. En el tema de la devoción hay constancias de que siempre oía misa y comulgaba antes de entrar en combate; y por lo que se refiere a la castidad, la inmensa mayoría de sus biógrafos destacan que siempre permaneció fiel a su esposa, “pese a la fogosidad de las damas napolitanas”.
 
          Es por estos años en la Corte cuando contrajo matrimonio con su prima Isabel de Sotomayor, que morirá pronto al dar a luz su primer hijo, que también falleció en el parto.
 
          Y otra vez la guerra, ahora contra Portugal, pues el rey portugués defiende las aspiraciones de la Beltraneja (y las suyas propias, dicho de paso). Gonzalo, a sus 24 ó 25 años manda una compañía de 120 caballos que le ha encomendado Fernando. Acostumbra a vestir en la lucha casi con el mismo boato que en los salones nobiliarios y palaciegos, pues adorna con plumas su yelmo, de modo que, así lo asegura él mismo, sus hombres podrán siempre saber donde y cómo lucha. Participa en un combate en La Albuera (que más de tres siglos después será escenario otra vez de una importante batalla de la Guerra de la Independencia), cuando manda las fuerzas castellanas don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago. Al día siguiente, en un “juicio crítico” o una sesión de “lecciones aprendidas”, el general dice tras una intervención de Gonzalo: “No habéis parecido hoy, señor Gonzalo Fernández, menos bien en vuestro hablar que ayer en el pelear”.
 
          Llega 1479, muere Juan II de Aragón y su hijo Fernando, el marido de Isabel, se convierte en monarca del otro gran reino peninsular español. La unidad de España se acerca.
 
          Fernando quiere recuperar el Rosellón y la Cerdaña, provincias españolas, aragonesas, catalanas, que en 1476 había ocupado Luis XI de Francia. Isabel desea acabar la Reconquista. Ella se sale con la suya y por ello se firma una tregua con Francia. Con Castilla y Aragón en paz, los reyes vuelcan sus ojos en el Reino de Granada. 
 
LA  GUERRA  DE  GRANADA
 
          La ocupación por el rey de Granada de una ciudadela andaluza, rompiendo una tregua firmada con Castilla, va a ser el casus belli que dé lugar a la guerra de Granada.
 
          Una guerra que por parte cristiana tuvo 2 dirigentes de excepción. Fernando, que era un gran estratega, y que además se ponía al frente de sus hombres en el combate, va a mandar las huestes; Isabel se ocupará personalmente de lo que hoy llamamos apoyo logístico.
 
         La estrategia de Fernando en aquella guerra se puede resumir en una frase: “arrancar uno a uno los granos de la granada”, pues el reino nazarí no era tan sólo la bella ciudad que contenía la Alhambra y el Albaicín, era mucho más. Por eso aquella guerra, la última de la Edad Media española, duró 10 años. Y en lugar de lo que había sido clásico en las luchas medievales –consistentes básicamente en un choque de lanzas a caballo o a pié, en esta menudearon, como destaca el general Sánchez de Toca en una biografía del Gran Capitán, las incursiones, asedios, escaramuzas, talas y combates, cuya sucesión se interrumpía con la llegada de los inviernos con sus dificultades meteorológicas.
 
          La guerra de Granada se desarrolló en tres fases. La primera (1482-1487) supuso la conquista de la parte occidental del reino (la actual provincia de Málaga y algo de la de Granada); la segunda (1488-1489) trajo consigo la recuperación de la actual provincia de Almería y buena parte de la de Granada; y, por fin, la tercera llevó a la rendición de la capital. Y hay que destacar que en su desarrollo, el bando cristiano se vio favorecido por las permanentes disensiones en el musulmán, especialmente entre Boabdil y su hermano el Zagal.
 
          Gonzalo se distinguió singularmente en los combates de la Axarquía malagueña en 1483 y en las tomas de Álora y Zahara en 1484, pero a partir de entonces su intervención va a ser casi decisiva. 
 
          Boabdil, que cayó durante la guerra tres veces en manos de los cristianos, y que se convirtió, como asegura el general Vigón, en un buen alfil en las manos de Fernando, para pedir perdón al rey cristiano tras haber roto una tregua, ofrece a cambio la villa de Loja. El moro exige que el parlamentario español sea Gonzalo, y aunque se corre el riego de una trampa, nuestro hombre acepta, va a Loja y convence a Boabdil. 
 
          Caen luego otras plazas, y en la toma de Íllora es Gonzalo el primero en escalar la muralla, por lo que Fernando quiere que sea él quién reciba las llaves de la villa y su primer alcalde cristiano. Se ha ganado totalmente el apoyo de los Reyes. Hernando Pérez del Pulgar escribió que el comportamiento de Gonzalo creaba escuela para sus hombres; valor, conducta y compañerismo eran sus principales asignaturas.
 
          Desde Íllora, ya muy cercana a la capital (apenas 30 kilómetros), Gonzalo se convierte en una pesadilla para Granada. Su audacia como soldado y su habilidad como político, van poniendo en manos cristianas las fortalezas de Mondújar, Alhendin y la Malaha. 
 
