Nuestros barrancos (Retales de la Historia - 75)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 23 de septiembre de 2012).

 

          Seguramente no son muchos los actuales ciudadanos de la que en tiempos pasados respondía al honroso nombre de Villa, Puerto y Plaza Fuerte de Santa Cruz de Santiago, que se han parado a reflexionar, en sus ocasionales paseos o desplazamientos por la hoy Ciudad, en lo que los numerosos barrancos de su término han representado para la historia, la formación y el devenir del conglomerado urbano en el que habitamos.

          La cotidianidad de su presencia en la actividad habitual, hace que, salvo contados casos, esa presencia pase desapercibida para la mayor parte de nosotros y sean a modo de un decorado de fondo que, sin que nos llame especialmente la atención, forma parte de nuestra rutina diaria.

          Sin embargo, en estas seculares cicatrices que se reparten por gran parte de nuestro paisaje se encuentran, a poco que reflexionemos y les prestemos alguna atención, muchas de las más profundas razones de nuestra idiosincrasia, que nos hablan de los orígenes de la ciudad, de su historia y de su proceso de formación a través de los años y del porqué de muchas realidades de hoy, a las que a veces no les encontramos fácil y aparente explicación. Desde el barranco Hondo, del Calabozo o del Hierro, pasando por el que más se hace notar en el escenario urbano, el de Santos, hasta los últimos confines de la cordillera de Anaga, incluyendo como no podía ser menos el sagrario de naturaleza y flora autóctonas que es el de Ijuana, a poco que les prestemos la debida atención, nos hablan con lenguaje claro y limpio de lo que fuimos, somos y podemos llegar a ser si, como deberíamos ser conscientes, respetáramos y aprendiéramos de ellos para poder explicar la espectacular lección que nos brindan a las generaciones del mañana.

          Santa Cruz se formó a golpe de ola, como le gustaba decir al recordado Padrón Albornoz, a lo que me atrevo a añadir, y a salto de barranco. Ambos condicionantes son parte consustancial de la realidad urbana de hoy: el mar, la costa, el puerto, y la montaña, los cursos hidráulicos naturales, las actuales vías de penetración. Una cosa y la otra se complementan, van juntas y son una sola, pues no se puede explicar la historia de la ciudad si separamos ambas o ignoramos y no tenemos en cuenta una de ellas. Tal vez ello explique la tradicional dualidad ocupacional de una buena parte de la población hasta no hace demasiados años, en los que era normal que el pescador de chicharros cultivara su huerta y cuidara de su ternera en Valleseco o San Andrés, y que el agricultor o pequeño ganadero de Valle Luis o María Jiménez tuviera su barca a cobijo de los tarajales de la La Playita para proveerse de pescado fresco, cuyo excedente, si lo había, tal vez su mujer vendía a los “guachinches” de la zona. Ambas actividades eran compatibles de forma natural.

          Los barrancos, nuestros barrancos, nos hablan en sus cortaduras, escarpes y tubos volcánicos -que los hay- de la historia geológica del término municipal, de cómo se inició en ellos la vida de su flora autóctona, a cuyo amparo surgió la primaria fauna que ocupó el territorio, de la civilización guanche que allí tenía su asiento, de su forma de vida y de los recursos de que disponía, y de cómo se instalaron y sobrevivieron los primeros colonizadores castellanos… Todo, todo ello se inició en los barrancos.

          Sus desembocaduras sirvieron en muchos casos de varaderos para construir o reparar embarcaciones, como en el caso del de Santos, El Barranquillo, La Caleta o el de Almeida, cuyo primer nombre fue, precisamente, el del Varadero. Hoy muchos de los más pequeños están ocultos por el asfalto, como el del Aceite o Cagaceite -Imeldo Serís-, el de Guayte o de los Frailes -Ruiz de Padrón- o el de San Antonio, bajo la calle de su nombre. Todos son parte de nuestra historia.

          Cuando recientemente se construyó la vía de penetración por el barranco de Santos, junto al puente Galcerán se levantó un edificio -todavía cerrado y con señales de incipiente deterioro- que se dijo se iba a dedicar a un centro de interpretación de nuestros barrancos. Ya era hora, pensé ingenuamente. Hace muy pocas fechas se ha hecho público en la prensa que lo que se va a establecer allí es el ansiado, durante tantos años, Museo del Carnaval. Pienso, sinceramente, que el lugar no reúne condiciones de espacio para tal destino, pues sólo un par de trajes de nuestras reinas lo llenarían y sería una muestra incompleta.

          He leído que la principal atracción de nuestra capital es el Museo de la Naturaleza y el Hombre, ¿no convendría profundizar más en esa línea? No soy contrario a la idea del Museo del Carnaval, que estimo es necesario y conveniente, pero siendo como he sido un carnavalero entusiasta, me apena pensar que en mi pueblo, una vez más, la cultura de las plumas y lentejuelas parece que se impone a la de la Historia, Naturaleza y Medio Ambiente, Orígenes y formación de nuestra Ciudad.

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