Berberiscos en Canarias... y canarios en la Berbería. (Y un enigma y una pequeña torre).

A cargo de Emilio Abad Ripoll. Pronunciada en el Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias (Almeyda, Santa Cruz de Tenerife) el 29 de marzo de 2007; en el Casino de Los Llanos de Aridane (La Palma) el 27 de febrero de 2008 y en el Palacio de Capitanía General (Santa Cruz de Tenerife) el 14 de noviembre de 2011.

 

Los antecedentes

          Cuando se habla de berberiscos, normalmente piensa uno en los años finales del siglo XV y al menos la primera mitad del XVI, pero esta tarde voy a prolongarme un poco aguas arriba y otro poco aguas abajo en el río de la Historia, pues en ambos sentidos hay hechos importantes que se relacionan íntimamente con el tema de la charla y no me pareció conveniente obviarlos.

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Figura 1. La Berbería atlántica

          Al hablar de las relaciones -a veces pacíficas y a veces tumultuosas- entre Canarias y la Berbería (ya saben, lo que hoy es Libia, Túnez, Argelia, Marruecos, el Sahara y Mauritania), aunque nosotros, como es lógico, nos vamos a referir a la Berbería atlántica (Fig. 1), no hay que olvidar que, aunque estemos aislados, como he dicho ya en otras ocasiones, no estamos solos, sino que lo que aquí ocurría, y ocurre, tenía, y tiene, mucho que ver con otros factores políticos, económicos, sociales, culturales, etc., nacionales e internacionales.

          Y cabría preguntarse: ¿quién empezó primero? La respuesta es obvia: Los primeros canarios vinieron desde fuera y parece lógico que, por la cercanía procedieran de esos territorios que luego se llamaron la Berbería.

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Figura 2. Las primeras llegadas a Canarias (según Ernest A. Hooton)

          Si en ese viaje imaginario aguas arribas en el río de la Historia de Canarias nos fuéramos hasta las fuentes, dice Ernest A. Hooton que  los primeros asentamientos en el Archipiélago se produjeron en cuatro oleadas (que ven recogidas en la figura 2), señalando los lugares más posibles de arribada.

          Y luego, el río, como el Guadiana, desapareció y el silencio envolvió la existencia de los descendientes de aquellos seres, que, con toda seguridad, de vez en cuando serían visitados por cartagineses, romanos, árabes, etc.

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Figura 3. Jean de Bethencourt

          Hasta que llega 1402 y Jean de Bethencourt (Fig. 3) y Gadifer de la Salle aparecen con sus huestes por Lanzarote; y cuando Bontier y Le Berrier, los capellanes de Juan de Bethencourt escriben Le Canarien, califican a los gobernantes de Lanzarote como “reyes sarracenos”, de manera que parece deducirse que, de una u otra forma, los árabes habían logrado la primacía.

          También conviene recordar, para nuestro relato, que los romanos, cuando tras la guerras púnicas se apoderaron del norte de África, lo dividieron en dos provincias: la Mauritana Cesariense, que comprendía todos sus dominios desde el río Muluya (cuya desembocadura en el Mediterráneo se sitúa unos 70 kilómetros al SE. de Melilla) hacia el este, y la Mauritana Tingitana, desde ese mismo límite fluvial hasta el Atlántico, con capital en Tingis (Tánger).

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Figura 4. La Hispania romana (año 69 d. de C.)

          Y que cuando conquisten la vieja Iberia, la Mauritana Tingitana a partir del año 69 de nuestra era (Fig. 4) formará parte de la Bética, de una provincia de Roma, es decir que esa zona de África se incluirá en la Hispania Romana, en aquella incipiente España que con los visigodos, y prácticamente la misma organización territorial romana, será ya de verdad España. Luego vendrían la invasión musulmana, los largos siglos de reconquista cristiana, en los que el ideal común del que hablan nuestros mejores historiadores va a ser la recuperación de la España visigoda en su integridad territorial, política, jurídica y religiosa.

          Por ello, no es de extrañar que cuando Andalucía (gran parte de la antigua Bética) vaya siendo reconquistada, los pescadores andaluces vengan a faenar a las costas atlánticas de la Berbería (Fig. 5), y desembarquen en ella, de lo que hay constancia documental muy abundante en la primera mitad del siglo XV; los andaluces, béticos y españoles, consideraban aquellas aguas como históricamente suyas, puesto que bañaban las costas de lo que había sido la Mauritana Tingitana, una parte de una provincia española.

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Figura 5. Relaciones entre Castilla y África (Primera mitad del siglo XV)

          Y, por idéntica razón, tampoco debe sonar a raro que Alfonso XI, en 1339, reivindicara para Castilla la antigua provincia romana, ni que Juan II, que reinó en Castilla entre 1406 y 1454, tuviera ya esbozada una política africanista, heredada de su padre, Enrique III, que continuaría su hijo, Enrique IV, y reforzarían los RR.CC. (Fig. 6)

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Figura 6. La política africanista de los Reyes Católicos

           Pero el descubrimiento y colonización de América en su reinado, y las implicaciones europeas durante el de Carlos I, hicieron que África perdiera para España el interés y la importancia que, sin duda, habrían tenido si las ruedas de la Historia hubiesen tomado otro camino.

