Prólogos, introducciones, ...
Por Sebastián Matías Delgdo Campos
EL SANTA CRUZ DE LOS CARTA
En efecto un breve recorrido cronológico por las vivencias más significativas de nuestra población, en este siglo (ver Adenda I), corrobora su despegue y desarrollo de forma tan indiscutible que movió al ilustre historiador don Antonio Rumeu de Armas a afirmar que éste es su auténtico siglo de oro:
La población que era de 2.900 almas a principios de siglo, llega a fi.nales a alcanzar las 7.900. Es decir que sufre un aumento del 272,4 %, realmente espectacular a pesar de que durante esta centuria Santa Cruz hubo de superar 12 epidemias: 8 de viruela, 2 de fiebre amarilla y 2 de tabardillo (tifus exantemático) que, en cada momento, la diezmaban significativamente.
El simple examen de la cartografía histórica de este periodo nos muestra el desarrollo progresivo de un sistema de fortificaciones que justificaron su condición de Plaza Fuerte y la presencia elocuente de instituciones religiosas (una parroquia, una ayuda de Parroquia, dos conventos, una capilla y tres ermitas) que corren parejos con el desarrollo de la trama urbana para dar respuesta al aumento poblacional.
Quizá la mejor constatación de este auge lo demuestra la simple relación de las casas que para sí construyeron las familias más importantes que aquí tuvieron su asiento, tales como los Carta, Miranda, Blas del Campo, Domínguez, Hernández Vera, Montañez, Lebrun, La Harpe, Piar (luego Hmilton), Foronda, La Hanty, Forstall, Russell, Murphy, Power, etc., entre las que, como se ve, figuran las de un buen número de irlandeses que aquí se afincaron y fueron motor de su comercio y transacciones mercantiles ultramarinas.
Y aún es necesario dejar constancia de que la edilicia sufrió en este siglo dos sucesos desgraciados como fueron, en 1727, el incendio intencionado en la calle de la Caleta, en el que desaparecieron la casa en que estaba la Aduana y 5 casas más, y el fortuito de la calle de Sol en 1784, en el que se perdieron nada menos que 53 casas, 31 directamente por la propagación del fuego (entre ellas la de Montañez que albergaba un museo con valioso contenido de utensilios científicos) y 22 que hubo que derribar a cañonazos para evitarlo.
El episodio nelsoniano, a finales del XVIII, supone un punto de inflexión definitiva para Santa Cruz al traer como consecuencia inmediata en los albores del nuevo siglo su condición de Villa Exenta y posibilitar su posterior ascensión a la capitalidad del archipiélago, con su consecuente protagonismo político que se refleja de forma clara en su crecimiento poblacional que alcanza, en 1852, la cifra de 13.300 habitantes, un 68,35 % más que a finales del siglo anterior, sin omitir que también en este período se registraron no menos de seis epidemias (2 de fiebre amarilla, 2 de gripe, 1 de viruela y 1 de catarro y dolores de costado).
Por tanto, en el siglo y medio que abarca en su narrativa este precioso libro, aquella modesta población se ha más que cuadruplicado (x 4,6), con la consecuente transformación económica, social y política que ello lleva aparejado y de la cual este libro viene a resultar un valioso testimonio.
Precisamente es en este período en el que debemos anotar la existencia en nuestra tierra del legado documental de diversos memorialistas, entre los que es imprescindible citar a José Antonio de Anchieta y Alarcón (La Orotava, 1702 – La Laguna, 1732/67), cuyo diario se enmarca entre los años 1722/9/30-1767; a Lope Antonio de la Guerra y Peña (La Laguna, 1738-1824), con sus Memorias, Tenerife en la segunda mitad del siglo XVIII (1760/91) y a Juan Primo de la Guerra y del Hoyo, Vizconde de Buen Paso (La Laguna, 1775 – Santa Cruz de Tenerife, 1810) que abarca en su diario el periodo entre lo años 1800/10).
En este contexto debe enmarcarse la aportación que supone la aparición, hasta hoy inédita, del que la propia autora de este libro llama Cuaderno de Nacimientos y Defunciones de la Familia Carta, manuscrito del que son autores y protagonistas los propios miembros de ella y cuyo texto y notas aquélla, que es su propietaria, se ha esforzado en transcribir para facilitar nuestra lectura.
