25 de Julio de 1797-La invasión británica de Tenerife. Las experiencias de un soldado del ejército de Nelson.

 
Por Alastair F. Robertson  (Publicado en inglés en el Tenerife News el 1 de agosto de 2014 y en la Revista The Nelson Dispatch. Journal of the Nelson Society. Volume 12, Part 2, Spring 2015). Traducción de Emilio Abad
 
 
         
          Nunca había pensado en ser militar, pero el 26 de julio de 2014 ingresé en el Ejército británico como soldado raso. A los 10 minutos era ascendido a sargento, y esa misma noche participaba en la lucha contra las tropas españolas por las calles de Santa Cruz; resulté ileso y fui desmovilizado, todo en un día.
 
          Para los no iniciados en el tema, aclaremos que durante las guerras napoleónicas alguien consideró que sería una buena idea tomar las Canarias para Gran Bretaña, especialmente si se tenía en cuenta que, al ser España aliada de Napoleón, las islas eran un objetivo lícito. Un resumen de la campaña se puede leer en cualquier biografía de Nelson, pero en un futuro no muy lejano aparecerá una publicación con más detalles en una traducción actual del original en español. (¿Cuántos británicos saben que fue aquí, en Santa Cruz, donde Nelson perdió su brazo?).
 
          Sea como sea, los isleños están muy orgullosos de lo que sucedió, y todos los años lo conmemoran depositando una corona de flores ante el monumento al comandante general, Antonio Gutiérrez,  y recreando la batalla. De hecho, ese día es festivo en la isla y una ceremonia de acción de gracias se celebra en la Iglesia de La Concepción, donde una unidad del Ejército actual participa en señal de respeto. La imagen de Santiago es sacada de la iglesia y llevada en procesión por las calles, con músicos abriendo carrera seguidos por las autoridades civiles y recreadores ataviados con uniformes militares españoles de la época.
 
         El 26 de julio de este año, el sábado más cercano al 25, mi propio alistamiento en el ejército de Nelson no fue exactamente como consecuencia de la mediación de un pelotón de reclutamiento, sino más bien por un poco de presión amistosa. Yo nunca antes había hecho algo similar. En primer lugar, tenía que conseguirme las prendas de uniforme. Felizmente poseía mi propia camisa blanca, pero la casaca roja, los pantalones blancos, el blanco chaleco, los zapatos negros y el sombrero del mismo color me llegaron de generosas procedencias, de manera que estaba totalmente equipado, con la excepción de unos calcetines largos blancos y  una corbata negra. Tras recorrer las calles de Santa Cruz encontré finalmente una tienda propiedad de un individuo chino. Compré unas medias de señora blancas y una bufanda de algodón negra con borlitas, lo más parecido que pude encontrar a lo que necesitaba. Le dije al vendedor que los estaba comprando para mí, por que iba a ser soldado. Los chinos tienen la reputación de ser inescrutables, pero en sus ojos apareció una mirada que parecía decir: “Oh, sí. Cuéntale eso a los marines”. Que era en lo que de hecho me iba a convertir. Un poco de drástica cirugía en la bufanda bastó para cortarla en dos y regalar una parte a un compañero. Estaba equipado y casi preparado para entrar en acción. Pero como no tenía mosquete me convertí en el abanderado, lo que me parecía bien porque era el cometido militar más sencillo, aunque pensé que posiblemente me convertiría en el objetivo principal para los disparos enemigos.
 
          Los campamentos español y británico se instalaron juntos, con  tiendas de campaña y todo, y de una forma totalmente amistosa en la Plaza de España, afortunadamente bajo la sombra de loas árboles, y a las 11 en punto empezó la diversión. Se disparó un cañón, que hizo un enorme ruido, por encima del estanque, entre el entusiasta aplauso de la multitud (los británicos presentes brillaban por su ausencia). Durante el día se fueron sucediendo demostraciones tales como enseñar a cargar un mosquete; el herrero del campamento estaba haciendo su trabajo, los niños luchaban con espadas y la gente se fotografiaba junto a los soldados; un “monje” dirigía una reunión en la que le contaba a todos con exactitud el desarrollo del evento: los soldados se adiestraban y se animaba a participar a los voluntarios. La gente también podía ser testigo de la misteriosa fabricación de cartuchos con pólvora y papel para ser utilizados esa misma noche. El cañón volvió a disparar a las doce, y luego a la una, siempre entre grandes aplausos. Para elevar los ánimos de los soldados británicos se nos proporcionó algo de beber. He olvidado los ingredientes, pero aquello con justicia se denominaba “agua de fuego” y casi me levantó la tapa de los sesos.
 
          Por la tarde hubo un descanso para permitir a los soldados un tiempo para comer; a las seis se volvió a disparar el cañón, lo que dio paso al folclore tinerfeño, con actuaciones de músicos, cantantes y bailarines. Los bailes canarios son tan dulces y elegantes que es una delicia presenciarlos. 
 
