Santa Cruz, Siglo XVIII

A cargo de Luis Cola Benítez (Sala de Conferencias del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias, Almeyda, Santa Cruz de Tenerife,  29 de abril de 2013).

  

          Más de una vez he recordado que Santa Cruz de Tenerife dejó de ser Villa antes de serlo. Pero el caso de Santa Cruz es bien peculiar. Desde su fundación fue, y así se titula en diversa documentación de las escribanías de la época, Villa de Santa Cruz de Añazo, pero he aquí que, sin que se conozcan las causas, con el paso del tiempo se olvidó el título de Villa, con el que espontánea y graciosamente se le conocía desde sus primeros tiempos. Desde entonces pasó a denominarse, simple y llanamente, “lugar” o “puerto” o, ambas cosas a la vez, “lugar y puerto”. Y Santa Cruz, como en tantas otras cosas, no le dio importancia a la pérdida del título ni se preocupó por hacerlo valer.

          Esto quiere decir que, ya entrado el siglo XVIII, la única población de Canarias que ostentaba el rango de plaza fuerte, la de más rico comercio, la de mayor actividad en su puerto, la que más rápidamente crecía demográficamente, la que era residencia de la máxima autoridad de todas las Islas, era sólo un “lugar” de no demasiada entidad administrativa. Aunque en habitantes ya casi se igualaba a la capital, continuaba siendo el barrio portuario de San Cristóbal de La Laguna.

          El XVIII, en el vivir del día a día, no fue un buen siglo para las Islas, ni para Tenerife, y aún menos para el Lugar y Puerto de Santa Cruz. Se inició conociéndose la muerte del rey Carlos II y se esperaba la noticia de la proclamación como Felipe V a favor del duque de Anjou, hijo segundo del delfín de Francia, pero esta noticia tardaba en llegar, y el Cabildo, de acuerdo con la Audiencia y el capitán general, decidió adelantarse y realizar la proclamación el 27 de julio de 1701. Y dice Viera y Clavijo que estas fiestas "se ejecutaron con la posible pompa y alborozo más universal de los pueblos." Pero poco duró este alborozo, pues este mismo año se padeció en Tenerife la primera gran epidemia de fiebre amarilla o vómito negro, cien años antes de que la enfermedad apareciera en la Península, posible tributo por ser avanzadilla europea hacia las tierras americanas. Esta epidemia causó de 6.000 a 9.000 víctimas sólo en Tenerife.

          No tuvo mucho tiempo Santa Cruz para recuperarse, pues en medio de una extrema sequía y crisis de subsistencias, al año siguiente fue presa de otra epidemia de tabardillo o tifus exantemático, que causó también gran número de víctimas. Y no cesó el infortunio. En 1705, la erupción de los volcanes de Güímar, que fue precedida durante meses de fuertes temblores de tierra sentidos en toda la isla. Un año después la destrucción del puerto de Garachico por otro volcán, que arruinó el comercio de aquel, hasta entonces, rico lugar. Y, por si fuera poco, el ataque a Santa Cruz del almirante inglés Jennings con una escuadra de trece navíos. Los ingleses, igual que ocurriera en 1657 cuando el ataque de Blake, se retiraron y no lograron poner pie en tierra, pero volvemos a citar a Viera y Clavijo, “retirándose igualmente con los ingleses el comercio de nuestros vinos, tan floreciente hasta aquella época…”

          Pero dejando de lado estos aciagos acontecimientos, podemos preguntarnos, ¿cómo era este lugar y puerto en el siglo XVIII?  ¿Qué aspecto presentaba y hasta dónde se extendía su caserío?

          Desde que se estableció el primigenio núcleo fundacional desde la salida al mar del barranco de Santos hasta la desembocadura del barranquillo del Aceite, la villa comenzó a extenderse hacia el Norte a lo largo de la línea de costa y, mucho más lentamente, hacia el Oeste, ladera arriba. Las construcciones, aglutinadas al principio junto a la iglesia de la Santa Cruz, antigua advocación de la de la Concepción, se fueron extendiendo hacia La Caleta de Blas Díaz como consecuencia de la actividad que se promovía en torno a este primer desembarcadero del lugar, y hacia el castillo de San Cristóbal, donde hoy se encuentra la plaza de España. Por Poniente, el primer vector de influencia lo sería el único camino existente entonces hacia La Laguna, por la actual calle de San Sebastián.

          Más tarde, ya en el siglo XVII, los conventos de Santo Domingo y de San Francisco constituyeron los polos de atracción, en cuyo entorno comenzaron a levantarse nuevas construcciones y a nacer dos nuevos barrios -Vilaflor y El Toscal-, que ampliaron el solar urbano. Cuando Santa Cruz dispuso de su primer muelle desembarcadero junto al castillo principal, el fondeadero situado en su  abrigada bahía hizo que el barrio de El Toscal se alargara hacia el Norte, por la calle de la Marina. Por último, al construirse el puente Zurita sobre el barranco de Santos a mediados del siglo XVIII, este nuevo camino a La Laguna, cuyo eje inicial era la calle de La Luz –hoy Imeldo Serís-, contribuyó decisivamente a la vocación montañera del poblado e hizo que la villa comenzara a trepar ladera arriba.

          Entrados ya en el siglo XVIII el aspecto de este elemental trazado urbano puede esbozarse de la siguiente manera: Por el Sur, más allá del barrio del Cabo, unas pocas casas desperdigadas por la costa de Los Llanos, que apenas llegaban a la ermita de Regla. Y, también, las instalaciones militares de la batería de San Francisco o de Regla, el castillo de San Juan Bautista y la Casa de la Pólvora y, más allá, en lo que habían sido salones para secar pescado, el Lazareto para las cuarentenas. Por el Norte, por la Marina Alta, las casas no pasaban del hospicio de los Agustinos, situado, más o menos, a la altura de la actual calle San Martín. Por el Oeste, es decir, ladera arriba, ya existían en El Toscal las calles San Francisco y San Juan Bautista, desde las que, atravesando  huertas con unas desperdigadas y modestas construcciones,  se podía llegar por Puerto Escondido hasta la calle del Pilar, antes del Corazón de Jesús. Casi puede decirse que la calle San Roque -actual Suárez Guerra- era el límite del pueblo, pues más arriba sólo se encontraban el cuartel de San Miguel y el hospital militar, por donde hoy está la plaza Weyler.