          En 1489 se casaba Gonzalo por segunda vez, ahora con doña María Manrique.
 
          En 1491 hay un fuerte enfrentamiento con los moros cerca de Armilla en el que la vida de Gonzalo es salvada por un alférez, pariente suyo, que le prestó su caballo, sacrificándose por su capitán. Este gesto de su subordinado permanecerá grabado hasta su muerte en el corazón de Gonzalo. En el combate hay muchas bajas por parte castellana, pero muchas más por la musulmana, pues se cuentan más de 600 muertos y unos 2.000 entre heridos y presos. Boabdil convoca junta de nobles y se acuerda parlamentar. Los reyes conceden dos meses de tregua, sigue el asedio, pero cesan las operaciones. Por fin comienzan unas negociaciones secretas para la rendición, tan secretas que si trascendían podrían costarle a Boabdil el trono y, de paso, la cabeza.
 
          El nazarí necesita un negociador cristiano que le ofrezca todas las garantías, y ese no puede ser otro que Gonzalo Fernández. Éste se ofrece para entrar en Granada, y los reyes se oponen, pues no se tienen noticias del secretario real, Zafra, al que habían enviado hacía días a ver a Boabdil. Pero Gonzalo insiste, se entrevista con Fernando y le dice: “Iré esta noche a la puerta donde me esperan, porque cuando a un hombre se le ofrece la oportunidad de servir a sus señores, no debe temer el presente ni recelar daño futuro… Mande Vuestra Alteza hacer memorial de lo que he de asentar con Boabdil.”
 
          Llega a la Alhambra, se celebra la entrevista y Gonzalo consigue que el 25 de noviembre de 1491 se firmen las capitulaciones, que, pese a lo que se piensa y dice, eran muy generosas para los vencidos:
 
                    - Los desertores y renegados que vivían en Granada se trasladarían al Norte de África.
 
                    - El pueblo continuaría con sus mismas leyes, jueces e impuestos; podrían practicar su religión y sus costumbres o trasladarse al Norte de África.
 
                    - Boabdil y sus consejeros recibirían cantidades importantes de dinero y se le concedería al rey un señorío en las Alpujarras.
 
          Y así fue. El 2 de enero de 1492 los RR.CC. recibían del último rey moro las llaves de Granada. Y Gonzalo Fernández había tenido mucho que ver en la finalización de la Reconquista.
 
          Para terminar este capítulo, decir que Boabdil pronto se cansó de las Alpujarras y decidió irse al Norte de África, a lo que hoy es Marruecos. Pero para acompañarle en el viaje al exilio, irá también en su barco un buen amigo: ¿Lo adivinan? Efectivamente, Gonzalo Fernández de Córdoba.
 
LA  PRIMERA  GUERRA  DE  ITALIA
 
La corta tranquilidad  
       
          Estamos en 1492, Gonzalo roza ya la “cuarentena” y ha dejado de ser simplemente un “segundón”. Ahora tiene tierras, ocupaciones y familia… pero no van a ser muchos los años pacíficos. Hay nubes en el horizonte europeo, y pronto nos vamos a ver involucrados en lo que se conoce como las Guerras de Italia. En estos minutos que me restan tan sólo haremos un esbozo de sus orígenes y de la intervención en ellas de quien, en su desarrollo, se ganará el sobrenombre de “El Gran Capitán”. Quede para otra ocasión un relato más pormenorizado.
 
          La verdad es que las guerras de Italia, que van a tener como protagonistas principales a España y Francia, eran algo así, parafraseando el título de una famosa novela, como la “Crónica de un enfrentamiento anunciado”, pues eran las dos principales potencias de Europa del momento y una tendría que imponer su hegemonía sobre la otra. Y el pretexto, la causa, o como le queramos llamar fue la actitud francesa con respecto a Nápoles.
 
Francia e Italia
        
           Era rey de Francia Carlos VIII, quien desde hacía tiempo deseaba expandirse militarmente con la ambiciosa intención de llegar hasta Tierra Santa. Debía para ello contar con una fuerte posición en el Mediterráneo, para lo era necesario apoderarse del Reino de Nápoles, en el centro-sur de la Península Itálica. Sus intentos de hacerlo apoyándose en supuestos derechos hereditarios fracasaron, por lo que decidió obtenerlo “manu militari”.
 
          En su plan contaba con neutralizar a sus vecinos para tener las manos libres; a tal fin había firmado pactos con Inglaterra y Borgoña, y el Tratado de Barcelona con Aragón. En este acuerdo el francés se comprometía a no atacar a ningún territorio que fuese feudo del Papa.
 
          Italia era en aquel momento -y durante varios siglos después- un mosaico de pequeños Estados que, ante la potencia de las fuerzas invasoras francesas, no opusieron la menor resistencia. El 27 de diciembre de 1494 llegaba Carlos VIII a las puertas de Roma y el Papa Alejandro VI le rindió la ciudad. Quiso entonces Carlos que el propio Pontífice le coronara como rey de Nápoles (territorio feudatario del Papa), pero aquel no accedió. Ante ello, Carlos VIII se dispuso a invadir Nápoles.
 