          Como prueba evidente de que lo que digo no es ninguna elucubración, se recogen a continuación  unos párrafos de una Real Cédula, firmada por Juan II, nada menos que el 8 de julio de 1449, por la que se concede a don Juan de Guzmán, duque de Medina Sidonia -precisamente la misma Casa Ducal que casi 50 años después conquistará Melilla- el dominio de la costa de Berbería entre los cabos Aguer y Bojador:

               “… Por cuanto vos me hicisteis relacion diciendo que cierta tierra que agora nuevamente se ha descubierto, allende la mar, al través de las Canarias, que decis que es desde el Cabo de Aguer hasta la tierra y el Cabo de Bojador, con dos ríos en su término, el uno llaman la Mar Pequeña, donde hay muchas pesquerías e se puede conquistar la tierra adentro… vos fago merced de toda la dicha mar e tierra desde el Cabo de Aguer hasta la Tierra Alta y Cabo de Bojador, con todos los rios e pesquerias e resqates e con la tierra adentro…”

          Quiero destacar en el documento algunos aspectos importantes. El primero es que, según Rumeu de Armas en su libro España y el África Atlántica, aparece citada por vez primera la Mar Pequeña en un documento (y a la historia de esa zona dedicaremos luego algunos minutos); en segundo lugar, se resalta la importancia económica de las aguas: la existencia de importantes bancos de pesca, de pesquerías. En tercer lugar se habla también de “resqates”; el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua nos proporciona varias acepciones de la palabra “rescatar”; la segunda nos dice que significa “Cambiar o trocar oro u otros objetos preciosos por mercaderías ordinarias”. Es decir, que existe la posibilidad de un importante comercio. Y, por fin, menciona que existen dos ríos, y todos sabemos que donde aparece el agua, florece la agricultura, la ganadería, la vida en una palabra; luego hay posibilidad de colonización y asentamiento.

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Figura 7. El África atlántica (hacia 1449)

          El rey le concede todo ese territorio que ahora ven en la figura 7 al duque de Medina Sidonia, sencillamente porque lo considera suyo por derechos históricos.

          En la mencionada Real Cédula sólo se citan tres accidentes geográficos: los Cabos de Aguer y Bojador y la Mar Pequeña, pero consta documentalmente que ya los pescadores andaluces estaban familiarizados con otros fondeaderos,  e incluso habían bautizado algunos de ellos con nombres como San Miguel de Saca (en la desembocadura del río Asaka) y San Bartolomé, hoy conocido como Vina o Médano.

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Figura 8. Concesiones de Juan II al duque de Medinaceli (1449) y de Enrique IV a Diego de Herrera (1463)

           Pero poco después de la muerte de Juan II, su hijo y heredero, Enrique IV, va a promulgar otras dos Cédulas relativas al mismo tema (Fig. 8). La primera, de 1463 aproximadamente, concede tierras en el África Occidental, exactamente con los mismos límites que 14 ó 15 años antes, a los señores de Canarias Diego García de Herrera y Gonzalo de Saavedra. Al tener conocimiento de ello, el que había heredado el ducado de Medina Sidonia, reclama ante la Corte que aquellas tierras son ya de su familia; el rey le da la razón, reconociendo el error, pero insta a negociar a ambas partes para llegar a un acuerdo satisfactorio para todos. Se hace así, con el resultado de que la Casa de Medina Sidonia seguirá ostentando el señorío de la zona, pero serán Diego Herrera y Gonzalo Saavedra los que la exploten.

Sin embargo, cinco años más tarde, el propio Enrique IV titula a Diego García de Herrera como “verdadero Señor de la Mar Menor en las puertas de Berbería”. ¿Por qué? Quizás Diego de Herrera compró a la Casa de Medina Sidonia los derechos señoriales, aunque si hubiese sido así, de lo que no hay prueba documental. O quizás el rey decidió conceder el Señorío a quien parecía tener un interés claro en el tema, además de que interesaba que, cuanto antes, Castilla hiciese valer sus derechos en aquellos parajes ante las aspiraciones de la pujante Portugal.

          Y diez años después, hacia 1478, Diego de Herrera levantará la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña, como veremos dentro de unos minutos.

          Acabo de mencionar la pujanza de Portugal en aquellos años, pero en 1479, con la firma de las Tercerías de Moura, Portugal renunciará a sus pretensiones sobre Canarias y los RR.CC. harán lo propio con respecto al Reino de Fez y las costas de Guinea.

Las incursiones

          Pero vamos a ver lo que sucedía por aquí. ¿Cómo eran las relaciones entre los nuevos canarios, y sus vecinos de la costa africana?

          Algunos años después de traspasado el ecuador del siglo XV, hacia 1467 se empezaron a iniciar las famosas “cabalgadas”, incursiones en la Berbería que, en palabras de Rumeu de Armas, “hicieron aborrecibles en el continente los nombres de los señores de Fuerteventura y Lanzarote”.

          Pero ¿cuáles eran los motivos de esas cabalgadas? En primer lugar hay que considerar el momento histórico que estamos recordando. En la Península continuaba la guerra contra el moro que se desarrollaba desde hacía siglos. La gente estaba imbuida de un espíritu belicoso, de expansión, al que había que dar salida conforme se acercase el final de la Reconquista. En segundo lugar nos encontramos con la existencia de un riquísimo banco pesquero muy cercano a las costas africanas, lo que traía consigo la necesidad de unas bases en el continente para refugio, descanso, reposición de víveres y agua, reparación de averías en los barcos, etc. Aprovechando esas bases, podía también establecerse un fructífero intercambio comercial (productos manufacturados, tejidos, trigo, azúcar,… intercambiados por marfil, ámbar, oro, ganado,…).

