El general Antonio Gutiérrez, caballero de Alcántara

Por Pedro Ontoria Oquillas  (Publicado en El Día el 25 de mayo de 1986).

 

          Un dato biográfico del defensor de Santa Cruz de Tenerife, don Antonio Gutiérrez, del ataque del almirante Horacio Nelson, está esculpido en su epitafio en la capilla del apóstol Santiago de la Iglesia matriz de nuestra ciudad, parroquia de la Concepción. ”En esta capilla -leemos- del apóstol Santiago reposan en la paz del Señor los restos del caballero de Alcántara Excmo. Sr. don Antonio Gutiérrez de Otero y Santayana”.

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Venera de la Orden de Alcántara

          Es con motivo de la victoria del 25 de julio de 1797 cuando se premia y condecora al General Gutiérrez con el hábito de caballero de la Orden de Alcántara, si bien ostentaba ya la cruz de la Orden de Santiago, como podemos observar y constatar en el conocido retrato del pintor Luis de la Cruz, realizado un año antes de la derrota de Horacio Nelson (Nota 1).

          Las órdenes militares españolas, aunque reducidas en la actualidad a simples corporaciones o instituciones, gozaron de gran importancia y transcendencia política (2). Su aparición es uno de los fenómenos más característicos de la Cristiandad medieval. Las órdenes militares españolas nacieron con ocasión de la lucha contra los árabes y prestaron a la Reconquista grandes servicios. En las zonas limítrofes con los musulmanes surgieron numerosas cofradías de monjes-soldados que aceptaron la regla cisterciense, a excepción de los santiaguistas que tomaron como modelo la regla de los canónigos de San Agustín. Los caballeros abrazaron una regla monástica no para retirarse a la soledad, sino para mejor cumplir su ideal caballeresco. Los caballeros de las órdenes militares eran monjes, porque bajo una regla aprobada por la Santa Sede, hacían los tres votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia, a los cuales solían añadir un cuarto voto de consagrarse enteramente a la guerra contra los infieles. Y al mismo tiempo eran soldados, formaban un ejército permanente y dispuesto a entrar en batalla dondequiera que amenazasen los enemigos de la religión cristiana.

          Entre sus miembros figuraban los caballeros, los servidores (escuderos, lacayos, fámulos) y los sacerdotes. Los sacerdotes que conseguían formar parte de las Órdenes Militares no eran ni caballeros ni servidores, sino únicamente encargados de los servicios religiosos. Los caballeros se dedicaban a pelear y vivían generalmente en campaña. Los servidores ayudaban a ambos en el servicio de su profesión. Al frente de cada uno estaba el gran maestre, ayudado por los priores, en mayor o menor cuantía, de acuerdo con el número de miembros en las distintas órdenes y localidades. Como distintivo llevaban una cruz bordada en la túnica y los caballeros también en el manto.

          Las órdenes militares españolas, a pesar de su vinculación a la casa matriz de Morimond (3), adquirieron pronto un carácter nacional y fueron, de hecho, instrumentos de la política monárquica en cada uno de los reinos peninsulares. Convertidos por la piedad popular y por las necesidades militares de los reyes en grandes propietarios territoriales, se aristocratizaron a partir del siglo XIII, y sus casas se transformaron en feudos nobiliarios; dueñas de ejércitos numerosos, disciplinados y permanentes, actuaron como árbitros de la política castellana, y uno de los objetivos de la monarquía y de la nobleza en la lucha que los enfrentó durante los siglos XIV y XV fue el control de estas fuerzas económicas y militares. La intervención real en el nombramiento del maestre, iniciada por Pedro el Cruel o Justiciero, culminó en la época de los Reyes Católicos, al conseguir éstos el nombramiento de administradores de las órdenes y la incorporación de los maestrazgos a la corona. La creación del Consejo de las órdenes (1495-1496) significó la incorporación de estas instituciones a la monarquía central de los Reyes Católicos, y su desaparición como organismos autónomos. Teóricamente, siguieron existiendo hasta la Primera República, y, aunque posteriormente han sido reconstruidas, no pasan de ser instituciones honoríficas sin importancia ni transcendencia.

          El ser miembro de la Orden de Alcántara -así como de las demás órdenes militares- sirvió para atestiguar la nobleza de una familia, y para definir una jerarquía social basada en linaje más que en riqueza; los hábitos solo ratificaron el nivel social de sus poseedores. Los reyes premiaron con hábitos la lealtad y el celo de sus generales y funcionarios. Los pretendientes de hábitos tenían que ser nobles, porque desde el siglo XIV la aristocracia castellana iba monopolizando la orden y a partir del siglo XVI un pretendiente tenía que probar la hidalguía y la limpieza de sangre desde cuatro generaciones. Todos los miembros y sus posesiones llevaban una cruz flordelisada en oro y verde, que se llevaba al lado izquierdo de su manto blanco. Después de la invasión francesa (1809), la Orden de Alcántara perdió sus posesiones con la Desamortización y la disolución de los conventos; pero Isabel II seguía concediendo hábitos como títulos puramente honoríficos hasta que la Orden fue suprimida por la Primera República (9-III-1873). Restaurada la Orden el 14-IV-1874, y de nuevo suprimida (29-IV-1931), ahora es prácticamente inexistente. Carlos IV premiaba con el hábito de Alcántara la larga carrera militar del hidalgo e hijo de militar, don Antonio Gutiérrez González-Varona, que porta sobre sus sienes los laureles de la victoria.

 

NOTAS

1. Manuel Ángel ALLOZA MORENO, La pintura en Canrias en el siglo XIX. Aula de Cultura de Tenerife, Madrid 1981 págs. 107.116.119 y 251.
2. Derek W. LOMAX, Las Órdenes Militares en la Península Ibérica durante la Edad Media. Salamanca 1976. Separata del “Repertorio de Historia de las Ciencias Eclesiásticas de España”.
3. Maur COCHERIL, La juridiction de Morimond sur les ordres militaires de la Péninsule Iberique. En: “Studia monastica” 2 (1960) pp. 171-385.

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