       Ante la situación creada, el embajador español, Antonio de Fonseca, se entrevistó con el rey francés y, mostrándole una copia del Tratado de Barcelona, le hizo hincapié en que no podía atacar, según una de sus cláusulas, los feudos papales. Carlos VIII, en plan despreciativo, contestó que primero tomaría Nápoles y luego hablarían, Fonseca, airado, rompió el Tratado en el mismo momento. 
 
Interviene España
 
          Fernando no deseaba un enfrentamiento armado contra Francia por varias razones. La primera era que una lucha entre cristianos solo podría beneficiar a los turcos, y la segunda que si por los avatares de la guerra Francia ocupaba Nápoles, lo más probable era que sin problemas se apoderase de Calabria e intentase tomar también Sicilia, que pertenecía al Reino de Aragón.
A primeros de enero de 1495, el rey francés con casi 40.000 hombres y 40 grandes cañones se ponía en marcha contra Nápoles, y Fernando de Aragón se consideraba ya obligado y legitimado para usar la fuerza.
 
          Alfonso II de Nápoles pidió apoyo al rey aragonés, pero éste la condicionaba a que corriera con todos los gastos de sus tropas en la futura campaña y además le cediera 5 plazas en el sur de Calabria, a lo que el napolitano se negó, abdicando días más tarde en su hijo Ferrantino. Apenas 40 días después de iniciada la invasión, Carlos VIII la finalizaba con su entrada triunfal en la capital del Reino, Nápoles. Ferrantino se refugia en Sicilia y acepta las condiciones que Fernando de Aragón había impuesto a su padre.
 
          Isabel y Fernando deciden en abril de aquel 1495 enviar un cuerpo expedicionario a Nápoles, para cuyo mando es designado Gonzalo Fernández de Córdoba. Se compone de 300 jinetes y 2.000 peones. A lo largo de la guerra recibirá 1.200 peones más. Por cierto, estos refuerzos están compuestos por gallegos y asturianos, es decir, no pertenecientes al Reino de Aragón: señal inequívoca de que España está empezando a actuar “unida”, como una sola nación.
 
          Se crea la Liga de Venecia (Venecia, Milán, Papado y España) y Carlos VIII considera prudente retirarse a Francia, pero dejando fuerzas de ocupación en Nápoles (unos 7.000 jinetes y 5.000 peones). Las huestes de Gonzalo llegan a Mesina (Sicilia) el 24 de mayo. La misión recibida es defender esa isla y las tierras del Papa, así como ocupar las 5 villas calabresas cedidas. Dos días más tarde ya están en Reggio (en la misma puntera de la “bota italiana”).
 
La campaña (1495-1497)
 
          Gonzalo Fernández empieza un adiestramiento exhaustivo de sus tropas, en buena parte veternaos de la guerra de Granada.  Sabe que el enemigo es superior pero su visión estratégica le anuncia que hay posibilidades de vencerlo. Los comienzos no son buenos. En la primera confrontación, la de Seminara, la bisoñez de Ferrantino y sus tropas, convierten en derrota lo que, como consecuencia de la actuación española, empezaba a decantarse a nuestro favor. 
 
          Pero Gonzalo sigue pacientemente con el adiestramiento y poco a poco va recuperando Calabria, en una guerra en la que emplea las tácticas de la de Granada, Nunca se enfrentará en campo abierto a la invencible caballería pesada francesa, ni cuando los galos quieran; será él quien elija y decida el momento y el terreno, menudeando las emboscadas, la guerra de guerrillas, las incursiones rápidas y letales, las sorpresas…, venciendo a los franceses en cuantas ocasiones se van presentando. Destacan en aquella primera guerra las victorias de Morano, Laino y Atella, y es durante la toma de esta plaza cuando de entre la tropa surge una voz que clama: ¡Qué gran capitán! Y…
 
          “desde entonces, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, de común conocimiento de los contrarios y de la gente del rey le comenzaron a llamar Gran Capitán”.
 
          Muere Ferrantino a finales de 1496 y el Papa nombra Rey de Nápoles a su tío Fadrique.
 
          Ya estamos en 1497 y Gonzalo ha conseguido pacificar casi todo el reino de Nápoles expulsando de él a los franceses. Sólo resiste el punto fuerte de Rocaguillerma. Las tropas españolas montan el asedio y Gonzalo decide ir a Roma a entrevistarse con el Papa. Al llegar a la Ciudad Santa encuentra a su población hambrienta, pues un corsario vizcaíno llamado Menaldo Guerra, al servicio del rey de Francia, impide la navegación Tíber arriba desde el puerto de Ostia. Alejandro VI, que ese mismo año ha dado a Fernando e Isabel el título de Reyes Católicos, pide al Gran Capitán que libere a Roma.
 
          Gonzalo hace que sus tropas abandonen el sitio de Rocaguillerma y las mueve a Ostia. Como prefiere vencer negociando, “sin una lanzada ni sangre de sus soldados”, conmina a Menaldo a que se rinda. Éste le contesta con jactancia que “recuerde que no se enfrenta a franceses, sino con un español, no castellano, sino vizcaíno”.
 
