Los primeros Capitanes Generales (1) (Retales de la Historia - 169)

 
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 13 de julio de 2014).
 
 
          A raíz del desastre sufrido por la Armada de Felipe II en aguas del canal y costas de Inglaterra en 1588, desastre al que no fue ajeno el propio rey por sus indecisiones y directrices erradas, Canarias se vislumbraba como apetecible objetivo de enorme interés estratégico para las potencias extranjeras, como punto clave en el tráfico con América y con los territorios asiáticos.
 
          En esta ocasión la corona quiso prever cualquier intentona y decidió concentrar bajo un único mando todo lo concerniente al Archipiélago, y al decir todo debe entenderse absolutamente todo, empezando por la defensa, la justicia y la hacienda y terminando por cuanto concernía a la administración local de cada isla. Este fue el motivo del nombramiento, en 1589, del primer capitán general en la persona de un experimentado militar como lo era Luis de la Cueva y Benavides, II señor de Bedmar.
 
          El problema estribaba en que jamás, desde hacía cien años que las islas formaban parte de la corona de Castilla, había existido semejante figura de mando unificado con un poder tan absoluto, lo que forzosamente tenía que colisionar con la que hasta entonces era la forma tradicional de gobierno. Canarias, desde los inicios de su historia europea gozaba de una especie de limbo orgánico–político–administrativo, propio de territorios y sociedades que habían comenzado su andadura bajo los influjos renacentistas, que se prolongaban en el tiempo. Esta situación se veía además fuertemente condicionada por el fraccionamiento geográfico, en el que cada unidad poblacional podría decirse coloquialmente que se buscaba la vida. El único vínculo de unión y dependencia, a partir de 1526, había sido el relacionado con la Justicia, tutelada por la Real Audiencia de Canarias creada por Carlos I.
 
          Hasta entonces, superada la etapa de señorío en algunas islas, cada una disponía de un Cabildo que entendía en lo político y administrativo, y de un gobernador de las armas para lo relacionado con las milicias y la defensa. Mucho se ha dicho de la entonces novedosa figura que estos personajes encarnaban y de sus funciones, que hoy pueden parecernos insólitas al considerar que prácticamente todo lo abarcaban, pero que en el contexto de la época nada desmerecen y nada tienen de reprochables. Es cierto, concretándonos a Tenerife, que muchas de sus áreas de actuación colisionaban con el Cabildo de la Isla, que hasta la aparición del nuevo cargo ejercía la máxima, indiscutible y única autoridad en su ámbito, y que con la llegada de los capitanes generales veía mermada su capacidad de decisión e influencia. Pero esta circunstancia, extrapolable también a las otras islas, no era la única fuente de conflictos, que también surgían con la Real Audiencia, sus regentes y oidores, incluso cuando el propio capitán general ostentaba su presidencia y, más tarde, con la llegada de los intendentes que traían la facultad de intervenir en todos los asuntos relacionados con la Hacienda.
 
          A pesar de los poderes de que estaba revestido y de la parafernalia y protocolo que rodeaban al personaje, que indudablemente alentarían su vanidad de algunos casos, no debían sentirse cómodos en una sociedad como la canaria, por una parte encerrada en sus inveterados hábitos locales, pero por otra abierta a los influjos extranjeros del pensamiento, que llegaban en alas y a la sombra de una importante actividad comercial sustentada por las exportaciones de azúcares y vinos, que propiciaba un asiduo contacto cultural con Europa. Es bien sabido que a la sombra del intercambio con los países del Norte lo mismo llegaban bronces, imágenes sagradas y obras de arte, que libros propagadores de ideas avanzadas entonces, bajo la displicente actitud de un Santo Oficio que las más de las veces miraba a otro lado.
 
          Los beneficios que la unidad de mando representó para Canarias, a pesar de los inconvenientes de una acumulación de competencias, presentan un indudable saldo positivo. Las realizaciones e iniciativas desplegadas a través del tiempo en Tenerife y Santa Cruz son testimonios de ello. Pero no hay que perder de vista que aquellos en los que recaía la responsabilidad del nuevo cargo, a pesar de que generalmente eran personas acostumbradas al mando, también eran seres humanos con sus virtudes y defectos, sus aciertos y errores, sus apetencias y ambiciones, sus luces y sombras. Y sobre este aspecto humano de los protagonistas, especialmente del primero que nos ocupa, tan ensalzados a veces y en ocasiones denostados, con razón o sin razón, pretendemos dedicar la atención, sin ánimo de juzgar sus actuaciones y sólo en base a datos contrastados.
 
          Transcurridos 425 años de su llegada, puede afirmarse que Luis de la Cueva y Benavides era producto de su época, que había recibido por mandato real omnímodos poderes, sin conocer o sin tener en cuenta el contexto social en que tenía que actuar, y de carácter poco propicio a la transigencia.
 
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