          Y la cuarta motivación era la más triste, si bien utilitaria. La zona era una excelente cantera humana de esclavos que, por un lado, cubrieran en las islas de señorío (especialmente Fuerteventura y Lanzarote) los huecos que dejaban quienes se trasladaban a las islas más ricas, Gran Canaria y Tenerife cuando se fueron conquistando y poblando, o a América, además de servir de mano de obra, particularmente en los ingenios de azúcar que alcanzaron su apogeo en la primera mitad del siglo XVI. Y si las cabalgadas comenzaron partiendo de las islas de señorío, también lo fueron luego desde las de realengo, pues la Corona fomentó esa política, uniendo a las características expuestas de expansionismo o ampliación del territorio propio, el comercio, la pesca y el utilitarismo, un quinto factor: el religioso, en el intento de convertir a los paganos a la fe de Cristo.

          Lo cierto es que, como escribiría mucho después Viera y Clavijo, si en los siglos VIII y IX fueron los pueblos bárbaros los que invadían a los civilizados, en los siglos XV y XVI sucedió exactamente lo contrario.

          Dije antes que hacia 1467 empezaron las cabalgadas. Posiblemente su iniciador fue un personaje ya citado esta tarde: don Diego García de Herrera, que a su título de Señor de Canarias unirá el Rey Enrique IV, como ya hemos visto, el de verdadero Señor de la Mar Menor en las costas de Berbería. Llevará a cabo varias incursiones, y al morir serán su hijo Sancho, Señor de Lanzarote y Pedro Fernández de Saavedra, Señor de Fuerteventura, los que sigan sus huellas, ejemplo que continuarán más tarde los descendientes de ambos. Sólo entre el padre y el hijo de los Herrera llevaron a cabo 46 entradas en la Berbería.

          En 1497 la Corte ordenaba que sólo se pusiera pié en la Berbería para establecer relaciones comerciales, pero en 1505, con la reina Juana, se reanudaron las entradas; era muy normal que se realizaran una o dos incursiones al año y está documentalmente comprobado que entre 1510 y 1583 se hicieran al menos 87. Hubo otro Herrera, Agustín, que entre 1565 y 1576 llevó a cabo 14 cabalgadas, alcanzando tal fama por sus proezas que Felipe II lo hará Conde de Lanzarote.

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Fig. 9. Las Capitulaciones de 1499

          Ya dije que las expediciones no partían sólo de las islas de señorío; así, desde las de realengo hay constancia de varias, destacando una, especialmente por sus ambiciosos objetivos, muy diferentes de los tristes resultados obtenidos. Resulta que, en 1499, el Gobernador de Gran Canaria, que era entonces Lope Sánchez de Valenzuela, inició unas gestiones diplomáticas (al amparo de una Bula Pontificia, la Inefabilis, del Papa Alejandro VI) trasladándose a África y consiguiendo de todos los jeques de la zona que jurasen fidelidad y prometiesen lealtad como vasallos de los RR.CC. Cuando éstos tuvieron conocimiento de la feliz noticia, encomendaron al primer Adelantado de Canarias, Alonso Fernández de Lugo que tomase posesión del territorio y levantase tres torres (Fig. 9): en el Cabo Bojador; en el Puerto de Nul, a 5 millas de la villa de Tagaos; y en la propia villa. En las Capitulaciones firmadas al efecto, se hacía merced a Fernández de Lugo del título de Capitán General y Gobernador de los territorios ocupados.

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Figura 10. La expedición a San Miguel de Saca

          A finales de 1500 o principios de 1501 (Fig. 10), Lugo desembarcó, al frente de unos 500 hombres, en San Miguel de Saca (en la desembocadura del Uad Asaka o Nul) e inició allí la construcción de la primera de las fortalezas. Pronto se dio cuenta de que una cosa era el famoso documento de sumisión y otra la cruda realidad; se empezaron a producir ataques berberiscos y una verdadera guerra de guerrillas que llevaron a la expedición a vivir y trabajar en un constante estado de alerta. Por fin se produjo la insurrección total de la zona y San Miguel fue atacada por un enemigo muy fuerte en número (los cronistas hablan de 20.000, cantidad a todas luces exagerada); tras 15 días de asedio,  se produjo un fortísimo ataque, que pasará a la historia con el nombre de la batalla de las Torres, en la que perdieron la vida más de 300 españoles. El propio Álvarez de Lugo quedó sobre el terreno, malherido y moribundo, pero recogido al amparo de la noche por unos moros amigos, fue trasladado a Tagaos, donde tanto él como uno de sus hijos, se salvaron de milagro de la muerte. Doña Inés de Peraza, viuda de Diego de Herrera, que ya veremos luego que por esta época estaba causando muchos quebraderos de cabeza a los Gobernadores de Gran Canaria, tuvo en esta ocasión un extraordinario comportamiento, pues envió su propio barco desde Lanzarote a Santa Cruz de la Mar Pequeña y evacuó a Tenerife al Adelantado.

          Como estarán comprobando ya por mis palabras, aquellas incursiones no estaban, ni mucho menos, exentas de riesgos. Por ejemplo, un Pedro Fernández de Saavedra, hijo del Pedro, Señor de Fuerteventura que cité antes y sobrino del también mencionado Sancho de Herrera, de Lanzarote, había adquirido tal fama por sus exitosas incursiones en África que su prestigio llegó a la Corte, por lo que, en 1544, Carlos I le ordenaba dirigirse a la costa africana y  reconocerla, pues había recibido informes de que algunas flotas pequeñas o embarcaciones extranjeras merodeaban por aquellas aguas. Saavedra, orgulloso por la distinción real, al frente de varios navíos zarpaba de Arrecife e iniciaba, en las primeras semanas de 1545 la expedición. Desembarcó sin problemas y al frente de sus huestes llegó a la villa de Tafetán, donde capturó a la familia del jeque de la zona; el hecho trajo consigo una furibunda reacción de las tribus de alrededor, con el resultado un violento combate en el que perdieron la vida Saavedra y varios de sus mejores hombres. El resto reembarcó como pudo y regresó a Lanzarote.