          Tres días después la defensa se derrumba. Gonzalo regresa a Roma y, entre el delirio del pueblo, cual un César victorioso, entra a caballo por la puerta de Ostia, seguido a pie por la vencida y escoltada guarnición francesa y, montado en flaco rocín, por Menaldo Guerra encadenado. Y cierran el cortejo nuestra caballería y nuestra infantería. Cuando el agradecido Papa dice a Gonzalo que le pida lo que quiera, éste sólo le solicita clemencia para Menaldo, libertad para los prisioneros franceses y un levantamiento de impuestos a la población.
 
          El Papa concede a Gonzalo la Rosa de Oro, la máxima distinción pontificia, y Fadrique de Nápoles los ducados de Terranova y Monte Santangelo.
 
          En 1497, terminada la guerra, vuelve Gonzalo a Sicilia y a España. Los RR.CC. lo reciben en Zaragoza, saliendo el propio Fernando a la puerta de La Aljafería a saludarlo. Y, en el salón del trono, Isabel de Castilla, le dice: “Bienvenido seas, Gran Capitán”.
 
LA  REBELIÓN EN LAS ALPUJARRAS  (1499)
 
          Después de recibir de los Reyes tierras, vasallos y rentas, y tras casi tres años de ausencia, Gonzalo regresa a casa, con su mujer, doña María, y sus dos hijas, Beatriz y Elvira. 
 
          Pero poco después, en 1499, se produce un levantamiento morisco en las Alpujarras; los RR.CC. nombran a Gonzalo Capitán General de la hueste real. En un solo combate venció a los sublevados, consiguiendo después para ellos el perdón y la paz reales.
 
LA SEGUNDA  GUERRA  DE  ITALIA 
 
Los preparativos
 
          Los franceses no parecen haber escarmentado, tras su expulsión de Nápoles, y el nuevo rey, Luis XII, ha heredado de su antecesor en el trono sus mismas apetencias territoriales.
 
          Así la situación, con los galos dueños de la parte Norte de Italia y la mira puesta en la Sur, los RR.CC. colocan de nuevo a Gonzalo al frente de un fuerte ejército que se va a trasladar a aquella península y lo nombran “Capitán General de la armada y de la gente que va en ella”.
 
          El motivo oficial no es que Fernando tema por Nápoles, Calabria y Sicilia, sino prestar ayuda a los venecianos contra los turcos, que acaban de derrotarlos en el istmo de Lepanto y ocupada la isla de Cefalonia, en el mar Jónico. Pero Gonzalo recibe otras instrucciones como conservar las 5 plazas calabresas, lógicamente también Sicilia y, luego veremos por qué, no apoyar a ningún rey cristiano en las luchas que se puedan desarrollar (lo que deja inerme a Nápoles frente a Francia).
 
          En abril de 1500 se reúnen en Málaga 50 naves de diversos tipos, y en ellas embarcan los poco más de 3.000 peones, 600 jinetes (300 de caballería pesada y 300 de ligera) y 30 piezas de artillería (aunque Quatrefages eleve ese total, basándose en los Archivos de Simancas, a 183) que constituyen el primer contingente de la fuerza bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, quien anuncia a los Reyes que “se da a la vela con la más hermosa Armada de naos y gente y artillería que nunca de España salió”.
 
          Si con el pequeño ejército expedicionario de la primera campaña italiana Gonzalo había empezado a forjar una herramienta nueva, es a partir de ahora, cuando puede organizar y adiestrar a su gusto a su gente, cuando la infantería española se va a hacer con el protagonismo de los campos de batalla.
 
          Con la prudencia que le caracterizaba, el Gran Capitán actuó sin prisas. Preparó bien sus bases en Sicilia y Calabria y fue adiestrando a su gente. Es en aquellos días cuando conoce a Pedro Navarro, antiguo corsario, excelente capitán y un verdadero genio en las técnicas de minado.
 
La recuperación de Cefalonia
 
          Y no se crean lo que dice Wikipedia cuando cuenta que la isla de Cefalonia la recuperaron los venecianos. Gonzalo era el Jefe de la fuerza combinada conjunta y él fue quién planeó y dirigió las operaciones. El 8 de noviembre desembarca las fuerzas y pone sitio al castillo de San Jorge, el punto clave de la isla. Pasan las semanas y el 23 de diciembre, se inicia una preparación artillera que dura 24 horas. A su terminación, revientan las minas y los soldados españoles y venecianos, con Gonzalo al frente, asaltan las murallas y toman la fortaleza, con lo que cae Cefalonia.
 
El Tratado de Granada
 
          Pero en el mes de noviembre de ese mismo 1500 ha ocurrido algo que hará cambiar la situación. El rey francés busca la alianza con España, la única potencia que podía oponerse a sus planes, y se firma el secreto Tratado de Granada por el que ambas naciones se reparten el reino de Nápoles: la parte Norte para los franceses y la Sur para los españoles. Gonzalo no va a conocer la existencia del Tratado hasta primeros de marzo de 1501. 
 