          Por esta zona cruzaban, bajando desde Las Mesas, varias barranqueras que se unían para formar el barranquillo de Cagaceite o del Aceite, que atravesando las calles San Roque, la de la Gloria -hoy Juan Padrón-, la del Chorro -actual Teobaldo Power- y la del Norte -Valentín Sánz-, lamía la pared de la huerta de los Dominicos -Teatro Guimerá-, y llegaba al mar cruzando la calle de La Caleta -hoy General Gutiérrez-. Por detrás del citado convento de Santo Domingo, hacia arriba, las calles de la Consolación -antiguo nombre de Puerta Canseco- y la de las Canales -hoy Ángel Guimerá-, no llegaban a la altura de la San Roque. Sin embargo, hacia el mar, desde el convento dominico hasta la plaza de la Iglesia, y desde el barranquillo hasta la Vera del Barranco de Santos, ya estaba todo edificado.

          Cuando no producía inundaciones, el barranco de Santos no creaba demasiados problemas a la población, pues en cierta forma constituía su límite por el Sur. Hasta que no se construyó el puente de Zurita, sólo lo cruzaba uno de madera a la altura de la parroquia y del hospital civil. Pero este único puente, que también comunicaba con el barrio del Cabo, era el mismo que permitía el tránsito hacia La Laguna, cuyo camino se iniciaba cerca del castillo principal, seguía por la calle de La Caleta y plaza de la Iglesia -también conocida como calle Ancha-, cruzaba el citado puente y, por el barrio del Cabo, iniciaba el ascenso hacia la Ciudad de La Laguna por el camino de San Sebastián. Esto quiere decir que, cuando el puente era destruido por una avenida del barranco, La Laguna, la capital, quedaba aislada de su puerto. Y eso sí que era un grave problema, sobre todo para La Laguna.

          Este es el motivo por el que, hacia 1750, se decidiera hacer otro puente en lugar más seguro. Se buscó, se pensó, se discutió y, al fin, se eligió un paraje en los denominados “llanos de Perera, en la pasada del medio llamada de Sorita.” Y allí se hizo.

          El otro barranco, el Barranquillo, aún siendo de menor importancia, creaba mayores problemas a la población, puesto que su curso atravesaba el sector más habitado. La única forma de cruzarlo era por pequeños puentes de madera, a modo de pasarelas peatonales. Desde la marea hacia arriba, había hasta siete: en la calle de La Caleta, en la de los Malteses o de la Candelaria, en la de las Tiendas o de la Cruz Verde, en la del Botón de Rosa -hoy Nicolás Estévanez-, en la calle del Norte, en la de la Gloria y en la San Roque. Más arriba no hacía falta ninguno, puesto que casi nada había.

          Este era el lugar de Santa Cruz a mediados del XVIII, cuyas calles más largas y rectas eran la del Castillo, que desde la plaza de la Pila subía hasta la calle San Roque, y, perpendicular a ella, hacia el Norte, la San Francisco, que naciendo también en la citada plaza principal, venía a morir en el barranquillo de San Antonio, hoy calle de su nombre.

          A esta visión urbana hemos llegado a través de la cartografía de la época, pero es importante conocer cómo se presentaba Santa Cruz a la mirada del forastero, del viajero de aquellos años, pues su opinión nos dará siempre una perspectiva diferente que nos permitirá sacar otras conclusiones.

          Una intrépida viajera inglesa que nos visitó hacia 1764, la señora Kinderley, escribía sus impresiones y decía:

                    “Santa Cruz consta de dos o tres calles que son anchas, pero extraordinariamente mal empedradas. Todas las casas son blancas en su exterior. Las que pertenecen a gentes acomodadas son grandes y las distintas habitaciones, situadas en la parte alta, están construidas alrededor de un patio con una galería que, por todas partes, conduce a estas habitaciones, que en general son muy espaciosas, pero que están calculadas más para ser frescas que para impresionar. Las ventanas no tienen vidrieras, sino celosías, lo que da a las casas... una pobre apariencia. Pero las celosías tienen dos ventajas: admiten el aire y dan la oportunidad a las señoras de mirar hacia afuera sin ser vistas.

                    Las paredes son blancas y las puertas no están pintadas y carecen de adornos, lo que en conjunto transmite al espíritu de una persona recién llegada de Inglaterra la idea de habitaciones que no están completamente terminadas.

                    Las casas de los plebeyos son muy humildes, con aspecto de mucha miseria. Incluso las iglesias son humildes y los curas, aunque pocos, aparentemente son pobres y modestos.”

          El famoso capitán Cook, pasó también por Santa Cruz en su tercer viaje, en agosto de 1776, y escribía:

                    “En la parte Suroeste de la rada existe un malecón que se prolonga en el mar desde la ciudad y que es muy cómodo para la carga y descarga de los navíos; allí se lleva el agua que se embarca. El agua de la ciudad viene de un arroyo que desciende de las colinas; la mayor parte llega en tubos, o canalejas de madera, sostenidos por delgados puntales....  el agua dulce, que es muy buena, es escasa.

                    La ciudad de Santa Cruz, que tiene poca extensión, está bastante bien construida; las iglesias no tienen nada magnífico en el exterior, pero el interior es decoroso y un poco adornado... Los españoles de Santa Cruz viven y visten mejor que los portugueses de Madeira, quienes parecen dispuestos a despojarse de todo con tal de adornar sus iglesias.