          Hay otro tema interesante en este asunto de la “inmigración forzosa” de berberiscos. Mi compañero y amigo José Manuel Clar, en su libro Lanzarote, Apuntes para su historia, nos cuenta que en un censo realizado antes de 1572 se estimaba que en la isla vivían unas 1.350 personas, de las que 630 (casi el 50 %) eran moriscos, es decir, moros convertidos al cristianismo y muy unidos entre sí. Obvio es pensar que suponían una peligrosísima “quinta columna” en la sufrida isla. Esa alteración de lo que Rumeu califica como la “construcción racial” de Lanzarote y Fuerteventura, en la que participaba un importante factor berberisco, fue motivo constante de intranquilidad durante muchas décadas.

          Aunque era su principal ocupación, no todos los moriscos trabajaban en el campo. Don Agustín de Herrera, que ya sabemos que fue conde, y luego marqués, de Lanzarote, formó en base a los cautivos moriscos de la Berbería una unidad militar que se llamaba “Compañía de Naturales Berberiscos”, una especie de guardia personal, de la que siempre se hacía acompañar. Llegaron a ser “proyectados”, como se dice en la terminología militar de hoy en día, a la isla de Madeira, en 1580, para repeler el ataque de las fuerzas del Prior de Crato, que disputaba a Felipe II el trono de Portugal; también fue muy brillante su actuación contra el ataque de piratas franceses en 1581. Cuando Felipe III decretó la expulsión de los moriscos de todo el suelo español, el marqués de Lanzarote solicitó del monarca, y obtuvo, que sus hombres no se viesen afectados por la medida. Hay quienes quieren ver en esa Compañía de Naturales Berberiscos, de la que hubo una réplica en Fuerteventura, el nacimiento de las Milicias Canarias.

          Pero las represalias berberiscas contra las islas, una vez que en el continente van contando con medios adecuados de navegación, y más especialmente las de sus aliados, los famosos piratas argelinos de Sale y los turcos, llevan al Rey Prudente, a Felipe II a imponer limitaciones, ya en 1572, permitiendo únicamente las expediciones de rescate, en este caso de prisioneros, intercambiando moros por ganado, cueros o esclavos negros. Sin embargo, en el 76 autoriza a nuestro conocido Agustín de Herrera a bajar más al sur del cabo Bojador para hacer esclavos (por cierto, ésta es la última cabalgada que partió desde Lanzarote). Y en el 79 hace lo mismo con el regidor de Gran Canaria, autorizándole a hacer 2 entradas en la Berbería, pues éste le ha comunicado la falta de brazos en los ingenios y la postración de la industria azucarera. Hay varias desde otras islas entre 1581 y 1584, mientras que entre 1590 y 1600 se llevan a cabo bastantes expediciones de rescate, en este caso de canarios, como consecuencia de los ataques berberiscos.

          El rescate se hacía casi siempre en territorio africano y por iniciativa cristiana. El flete del barco o barcos necesarios corría a cargo de la Justicia de las islas o de las familias de quienes se intentaba rescatar; se intercambiaban por esclavos negros, bizcochos, camellos, paños y, a veces, dinero. Si el familiar de la víctima no tenía la solvencia económica necesaria para sufragar los gastos, le quedaban dos soluciones: pedir dinero a un pudiente o solicitar permiso para pedir limosna por un tiempo limitado.

          Como resumen de esta parte sólo me queda añadir que entre 1506 y 1600 hay documentadas 154 expediciones a Berbería, de las que es Lanzarote, con 87, la isla en la que fue más frecuente la organización de las mismas.

          Hace unos momentos toqué de pasada el tema de las represalias berberiscas; rápidamente también, por no alargar mucho la historia, quiero resaltar que para Lanzarote esas acciones supusieron un verdadero calvario, especialmente a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. En 1569 se produjo el ataque del pirata moro Calafat, que arribó a la isla con 10 galeras y 600 hombres; durante 28 días saquearon Lanzarote y se llevaron 200 cautivos. Dos años después, en 1571 apareció allí Dogali, el Turquillo, con 7 galeras y 400 hombres que repitieron la jugada y se llevaron a 115 personas. Y 15 años más tarde, en 1586, otro pirata moro, Morato Arráez, volvió a asolar la isla. Cuando en 1590 el famoso ingeniero Torriani visitó Lanzarote, cumpliendo la orden de Felipe II de inspeccionar las defensas del Archipiélago, escribió refiriéndose a su capital: “Tiene 2 iglesias y 120 casas, la mitad de ellas arrasadas por los moros”; y luego, al hablar de la escasez de población (unas 1.000 personas en toda la isla) nos dice que “la causa de que haya tan poca gente es que gran parte se la llevaron cautiva los turcos y los moros por 3 veces en espacio de 16 años”.

          Pero no sólo desde Canarias se llevaron a cabo expediciones a la Berbería atlántica. Hay un caso destacado que va a dar lugar a una expedición de rescate interesantísima. (Fig. 11)

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Figura 11. La expedición al Senegal (1555)

          Resulta que en 1555 zarparon del Puerto de Santa María 3 navíos y una zabra (dice el Diccionario, para los que no estamos muy versados en temas marineros, que una zabra era un navío armado, de dos palos en cruz), con tripulaciones y soldados, que en su mayoría eran jerezanos, bajo el mando del capitán Francisco de Solórzano. Tocaron en Santa Cruz de Tenerife, donde repusieron víveres y agua y enrolaron algunos aventureros más, así como contrataron buenos pilotos conocedores de las aguas que iban a surcar. Levaron anclas en la rada santacrucera en junio, y se dirigieron hacia el Río de Oro. Tras 9 días de navegación sobrepasaron el Cabo Blanco y confiadamente se acercaron a una bahía, Angla de Santa Ana, donde desembarcaron para hacer algunas presas. Lograron cautivar algunos indígenas, pero fueron sorprendidos por una multitud de naturales; la lucha fue muy dura, con bastantes muertos por ambas partes, y los españoles que no cayeron en el combate fueron hechos prisioneros.