Pero este libro, amable, interesado y curioso lector, que ahora tienes en tus manos, no se limita a ofrecernos simplemente lo que podríamos llamar una crónica familiar. Es algo más que eso, porque su autora lo ha implementado en una verdadera y esforzada tarea compilatoria de los sucesos del período que abarca, a partir de numeroso textos de diversos autores (citados en las notas a pie de página), entre ellos los de aquellos memorialistas, para ofrecernos una completa panorámica vital del período que abarca.
Debe quedar claro, no obstante, que no estamos ante un pretendido libro o tratado de historia, ni tampoco de una novela histórica. Su contenido, aparentemente menos ambicioso, es mucho más ameno y lleno de interés, pues participa a la vez de estas características al tiempo que debe resaltarse su valioso carácter documental y el esfuerzo que supone, quizá por primera vez, el ofrecernos profusa y riquísima secuencia ordenada de hechos, cuyo conjunto viene a resultar un valioso e interesantísimo mosaico temporal de nuestra población.
Así pues, este libro es una invitación a sumergirse en un tiempo de especial interés para nuestro devenir histórico, sin otras pretensiones que ayudarnos a conocer y recordar un rico y esforzado proceso ignorado por muchos e infravalorado por los más, y todo ello a través de una lectura que resulta amena en todo momento, dominada por la prosa sencilla, pero efectiva, de la que hace gala su autora. Y por si ello fuera poco meritorio, su estructuración cronológica permite ir directamente al momento que deseemos conocer o consultar, y un completísimo índice onomástico a localizar a los numerosos personajes que en él se citan.
Desde que la autora tuvo la deferencia de ponerlo en mis mano beneficiándome con su entretenida, deliciosa y gratificante lectura, he creído firmemente que debía ser publicado y difundido para conocimiento y disfrute de nuestras gentes, y parece que ahora, coincidiendo con la primera etapa de la restauración rehabilitadora del edificio, protagonista inanimado del relato (ver Adenda II), es momento oportuno para ver la luz impresa, para poder leerlo, tenerlo y quererlo como deliciosa obra testimonial.
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171? – Reglamento de Comercio.
1718 – Establecimiento del Intendente Real.
1723 – El Capitán General fija su residencia en Santa Cruz.
1735 – Real Orden por la que se la declara Principal Plaza de Guerra de Canarias.
1740 – Se establece el Comandante militar de Ingenieros.
1753 – Se establece el cargo de Síndico Personero.
1762 – Por Real Provisión se establece la Oficina de Correos.
1763 – Se establece el Servicio de Buques correo entre Cádiz y Canarias.
1768 – Se consigue disponer de dos Diputados de Abastos.
1772 – Por primera vez eligen los vecinos al Alcalde Real.
1776 – Se establece el Teniente de Rey.
1777 – Se obtiene la libertad y exclusividad del comercio con Indias.
1797 – Los ingleses raptan las naves Príncipe Fernando y La Mutine y se produce la posterior intentona y derrota del contralmirante Nelson.
Real Decreto por el que se concede a Santa Cruz el Título de Villa (la Real Cédula de Carlos IV no llegará hasta 1803).
1803 – Real Cédula de Carlos IV por la que se la declara VILLA EXENTA, con los títulos de MUY LEAL NOBLE E INVICTA, PUERTO Y PLAZA DE SANTA CRUZ DE SANTIAGO DE TENERIFE y se le concede escudo con timbre real.
CONSTITUCIÓN PRIMER AYUNTAMIENTO (5 de diciembre)
1804 – Toma de posesión oficial del término municipal a orilla del Barranco del Hierro.
1812 – Primer Ayuntamiento constitucional (23 de agosto).
Reunión de la Junta preparatoria para la elección de Diputados a Cortes y Provinciales.
1813 – Se instalan en Santa Cruz la Junta y la Diputación Provincial.
1815 – Primera modificación del deslinde del término municipal.
1817 – Primera designación como Capital del archipiélago.
1819 – Se traslada por R.O. desde La Laguna el Consulado Marítimo y Terrestre.
1821– SANTA CRUZ, CAPITAL DE CANARIAS (Sesión extraordinaria de las Cortes).
1822 – Puerto de Depósito.
Real Decreto. SANTA CRUZ CAPITAL DE LA PROVINCIA DE CANARIAS
1823 – Nueva modificación del deslinde del término municipal.
1831 – Se obtiene el arancel de Libre Comercio.
1833 – Real Decreto que confirma la capitalidad.
1837 – De nuevo es declarado Puerto de Depósito.
1842 – Por Real Decreto, Plaza Militar de Primera Clase
1850 – Agregación de San Andrés y Taganana.