                    En el puerto, casi enfrente del muelle, se ve una bonita columna de mármol…, adornada con algunas figuras que no avergüenzan al autor.”

          En octubre de 1791, el francés La Billardière, en su viaje en busca del Barón de La Peyrousse, también hace escala en Santa Cruz. Lo primero que llama su atención es la vestimenta de algunas mujeres, que “incluso en la época de mayor calor llevan una especie de manto de lana muy basto.”

          En cuanto a la población, nos dice:

                    “La ciudad ofrece, incluso proporcionalmente a su poca extensión, una población bastante escasa, aunque su rada sea la más frecuentada de la isla...

                    En la plaza pública se ve una fuente bonita; el agua se conduce allí desde muy lejos, a través de las montañas, por medio de canales de madera. Las calles están mal pavimentadas; la mayoría de las ventanas no tiene vidrieras; se cierran con celosías que las mujeres levantan con mucha frecuencia cuando la curiosidad, u otro motivo, las induce a dejarse ver.

                    Las mujeres ricas se visten a la francesa; las otras se cubren los hombros con una pieza de tela de lana basta con la que forman una especie de manteleta, muy incómoda para un clima tan cálido; un sombrero de fieltro negro, con anchas alas, las protege de los rayos del sol...”

          Muy poco después del ataque de Nelson a Santa Cruz, contamos con el testimonio del viajero y científico André-Pierre Ledru, quien destaca, sobre todo, la pobreza de la isla y el afrancesamiento de las clases altas. Esta última opinión, sin embargo, contrasta con el testimonio que, a raíz de los acontecimientos de julio de 1797, nos dejó el cónsul de la República Francesa en Tenerife, el ciudadano Clerget. El cónsul  informaba a su ministro de Asuntos Extranjeros, que mientras las clases populares miraban con simpatía todo lo francés, la clase dirigente, influenciada por los principales comerciantes de origen inglés e irlandés, se sentía dominada por la influencia británica.

          Veamos qué nos cuenta Ledru sobre el Santa Cruz de finales del XVIII. Entre otras cosas, dice:

                    “Esta ciudad, la más importante de Tenerife por su riqueza y población, tiene alrededor de 1.364 metros de largo por 680 de ancho. Cuatro calles principales, amplias, limpias y bien aireadas, que la atraviesan de Norte a Sur, están cortadas en ángulo recto por otras diez calles pequeñas, que se prolongan de Este a Oeste...

                    Cuenta con 800 ó 900 casas, la mayoría construidas con piedras, de dos pisos, pintadas de blanco con cal de conchas, y donde sólo hay una chimenea, la de la cocina.... Normalmente la gente rica tiene en sus casas un mirador o azotea, desde donde se divisa un amplio horizonte. Tejas acanaladas forman la techumbre de aquéllas que no tienen azotea... El empedrado de las calles no es muy cómodo; son pequeños guijarros de lava negra, aplanados, colocados en el suelo por su parte afilada;... En algunas calles apartadas se camina sobre piedras de lava sin pulir, muy desiguales, que hacen imposible el uso de coches.”

          Y añade:

                    “Santa Cruz tiene dos paseos bonitos. Uno es la plaza del muelle,... el otro...  está decorado con fuentes de mármol blanco y plantaciones agradables. La gran plaza, situada dentro de la ciudad, está adornada con una fuente de piedras de lava negra, en forma de pilón, y con un obelisco de mármol blanco dedicado a Nuestra Señora de Candelaria.”

          También hace muy acertadas observaciones sobre las defensas del puerto:

                    “Las fortificaciones de Santa Cruz, sin ser regulares y numerosas, están ventajosamente situadas, bien conservadas y provistas de artillería pesada. Sería inútil que alguien se apoderara de una de ellas, pues la posesión de un fuerte no le aseguraría la de los otros, ya que sería acosado vivamente y obligado a retirarse por el fuego cruzado de sus baterías que forman una línea temible al borde del mar.”

          Antes de finalizar el siglo aún contamos con otro testimonio, salido de la autorizada pluma de Alejandro de Humboldt. No es mucha la atención que presta a Santa Cruz, ansioso como estaba por estudiar la naturaleza de la isla, el Teide, sus formaciones volcánicas, sus bosques, etc. No obstante, al acercarse a la costa la corbeta Pizarro en la que llegaba, dice:

                    “Fue en esta playa donde dos años antes de nuestra llegada, en el mes de julio de 1797, una bala de cañón cercenó el brazo al almirante Nelson, en el desembarco intentado por los ingleses.”

          Se queja del calor que siente en Santa Cruz, acostumbrado a la brisa marina después de tantos días de navegación, aunque reconoce que el termómetro no sube de los 25 grados. Encuentra algo triste el aspecto de la población, que describe:

                    “Sobre una playa estrecha y arenosa se hallan casas de una blancura resplandeciente, con techos planos y ventanas sin vidrieras, adosadas a una muralla de rocas negras escarpadas y desnudas de vegetación. Un hermoso muelle construido con sillares y el paseo público plantado de álamos, son los únicos objetos que interrumpen la monotonía del paisaje.”

          Más adelante añade:

                    “Santa Cruz de Tenerife, la Añaza de los guanches, es una ciudad bastante linda, cuya población se eleva a 8.000 almas.”

          No veía “ese gran número de frailes, dice, ...que los viajeros se creen obligados a ver en todos los países sometidos a España.” Menciona el muelle "...donde por la tarde se reúnen los habitantes para tomar fresco..." y el famoso monumento de mármol de Carrara, “de treinta pies de alto, dedicado a Nuestra Señora de la Candelaria.” Y termina diciendo, con total acierto: “Puede ser considerado el puerto de Santa Cruz, como un gran parador, situado en el camino de América y la India.”

