El corsario de Artigas (Retales de la Historia - 165)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 15 de junio de 2014).
 
 
          Una curiosidad histórica nos llega relacionada con la independencia de los territorios de la América Hispana, hecho que no sabemos si tiene antecedentes o si se repitió en el tiempo, aunque nada hemos encontrado que así nos lo indique. En todo caso se trata de un suceso insólito en unos tiempos en los que mientras Canarias se esforzaba por sobrevivir entre amenazas de ataques, hambres y sequías, en los países hispanoamericanos ya había prendido la mecha de la independencia, se encontraban empeñados en su consecución o ya la habían alcanzado.
 
          Es bien sabido que hasta la primera mitad del siglo XIX las aguas canarias estuvieron infestadas por bajeles corsarios, lo que dificultaba hasta extremos hoy inimaginables no sólo las comunicaciones entre las islas sino también con la Península, hasta el punto de que a veces transcurría un año sin que llegaran correos ni noticias de la metrópoli. Desde siglos atrás, el principal objetivo que se señalaba esta especie de aves rapaces marinas con licencia para obtener rico botín, era la navegación entre América y Europa, pero tampoco despreciaban, tal vez para entretener el tiempo en espera de más suculentos botines, los barcos que navegaban entre islas, ni los dedicados a la pesca y, si se terciaba, incluso las pequeñas barcas de pesca artesanal. El caso era hacer presas que a veces remataban, generalmente de forma abusiva aprovechándose de las penurias de la población, en los mismos puertos canarios a cambio de dinero, vino, ganado, harina u otros suministros.
 
          Lo normal era que los corsarios que actuaban en estas aguas, que frecuentemente solían apostarse cerca de la punta de Anaga para interceptar los barcos que entraban o salían de la bahía de Santa Cruz, fueran berberiscos, franceses, ingleses, holandeses, según las circunstancias y las contiendas que la corona mantenía con sus enemigos, pero en la ocasión que nos ocupa lo curioso es que se tratara de un barco americano, que ejercía el  corso a muchas singladuras de sus costas de procedencia. Era, según la documentación que hemos podido consultar, “un corsario armado en la América del Sur por Artigas”, lo que lleva a suponer que procedía del Uruguay, cuando este país sudamericano aún no había alcanzado la plena independencia. Sin embargo, cuando tuvo lugar este suceso ya el general José Gervasio Artigas, al que se considera padre de la República Oriental, estaba exiliado en Paraguay desde el año anterior, como consecuencia de la cruenta derrota sufrida en el “Paso del Catalán” frente a los portugueses y, posteriormente, de las defecciones y traiciones de algunos de sus partidarios.
 
          El 14 de enero de 1821 se supo que este corsario insurgente había apresado dos barcos españoles y, sin citarse la contraprestación recibida, habían liberado en La Palma a cincuenta marineros, que se encontraban en un estado lamentable. De ellos, fueron traídos a Santa Cruz unos diecisiete afectados por la miseria y desnutrición, pues llevaban más de treinta horas sin recibir alimentos. El alcalde, Matías del Castillo Iriarte, informó y pidió ayuda al jefe superior político Ángel Joseph de Soverón, pues el ayuntamiento carecía en absoluto de recursos para atender a aquellos desgraciados. La situación económica municipal era tal que el alcalde informó a Soverón que, provisionalmente y por dos días, les había autorizado a pedir por las calles ayuda a los vecinos, situación que no era posible prolongar.
 
          El mismo día el jefe político pidió a Matías del Castillo que citara urgentemente a los miembros de la corporación a las siete de aquella tarde, para arbitrar soluciones bajo su presidencia, siendo la primera solicitar del ayuntamiento de La Laguna, como administrador de los propios del Cabildo, que facilitara “20 fanegas de buen trigo para pan”. Al mismo tiempo se iniciaron gestiones para tratar de buscar trabajo a los acogidos, bien en barcos del tráfico entre islas o en los dedicados a la pesca.
 
           Restaba el problema de encontrar un lugar que sirviera de alojamiento a los diecisiete rescatados y, después de varias propuestas, se acondicionó parte del viejo y extinguido convento franciscano de San Pedro de Alcántara, de tal forma que las antiguas celdas de los frailes pasaron a ser improvisada residencia de la marinería.
 
          El vetusto edificio conventual, de cuyo uso disfrutaba eventualmente el municipio hasta que un año más tarde le fuera cedido de forma definitiva, no acogía aún las salas consistoriales. Tampoco ello hubiera sido impedimento, puesto que establecido más tarde el consistorio en el convento, tuvo que compartir espacio con la Diputación, escuelas, acuartelamiento, cárcel y un largo etcétera.
 
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