Una manera de ser (1). (Retales de la Historia - 193)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 4 de enero de 2015).
 
 
 
          Santa Cruz de Tenerife, ciudad abierta, acogedora, alegre y confiada. La Naturaleza le ha sido generosa en cuanto a su clima, su abrigada bahía, la grandiosa belleza de las montañas que la rodean, el entorno de suave declive en el que se emplaza... y poco más. Porque la Historia nos dice que cuanto es y cuanto ha logrado, sea ello poco o mucho, lo ha sido con esfuerzo, paso a paso, a veces en soledad y casi siempre con dificultad y sufrimiento. También es cierto que algunos de sus logros han respondido más a impulso de unos pocos que a sentimiento o ansia de preponderancia, que en su ánimo nunca supo anidar. Jamás ha recurrido a despojar a otros para adornarse con galas ajenas.
 
           Al contrario, si algo ha caracterizado a Santa Cruz, y a Tenerife, a lo largo de su historia, ha sido su generosidad para con los demás, con las otras islas y con la patria común, hasta el punto de que, como ha dicho Juan del Castillo, "la generosidad de la Ciudad hace que a la provincia se le llame desnudamente Tenerife", lo que Santa Cruz acepta de forma natural. Y esta característica, esta manera de ser, ha llegado en ocasiones al extremo de que lo que en principio podría catalogarse como virtud se convierte a veces en falta, llegando a una absurda indiferencia, cuando no culpable desidia, respecto al papel que ha desempeñado en el concierto insular. Santa Cruz, ni siquiera ha sido capaz de resaltar y grabar ante las sucesivas generaciones las circunstancias y el lugar de sus propios orígenes. Lo señalaba uno de sus más ilustres hijos, el primer arquitecto y urbanista nacido en su suelo, Manuel de Cámara y Cruz: “Ningún monumento, ningún detalle -decía-, recuerda de modo visible, sin necesidad de acudir a las páginas de la historia, el primitivo origen de nuestro pueblo”. Así se lamentaba, el insigne patriota. Han transcurrido muchos años y nada se ha hecho hasta que por fin, localizado el punto en que nació la ciudad, parece que hay voluntad de poner remedio a este abandono. ¿Lo veremos algún día?
 
          Desde su origen Santa Cruz asumió de forma natural el papel de puerta y pasillo canalizador de cuantos suministros precisaban los nuevos asentamientos que se iban consolidando en otras zonas de la isla. El esfuerzo en el cumplimiento de esta misión marcó su destino y, durante una larga etapa constituyó su gloria... a la par que su rémora. Por parte de los primeros máximos responsables, poco importaban los problemas que afectaban al lugar y puerto, mientras la entrada de subsistencias y mercancías que el conjunto necesitaba para su desarrollo estuviese garantizada. Este fue el origen de sus primeras mejoras, tal como el arreglo del primer embarcadero, o el empedrado de la calle de la Caleta -hoy General Gutiérrez-, primera que recibió esta mejora, o la construcción del primer puente sobre el barranco de Santos, paso obligado hacia el camino de San Sebastián, que hasta que se construyó el puente Zurita en 1754 era el único practicable que conducía a La Laguna.
 
          La necesidad de comunicación hizo que, con ocasión de grave y mortal epidemia que asolaba el entonces llamado Lugar y Puerto, establecido un férreo cordón sanitario en La Cuesta custodiado por soldados, el Cabildo de la Isla con sede en La Laguna prohibió el tráfico desde Santa Cruz, ordenando a los soldados que cortaran el paso a los "enfermos y sospechosos" de estarlo, pero permitiendo la libre circulación a los comerciantes y mercaderes, por la necesidad de bastimentos que se padecía en la ciudad. Es decir, los guardas no tenían mayores problemas para determinar los casos en los que podían franquear el paso: bastaba ser comerciante para dejar de ser enfermo o sospechoso.
 
          Desde los primeros tiempos Santa Cruz contribuyó con su caudal humano -hasta desangrarse a veces en recursos y fuerza productiva- a cabalgadas y expediciones a la vecina costa africana, descubriendo territorios, poblando o fundando villas y ciudades de Norte a Sur del continente americano, en las guerras de Flandes, en las campañas de Portugal, en la del Rosellón o en la guerra de la Independencia. Además, siempre supo estar a la altura de las circunstancias cuando alguna de sus hermanas orientales sufría invasiones berberiscas; cuando, en las terribles hambrunas de pasados siglos, El Hierro, Canaria o Fuerteventura pedía socorros de grano o agua para la más elemental subsistencia. Incluso, una vez, al saberse de algunos navíos que habían zarpado de Andalucía, donde se sufría el cólera, con destino a Lanzarote, y no teniendo las autoridades provinciales medio de comunicarlo a aquella isla, los ediles del ayuntamiento de Santa Cruz y los vecinos fletaron un barco, con cargo a su peculio particular, para que les llevara el aviso. O bien, cuando en 1888 la fiebre amarilla asoló La Palma y la Diputación Provincial prometió alegremente una ayuda de 30.000 pesetas, que no tenía, Santa Cruz se ofreció a adelantar el dinero, gran parte del cual fue cubierto con aportaciones personales de los propios concejales.
 
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