De cuando Santa Cruz fue dueña de sus aguas (Retales de la Historia - 217)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 21 de junio de 2015).
 
 
 
          Resulta sorprendente, a la par que curioso, que transcurridos los tres primeros siglos de su historia el puerto y plaza de Santa Cruz de Añazo aún no fuera el legítimo titular de sus aguas. El pueblo de Santa Cruz bebió en sus inicios de los pocos cursos de agua y nacientes naturales existentes en su territorio, de algunos pozos, o del agua de lluvia almacenada en aljibes por aquellos que podían disfrutar de dicha ventaja, lo que constituía un auténtico lujo. Luego, a partir de 1706, cuando el capitán general Agustín de Robles hizo traer hasta la plaza de la Pila el agua de los nacientes de Monte Aguirre por canales de madera, las ventajas y mejoras en la calidad de vida de entonces fueron evidentes. No obstante, Robles dejó bien claro, y así lo dictó de manera expresa por decreto del primero de octubre de aquel mismo año, que aunque el agua era gratis para los vecinos y sujeta a ciertos tributos para la aguada de los barcos -para ayudar al mantenimiento de los canales-, la propiedad de las aguas de Santa Cruz pertenecía al rey. Ello quería decir que la administración, vigilancia y explotación de los caudales que llegaban al puerto quedaban en manos del estamento militar, que por consiguiente tenía la potestad de nombrar al alcalde del agua. Así fue durante los siguientes cien años.
 
          En 1810 era comandante general el general Carlos Luján, al que en mayo sustituyó el mariscal de campo Ramón de Carvajal, y era alcalde de la villa José Víctor Domínguez Maquier, que ya lo había sido dos veces y que volvería a serlo una vez más, pero ¿cómo era aquel Santa Cruz de principios del siglo? Hacia el Sur, unas pocas casas junto a las ermitas de San Telmo y de Nuestra Señora de Regla; hacia el Norte, la calle San Francisco, la más larga de la población, apenas pasaba del barranquillo de San Antonio; ladera arriba, aunque ya existía el Hospital militar en el solar que hoy ocupa el palacio de Capitanía, la calle del Castillo no alcanzaba la actual plaza Weyler. Ayudará a hacernos idea de lo que era la villa lo que escribió Juan Primo de la Guerra cuando decidió mudar su domicilio por resultarle muy fría su casa de la calle San Roque, actual Suárez Guerra, a pesar de que decía que le gustaba "su situación como en el campo".
 
          A Santa Cruz no le faltaban problemas, como era la pretensión de La Laguna de no considerar a la villa y puerto como cabeza de partido, a lo que contestó con razonados argumentos el síndico personero Tomás Cambreleng, o cuando el nuevo comandante general Ramón de Carvajal, por indicación del alcaide de San Cristóbal José de Monteverde, pidió al ayuntamiento que reparara la conducción del aljibe que conducía el agua a la habitación del castellano y a la cocina. El ayuntamiento atendió la petición del general, pero haciéndole ver que estos arreglos interiores no eran competencia municipal.
 
        Este mínimo incidente dio pie para rescatar una disposición anterior por la que se dictaminaba que los asuntos del agua no eran ramo de la Real Hacienda, aun reconociendo una suprema disposición que confirmaba que en las aguas de Santa Cruz siempre habían sido los comandantes generales los que intervenían. El alcalde encargó un detallado informe a los regidores Juan Anran de Prado y Rafael de Fuentes, a la vista del cual en junio se decidió solicitar al comandante general la administración del agua, haciendo ver a la autoridad que "este Ayuntamiento es el único de todos los de la provincia que en la actualidad está privado de intervenir, dirigir y administrar el ramo del agua".
 
        La solicitud surtió el efecto deseado y en el mes de agosto el general Carvajal cedió al ayuntamiento las atribuciones sobre las aguas y pidió se le informara a quién debía entregar los documentos existentes, así como un fondo de 10.640 reales con 9 maravedíes, contestándosele que los documentos fueran entregados en la secretaría municipal y el dinero a José Murphy, a quien se nombraba depositario. Otro cometido que el comandante general cedió entonces al ayuntamiento fue el del cobro del impuesto de 15 reales al mes a los propietarios de yuntas de corsas para la composición de las calles, puesto que este medio de transporte ocasionaba serios daños en las calles y en las atarjeas someramente soterradas y cubiertas con losas que conducían las aguas. Como consecuencia de las nuevas competencias asumidas, en octubre se aprobó el primer reglamento de aguas, que constaba de diecisiete artículos, y se nombró una comisión para visitar los nacientes y proponer medidas para aumentar el caudal y mejorar el abasto.
 
        Todo quedó trastocado y relegado por la grave epidemia de fiebre amarilla que se abatió sobre la población en estos meses. Por fallecimiento de Pedro Forstall, que era uno de los miembros de la comisión de aguas, se nombró alcalde del agua a Vicente Martinón y, como suplente, a Pedro Acosta.
 
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