          Un inciso familiar doloroso. En la primavera de ese año recibe Gonzalo la noticia de que su hermano ha muerto en un combate en Sierra Bermeja. El Gran Capitán, agradece entonces a Dios la merced hecha de que Alonso “acabase sus días en servicio de nuestra santísima Ley y de los Reyes… haciendo lo que, como caballero cristiano, debía hacer”
 
La campaña     
 
          En junio de 1501 el papa Alejandro VI aprueba el Tratado (que se le presenta como una garantía de frente común contra los turcos) y promulga la deposición del rey de Nápoles con la excusa de una alianza comercial con los otomanos. Las tropas francesas y españolas penetran en Nápoles y se empiezan a desplegar por el territorio, pero pronto surgen las diferencias, pues ambas potencias reclaman unas provincias situadas en la franja intermedia Aunque los respectivos generales Luis de Armagnac y Gonzalo Fernández intentan ajustar el reparto, finalmente no se llega a ningún acuerdo. El 19 de junio de 1502 tanto Francia como España ocupan poblaciones situadas en el lado de la otra; y como dice algún cronista, “comenzó de allí en adelante a encenderse la guerra entre españoles y franceses muy cruelmente”.
 
          Lo dije antes y lo repito ahora. Las guerras de Italia por la importancia que tuvieron en su época para Europa, y por las modificaciones sustanciales que el Gran Capitán introduzco en las tácticas bélicas del momento, merecen un espacio mucho mayor que el de hoy. El sitio de Toronto, el invierno en Barleta, los combates singulares o por equipos, Ceriñola, Garellano, Gaeta, etc. son circunstancias y nombres inolvidables para la Historia de España, de Francia, de Italia… en definitiva, de Europa. ¡Qué pena que nuestros cineastas se dediquen a otras cosas!
 
          1503 había sido un año de continuas victorias españolas y el desaliento había hecho mella en la moral francesa, por lo que, pese a que la última ciudad importante en poder francés, Gaeta, contaba con tropas, artillería y provisiones para resistir con éxito un asedio, el día de Año Nuevo de 1504 se firmaba su capitulación.  Según lo acordado, a cambio de dejar marchar libremente a la guarnición francesa, los españoles recibirían la ciudad con todos los avituallamientos disponibles, y se intercambiarían los prisioneros. 
 
          Las fuerzas francesas (a las que se unieron 1.200 prisioneros liberados por los españoles), abandonaron territorio napolitano, parte por mar, desde la propia Gaeta, y parte por tierra hacia Roma. Enojado por la tremenda derrota, Luis XII prohibió la entrada en Francia a su ejército. Sus dos principales generales fueron desterrados y muchos de los comisarios y oficiales ejecutados.
 
          Nuestros soldados empiezan a sentirse invencibles, tanto como lo serán sus sucesores de los Tercios décadas después. Pisa, Florencia, Siena, Génova, Venecia… se ponen del lado español y Milán pide ayuda al Gran Capitán para expulsar a los franceses del ducado. Y por toda Italia, de las gargantas españolas surge la canción: “Sujeta nos es Gaeta y, si quiere el Capitán, pronto lo será Milán.”
 
          Pero no fue así. Temeroso Luis XII de un ataque español contra el Milanesado, acepta firmar el Tratado de Lyon (marzo de 1504). 
 
          Con la victoria española, el reino de Nápoles se incorpora a la corona de Aragón en condición de virreinato. Y, aunque de iure lo será algo después, como ya veremos, de facto su Virrey es Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. 
 
LA PAZ Y LA POLÍTICA
 
          Y, sin embargo, las relaciones de Gonzalo con la Corte se han enfriado. Fernando recela del poder y prestigio de Gonzalo (al que el Papa y los franceses quieren atraer a sus filas), y son muchos los envidiosos que emponzoñan la mente del rey con falsas acusaciones de prepotencia y despilfarro por parte del Gran Capitán.
 
          Verdad es que en Nápoles Gonzalo está tomando muchas decisiones sin contar con los RR.CC. Escribe poco a la Corte, lo que enoja a los Monarcas, quizás porque se creía en posesión de más elementos de juicio para resolver muchas cuestiones que los que los Reyes pudiesen tener estando tan lejos de Italia. Y además que a veces las circunstancias hacían necesaria una pronta decisión, y como las comunicaciones no eran fáciles ni rápidas, la consulta a los reyes podría implicar la pérdida de oportunidades importantes. Pero el rey aragonés no era un hombre dispuesto a aceptar “los hechos consumados” ni a recibir consejos, pues “no puede aprovechar sino lo que a él le parece bien…Así el consejo es por demás.”, dice uno de sus biógrafos.
 
          Un ejemplo claro de esta tensa situación lo tenemos en las reacciones a una orden de los RR.CC de junio de 1504 en la que ordenaban a Gonzalo que redujera el contingente y licenciara a buena parte de sus tropas; pero el General, que vive al día la política italiana, no va a desobedecer, pero si va a demorar el cumplimiento de la orden. En contrapartida, al no tener Fernando conocimiento de que la disminución se esté produciendo, revoca algunos nombramientos hechos por Gonzalo para recompensar a algunos de sus principales subordinados.
 
