Prisioneros (Retales de la Historia - 228)

 
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 6 de septiembre de 2015).
 
 
          El Retal número 47 de la serie, publicado en marzo de 2012 en este periódico, trató de cómo Canarias, especialmente Santa Cruz, fue destino elegido por los gobiernos de turno para destierro de algunos políticos y militares, cuya presencia o cercanía en la Corte se consideraba peligrosa o inconveniente. Pero, además, también se llegó a elegir Canarias para confinar a otro tipo de elementos, entre los que se contaban simples prisioneros de guerra. Como ejemplo puede citarse la corbeta francesa La Mouche, o La Mosca, que en dos años, 1799 y 1800, apresó en nuestras aguas nada menos que seis navíos ingleses “poblando las islas con prisioneros”, según expresión de Cioranescu.
 
         Pero la historia, como la vida, da muchas vueltas, y en 1808 cambió el escenario y los enemigos eran los franceses y los aliados los ingleses y, al rendirse la escuadra francesa en la bahía de Cádiz el 14 de junio, cinco navíos y una  fragata con sus dotaciones quedaron en nuestro poder. Ello creó un serio problema a la Junta Suprema de Sevilla, que no dudó en dirigirse al comandante general de Canarias, Casa-Cagigal, anunciándole el envío de un contingente y preguntando “cuantos prisioneros podrán alojarse entre oficiales y tropa.”
 
          Es conocido el enfrentamiento entre el marqués de Casa-Cagigal y el coronel Carlos O’Donnell, al que se cita en documento municipal del 11 de julio como “encargado interinamente del mando militar (…) a consecuencia de indisposición del  Sor. Comte. Gral”. En realidad, la “indisposición” de Cagigal se explica por su forzosa reclusión en el castillo de San Cristóbal hasta que se le envió a la Península. Entretanto, O’Donnell ordenó a los regidores José Guezala y Josef de Arceo que hicieran matrícula de súbditos franceses, respetando las personas y propiedades de los que juraran fidelidad a Fernando VII. El cónsul de Francia, Cunéo d’Ornano, fue detenido y, como nos cuenta Juan Primo de la Guerra, “cayeron bajo el esfuerzo de nuestros militares algunos franceses que no se manifestaron prontos al ¡Viva Fernando VII!”
 
       El año siguiente, acatando una R. O., se abrió expediente para el embargo de todos los bienes pertenecientes a franceses avecindados en esta Villa, lo que dio lugar a numerosas reclamaciones, pues algunos llevaban muchos años residiendo en Santa Cruz y hasta habían servido en el ejército español. Varios de los detenidos por “afrancesados” o partidarios de Bonaparte lograron fugarse en los meses siguientes, lo que obligó al comandante general a “poner los violentas en frente del cuartel para contenerlos, aumentando los centinelas”, según nos cuenta el citado Primo de la Guerra. 
 
          En cuanto a los prisioneros, el 11 de mayo de 1809 llegó un convoy conduciendo cerca de 1.500 que provocaron un pavoroso problema de alojamiento y manutención, en un pueblo en el que las carencias de todo tipo y especialmente las alimentarias eran seculares. En principio fueron concentrados en Candelaria porque, como explicaba Buenaventura Bonnet, “no hay ningún pueblo mejor ventilado, ni en que mejor se pueda cortar la comunicación con el resto de la isla.” Con el paso del tiempo, paulatinamente, los prisioneros se fueron distribuyendo por Santa Cruz, La Laguna, La Orotava y otras localidades, en las que en muchos casos se integraron en las comunidades locales llegando a ocupar puestos relevantes.
 
          Por otra parte, la manera menos costosa de mantener a estos residentes forzosos era permitir que ejercieran sus profesiones, lo que a veces llegó a ocasionar roces y problemas con los artesanos y comerciantes locales. Así, en 1813, coincidiendo con la recepción de una orden para que se hicieran regocijos por la victoria de los rusos sobre las tropas de Napoleón, el alcalde del oficio de carpintería Cristóbal Borges protestó al ayuntamiento porque prisioneros franceses habían abierto tienda y taller haciendo competencia desleal al gremio, aunque se admitía que pudieran trabajar en talleres de carpinteros locales, queja que se trasladó al comandante general que era en realidad el responsable de los prisioneros. Pasaron varios meses y el jefe superior político desestimó las quejas del gremio de carpinteros de  Santa Cruz.
 
        Diez años después, en 1823, se repite la historia de invasión de fuerzas francesas, los Cien Mil Hijos de San Luis, y Santa Cruz se siente totalmente desprotegida, especialmente se queja por “el estado de indefensión de esta Villa…por las ruinas de sus murallas como por la escasez de tropas para atender a los varios puntos de la Cortina…,” y el ayuntamiento “pregunta si se han tomado ya algunas medidas para la precisa defensa y seguridad de la Plaza y cuales hayan sido estas.” La Diputación contestó que la mala situación se debía a “obstáculos pecuniarios”, no obstante lo cual estaba pensando en pedir “un aumento de 265 milicianos con sus correspondientes oficiales, sargentos y cabos para la guarnición de esta Plaza.” 
 
          Vamos, que si algunos de aquellos Cien Mil Hijos hubieran intentado invadir Santa Cruz de Tenerife, todo estaba previsto, y… se iban a enterar.
 
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