          La fatal noticia llegó a Canarias por boca de pescadores. El Gobernador de Tenerife y La Palma, Juan López de Cepeda decidió rescatarles haciendo una “entrada en fuerza" en la Berbería y consiguiendo bastantes prisioneros para el rescate. Preparó dos barcos que estaban surtos en Santa Cruz, que muy pronto se hicieron a la mar bajo el mando de un canario, Blas Lorenzo.

          Y la verdad es que el viaje es para rodar una película de aventuras. Apenas habían recorrido unas millas cuando el estado de la mar les obligó a refugiarse en Las Galletas, pero antes se pasaron un par de horas intercambiando cañonazos con un barco francés que andaba por allí a lo que cayera. El resultado fue un empate a cero; cada uno tiró por su lado y el francés, como en la poesía del clásico, “fuese y no hubo nada”. Tras cinco días de navegación se toparon con una nave portuguesa saqueada por los franceses, a la que suministraron pan, aceite y vino para que pudieran llegar hasta Madeira. Y cuatro días después pasaban el cabo Blanco. Echaron el ancla en Angla de Santa María y desembarcó una decena de hombres en busca de información. No obtuvieron resultado alguno, por lo que regresaron a bordo y reemprendieron la navegación; al poco, unos pescadores portugueses les informaron de que a escasas leguas había una embarcación mora que se disponía a zarpar. Se presentaron por sorpresa en el puerto de Angla de Santa Ana (donde había sucedido la catástrofe a la expedición de Solórzano) y encontraron un carabelón con 21 moros entre tripulantes y pasajeros Después de una breve lucha se apoderaron del barco berberisco e hicieron 12 prisioneros.

          La flota, que se componía ahora de tres barcos, pues 50 canarios habían pasado al carabelón, siguió su ruta hacia el sur. Llegaron a la desembocadura del río San Juan, bajaron a tierra e hicieron otros 7 prisioneros, pero seguían sin noticias de los españoles. Otras 50 leguas de navegación, más presas, y conversaciones para su rescate a cambio de oro o marfil. Y es en esas conversaciones cuando recibieron la información de que había 4 cristianos en un cercano poblado llamado Fregan. Tras laboriosas gestiones, liberaron a los 4 (3 canarios y 1 jerezano), pero mientras estaban fondeados fueron atacados por un navío pirata francés, bien artillado, que les hizo varios heridos y hundió el carabelón. Y si bien iban a liberar a los 4 esclavos cristianos, en Fregan les prepararon una trampa mortal. Les indujeron a creer que más al sur, en la desembocadura del río Senegal, existía un poblado donde se encontraban otros 11 cristianos esclavizados. Más millas de navegación hasta que alcanzaron la desembocadura del gran río; desembarcaron 58 soldados que, apenas se internaron, fueron atacados por sorpresa por 150 negros. En el primer contacto hubo suerte y cyeron muertos el jefe de la partida y cuatro negros más, lo que permitió un repliegue más o menos ordenado de los españoles, aún con varios heridos. Empezó el reembarque, y cuando más de 30 estaban ya a bordo, las difíciles condiciones del mar y el desconocimiento de la costa hicieron que las lanchas se destrozaran, por lo que Blas Lorenzo y veintitantos hombres más debieron retirarse a nado.

          Y ahora empezaron las disensiones; Lorenzo era partidario de regresar costeando (máxime cuando habían perdido las barcas) y seguir buscando a los cautivos; el capitán del otro barco se rebeló contra las órdenes del jefe de la expedición y decidió regresar por derecho a Canarias. Se separaron y, después de un penoso viaje de vuelta, Lorenzo y los suyos arribaban a Santa Cruz sin que nunca más se volviera a tener noticias del otro barco. Y así termina esta triste y doble aventura: la de los jerezanos y la que, organizada por el Gobernador de Tenerife, salió en su rescate.

          En resumen que, efectivamente, hubo incursiones berberiscas y de sus aliados en las Canarias, pero hubo muchas más de los canarios en la Berbería.

La Torre de la Mar Pequeña

a) Su localización

          Vamos a dedicar lo que nos queda de tiempo para hablar de otro tema interesante, en mi opinión: el asunto de la Torre de la Mar Pequeña. Pero antes vamos a situarnos. Y surge la gran pregunta de la tarde: ¿Dónde estaba la Mar Pequeña?

          Si hiciésemos una encuesta rápida en esta sala y se preguntase donde se encontraba, y se encuentra, claro, esa “Mar Pequeña”, todos me contestarían que en la costa africana del Atlántico, pero ajustando más, un elevado tanto por ciento diría que coincide con el Ifni que quizás algunos de los que están aquí han conocido. Que conste que yo, hace algún tiempo, hubiese estado entre los que así opinasen.

          Lo cierto es que en la segunda mitad del siglo XIX se produjo un arduo debate científico - histórico – geográfico acerca de esa localización. Sabemos que en 1860, tras la guerra entre España y Marruecos se firmó un Tratado de Paz y Amistad por el que se reconocían las justas reclamaciones españolas en el norte de África en relación con los límites de Ceuta y Melilla, y además se concedía a España “a perpetuidad”, en la costa atlántica, junto a Santa Cruz de la Mar Pequeña, el territorio suficiente para la formación de un establecimiento de pesquería.