          Al repasar las impresiones de estos viajeros -que podríamos aumentar con las de muchos más-, observamos varios puntos de coincidencia, a pesar de haber sido formuladas a lo largo de muchos años. Estas coincidencias pueden resumirse así: clima cálido; destacada diferencia social entre la clase alta y el pueblo llano; calles mal empedradas; casas con celosías y sin vidrios en las ventanas y agua escasa pero de muy buena calidad. En conjunto, un pueblo, no rico, pero de bastante agradable aspecto, aunque algo triste por los pocos habitantes que se veían en sus calles, especialmente a las horas de mayor calor.

          Al llegar a su puerto, lo primero que llamaba la atención era la aridez y lo escarpado de las montañas que lo rodeaban. Al acercarse más a tierra, se distinguía en su litoral la oscura mole de sus fortalezas y reductos, tras las que se destacaba el blanco de las casas y el ocre rojizo de sus tejados; en el conjunto sobresalían las torres de la parroquia de la Concepción y de los frailes de San Francisco, así como algún alto mirador de las casas más acomodadas.

          Al pisar tierra, todos hablan de la comodidad que representaba el pequeño espigón del muelle -que en más de una ocasión estaba arruinado por la marejada-, de la agradable sombra de la Alameda, y de la plaza principal, con su obelisco de mármol y su bonita pila de piedra volcánica.

          Muchas de estas impresiones de visitantes coinciden, también, con la visión que del puerto nos hace el insigne arcediano realejero en sus Noticias. Viera y Clavijo, nos habla también del buen trazado de sus calles, de su plaza principal y de sus monumentos de mármol, y concluye:

                    “Es Santa Cruz el emporio de aquel comercio a Europa y América y por consiguiente hay muchos extranjeros entre sus habitantes. El puerto es de fondo limpio, defendido de todos los vientos menos del Sur. Tiene un buen muelle, aunque mal acabado. Aquí se quiere levantar un pueblo émulo de La Laguna.”

          Pero, ¿qué más ofrecía Santa Cruz, no sólo a los visitantes, sino a los que allí vivían y trabajaban? ¿Cuáles eran sus logros como población? ¿Cuál era el ambiente social en el que se desenvolvía la vida en el “lugar y puerto”?

          Lo primero que le condicionaba de forma determinante, era el ser la sede y residencia del comandante general de todas las islas, que al mismo tiempo era presidente de la Real Audiencia, aunque el aparato administrativo de esta última radicara en Las Palmas. Ello quería decir que, desde que don Lorenzo Fernández de Villavicencio y Cárdenas, marqués de Valhermoso, decidió establecerse en el puerto en la segunda década del siglo, junto a su poder poco menos que absoluto nació, no sólo el inevitable tinglado burocrático, sino también una a modo de corte que, por diversas razones -entre las que no era la menos importante la adulación al jefe y la defensa de particulares intereses-, le rodeaba y medraba a su sombra.

          Esta especie de virreyes se enfrentaba muy frecuentemente con el Cabildo de La Laguna, que lo era de toda la isla, pero, al mismo tiempo, contribuía a la prosperidad de Santa Cruz y, como dice Cioranescu, también a la suya propia. Hay que señalar que, después de soportar durante la mayor parte de la centuria a una serie de prepotentes comandantes generales, don Antonio Gutiérrez de Otero, el insigne vencedor de Nelson, se distinguió por ser de los pocos que dieron muestras de moderación.

          El logro de mejoras para el pueblo de Santa Cruz, y en general para toda la isla, era escaso y de lenta realización. A este respecto, el primer edificio administrativo importante que se levantó en el puerto fue la Casa de la Aduana, en la calle de La Caleta, -por donde hoy se encuentra el edificio de Correos- finalizado por el general Bonito Pignatelli hacia 1743.

          El Cabildo disponía de muy cortos recursos y de muchas más obligaciones de las que podía atender. Según nos dice Dugour, en 1747 contaba con poco más de 58.000 reales, con lo que tenía que pagar deudas, atender gastos de castillos, municiones, salvas, diputaciones, pleitos, cañerías, fuentes, empedrados, caminos, casas capitulares, proclamaciones y exequias reales, rogativas, incendios de montes, destrucción de langosta, invasión de enemigos, recibimiento de autoridades y repuestos de granos en tiempos de escasez. Demasiados calderos a cocinar con tan pocos fogones.

          El pueblo llano vivía como podía y comía lo que encontraba más a mano, especialmente gofio y pescado salado, del que se cogía en la vecina costa africana. Como no había matadero público, las reses se sacrificaban en los patios y huertas de las casas, hasta que se prohibió esta costumbre, y se ordenó que sólo se hiciera en la desembocadura del barranco de Santos, de lo que le vino a aquel lugar el nombre de “playa de la carnicería”. Más tarde se alquiló a la parroquia una casa cercana a la plaza de la Iglesia, en la que también se estableció la pescadería, hasta que en 1792 esta última se trasladó al “boquete” del muelle, junto al lado Norte del castillo de San Cristóbal. Las verduras, frutas y hortalizas se vendían hacia el otro extremo del castillo, al Sur, cerca de lo que hoy es la esquina del edificio Olympo.

          El estado de los caminos que llevaban a Santa Cruz era tan deplorable, que en ocasiones era más cómodo abastecerse de productos de la isla de Canaria, que del interior de la isla. Si el embarque de los víveres se hacía por el puerto de las Nieves o por el de Sardina, a la mañana siguiente llegaban a Santa Cruz, mientras que del interior a veces tardaban días y el transporte resultaba más costoso. Como curiosidad haremos constar que el camino de La Laguna se había ido deteriorando hasta tal extremo, que en un momento dado se dice que estaba convertido en “una barranquera intransitable y peligrosa”. Según un cronista, “no se encontraba distancia de dos varas sin que sea necesaria su composición”, lo que hacía imposible el uso de carruajes, hasta el punto de que, se decía,  “era un peligro público, que ha dejado de serlo.”