1852 – Ley de Puertos Francos (Bravo Murillo).
Por Real Decreto. Puerto de Interés General de 2º orden.
1853 – La Casa Palacio de los Carta pasa a ser residencia del Capitán General.
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Esta casa a la que se ha llamado Palacio de Carta, en lugar de Palacio de los Carta, como sería más apropiado (o simplemente Palacio Carta), es una construcción de estilo tradicional canario precedida de una fachada de cantería tan singular que difiere por completo de la de otras mansiones significadas y más antiguas en Tenerife (Casa Salazar y Casa Nava-Grimón en La Laguna, Casa de Piedra o de los Condes de la Gomera en Garachico, etc.).
Aún cuando la casa está organizada en torno a dos patios (el segundo de menor entidad, pero muy armonioso y equilibrado), la vista se nos concentra en el primero, espectacular, y quizá el más suntuoso de cuantos se construyeron en el archipiélago, todo él en madera de tea. Las galerías altas, en las que el cristal y la madera sostienen un fecundo diálogo arquitectónico (esto fue muy frecuente en Santa Cruz), se sustentan en unas esbeltísimas columnas, también de tea, de una sola pieza, situadas siempre en el centro de los lados, que se apoyan en deliciosas basas de cantería, a la manera ática pero con proporciones no canónicas, y se coronan con las zapatas-capitel más espectaculares y refinadas de nuestra carpintería tradicional, hasta el punto de que algunos han querido ver aquí, fundadamente, la mano (al menos en el diseño) del maestro Verau, artífice de la extraordinaria capilla panteón familiar en la parroquia.
La belleza de este patio, que en la crujía de fachada tiene tres plantas, puesto que se corona con el tradicional altillo o secadero, salta a la vista hasta de los menos perspicaces, pero es que si reparamos en detalles tales como la perfección de la labra, los canes de apeo de los cargaderos en su encuentro con las paredes, la formulación barroca en madera de la contraportada interior hacia el patio, el uso de los dobles arcos suspendidos que enmarcan, entre otros, el comienzo de la escalera, la labra de cojinetes y balaustres, etc., tendremos que concluir de forma inapelable que estamos ante una obra maestra.
La remodelación a que se le sometió para su rehabilitación como sede de una entidad bancaria modificó sustancialmente su estructuración y definición interior, no solo en ambos patios y su articulación, sino también en la fachada a la calle San José (ampliada con edificación que perteneció a la inmediata casa Ascanio), en la que sin embargo se conservó su magnífico balcón, que la recorría a todo lo largo, de los más elegantes por su definición, superior según Tarquis, a todos los demás del lugar, y comparable incluso con ventaja a cualquier otro de las islas (no hay más que reparar en la deliciosa delicadeza de las zapatas que coronan los pilarcillos bajo la cubierta o el refinamiento de los canes de apeo de su suelo), y sorprendente envergadura y vuelo, teniendo presente que está orientado al batiente, lo que hace suponer una evidente operación de imagen al exterior.
Atención aparte merece su fachada principal a la Plaza de la Pila, toda ella de cantería. Tanto Pedro Tarquis como Fernando Gabriel Martín manifiestan, al contemplar su aparente sencillez, que hay ya, en ella, un viento neoclásico, por su esencialidad constructiva y su rigurosa contención expresiva. Estaríamos, por tanto, ante la más temprana formulación del neoclasicismo en las islas, y esto es lo que ha hecho preguntarse por su tracista, pues no cuadra su paternidad con la de ninguno de los alarifes ejercientes en aquel momento entre nosotros.
Así es como ha tomado cuerpo la idea de relacionarla con alguno del grupo de los cinco ingenieros militares que, con Antonio Riviere al frente, vinieron a las islas para efectuar un levantamiento geográfico de las mismas, entre los años 1740 a 1743. El resultado de esta actividad ha sido editado por don Juan Tous en un precioso libro que llama la atención por la perfección del trabajo de aquellos técnicos.
No debe extrañar a nadie esta idea, pues se sabe que uno de estos ingenieros militares, Francisco La Pierre, inspeccionó y recibió la hermosa iglesia de S. Francisco de Borja, de los jesuitas, en Ls Palmas, así como las trazas para la nunca finalizada del Colegio de S. Luis, de la misma orden, en La Orotava, templos ambos de estilo barroco, proyectados y realizados por miembros de la propia orden, aún cuando se conoce un proyecto suyo no realizado de una iglesia en estilo neoclásico, fechado en la temprana edad de 1724.
