De la astilla de tea a la luz eléctrica (y 3) (Retales de la Historia - 157)

 
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 20 de abril de 2014).
 
 
          En el siglo XIX, durante los primeros años de la década de los cincuenta, la administración y cuidado del alumbrado público siguió a cargo municipal, a pesar de algunos intentos de arrendamiento que no sabemos que llegara a realizarse. En 1853 se encargaron a Cádiz veinticuatro faroles para aumentar los puntos de luz, y se recibieron algunas aportaciones como la de “varios jóvenes” que costearon seis más para la Alameda, con lo que su número llegó a diez, acordándose se encendieran todas las noches menos las de luna. En 1853, coincidiendo con el cumpleaños de la Reina, el alcalde José Luis de Miranda inauguró nuevo alumbrado en la plaza de la Constitución, y los faroles retirados se colocaron en otros lugares, entre ellos, la plaza de El Cabo. Tres años después el Ayuntamiento protestó ante el gobernador civil por haber concedido el alumbrado a Juan de Torres sin celebrar subasta.
 
          En 1856 se recibió de nuevo consulta sobre el “alumbrado marítimo en estas Islas”, y la comisión formada por los regidores Nicolás Hernández y Gregorio Carta, informaron que los puntos más aparentes para su instalación serían “la Punta de Anaga, la Isleta de Canaria, y Barlovento en La Palma.”
 
          Entretanto, la atención al alumbrado público era una enorme carga para el municipio, cuyos responsables terminaron dando la concesión a un particular, Manuel D’Escoubet, por 25.000 reales al año, pero a los pocos meses el concesionario pidió se le indemnizara por haber aumentado el gasto de aceite en una tercera parte al  implantarse “nuevas candilejas con dobles mechas”. Al mismo tiempo, la recaudación del arbitrio sobre el aceite para alumbrado descendía de forma alarmante al imponerse cada vez más el uso doméstico de la “belmontina”, lo que llevó a imponer una tasa sobre este derivado del petróleo, que pronto se empezó a utilizar también en los faroles públicos. Ello ocasionó, por la picaresca de los faroleros, que el gasto empezara a ser excesivo y se decidió reducirles el suministro, lo llevó a la renuncia en bloque de estos. Se decidió entonces la creación de un cuerpo de serenos-faroleros, pero el resultado no fue el esperado.
 
          En 1867 se colocaron nuevos faroles en la Alameda del Príncipe, importados por la firma Ghirlanda Hnos, que tardó años en poder cobrarlos, y dos años más tarde el ayuntamiento se vio obligado a abonarle el 6 por ciento de intereses sobre los 1.266 escudos a que ascendía la deuda. En 1870 aún no se había saldado y los faroles estaban a medio instalar, por lo que para la festividad de Santiago se decidió trasladar provisionalmente los faroles de la calle de La Marina a la plaza del Príncipe, para disponer de la iluminación necesaria. La situación era tal que cuando el rematador del alumbrado, que entonces era Manuel Rivero, pidió cobrar lo que se le adeudaba, se le contestó que no había fondos ni para los sueldos de los empleados.
 
          En 1872, cuando Ghirlanda Hnos. seguía reclamando lo que se le debía, Federico Jordá y Domingo Vidal propusieron la instalación de alumbrado de gas y se les concedió plazo de un año para presentar su proyecto. El mismo año se acordó sustituir la iluminación del reloj de San Francisco, que era de aceite y ennegrecía la esfera, por “velas esteáricas”. Dos años después se pidió a Sevilla un “árbol de faroles para colocarlo entre la Alameda del Muelle y El Principal”.
 
          En los años siguientes se recibieron varias ofertas para instalar una fábrica de gas y alumbrado público por dicho sistema, y en 1886 todo parecía indicar que se había llegado a un acuerdo con Burrell Wolfson & Cº, incluyendo una cláusula con la posibilidad de aplicar la electricidad tan pronto como fuera posible, pero no cristalizó este proyecto. En los primeros años de la década de los noventa se estimaba en 20.000 litros el petróleo necesario para alumbrado, mientras se recibían otras ofertas para el alumbrado eléctrico. Una comisión municipal se desplazó al Gran Hotel Taoro para ver las ventajas del nuevo sistema que ya se había iniciado en La Orotava.
 
         Por fin, el 29 de febrero de 1892 se celebró subasta simultánea en Madrid y Santa Cruz, resultando adjudicada a favor de Juan Martí Balcells por 30.000 pesetas al año, que a su vez traspasó los derechos a favor de la Sociedad Eléctrica e Industrial de Tenerife, cuyo gerente era Juan Bethencourt Alfonso, estipulándose que debían instalarse 350 lámparas incandescentes y 33 arcos voltaicos.
 
          En 1897, terminado el edificio para la central eléctrica, se anunció la inauguración del alumbrado el 7 de noviembre. Un periódico local decía: “La luz eléctrica iba a encenderse, la inauguración del alumbrado iba a tener lugar en aquella tarde de imperecedera memoria para los hijos de este pueblo. Y esa alegría sin convención, espontánea y bulliciosa, llenaba los ámbitos de la plaza, iluminaba todos los semblantes y embargaba todos los corazones.”
 
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