          El agua se traía desde el monte Aguirre por medio de “canales altas”, es decir, canales de madera sostenidas en alto por estacas, para evitar que el ganado abrevase en ellas. Luego, ya a nivel del suelo y cubiertas con losas, llegaba al pueblo por “Canales Bajas” -nombre antiguo de la calle Dr. Guigou-, y continuaba por Pilar, cruzaba San Roque, y seguía por Canales, plaza de Santo Domingo, plaza de la Pila, y finalizaba en el lugar de aguada para los barcos, situado en el ángulo que formaba la playa de la Alameda del muelle con el arranque del espigón. Hasta 1756 no se condujo el agua desde la Pila de la plaza hasta el aljibe del castillo de San Cristóbal, y tienen que transcurrir veinte años más para que se instalen canales y tubos de barro cocido.

          La Pila, el primer chorro de abasto público de la población, merece se le dedique alguna atención. Se  instaló en 1706 bajo los auspicios del capitán general Agustín de Robles y no sólo facilitó que por primera vez el pueblo pudiera abastecerse directamente de agua potable, sino que por su forma y estructura resultó ser, dentro de su modestia de estilo y por el material volcánico empleado, el primer elemento de carácter ornamental de que dispuso la población. Además, actualmente es una inapreciable reliquia patrimonial, pues no existe hoy en la ciudad ningún testimonio civil urbano de mayor antigüedad que nuestra entrañable Pila. La Tertulia Amigos del 25 de Julio está empeñada en resaltar estos valores en una placa o cartela informativa que explique a vecinos y visitantes la historia y características de este inapreciable testigo urbano, que, puede decirse que milagrosamente, entre tanto como hemos destruido, ha llegado hasta nosotros.

          En estos años las Canarias padecían una época de gran escasez, tanto por la guerra con Inglaterra, como por la falta de cosechas y las repetidas plagas de  langosta, lo que obligaba a traer grano de España y de Marruecos, que a veces no llegaba por ser apresados los cargamentos por los barcos corsarios que infestaban nuestras aguas. A partir de la mitad del siglo, con la firma de la paz de Aquisgrán en 1749, se da un mayor deshogo en el comercio y se intensifica el tráfico, especialmente con Inglaterra. Se inicia por entonces la obra del que sería el muelle cuando el ataque de Nelson, obra que fue preciso rehacer más de una vez debido a la ruina que causaba el mar; se compuso el camino de La Laguna, hasta el punto de que podían utilizarlo coches; se construye, como ya se señaló, el puente Zurita; se hacen nuevas fortificaciones y se levanta la casa de la pólvora, que aún perdura junto al moderno Parque Marítimo.

          También, en 1750, llega a Santa Cruz el sevillano Pedro José Pablo Díaz, que trae la primera imprenta que se instala en Canarias, en la calle del Sol, y aunque su producción fue escasa y no de buena calidad, ya representaba una señal de cultura y progreso. Los libros, los buenos libros, los que la burguesía ilustrada buscaba con ahínco, los seguían trayendo los comerciantes desde Cádiz, Marsella, Génova, París o Londres, bajo la displicente atención del Santo Oficio, que las más de las veces se hacía la vista gorda. Por cierto que uno de estos comerciantes era don Anastasio Grandi, padre del tinerfeño teniente de Milicias de Artillería Francisco Grandi, héroe de la Gesta del 25 de Julio, cuyo comercio era de artículos de cristal y bronce, y que también solía traer libros, por lo que su establecimiento era uno de los visitados por las personas interesadas en la cultura. Con el teniente Grandi aún está en deuda Santa Cruz por su heroico comportamiento y decisiva actuación en aquel mes de julio.

          Algunos particulares acomodados también contribuían al desarrollo del puerto. En 1752, Matías Bernardo Rodríguez Carta, construyó su casa, con ínfulas de palacio, en la plaza de la Pila, única de este entorno que se conserva en nuestros días, la que, por cierto, si se desea conservar es perentorio buscarle un uso. Dos años después, un sobrino aragonés del obispo Guillén funda la iglesia del Pilar como ayuda de parroquia. También por entonces comienza a funcionar el hospital civil construido por dos beneméritos sacerdotes, los hermanos Rodrigo e Ignacio Logman. El lugar de Santa Cruz aumentaba en habitantes, pues si bien en los cincuenta años anteriores había duplicado su población, de poco más de 2.000 al comenzar el siglo XVIII ya rebasaba los 6.000. Aumenta también, por tanto, en importancia y en actividad, razón por la que en 1755 se concede a su alcalde que pueda conocer en justicia hasta 300 ducados. La vitalidad e importancia del puerto así lo demandaba.

          En 1762, con motivo de nueva guerra con Inglaterra y Portugal, y en medio de una época de tremenda escasez, llega la orden de embargar los navíos ingleses que se encontrasen en puerto, y resultó que, precisamente, eran ingleses los barcos que habían descargado grano para el abastecimiento de la isla. El nuevo comandante general, el mariscal de campo don Pedro Rodríguez Moreno y Pérez de Oteiro, que tenía que sentirse agradecido, como toda la población, por la ayuda aportada, se vio en la incómoda circunstancia de tener que dar cumplimiento a la orden de embargo. Lo piensa, lo consulta con el Cabildo y con la Audiencia y, tomando sobre sí toda la responsabilidad, toma la grave decisión de no hacerlo, elevando a la Corte un escrito en el que justificaba su proceder. El rey Carlos III, no sólo comprende y acepta sus razones, sino que ordena el envío de tres barcos con 6.000 fanegas de trigo, confirma los privilegios de que gozaba el comercio insular, y hasta autoriza la importación de mercaderías inglesas, siempre que pagaran derechos de aduana. Esto debemos al mariscal de campo Rodríguez y Pérez de Oteiro, buena persona donde las haya, extremadamente educado, hasta el punto de que trataba de evitar en sus bandos y comunicaciones las palabras “mando” u “ordeno”, ya que, decía, que “un comandante general era un caballero que mandaba a otros caballeros.” No obstante,  nunca llegó a integrarse del todo entre nosotros y siempre suspiraba por su Zaragoza del alma. “¡Qué tierra ésta -decía refiriéndose a la nuestra- en donde se llaman las cerezas guindas y las guindas cerezas!”

