Amojonar, imprescindible labor (Retales de la Historia - 227)

 
 Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 30 de agosto de 2015).
 
 
          El amojonamiento, o sea colocar mojones, tuvo sus épocas de moda en Santa Cruz, y si no de moda sin duda que lo fue de necesaria actividad municipal. La primera vez, o la primera noticia, se remonta a 1804, pues anteriormente nada había que amojonar, señalar o delimitar. El día 5 de junio del citado año se procedió a señalar y dar posesión oficialmente de su término al recién nacido municipio de Santa Cruz de Santiago, siendo entonces su alcalde José Víctor Domínguez, por medio de una especie de elemental ceremonia que se celebró en el margen del barranco del Hierro.
 
          Este curso intermitente de agua, también conocido como barranco del Calabozo o de Las Cruces, pronto comenzó a dar problemas a la bisoña corporación del puerto y plaza, cuando el marchante Juan Báez le dirigió un memorial recordando que, al igual que en el barranco de Santos, desde antiguo los charcos de su cauce se reservaban para beber el ganado, pero se inutilizaban al ocuparlos las lavanderas, a las que se les prohibió su uso bajo multa de dos ducados la primera vez y el doble la segunda. Una veintena de años más tarde se autorizó a Gregorio Carta y Marcos Ramos la construcción de un molino cerca de su desembocadura “por ser zona de buen viento y estimarse obra beneficiosa para el pueblo, que tiene que ir a moler los granos a La Laguna y, cuando allí no hay viento, lo que suele ocurrir en otoño, incluso a Tacoronte.” Y cabe preguntarse qué había sido en los años veinte del siglo XIX de los numerosos molinos plasmados en la cartografía de Santa Cruz de la centuria anterior.
 
          Para señalar los primeros límites del nuevo municipio, dice Cioranescu que “el Cabildo de la Isla se mostró más generoso en ceder el terreno de los pagos incomunicados en la rocosa y abrupta península de Anaga, pero no así hacia el Oeste en zonas más apropiadas para el establecimiento y crecimiento poblacional.” Los vicios de este primer deslinde eran tan evidentes que muy pronto se hizo necesaria su modificación y en 1819 el alcalde Enrique Casalon ordenó que se sacaran copias del título de Villazgo y de las diligencias del deslinde y amojonamiento, “debiendo quedar los originales en la secretaría del ayuntamiento, de donde”, se decía, “no podrán salir bajo ningún pretexto.”
 
          En 1823 se repitió la historia y Santa Cruz comisionó a los regidores Sebastián Casilda Yanes y Gregorio Asensio Carta para que en unión de los nombrados por La Laguna intervinieran en el amojonamiento y nuevo deslinde del término municipal. Cuando se pensaba que todo estaba encaminado, La Laguna hizo saber que no asumiría parte alguna de los gastos que se ocasionaran, por estimar que todo se hacía en beneficio de Santa Cruz, lo que se trasladó al presidente de la Diputación Provincial para que resolviera, aunque lo único que hizo fue ordenar que se incluyera al ayuntamiento de La Esperanza. Además de los regidores municipales era necesaria la asistencia de un técnico cualificado y el único que había era Miguel Maffiotte, que pidió 80 reales por hora útil, aparte de los gastos de cabalgadura y manutención. El ayuntamiento lo estimaba exagerado, pero al no haber otro técnico tuvo que acceder a sus pretensiones.
 
          En septiembre todo estaba preparado, cuando por los acontecimientos a nivel nacional corrió el rumor de haberse declarado el estado de guerra, aunque al aclararse que sólo se trataba de medidas excepcionales era posible el comienzo de los trabajos. No obstante, el día 9 los comisionados de La Laguna informaron de “la imposibilidad de concurrir en la presente estación pero que sí lo harían en la próxima de otoño”, pero como ya estaban avisados los de La Esperanza se decidió comenzar la tarea de campo el día siguiente.
 
         Es curiosa y digna de conocerse la cuenta que en noviembre presentó el regidor encargado Antonio Pérez Yanes, al que previamente se le habían librado 500 reales de vellón para los primeros gastos. La cuenta comienza con un cargo de 1 peso, 2 reales y 10 cuartos por dos burros que se alquilaron para reconocer el terreno, y sigue con 2 pesos pagados al bote que se fletó para reconocimiento del mar y 12 reales a un propio que llevó los oficios a La Esperanza. Para aminorar lo penoso que sin duda resultaban los trabajos de campo, se incluían en la cuenta: 5 cuartillos de vino, a real el cuartillo; 5 libras de pan, a 7 cuartos la libra; 1 jamón con 8 libras, a 3 ½ reales la libra; un quartillo de aguardiente caña, a 21 reales y 10 cuartos; y, además, una libra de azúcar, 2 reales de aceitunas, 6 reales por 3 libras de pescado fresco y 2 reales por aceite y vinagre para el escabechado. Estaba claro que la comisión municipal se había tomado muy en serio la tarea y que si había que trabajar, se trabajaba.
 
          Más tarde, en 1844, volvieron los amojonamientos al hacer el deslinde de los montes de la jurisdicción, especialmente de Monte Aguirre, pero de esta ocasión no nos ha llegado el menú.
 
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