De episodios galantes... y de los otros (Retales de la Historia - 248)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 24 de enero de 2016).
 
 
 
          Los primeros pobladores europeos de Añazo se encontraron con el tremendo problema de la escasez de mujeres, lo que se solventó, según se ha narrado en un Retal anterior siguiendo al profesor Antonio Rumeu, haciendo venir de la Península un barco lleno de gentiles pasajeras, sorteadas a su llegada a puerto entre los expectantes colonos, después de tomar la precaución de cubrir los rostros de las viajeras con velos en evitación de disputadas preferencias estéticas.
 
         Como en todo puerto de mar había lo que tenía que haber y ocurría lo que era normal que ocurriera. En la misma plaza de la Pila, según nos cuenta Lope Antonio de la Guerra, la alcahueta Andrea disimuladamente y a hurtadillas ofrecía muchachitas del campo a encopetados caballeros. Además, en algunos ambientes, la considerada por algunos profesión más antigua del mundo era respetada o al menos comprendida. Así ocurrió cuando el intendente Cevallos sorprendió a su esclavo yaciendo con una mujer muy conocida y apreciada por las gentes, cargadores y marineros  del desembarcadero de La Caleta, quienes entendían que el intendente castigara a su esclavo si así lo deseaba, pero no admitían que pretendiera hacerlo con una mujer que era libre. Como es sabido la crispada protesta surgida fue la disculpa que costó la vida al funcionario.
 
          Las galantes aventuras no atañían sólo a las clases populares. La carne es débil y no repara en las alcurnias. Un claro ejemplo fue el comandante general Domingo Bernardi, que falleció, viudo, en 1767 y recibió sepultura en la iglesia del convento de San Francisco. Dice Anchieta y Alarcón “que era de mujeres tal que era un escándalo”, lo que confirma Lope Antonio de la Guerra al expresar que era “demasiado amante del sexo femenino”. Viera y Clavijo, más comedido, se limita a informar que “salía de incógnito”, pero, por lo visto, todos estaban al tanto de sus aficiones.
 
          En mayo de 1778 llegó de Indias la escuadra de Antonio de Ulloa para surtirse de agua y víveres, compuesta de ocho navíos y dos mercantes. Los marineros en tierra se dieron tanto al vino y mujeres que causaron problemas para su reembarque. Años después los contramaestres contaban con la inapreciable colaboración de “La Capitana”, famosa en el muelle, desde donde envuelta en su pañoleta y con el rosario en la mano ayudaba a localizar a los que se perdían en los burdeles o intentaban desertar. 
 
          Parece que al ser el de Santa Cruz el puerto de mayor movimiento eran atraídas a ejercer mujeres de otros lugares. En 1790 el alcalde de la Ciudad de Canaria escribe al de la Villa, Nicolás González Sopranis, pidiéndole que obligase a algunas mujeres a marchar a reunirse con sus maridos en aquella ciudad. Tres años después el bando de buen gobierno del alcalde Manuel José de Acosta, decía: “Que todas las mujeres solteras que no sean naturales de este pueblo y existan en él sin más oficio ni beneficio que el de su libertinaje escandaloso, se retiren a sus Patrias dentro de ocho días que empezarán a contar en el de la fijación de éste, bien entendidas de que pasados serán arrestadas y remitidas a los lugares de su nacimiento, por convenir así al servicio de Dios y bien de este público que se halla recargado de tales mujeres provocativas, ociosas y prostituidas.” Más tarde el vicario José Hilario Martinón se quejaba de que “las mujeres desbandadas, errantes por todo el pueblo, hacen con la sombra de la noche la torpe mercancía de sus cuerpos…”
 
          La autoridad trataba de remediar lo irremediable, al menos para que no se dijera que no se intentaba, y comenzó prohibiendo que hombres y mujeres se bañasen en las playas a la misma hora y se señaló un sector de costa para cada sexo, disposición que fue derogada por inútil al poco tiempo al comprobarse que los hombres iban nadando desde su zona hasta la vedada. Más tarde, en 1814, el alcalde Pedro de Mendizábal tuvo que prohibir los llamados “bailes de barrios” en casas particulares y generalmente organizados por mujeres, “donde se baila, bebe o juega con escándalo”. La situación se extendía a ámbitos oficiales por deficiencias en las instalaciones públicas, como era el caso de la cárcel, dando lugar a denuncia del alcalde José Sansón en 1818 por el estado ruinoso de la prisión que “solo sirve para retener por vía de corrección á algunas mujeres mundanas”, sin cerrojos en las puertas, incluso en “la que debe separar la cárcel de mujeres de la de los hombres.” Algunas situaciones eran de verdad embarazosas, como cuando el alcalde Francisco Meoqui recibe aviso de que se ven mujeres en las celdas del convento franciscano, lo que se estima extraño por no tenerse noticia oficial de que “se hallara el Convento poblado con los correspondientes religiosos.”
 
          En 1886 el gobernador civil pidió se habilitaran en el hospital seis camas para mujeres enfermas de venéreas y así se hizo, pero era necesario establecer vigilancia  para evitar que salieran a la calle en busca de clientes y no había presupuesto
 
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