          Conforme avanzaba la tarde, el ambiente se hacía más tenso. Se acercaba el momento de la batalla. Las tropas españolas se desplazaron a su lugar de despliegue, seguidas por las británicas. Mientras marchábamos cantábamos “Rule Britannia” y ante la ausencia de pífanos y tambores silbábamos “The British Grenadier”, y con orgullo tengo que resaltar que fue mi especial contribución a los actos. Nos agrupamos junto a la fuente cercana al Museo de la Naturaleza y el Hombre, ocupando los españoles, con su cañón, el puente sobre el Barranco de Santos. Avanzamos contra los paisanos españoles que ocupaban el puente y su cañón hizo fuego contra nosotros, con un maldito ruido amplificado por el eco en un espacio tan reducido, que a más de uno del susto se le cayeron los pantalones. Se intercambió fuego de fusilería y, por Dios, tuvimos que retroceder, quiero decir que hicimos un repliegue táctico. De todas formas, era un movimiento muy astuto porque nos reagrupamos en la Plaza de la Iglesia y avanzamos por la calle Dominguez Alfonso, frente al templo, pero el cañón español, que estaba todavía en el puente, dio la vuelta y disparó de nuevo contra nosotros, que tuvimos que retirarnos y desplazarnos calle arriba, Luego -maldita sea- resultó que los españoles también estaban delante nuestra, por lo que tuvimos que combatir en doble frente, y el fuego de mosquete era impresionante resonando en las estrellas calles, lo que era muy emocionante para la multitud que se había reunido. Los grupos de gentes de la localidad animaban a los suyos – los poderosos ingleses estaban perdiendo y se retiraban. Se oían gritos de “¡Ingleses, iros a vuestra casa!” y “Tenerife para los españoles”.
 
          La verdad es que yo estaba enojado. No era como si fuéramos israelitas tomando su porción diaria de territorio palestino de la orilla occidental; estábamos allí para ofrecer a los canarios el privilegio de formar parte del Imperio Británico, algo así como hicieron los norteamericanos cuando propusieron a los hawaianos formar parte de los Estados Unidos, distantes miles de millas.
 
         Bueno, de cualquier manera, retirándonos y luchando por retaguardia y por vanguardia, seguimos por diversas calles hasta llegar a la Plaza de Madera, donde una vez existió un convento en el que finalmente se refugiaron los ingleses en 1797. Era el final del espectáculo, con cientos de personas siendo testigos de nuestra humillación. Cantando las últimas estrofas de “Rule Britannia” y con gritos de “Long live King George” y “God save the King”, que no encontraron la menor respuesta,  mientras que un simple  estornudo de un soldado español era acogido con aclamaciones, hicimos el último alto en las escalinatas del Teatro. Entonces, con nuestros muertos y heridos alrededor, nos rendimos al noble y muy experto comandante general español Antonio Gutiérrez.
 
          Tras firmar la entrega de nuestra dignidad, nuestro derrotado ejército tuvo que “pasar baquetas” entre las alegres gentes hasta llegar a la Iglesia de la Concepción, donde nos despidieron – derrotados y avergonzados. ¡Ejem! ¡Ejem!
 
          Durante aquel día aprendí varias cosas sobre mí mismo: 1- Soy capaz de portar una bandera. 2- Puedo dar todo tipo de gritos. 3- Soy el peor del mundo desfilando –continuamente el sargento mayor me llamaba la atención: que me contuviera, que marchara más despacio, que lo hiciera siguiendo el compás, izquierda, derecha, etc. 4- Yo, un inglés no aclimatado, puedo soportar durante horas las temperaturas de Tenerife vestido con el uniforme militar completo (mientras la gente del público usaba camisas de manga corta y pantalones cortos, y estaba sudando, nosotros teníamos que llevar una camisa, un chaleco, una gruesa casaca roja -todo ello totalmente abotonado-, un sombrero negro y una corbata de igual color para hacer juego. Y, finalmente, 5- Pasé un gran día y me gustaría repetirlo el próximo año. (¿Hay algún voluntario?).
 
          El único aspecto ligeramente frustrante fue la falta de apoyo inglés entre la multitud. Quizás no se le había dado suficiente publicidad al evento, o puede ser que nosotros, los británicos, nos sintamos un poco avergonzados de que nuestro héroe nacional perdiera realmente una batalla contra unas fuerzas que en su mayor parte estaban constituidas por un puñado de muchachos locales – el Ejército de papá.
 
          Así que en el calendario del próximo año marque con un círculo el sábado más cercano al 25 de julio y venga a la Plaza de España de Santa Cruz para animarnos, y quién sabe si con su entusiasta apoyo seríamos capaces de cambiar el curso de la Historia ¡ y VENCER!
 
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