Sin embargo, entre los cinco, y en opinión del propio Comandante General don Andrés Bonito Pignatelli, el más competente era don Manuel Hernández, que levantó por sí sólo los mapas de las islas de Tenerife y La Palma (se dice también que los de La Gomera y El Hierro) y midió la altura del Teide. Pues bien, éste don Manuel Hernández, que luego sería destacadísimo ingeniero en Cartagena de Indias, Portobelo, Chagres (fue autor de la última importante reforma de la gran fortaleza de San Lorenzo el Real) y Panamá, mantuvo estrecha colaboración con don Matías Bernardo Rodríguez Carta, hijo de don Matías, y luego su verdadero sucesor, en relación con la construcción del primer muelle que tuvo nuestra Plaza, cuyo proyecto, según parece, hay que anotar en el haber de Hernández, y que, aprovechando su estancia pudo haberle encargado el diseño de la fachada de su casa-palacio, lo que resulta factible si se tiene en cuenta que Hernández había estudiado en 1737 en la Real Academia de Matemáticas de Barcelona, en cuyos programas de estudio figuraban los de construcción de edificios según los cánones clásicos, como se nos acredita en el “Tratado VIII de la Arquitectura Civil para la instrucción de los militares (1739-1779)” de Pedro Lucuce, que allí se estudiaba.
En efecto, la fachada de la Casa de los Carta habla de la sobriedad ingenieril, del conocimiento de un estilo nuevo al socaire de la Ilustración, del que, sin duda, su autor tenía conocimiento, y hay finalmente un detalle que me parece elocuente y que difícilmente hubiera podido concebir un arquitecto, la introducción de una barandilla abalaustrada de madera ante la 3ª planta (su función de altillo le resta significación) que aparece detrás, como manifestando la intención de no romper el equilibrio de las dos alturas, y, sin embargo, continuando el discurso de la cantería para configurar dignamente (por cierto en barroco) la coronación del edificio en una fenomenal lección conceptual y formal. Este sincretismo de materiales y estilos remite más a un deseo de no hacer olvidar que aquel es un edificio de estilo tradicional, donde la madera es protagonista, que a una verdadera necesidad lingüística o compositiva, a pesar de lo cual está resuelto con magistral habilidad.
Tal como hoy la contemplamos, esta fachada está distorsionada a causa de las obras de adaptación a la nueva rasante de la Plaza de la Candelaria definida en 1929. Con anterioridad, la Plaza era un espacio horizontal del que se bajaba, mediante escalinata, a la calle de la Marina. En esta circunstancia, la puerta alcanzaba toda la altura, hasta el balcón de la primera planta, y el zócalo de basamento tenía una altura proporcionada a la composición. La bajada del nivel de la plaza supuso desplazar la puerta hacia abajo rellenado el espacio intermedio con algún elemento de rejería o con una metopa, ampliar la altura del zócalo de una manera tan notoria que ahora resulta más que zócalo basamento, e introducir en el zaguán una escalera para salvar el desnivel hasta el patio, con la consiguiente dislocación de este espacio. Debo decir que, con todo, la operación fue realizada con tacto y sensibilidad, por lo que no me resisto a pensar que allí estuvo la mano del arquitecto don José Blasco, al que, según sabemos, cupo la tarea de proyectar el basamento para apear El Triunfo de la Candelaria, que realizó de forma tan atinada y cuidadosa.
Correspondió a don Matías Bernardo Rodríguez Carta la continuación y terminación de las obras emprendidas por su padre, y que éste dejó inconclusas a su muerte. En realidad, fue en él en quien descansó el mayor peso de la gestión durante los últimos años de la vida de aquél. Ya hemos señalado su estrecho entendimiento con el ingeniero don Manuel Hernández, y, por tanto, su más que probable intervención en la fachada de la casa-palacio a la Plaza de la Pila, construcción a la que dio fin en 1752, según acredita en su diario el Regidor Anchieta y Alarcón, que la vio con su torre-mirador terminada y oyó a los muchachos cantar la siguiente coplilla:
Esa torre de Carta
es un confite.
Acudid, chicharreros
que se derrite
Sebastián Matías Delgado Campos
Febrero de 2023
PS.- El edificio fue adquirido por la Comunidad Autónoma de Canarias y posteriormente cedido al Ayuntamiento capitalino que, en la actualidad, lleva a cabo una primera fase de las obras de restauración rehabilitadora, sin que se disponga de un proyecto total, de modo que aún desconozco cuál será msu aspecto definitivo.
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