Don Hilario vs. Eros en la sociedad portuaria (Retales de la Historia - 92)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 20 de enero de 2013).

 

          El Santa Cruz de principios del siglo XIX se nos muestra sumido en una aparente paz. La lejanía con los conflictos napoleónicos de la España peninsular no sólo respondía a la distancia geográfica, sino también a las consecuencias de estos mismos conflictos, especialmente por la dificultad de las comunicaciones en un mar plagado de corsarios, lo que llevaba, según nos cuenta Juan Primo de la Guerra, a que en ocasiones transcurriera cerca de un año sin que llegara correo de la metrópoli.

          El vicario José Hilario Martinón, al que más tarde se le consideraría liberal por su apoyo a Ruiz de Padrón en su oposición a la Inquisición, tenía sin embargo bien claras las cosas en cuanto a la moralidad de las costumbres y cumplimiento de los preceptos establecidos, que en un ambiente relajado y propio de todas las poblaciones portuarias no siempre eran las que dictaban las normas en vigor. En octubre de 1809, dos días antes de la concurrida feria del Pilar, a la vista de lo que decía observar en sus paseos por la marina en compañía de algún párroco, dirigió un extenso escrito al alcalde Nicolás González Sopranis en el que especialmente denunciaba lo que calificaba de “dos graves males".

          El primero, “la licencia de costumbres en las personas de ambos sexos… las mujeres desbandadas, errantes por todo el pueblo, hacen con la sombra de la noche la torpe mercancía de sus cuerpos… las casas públicas de juegos y bebidas, la calle de San José y particularmente el muelle son los principales puntos de reunión de esta vil canalla, en donde la fe de los casados se mancilla y la inocencia de los solteros se corrompe”. Y añade: “ las Ferias y Patios que acostumbran celebrarse en estas Islas en honor de algún Santo son otros tantos lupanares y sitios de prostitución en donde se cubren con el velo de la Religión Santa los más graves pecados…” Y, por si fuera poco, sigue: “los casados sostienen sus mancebas y los solteros rehúsan enlazarse en matrimonio, por la facilidad de gozar de otras mujeres que les proporcionan la corrupción de costumbres y la impunidad de los delitos…”

          El otro grave mal a que se refería don José Hilario es el “abuso que se ha introducido en esta Plaza no menos intolerable que el anterior, tal es la inobservancia de los días festivos en los que se trabaja públicamente… yo mismo vi en el último domingo descargar en el muelle dos barcos procedentes de la Isla de Canaria, conduciendo públicamente sus efectos los arrieros; trabajar unos alarifes en cierta cañería, abierta la tienda de un zapatero…” Y finalizaba: “En este trastorno del orden público reclamo con justicia la observancia de las Leyes…”

          El alcalde se lo tomó con calma y le contestó diciendo “que efectivamente se verifican algunas de las clases que Vmd. señala y que con todo aparecen exagerados en los términos que Vmd. los refiere y Vmd. sabe que no es posible evitarlos a todo punto… y que muchas veces es necesario como desentenderse si se conoce que el rigor puede traer peores consecuencias…” El alcalde apelaba también “a los venerables párrocos a quienes principalmente e inmediatamente está encargada la cura de almas…” Y, refiriéndose a estos últimos, reconviene veladamente al vicario dejando claro “que nunca han tenido que recordar a los alcaldes de esta Villa su deber”.

          La contestación de don Hilario al alcalde no se hace esperar y, en un escrito de ocho folios en los que por el tono empleado parece sentirse ofendido, insiste en lo que tiene expuesto y amplía detalles en apoyo de su tesis concerniente a lo que él entiende como licencia y depravación de las costumbres que se observan en el puerto. No admite que haya exagerado por su parte en nada de lo dicho y, para mayor apoyo a sus palabras, dice que tampoco es exageración un hecho que se ve con frecuencia como es el de permitir “que las mujeres se bañen mezcladas con los hombres y aprendan a nadar apoyadas y al través de los brazos de estos, como es público y notorio.”

          Pero el alcalde, muy en su papel, veía estos asuntos con pragmatismo al estimar que no eran hábitos que pusieran en peligro inmediato el orden público, para lo que bastaba una discreta vigilancia. Sin embargo, otra cosa eran las máscaras y disfraces utilizados aquí desde siempre en los carnavales, a cuyo amparo y valiéndose del ocultamiento de la identidad, sí que podían cometerse acciones delictivas. Así lo había considerado en febrero de este mismo año cuando pidió al comandante general que prohibiera esta práctica. Fue entonces Carlos O’Donnell el que opinó que sería contraproducente la prohibición, “pues este es un pueblo pacífico y bastará que algunas patrullas celen y guarden el orden”.

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