          Después de firmada la paz, se estableció por primera vez un correo marítimo con la Península, que pasaría por varias vicisitudes. También, a partir de 1766 se concedió la libertad de comercio con Marruecos, habitual proveedora de trigo en las épocas de penuria, especialmente desde el puerto de Mogador. Un par de años más tarde, bajo el nuevo comandante general don Miguel López Fernández de Heredia, se impulsa la terminación y arreglo del muelle, que tardaría más de veinte años en verse concluido.

          Y llegamos a 1771 con la segunda gran epidemia de fiebre amarilla o vómito negro que azotó Tenerife y que, según Vergara, sólo en Santa Cruz produjo 361 defunciones, en una población que ya rondaba los 7.000 habitantes. Esta epidemia, a la que siguió otra de tabardillo o tifus exantemático, en unión de las malas o nulas cosechas en un período de intensas sequías, hizo que los años siguientes fueran de extrema miseria. Los habitantes de las islas más castigadas, Lanzarote y Fuerteventura, emigraron casi en masa a Tenerife, especialmente a Santa Cruz, lo que creó un dramático problema de abastecimiento. Los indigentes fueron recogidos en conventos y casas particulares y, toda la población, con el comandante general Fernández de Heredia a la cabeza -temible en cuanto a disciplina militar, pero que en esta ocasión dio inequívocas muestras de humanidad-, se volcó en atender a estos desgraciados. Todos ayudaban con cuanto podían, y sólo en Santa Cruz se llegaron a distribuir más de 1.500 raciones diarias, y más de 200.000 en los dos años siguientes. El comportamiento del pueblo fue tan excepcional, y no era la primera vez que así ocurría, que hay que pensar  -yo, al menos, no me canso de repetirlo- que ya desde entonces Santa Cruz se hizo acreedora al título de Muy Benéfica, que por similares circunstancias dramáticas vino a recibir más de un siglo después, a finales del XIX.

          Posiblemente por esta epidemia, el mismo comandante general Fernández de Heredia, estableció el primer hospital militar de que se tiene constancia, en unas casas alquiladas de la calle de San Francisco, hasta que su sucesor el marqués de Tabalosos construyó el que estuvo situado en terrenos ocupados hoy por la plaza Weyler y el palacio de Capitanía.

          Por estos años se ven culminadas otras realizaciones en beneficio del pueblo. Bartolomé Montañés fabrica unos salones para salar pescado, que más tarde adquiriría el Cabildo para instalar en ellos el lazareto, que tanta falta hacía en el puerto. También se arregla el suministro de agua, con canales de piedra y tubos de barro cocido; se construye la tercera nave de la iglesia de San Francisco, se termina la torre y poco después se dora el retablo de su altar mayor; se levanta el obelisco de la Virgen de Candelaria en la plaza de la Pila, donado por Montañés; se inician los trabajos para la conclusión  de la torre de la parroquia de la Concepción, etc.

          A los marqueses de Tabalosos y de la Cañada, sigue en el cargo de comandante general un tercer marqués, el de Branciforte. A los tres meses de su llegada se declaró en Santa Cruz un horroroso incendio, posiblemente el mayor que jamás haya sufrido. El fuego comenzó en un almacén de tea de la calle del Sol y rápidamente tomó enormes proporciones, propagándose a las casas vecinas. El marqués ordenó traer herramientas para luchar contra el fuego, pero no había material apropiado en el pueblo, lo que produjo unos instantes de enorme incertidumbre e indecisión, hasta que los particulares aportaron hachas, azadas y otras herramientas. De esta situación quedó constancia en unos versos satíricos de la época:

                    “El comandante llega, se horroriza, // helado el corazón casi no late, //  la sangre no circula casi fría, // desatento y triste no resuelve, // sorprendido y extraño no se anima, // tres veces mueve el pie, mas otras tantas // sin poder dar un paso se retira.”

          Por fin se decide derribar a cañonazos las casas colindantes. Los disparos alertan a la ciudad de La Laguna y se presenta el corregidor con numerosos vecinos. El fuego se acerca a la casa de la Aduana y arde el almacén de tabacos contiguo, por lo que se teme que alcance también al castillo de San Cristóbal, del que se procede a desalojar la pólvora. Al día siguiente llegan numerosos vecinos de Tacoronte, Tegueste y Tejina, que se emplean en terminar de derruir las casas afectadas. Se perdieron 53 casas, algunas magníficas, calculándose la ruina en más de 500.000 pesos.

          Bajo el mando de Branciforte, en 1787, también se construyó la Alameda del Muelle, “costeada por la generosidad de las personas distinguidas de este vecindario, movidas del buen gusto y deseos de reunir su sociedad en tan propio recreo", según rezaba la lápida que ostentaba en su fachada de tres elegantes arcos, lamentablemente derribada en aras de un mal entendido progreso, y hoy reconstruida con acierto en recuerdo de la original. Los gastos de aseo y mantenimiento del paseo se cubrían con los derechos de aguada de los barcos, cuyo punto de aprovisionamiento lindaba con la propia alameda por el costado de la playa. También se debe a Branciforte el Hospicio de San Carlos, luego convertido en cuartel y hoy víctima del abandono más atroz, así como la terminación del martillo del muelle para la instalación de una batería, que diez años después jugaría un decisivo papel con motivo del ataque inglés, bajo el mando del ya citado teniente Grandi.