          Pero para materializar el Tratado había que localizar el lugar exacto del que se hablaba en el mismo, pues habían pasado varios siglos desde que Santa Cruz de la Mar Pequeña había dejado de ser un lugar frecuentado por los españoles, y un telón de olvido impedía determinar su asentamiento geográfico.

          Se encargó esa misión, nada menos que 17 años después de la firma del Tratado, a un ilustre Capitán de Navío e historiador, don Cesáreo Fernández Duro; embarcó con una comisión, de la que formaban parte varios expertos marroquíes, en un buque de guerra, el Blasco de Garay, y tras algunas semanas de exploración, en las que recorrió toda la costa, (como pueden ver en las figuras 12 y 13) bautizando muchos lugares, identificó la Mar Pequeña con el puerto de Ifni.

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Figura 12. El mapa de Fernández Duro (Desde Ifni hasta la desembocadura del río Draa)

  

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Fig. 13. El mapa de Fernández Duro (desde el Draa hasta Puerto Cansado)

 
          Pero enseguida surgieron voces discrepantes (Fig. 14):

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Figura 14. La localización de la Torre de la Mar Pequeña (1) 

          Así, don Pelayo Alcalá Galiano, que ejercía la Presidencia de la Dirección de Hidrografía se inclinaba por la desembocadura del río Shebika, mientras que don Francisco Coello, Presidente de la Sociedad Geográfica, optaba por la margen izquierda del río Sus. Después, en los años 20 del pasado siglo había quienes la situaban en la orilla derecha del río Sus, en Agadir.
Pero en 1912, 52 años después de acabar la guerra, se firmó el acuerdo por el que Marruecos se convertía en un Protectorado hispano-francés y en él, de manera oficial, se dictaminaba que la Mar Pequeña era Ifni.

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Figura 15. Puerto Cansado. Plano de Manrique (1882)

            Sin embargo, nuestro paisano, don Antonio Rumeu de Armas, ex Presidente de la Real Academia de la Historia, y fallecido hace poco tiempo, creyó fervientemente que quien tenía la razón era un notario lanzaroteño, don Antonio María Manrique, que en 1882 levantó un plano (Fig. 15) en el que la situaba en el punto conocido como Puerto Cansado (28,4º N y 12,2º O). ¿En qué se basó el Sr. Manrique para esa aseveración? Pues bien, tras el estudio concienzudo de la documentación antigua que obraba en Lanzarote sobre las famosas cabalgadas, llegó a las siguientes premisas:

               1) La Mar Pequeña tenía que estar “enfrente” de Canarias, en su paralelo, y a una distancia que permitiera el rápido socorro, como sucedió en varias ocasiones.

               2) Tenía que existir una bahía o ensenada, con una boca estrecha que la comunicara con el océano, como era el caso en el Mediterráneo de la Mar Menor de Murcia o la Mar Chica de Melilla.

               3) Tendrían que aparecer restos o vestigios de una construcción militar, de la torre que allí se levantó.

          Y todo se confirmó en un viaje que hizo ese 1882, con el piloto don Víctor Arana, quien también dejó constancia del lugar en el dibujo recogido en la figura 16.

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Figura 16. Puerto Cansado. Plano de Arana (1882)

          Y ya mucho más recientemente, nos dice Rumeu que estudios de varios profesores entre 1935 y 1976 confirman la idea del notario lanzaroteño. El último de ellos, Monod, basó sus investigaciones en un plano levantado por un británico, George Glas, un tipo curioso y aventurero que intentó, en 1763, establecer una pesquería británica en Santa Cruz de la Mar Pequeña, dado que el lugar estaba abandonado por los españoles desde hacía más de dos siglos, y rebautizó la zona como Port Hillsborough. Las autoridades del Archipiélago decretaron su captura y fue apresado en un viaje que hizo para comprar un barco adecuado a las características de la Mar Pequeña a Lanzarote y Gran Canaria; estuvo preso en Paso Alto y cuando, tras la mediación del Cónsul británico, fue liberado, embarcó con su familia (su mujer y una hija de 12 años) rumbo a Edimburgo. Ya en aguas británicas, la tripulación se amotinó y el capitán, los oficiales, Glas y su familia fueron asesinados y arrojados al mar.

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Figura 17. Puerto Cansado o la Mar Pequeña. Plano de Monod (invertido).

          Como digo, Monod basó su plano (Fig. 17) en el del pobre Glas.

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Figura 18. La localización de la Torre de la Mar Pequeña (2)

          Y, para completar la investigación, don Antonio Rumeu, en 1991, viajó a la zona y encontró los restos de una torre. La figura 18 recoge un resumen de las opiniones sobre el asunto, que parecen dejar claro, a la luz de las más modernas investigaciones, que Santa Cruz de la Mar Pequeña era Puerto Cansado.

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Figura 19. Mapa de 1686 recogido por don Pedro Agustín del Castillo

          Pero a mi lo que más me convenció de que Manrique, Rumeu y otros tenían la razón fue este mapa (Fig. 19) recogido por don Pedro Agustín del Castillo, famoso historiador grancanario en su obra Descripción Histórica y Geográfica de las Islas de Canaria, terminada en 1737. En él vemos con claridad que la Mar Pequeña estaba situada en el mismo paralelo, poco más o menos, que Melenara, en Gran Canaria.

          Y, aunque ya es otra historia, también conocemos que en 1934 el Coronel Capaz tomaba posesión del territorio de Ifni, en la creencia oficial que aquello era la Mar Pequeña, sobre la que se concedían derechos tras la guerra de 1860.

b) Su historia

          Bueno, pues una vez aclarado algo el tema de la situación geográfica de la Mar Pequeña, vamos a contar la historia de su famosa torre.