          El Gran Capitán se siente ofendido, y considera la anulación como una demostración de ingratitud del rey hacia sus hombres y hacia él mismo que han sacrificado sus vidas y han arrostrado muchos peligros por servirle. Y basándose en que ya ha cumplido 51 años y añora la vida del hogar y a su familia, y que debe ponerse al frente de la administración de sus posesiones, escribe a los Reyes que: “…he deliberado suplicar a VV.MM…. me quieran dar licencia para volverme para servirles a España…”.
 
          El 26 de noviembre de aquel mismo año, muere Isabel I de España. Gonzalo recibe la noticia “con increíble dolor y llanto”. Y de nuevo, en la carta de pésame, pide al Rey su dimisión.
 
         Éste duda, y pese a recibir la visita de Prospero Colona, italiano que había mandado una de las coronelías de Gonzalo Fernández de Córdoba,  quien le propone solucionar el tema napolitano con la reposición del anterior rey (don Fadrique) en su trono, la retirada de las tropas españolas y, claro está, la del Gran Capitán, prefiere confirmar a Gonzalo en su puesto de Virrey a finales de aquel mismo año. 
 
          Pero seguía estancado el tema de la disminución del contingente, lo que lleva a nuevas reprimendas reales y a que el rey empiece a pensar seriamente en sacar a Gonzalo de Italia. No es hasta el otoño de 1505 cuando comienza a cumplimentar el Gran Capitán el encargo de reducción de tropas. A principios de noviembre llegan a Málaga 2.000 hombres y se anuncia el regreso de otros 1.400. Pasan dos años más y al fin, en 1507, recibe Gonzalo la noticia de su cese y sustitución por don Juan de Aragón, conde de Ribagorza y sobrino del rey. Fernando le promete que al llegar a España le recompensará con el Maestrazgo de la Orden de Santiago.
 
          Es entonces cuando los reyes (Fernando se ha casado con Germana de Foix) viajan a Italia, en concreto a Savona, para entrevistarse con el rey de Francia. Las galeras de Gonzalo (en el que es, a la vez, su viaje de regreso a España) se unen a la armada real. Pero el astuto comportamiento del francés (que sin duda conoce las desavenencias surgidas entre Fernando y Gonzalo) va a amargar algo el viaje a nuestro Rey, reavivando recelos y celos. Cuentan que el 30 de junio de aquel 1507, tras abrazarse efusivamente los dos reyes, enseguida preguntó el de Francia por Gonzalo Fernández de Córdoba. El nuestro le indicó quien era diciendo: “Veis ahí al Gran Capitán”. Éste puso rodilla en tierra e intentó besar la mano de Luis XII, pero el monarca galo se quitó el bonete y se arrodilló de igual manera diciendo: “Gran Capitán, dejad algo en que os podamos vencer, aunque veo que excusado es a ningún hombre mortal de os vencer en ninguna cosa”. Y horas después, en una cena de gala, hizo que Gonzalo se sentase en la misma mesa de los reyes.
 
          Es en este viaje cuando ocurre el famoso incidente que ha pasado a la Historia con el nombre de “las cuentas del Gran Capitán”
 
Regreso triunfal a España
 
          A mediados de agosto (1507) desembarcaba el Gran Capitán en Valencia y allí descansó un mes, trasladándose luego a Burgos, donde le salieron a recibir todos los dignatarios de la Corte y fue recibido afectuosamente por Fernando, quien le concedió la alcaldía de Loja y una renta de 2 millones de maravedíes al año, “por los muchos, buenos y señalados servicios hechos a la Corona, y por la grande honra que ha dado a estos reinos y a toda esta nación de España.” Pero no le concedió el tan apetecido por Gonzalo (y prometido por el rey) Maestrazgo de Santiago.
 
EL FINAL
 
          Cuidando de su hacienda, de su casa y junto a su mujer y sus hijas (una de ellas va a fallecer) empieza a vivir Gonzalo la última etapa de su vida, bastante melancólico por las ingratitudes recibidas y desando tener otra oportunidad para seguir demostrando su amor a la Patria y al rey.
 
          Y ésta surge cuando en Rávena, en el norte de Italia, en 1512 sufren aquellos soldados que él tantas veces llevó a la victoria una cruda derrota ante las huestes del Papa y de Venecia. Y dicen sus biógrafos que “las provincias de Italia, y los restos dispersos del ejército, todos clamaban por el Gran Capitán”.
 
          De inmediato acude Fernando a Gonzalo, y éste se presenta en Burgos, donde recibe la orden de prepararse para una nueva aventura en Italia. Marcha de seguido a Córdoba, y es tal la multitud de voluntarios que quieren formar parte de su ejército que el rey sólo “le dio la facultad para que llevase 500 hombres de armas y 2.000 infantes”.
 
