Santa Cruz capital (y 3). (Retales de la Historia - 197)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 1 de febrero de 2015).
 
 
 
          Establecida la Diputación en Santa Cruz de Tenerife como máximo órgano de ámbito provincial, el 22 de octubre de 1821 el síndico del Ayuntamiento de Santa Cruz, José Murphy Meade, comisionado por la corporación para representarla en Madrid, informaba a su ciudad natal del acuerdo que acababa de tomarse en las Cortes:
 
                  “Tengo la satisfacción de comunicar a V. S. Iltma. que las Cortes Extraordinarias, en sesión de 19 del corriente, se han servido designar a esa Muy Noble, Leal e Invicta Villa, por Capital de las Islas Canarias.”
 
          Esta noticia, redactada por Murphy de forma tan escueta a pesar de su enorme trascendencia, era el fruto de la ardua labor de un hombre, sin duda el político de más talla de nuestro siglo XIX, que a pesar de no ser diputado en aquellas Cortes supo desenvolverse en un ambiente desconocido, en algunos aspectos hostil, logrando apoyos en un ímprobo trabajo de “diplomacia de pasillos” y gestiones personales, para lo que ya era una realidad incuestionable. Tres meses después, el 27 de enero de 1822, se promulgó la ley que, respecto a Canarias, exponía:
 
                    “Canarias.- Población: 215.108 almas.- Diputados: tres.- Capital: Santa Cruz de Tenerife.”
 
          Y puede decirse que ya era una realidad porque, cuando se alcanzó el trascendental logro, Santa Cruz ya se había consolidado como cabecera de todas las islas, sin menoscabo de nadie, pues fueron los mismos responsables de las distintas parcelas administrativas los que por sí mismos optaron, ante la evidencia de los hechos, la defensa de sus propios intereses y el convencimiento de poder desempeñar mejor su cometido, por establecerse en su suelo. Al paso de los años se habían ido asentado en Santa Cruz todas las administraciones con jurisdicción en el conjunto del Archipiélago, desde el Juzgado de Indias hasta la Junta de Fomento de Canarias. Todos estos hechos, es decir, el establecimiento de estas administraciones con ámbito en todas las Islas, tuvieron lugar de forma natural, sin perjuicio para terceros puesto que anteriormente no existían. De esta forma, al llegar el primer período constitucional en 1812, la administración del Estado, la económica, la militar y de marina, y en gran parte la civil, se encontraba establecida en Santa Cruz.
 
          En los años siguientes la esquizofrenia política se adueñó del país y trajo consigo un continuo cambio de cometidos de los responsables públicos y un constante trasiego de destituciones y nombramientos, al compás de los vaivenes políticos. Pues bien, no varió la situación anterior y cada vez que se producía un cambio o un relevo, en todos los casos, las nuevas autoridades tomaban posesión de forma natural en Santa Cruz, no en otra población, donde siguieron establecidas como principal centro del Archipiélago.
 
          La Constitución de 1812 se derogó y volvió a proclamarse varias veces y de nuevo hubo quien volvió a reactivar la cuestión de la capitalidad, pero sin aportar novedades al debate. De esta forma, cuando llegó la que se consideró entonces definitiva ley de organización territorial de 1833, ya Santa Cruz era capital de Canarias, de hecho y de derecho. De hecho, porque aquí residían los centros administrativos; de derecho, porque ello tenía legítimo origen en disposiciones o implícitas autorizaciones de los sucesivos Gobiernos, fueran del color que fueran.
 
         Todo lo expuesto configura el importante patrimonio que hizo valer ante los poderes públicos José Murphy, apoyado por otros buenos patricios que entonces se ocupaban de los asuntos comunitarios, lo que constituyó el valioso legado que, a pesar de la época de extrema penuria que les tocó vivir, dejaron para la posteridad. Hay que recordar también a los que colaboraron en reunir la documentación en la que basó sus argumentos como “embajador” en Madrid de la corporación santacrucera. El poder notarial necesario para desempeñar su misión fue otorgado, entre otros, por el alcalde Matías de Castillo Iriarte y el síndico Valentín Baudet y colaboraron en reunir documentación y en formar el expediente José Sansón y Juan del Castillo Naranjo. Por último, el capítulo económico del viaje fue atendido por los beneméritos ciudadanos Miguel Soto y José María de Villa. Todos los citados, menos el propio Murphy, tuvieron el honor de presidir en algún momento el Ayuntamiento de Santa Cruz.
 
          ¿Qué tenían en común estos personajes por encima de sus diferencias ideológicas? Sobre todo, un extraordinario sentido del deber que les permitía afrontar con entusiasmo el sacrificado trabajo que entonces representaba el servicio a la comunidad, con merma de sus intereses y, en todos los casos, de su peculio. Todos ellos lograron que su pueblo, Santa Cruz, en una veintena de años mal contados pasara de ser un simple lugar dependiente de otras administraciones, a ser cabecera y capital única de toda la provincia.
 
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