          Es absolutamente lógico pensar que, para realizar las cabalgadas, los  invasores debían contar con una “cabeza de puente” que sirviese de base de partida, además de un lugar de acogida y defensa si las cosas venían mal dadas.

          Pero, además, los antecedentes del comercio andaluz en la zona desde muy antiguo, llevaron a entender la importancia de levantar un “establecimiento comercial” que favoreciera también la dominación política del país. Podían considerarse esas torres que ya vimos se pensaban levantar en África, como “castillos de paz” o “factorías fortificadas” dice Rumeu. Queda claro que debía ser así, pues aquellas instalaciones, por su lejanía de Canarias, debían ser autónomas, para lo que tenían que contar con el apoyo de los moradores de la zona. Si su función hubiese sido exclusivamente militar, es decir, para servir de base de partida a ataques y razzias, lógicamente los naturales abandonarían los alrededores y faltaría ese fundamental apoyo.

          Por tanto, los españoles de Canarias, los canarios, debían cambiar su idea de recuperación del terreno y expulsión de los invasores, impresa en sus genes desde hacía siglos, por la de establecerse, pero con el apoyo de los habitantes de la zona. Por eso nace aquella famosa torre, semifantástica y gloriosa. Y se asienta en el paralelo de Canarias, a una distancia de navegación corta y sabiendo que más al norte se encuentran los relativamente fértiles valles del Draa y el Nun o Asaka, y más al norte aún, los mucho más ricos y poblados del Uad Messa y del Sus.

          Si hubiésemos vivido unos cuantos siglos atrás y hubiésemos visitado la capital de Fuerteventura, Santa María de Betancuria, en su monasterio franciscano de San Buenaventura habríamos visto una lápida sepulcral con un larguísimo epitafio del que sólo voy a leer cinco líneas: “Aquí yace el generoso caballero Diego de Herrera, Señor y Conquistador de estas 7 islas y Reino de Gran Canaria y del Mar Menor de Berbería…Pasó con sus armas a Berbería y cautivó muchos moros. Hizo en África el castillo de Mar Pequeña, el cual sustentó y defendió contra el ejército del Jarife… Murió en 22 de Junio de 1485”.

          Ya hemos sabido esta tarde más cosas de este don Diego, al que Enrique IV nombró Señor del Mar Menor a las puertas de la Berbería, como recordarán. En 1477 renunció a la conquista de Gran Canaria, La Palma y Tenerife, huesos muy duros de roer para él, en beneficio de la Corona. Como consecuencia, otro ilustre historiador canario, don Pedro Agustín del Castillo, en su libro citado,  escribe que don Diego:

               “…procuró hazer entradas en la Berbería, ya destituido de proseguir en la conquista de Canaria, Tenerife y La Palma, y con  bastante gente y municiones decidió aplicarlas en hacer castillos en la costa de África, con que hazer guerra a aquella frontera que le amenazaba con su cercanía y para hazerse temer con sus presas y correrías y poblar sus islas…”

          De modo que con esa disposición de ánimo, posiblemente en 1478, sigue diciendo don Pedro A. del Castillo:

              “Salió don Diego García de Herrera de Lanzarote, acompañado de muchos caballeros de los que avían venido a ayudar a la conquista de las islas y llevando muchas provisiones para la prompta fábrica de la fortaleza que se iba a fabricar en seis embarcaciones, llegó a media noche a Mar Pequeña, que dista de traviesa 33 leguas y a la voca de un río que entra en la tierra más de 3 leguas, capaz de bergantines, galeasas y otras fustas y mayores bastimentos. Al amanecer puso su gente en tierra y previno de trincheras el recinto que intentó fabricar; lo que se executó con toda presteza, hasta ponerle artillería y alojamiento y por alcalde a Alonso de Cabrera, Y dexando precidiado el castillo, que nombró de Santa Cruz de la Mar Pequeña,…”

          Viera y Clavijo relata esa expedición fundacional de la torre prácticamente de igual manera a como lo hace del Castillo, pero la precede de estas frases:

               “… el espíritu intrépido de Herrera, que era el de los españoles de sus siglo,… se había enderezado enteramente hacia las costas de África fronterizas a Lanzarote, donde él y sus hijos habían efectuado diversas incursiones cautivando considerables partidas de moros salvajes y pillando muchos caballos, camellos, vacas y ganado menor…”

          El resto de historiadores, Manrique, Chil, Millares, Ossuna, etc., cuentan la historia de idéntica manera, si bien hay discrepancias en cuanto a la fecha de 1478. Quizás alguien pueda pensar que me he extendido demasiado relatando esta fundación de la torre, pero es que existe una razón fundamental: Es la primera vez que los españoles, los canarios de aquel tiempo, hacen ondear el Pendón de Castilla sobre territorio africano.

          Los primeros meses de vida de la torre fueron relativamente tranquilos. A Cabrera le sucede en la alcaldía Jofre Tenorio; se han iniciado tratos comerciales, “resqates”, con las tribus de los alrededores, pero aproximadamente al año, un jeque moro llamado Aoiba soliviantó las cábilas y quiso movilizarlas contra los invasores. En un principio dicen las historias que llegó a reunir 2.500 lanzas para atacar la torre; para ello ocuparon el terreno circundante y excavaron trincheras. Ante el cariz del asunto, Tenorio envió aviso a Herrera con un barco rápido, una fusta, que le había dejado Herrera para ese menester. La situación empeoró (Castillo habla de 3.000 lanzas y 10.000 de a pie sitiando la torre, cifras a todas luces exageradas y que divididas por 10 seguramente se aproximarían mucho más a la realidad. Aún así, unos 1.000 contra 50 seguía siendo una enorme desproporción.