          Se acerca el final del siglo y, según Lope de la Guerra, Santa Cruz es el lugar más rico, y de mayor actividad. No cabe duda de que el movimiento portuario siempre representaba un factor favorable para los habitantes, más aún cuando se había convertido en el primer centro comercial de Canarias. Es cierto que no siempre pasaban por su puerto las flotas de América, pero, cuando lo hicieron, como ocurrió con la expedición de Ulloa, los gastos de aprovisionamiento de sus navíos habían dejado más de 100.000 pesos. En su rada  se  reunían  hasta más de 15 navíos al día, americanos, daneses, franceses e ingleses  -cuando no se estaba en guerra con este país-, además de los españoles. En 1789 el puerto contaba con 33 comercios al público, 9 de ellos mayoristas, y a finales del siglo habían cinco escribanos establecidos. Otros datos nos dicen que el 65 por ciento del comercio de Canarias entraba por Santa Cruz, aunque el 29 por ciento continuaba entrando por el Puerto de la Orotava. También representaba un capítulo importante la subasta o remate de las presas que hacían los corsarios en aguas cercanas a Canarias, que elegían nuestro puerto para realizar sus operaciones. En cinco años se remataron en Santa Cruz 42 presas, lo que también redundaba en beneficio del comercio.

          A principios de la década de los 90 tiene lugar la formación de un cuerpo auxiliar que se envía a la guerra del Rosellón contra Francia. La expedición la formó una columna de granaderos de las Milicias Canarias, formada por 700 hombres, que no regresó hasta el año 96, en la que se destacaron por su actuación algunos tinerfeños, tales como el hijo del alcalde de Santa Cruz, el jovencísimo subteniente José Marrero, que mandaría luego la artillería del fuerte de San Miguel frente a las naves de Nelson, con una muy meritoria actuación. Algunos de los que habían formado esta expedición, eran de los pocos defensores entre la tropa que, cuando el ataque inglés, tenían alguna experiencia de guerra.

          Para terminar, dejemos de lado las cuestiones materiales, el comercio, las obras, los logros que tan lentamente se iban consiguiendo para el desarrollo y ornato del lugar, y  tratemos de acercarnos más al factor humano, a los hombres y mujeres que formaban aquel pueblo, a sus modos de vida y sus costumbres.

          El que podríamos llamar el primer padrón municipal de Santa Cruz se realizó en el año 1786. Según sus datos, en el pueblo habían 1.564 varones solteros y 2.055 hembras; casados, 684 varones y 1.158 hembras; viudos, 83 varones y 519 hembras. Totales: 3.619 solteros, 1.842 casados y 602 viudos, lo que representa 6.063 personas que, según este estadillo,  vivían en el puerto. Llama la atención el desequilibrio a favor de las mujeres, lo que tiene lógica explicación por la importante emigración a que se veían forzados los hombres debido a la escasez de recursos para sacar adelante a sus familias. Otro dato importante que arroja luz sobre las condiciones de vida de aquella época es que, a caballo entre los dos siglos, según Vergara, la duración media de la vida era de 34 años para los hombres y de 41 años para las mujeres. Se entiende así perfectamente que, por ejemplo, el general Gutiérrez, con 68 años en 1797, fuera considerado por los tinerfeños como un verdadero anciano.

          Y, ¿quiénes eran estos hombres y mujeres que habitaban en el lugar y puerto? Además de una guarnición no muy numerosa, la gran mayoría eran jornaleros, trabajadores de las labores relacionadas con el puerto, marineros, pescadores, no demasiados labradores y pastores, artesanos y pequeños comerciantes, junto con los inevitables funcionarios.  Los grandes comerciantes, los  importantes mercaderes, que hasta el inicio de este siglo habitaban en La Laguna a la sombra de la autoridad, al ir ganando en volumen el tráfico portuario, se habían ido trasladando a Santa Cruz, por su propio interés y comodidad. Y lo mismo ocurrió con los funcionarios de superior categoría, a pesar de que el Ayuntamiento, el Cabildo de la isla, continuaba, como es sabido, en La Laguna. Pero no solamente ellos. También algunos terratenientes, producto como es lógico del Antiguo Régimen, en el que por razones de cuna y categoría social continuaban “enquistados” -y no podía ser de otra forma-, comenzaron a abrir casas en el lugar de Santa Cruz para pasar temporadas más o menos largas. Y un típico ejemplo es el vizconde de Buen Paso don Juan Primo de la Guerra.

          En 1786 residían en Santa Cruz: 6 hidalgos, 2 abogados, 4 escribanos, 6 estudiantes, 49 labradores, 249 jornaleros, 22 comerciantes, 314 artesanos y 556 criados. Además, 57 empleados con sueldo del Rey y 517 con fuero militar, aparte de religiosos dependientes de la Inquisición, curas y beneficiados. Y no podían faltar los hombres de mar. En los barrios de El Cabo y Los Llanos vivían 9 patrones de barcos de pesca, 3 en El Toscal y 1 en cada una de las calles San José y San Roque.

          También por estos años había en Santa Cruz 11 telares de lienzo y 15 de cinta, 7 talleres de herreros, 3 de latoneros y 2 tenerías en las que se curtían cueros y se hacían cordobanes y badanas. En cuanto a la producción del campo, las cifras son muy dispares de un año a otro, dependiendo de las condiciones meteorológicas, las sequías y las plagas. Por ejemplo, hay años en que la producción de granos no llega a las 400 fanegas y dos años después puede acercarse a las 4.000, y lo mismo ocurre con las papas, que de 55 puede pasar a más de 600. En cuanto al ganado, el único que, haciendo alarde de su frugalidad, permanece más o menos constante es el cabrío, que año tras año se mantiene en torno a las 360 cabezas.

          Entre la amalgama social que formaba el Lugar y Puerto, fue donde nació una burguesía ilustrada, de creciente influencia, que ya en estos años había tomado las riendas de la comunidad, y que, al tiempo de defender sus particulares intereses, coadyuvaba a que se empezara a tomar conciencia de su importancia y vitalidad. Entre ellos, había apellidos de origen extranjero, totalmente integrados en la sociedad santacrucera, cuyo germen de liberalidad y cosmopolitismo, aún sin pretenderlo,  colaboraban a crear.  De esta forma, Santa Cruz, cuyos problemas o aspiraciones habían dependido hasta entonces exclusivamente de La Laguna, comenzó a contar con un grupo de personas dispuesto a luchar por ellos y a liderar sus acciones.