          Pero, al final, todo queda en agua de borrajas. Fernando da la orden de que se licencien las tropas y se disperse la armada que ya estaba aparejada en Málaga. Y cuentan las crónicas que al Gran Capitán “jamás en cuantos días vivió le llegó nueva tan adversa ni que tanto quebrantase aquella su grandeza de ánimo”. Su gran ilusión de revivir la gloria de otros tiempos se esfumaba… y ya tenía 59 años.
 
          Los últimos de su vida los pasará recordando y doliéndose de los errores que pudo cometer y empleando para sosegar su alma, nos dice Vigón, un arma muy poderosa, la oración.
 
          Probablemente unas fiebres palúdicas contraídas en Italia años atrás fueron la causa de que tuviese que postrarse en cama. Tras meses de dolor lo llevaron a Granada, donde el 2 de diciembre de 1515… “murió con gran conocimiento de Dios, recibidos los Sacramentos,…, tendido en tierra sobre un repostero y vestido el hábito de Santiago; y dejando mucho dolor en toda España, como es razón que se sintiese la muerte y falta de tan ilustrísimo señor e invencible Gran Capitán.”
 
          Fue enterrado en el monasterio de San Jerónimo. Junto a su sepultura estaban el estandarte verde y pardillo que la reina la había entregado y dos pendones reales. El resto de ornamentos eran todos prendas de sus victorias. De la reja colgaban dos estandartes del rey de Francia -el de Ceriñola y el de Garellano- ambos ensangrentados. A la derecha otras banderas, una con las armas de la Iglesia y varias de príncipes y señores; a la izquierda las del rey de Mantua y de algunos potentados italianos. Y el resto del templo repleto de pendones y banderas todos tomados al enemigo.
 
          En esa tumba he leído que sólo se guardan un zapato, unos trapos y unos “huesecillos”. Resulta que, en una vergonzosa acción, soldados franceses durante la Guerra de la Independencia, descendientes de aquellos que 3 siglos antes sólo habían conocido la derrota cada vez que se enfrentaron al Gran Capitán, creyeron tomar cumplida venganza profanando su sepultura y aventando sus restos. 
 
EL  GRAN  CAPITÁN  ¿CREADOR  DE  LOS  TERCIOS?
 
          A veces da la sensación de que los Tercios fueron una especie de unidades paracaidistas, que aparecieron en el escenario europeo como caídos del cielo, que fueron una generación militar española de oro, nacida espontáneamente, pero ni mucho menos es así. 
 
         En primer lugar porque no se trató de “una generación”, sino de “muchas generaciones”. Más de 150 años es un período de tiempo muy largo como para hablar de temas puntuales. Pero, en segundo lugar, hay que recalcar que de “espontánea” o “accidental”, aquella génesis de los Tercios tuvo muy poco.
 
          Se nos tacha a los españoles de “improvisadores”, de confiar más en nuestra intuición o nuestra maña que en una larga y detallada preparación. Y aunque nuestro sentido de la improvisación nos saque de apuro en más de una ocasión, la verdad es que casi todo lo que los españoles conseguimos parte de un detallado planteamiento y una buena ejecución.
 
          Así sucedió con los Tercios, pues la reorganización castrense que culminó en su aparición fue en realidad una labor que se empezó a gestar a finales de la Reconquista, cuando los RR.CC. encargaron a un selecto grupo de humanistas, militares y destacados personajes de la administración estatal que sentaran las bases jurídicas, organizativas, operativas y logísticas sobre las que debía sustentarse un nuevo ejército, al irse quedando anticuadas y obsoletas sus características medievales.
 
          He citado antes que en aquellos años finales de la Edad Media había dos potencias descollantes (y además, o quizás por eso, unificadas), que, en busca de la hegemonía continental europea estaban destinadas a chocar, como también hemos visto que sucedió. Eran España y Francia. Y con ese pensamiento como guía, los RR.CC. se marcaron la labor de perfeccionar el Ejército de los últimos tiempos de la Reconquista, adaptándolo al conflicto que se perfilaba en el horizonte. Por tanto, si el enemigo iba a ser Francia, habría que encontrar un modo de anular su principal baza en los campos de batalla, que era la caballería pesada, los “hombres de armas”, creada hacia 1445.
 
          Y esa fue la causa de que naciera nuestra gloriosa Infantería española, forjada en las fraguas de la Corte, con el impulso, el potente fuelle, los RR.CC., para avivar el fuego del Plus Ultra, y con unos martillos y yunques que se llamarán Gonzalo Fernández de Córdoba, Diego García de Paredes, Diego de Vera, Gonzalo Pizarro, el duque de Alba, Alejandro Farnesio, Juan de Austria  y una pléyade de nombres ilustres que aparecerán en las páginas de la Historia europea, y otros muchos infantes anónimos que dejaron sus huesos en cualquier lugar del mundo.
 
          El general Jarnés Bergua, ilustre historiador militar contemporáneo,  escribió en el Prólogo al libro Los Tercios, de René Quatrefages que los Tercios fueron unos cuerpos “engendrados a finales del siglo XV, alumbrados en los comienzos del XVI y educados, crecidos y experimentados hasta su briosa madurez durante años.”
 