          En cuanto a la instrucción pública, la enseñanza estaba limitada a la que podían ofrecer los conventos de frailes, que hacia 1780 se trató de organizar e impulsar. Los hijos de las clases privilegiadas estudiaban en España o, muy frecuentemente, en el extranjero, pero la inmensa mayoría del pueblo, alrededor del 90 por ciento, era analfabeta y vivía en la más completa ignorancia.

          Por unos autos de buen gobierno de los años 1781-83, nos enteramos de algunas costumbres y actos habituales en Santa Cruz, pues, como señala Cioranescu, siempre nos enteramos más fácilmente de las prohibiciones que de las permisiones, pero está claro que cuando se prohíbe algo es porque ese algo existe. Por ejemplo, se prohíbe que los cerdos circulen libremente por las calles y se autoriza que lo sacrifique en el acto el que encuentre uno, el cual puede quedarse con la cabeza. Tampoco debe haber burros sueltos, ni se permiten carreras con caballos, mientras que las carretas y corsas sólo podrán atravesar los barrancos por los vados y nunca por los puentes. Se prohíbe a los lonjeros que tiendan los cueros al sol en las calles para secarlos, en las que no deben acumularse escombros, basuras ni estiércoles. Por razones de moral, no se permite nadar en las playas durante el día en zonas transitadas, lo cual abarcaba todo el litoral del pueblo, desde la playa de Los Llanos hasta Paso Alto. Tampoco deben concurrir los hombres a las fuentes desde el toque de oración al de ánimas, y al toque de retreta cerrarán los bodegones, en los que se recuerda que está prohibido el juego de dados. Serán perseguidos los borrachos y no se permite andar en grupos por el pueblo después del toque de retreta, y si hay que salir de noche debe llevarse un farol, pero no teas encendidas por el peligro de incendios. Como es natural, esta era la teoría, aunque en la práctica fuera otra cosa, pues de no ser así no tendrían razón de ser las prohibiciones.

          Pocas cosas le quedaban al pueblo para su entretenimiento, a no ser que se consideraran como tales las funciones religiosas, las procesiones y otras celebraciones oficiales. Por ello, como se habían prohibido las peleas de gallos, aunque alguna se continuaba celebrando, varios vecinos solicitaron autorización en 1789 para que se autorizara hacerlas los domingos y festivos en que no hubiera procesión. A este respecto puede señalarse que la primera rogativa procesional y pública de la que se tiene constancia de su celebración fue en 1788, con motivo de padecerse en el pueblo “mal de puntada”, ocasión en que se sacó a San Sebastián de su ermita, llevándolo hasta la parroquia, gracias a lo cual -dicen las crónicas- “el mal no se adelantó mucho.” A este santo mártir, de gran devoción por entonces en Santa Cruz, se continuó recurriendo cada vez que había plaga, enfermedad o peligro de guerra.

          También, de vez en cuando, se celebraban algunas funciones teatrales que eran recibidas con general complacencia. En 1783 actúa una compañía de “volatines” y saltimbanquis que obtiene un éxito clamoroso y que venía de actuar en España y Portugal. Poco después, la compañía del italiano José Dominichini repite el éxito de la anterior. Y nos queda la gran fiesta de Santa Cruz, que ya por entonces gozaba de gran predilección: el Carnaval. El pueblo se lanzaba a la calle a disfrutar de la fiesta, una de cuyas mejores atracciones era ver la llegada de las personas distinguidas a las casas del comandante general o de los personajes más notables, donde se celebraban esplendorosos “saraos”. A uno de los celebrados por aquellos años asistieron no menos de treinta distinguidas damas vestidas a la última moda de París, lo que constituyó todo un acontecimiento. Como era de esperar, la celebración popular daba lugar, a veces, a excesos nada recomendables, por lo que, en 1783, el Cabildo prohibió en toda la isla la  libre circulación de máscaras por las calles, no obstante lo cual, debido al arraigo de que ya entonces gozaban, se toleraron en Santa Cruz.

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          Fue este lugar y puerto de Santa Cruz, humilde, pero honrado, de acomodados  comerciantes y de pueblo jaranero, y que todavía sabía vivir de cara al mar, el que en este siglo le paró los pies a Jennings y supo derrotar a Horacio Nelson.

          Dije al principio que Santa Cruz había dejado de ser villa antes de serlo. Pues bien, gracias a los heroicos defensores de 1797, la vieja Santa Cruz de Añazo volvió, por fin, a ser Villa -esta vez de manera oficial-, y pasó a denominarse Santa Cruz de Santiago de Tenerife, con los títulos de Muy Leal, Noble e Invicta, a los que más tarde se unirían los de Fiel y Muy Benéfica, todos ellos ganados a pulso con la sangre, el valor y la grandeza de corazón de sus hijos.

          Este era el Santa Cruz del siglo XVIII, y sus actuales ciudadanos, nosotros, tenemos la ineludible obligación de honrar la memoria de aquellos vecinos del viejo “lugar y puerto”, desde el más encumbrado al más modesto y humilde, que no sólo con su valerosa defensa frente a los enemigos, sino también con su heroico hacer del día a día -para lo que es necesario no menos valor- supieron sentar las bases de lo que hoy somos. Y al decir “lo que hoy somos”, no me refiero sólo a la más o menos pujante realidad física de nuestra Capital, sino, además, a nuestra peculiar idiosincrasia, capaz de tender la mano al enemigo vencido y de obsequiarle con nuestro gratificante vino. Honrémosles, recordemos su valor y su buen hacer, y no hagamos buenos, para nosotros mismos, los conocidos versos de aquel gran patriota que fue Nicolás Estévanez:

“Es signo de decadencia
  en los pueblos y las razas
  el olvido de las glorias
  y los timbres de la Patria.”

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