          Y es que efectivamente fue así. En su afán por hacer un Ejército moderno, los RR.CC. promulgaron entre octubre de 1495 y febrero de 1496 tres ordenanzas militares de tan amplio espectro que afectaban al reclutamiento, al armamento y a la manera de sufragar y controlar los gastos en paz y en guerra. Además, a ellas se unió en 1497 otra ordenanza que abarcaba aspectos operativos, como la adopción de la pica por parte de los combatientes de a pie (o peones); la distribución de los soldados en compañías y núcleos especializados; el empleo simultáneo de las armas individuales que utilizaban los infantes: ballestas primero, y luego espingardas y arcabuces.
 
          Gonzalo, poninedo en aplicación esas ordenanzas,  organiza sus fuerzas en “Coronelías” (una especie de Brigadas) compuestas por:
 
                - Varios miles (de 2 a 6) de Infantes encuadrados en capitanías o compañías de unos 200 hombres, mandados por un capitán, y que a su vez se dividen en escuadras de 25 ó 30 hombres a cuyo frente figura un sargento.
 
                   - Cientos de jinetes (normalmente 800 de Caballería Pesada y otros tantos de Ligera).
 
                  - Entre 20 y 30 piezas de artillería.
 
                  - Algún centenar de minadores.
 
          Seguro que se han dado cuenta: Infanterá, Caballería, Artillería e Ingenieros, las 4 armas combatienrtes de las modernas doctrinas militares.
 
         Con el Gran Capitán, la Caballería deja de ser la “reina de las batallas”, pues ya no va jugar el papel predominante desempeñado en la Edad Media. Ahora no va a “romper” al enemigo, sino a perseguir y hostigar al enemigo ya roto. Y va a reconocer en profundidad y y proporcionar al Jefe la información que necesita para tomar sus decisiones.
 
        Gonzalo desplegará normalmente en tres escalones, uno de elos de reserva, dando al campo de batalla mucho más profundidad que la que tenía anteriormente. Y cuando sus unidades caminen en orden de marcha, lo harán de forma escalonada (en frente y fondo)., de forma que puedan, con rapidez, pasar al orden de combate.
 
          El papel fundamental en el combate pasa a la Infantería, que ya no va  a combatir como una inmensa masa de hombres (hasta 6.000 en la normativa suiza), y se especializa en tres ramas principales: lanceros (piqueros), rodeleros y ballesteros, que luego serán espingarderos y más tarde arcabuceros. Quizás por esas tres ramas vendrá la denominación de Tercios, como es de creencia común según nos recordaba hace pocas fechas el Tcol. Vara del Rey. Unos Tercios que mejoraron en gran manera a sus más próximos modelos, los suizos, que habían sido los mejores de Europa, al organizarse ahora para el combate en un sistema flexible de Unidades tipo Compañía que cuentan con armas de fuego individuales, que se mueven con agilidad (despliegues, infiltraciones, envolvimientos…) y que no rehúyen tampoco, y a veces lo buscan,  el enfrentamiento directo. Es decir, una Infantería que condensa este triple grito tan de nuestros infantes: ¡¡Fuego, movimiento y choque!!
 
          Impuso una disciplina muy rigurosa; y siempre se ocupó de mantener muy alta la moral de sus hombres sustentándola sobre:
 
                    . la dignidad personal de sus soldados,
 
                    . el orgullo de cuerpo,
 
                    . el sentido del honor nacional
 
                    . y la importancia de la religión en el ser humano.
 
          Y como escribía el general Jarnés, los Tercios, ya creados o engendrados, aunque aún no reciban ese nombre, en tiempos de los RR.CC., van a ser alumbrados -van a nacer- en los comienzos del XVI. ¿Y quién va a ser el “partero”, el que ayude en ese nacimiento? Sin duda el Gran Capitán, aplicando sobre el amplio terreno de operaciones de la bota italiana las nuevas tácticas y técnicas. 
 
          Con él entra por la puerta grande de la Historia un nuevo actor: la Infantería española, protagonista de las guerras del XVI y buena parte del XVII. Aunque Gonzalo combatió a caballo en Granada y dirigió la artillería en los sitios y defensas de castillos y fortalezas de Granada, Cefalonia y la misma Italia, es justo, equitativo y razonable, que los infantes españoles, nuestros infantes, lo consideren uno de los suyos porque, así de simple y así de grande, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, es el creador de la Infantería española, el genial diseñador de una forma de combatir que hará invencibles a nuestros Tercios.
 
          Aquellos Tercios en los que sirvieron con orgullo y valor Capitanes que alcanzaron renombre en la Historia Militar, y también, como simples soldados, hombres con nombres inmortales, como Miguel de Cervantes Saavedra o Pedro Calderón de la Barca, y muchos otros más que, en el anonimato y lejos de su terruño, defendieron, en muchos casos hasta la muerte, el honor y el prestigio de España.
 
          Y en buena medida, repito, así de sencillo y así de grande, mucho se debió a un capitán. No a un capitán cualquiera, sino al único Gran Capitán.
 
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BIBLIOGRAFÍA
 
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