          Pero Herrera no pierde el tiempo. Apenas conocedor de lo que ocurre, requisa cinco barcos que se encontraban fondeados en el puerto de Arrecife y con 600 hombres, bien armados, zarpa en socorro de la guarnición de Mar Pequeña. Dicen los historiadores que “entró Herrera con su embarcación en el río, lo más arrimado a tierra que pudo, y disparó algunos versos cargados de metralla al campo árabe”. La desbandada berberisca fue general, pues era la primera vez que sentían el ruido y los efectos materiales de la artillería. Pronto se rehicieron e iniciaron el ataque, pero volvieron a caer bajo el fuego de los lanzaroteños. Aoiba, al ver el importante incremento en las fuerzas enemigas y temeroso del nuevo y desconocido armamento con que contaban, decidió retirarse.

          Herrera reparó los muros, aumentó el número de defensores, repuso las municiones consumidas y se quedó un tiempo para ver la actitud de los moros; por fin, cuando acababa el año 1479 regresó a Teguise.

          Diego de Herrera, aprovechando la oferta de Juan Camacho, un moro que se había pasado a los españoles y bautizado con ese nombre, gran conocedor de la zona,  meses después del ataque a la torre llevó a cabo una expedición de castigo contra las tribus participantes, de la que volvió con 158 cautivos. A partir de 1480, Juan Camacho, dotado de extraordinarios conocimientos geográficos y del terreno en cuestión, fue el guía de cuantas cabalgadas y expediciones se hicieron desde Lanzarote (al menos 46). Hay documentos que aseguran que vivió 142 años, y que dos antes de su muerte, se casó con una moza de 20, con la que tuvo un hijo. Y Viera y Clavijo apostilla algo así como “Al menos era lo que se creía él”.

          Pero volviendo a la torre, se sabe que se abandonó; no hay fecha fija, pero tuvo que ser tras la muerte de Diego de Herrera, por determinada documentación, entre 1486 y 1492. ¿Cuál sería la causa? ¿Era una empresa costosa y arriesgada para ser sufragada por un particular? ¿Se produjo algún importante descalabro militar? Como no hay constancia documentada sobre esta segunda hipótesis, me inclino por la primera, máxime si se tiene en cuenta que tampoco la zona es tan rica como para obtener pingües beneficios con el comercio, por otra parte tampoco muy activo por la actitud belicosa de los nativos, que anularía el factor del fundamental apoyo de la población que cité hace un rato.

          Y llegamos a 1495; los RR.CC. pueden ahora, completada la Reconquista, emprender con más tranquilidad y decisión la política africanista que Castilla llevaba preparando desde hacía décadas. Se encomienda a Diego de Cabrera, un antiguo alcalde de la torre que comercie con las tribus de los alrededores. En septiembre de ese año, Cabrera zarpa hacia África, recalando en San Bartolomé.

          Ante la buena disposición de los naturales, Cabrera insta al Gobernador de Las Palmas, Alonso Fajardo, a que le respalde con su autoridad viajando a San Bartolomé; así lo hace el Gobernador (por cierto, es también la primera vez que un mandatario real español pisa territorio africano). Tras tres meses de expedición, Cabrera regresa a Canarias con el éxito más rotundo, pues los jeques se han comprometido a reconocer la soberanía de España y a permitir la reconstrucción en Puerto Cansado de una torre-factoría fortificada y abrir sus puertos y mercados al tráfico comercial.

          Aquel mismo 1496, los Reyes, que estaban entonces en Tortosa, contestan al informe del Gobernador con una “carta regia” que se titula Mandamiento de Sus Altezas para hedifycar la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña. En ella apoyan a Fajardo en el tema de Inés Peraza y se muestran muy esperanzados y le encargan que…

               “con mucha diligencia la fagays, e non alçeis mano della fasta la poner en tal estado que della se pueda seguir el resqate y entender en las parias; y avisandonos siempre de todo lo que mas oviere, con diligencia e cuídalo e proveimiento que confiamos de vos.

          Apenas recibida la carta (que como vemos va en la nueva línea de las relaciones comerciales, pacíficas) preparó Fajardo el viaje que, en consonancia con lo dicho, tomó el cariz de una operación más política que militar. Se alistaron 5 barcos que zarparon a finales de agosto de aquel 1496 con 24 artesanos (albañiles, carpinteros y herreros), 3 pescadores, 1 mujer y 30 soldados “con lombardas, ballestas y espingardas”, a más de 44 tripulantes.

          Y se levantó la nueva torre

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Figura 20. Planta de la torre

  
          Era de planta cuadrada (Fig. 20) de 8,30 metros de lado, con unos muros de 2 metros de espesor y 20 saeteras y troneras.(Fig. 21)

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Figura 21. Saeteras y troneras

          Cuando Rumeu de Armas la describe dice que al visitarla él encontró que la plataforma sólo tenía 1,80 de altura, pues se había hundido bastante. Encima iba una segunda planta de mampostería, almenada y, más alto aún, la culminaba un templete de madera con techo.(Fig. 22) Este detalle es muy extraño, si es cierto, pues no concuerda con la construcción militar clásica en Castilla y, lógicamente, en Canarias.

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Figura 22. Planta superior y templete

          Si restamos a los 8,30 los 4 metros de muro, nos quedaría en el interior una planta de 4,3 x 4,3, es decir, 18,50 metros cuadrados. Es lógico pensar, por lo tanto, que la torre no sería, en absoluto, un alojamiento permanente, sino que serviría como almacén, puesto de mando, etc. y sólo se utilizaría con la guarnición, o parte de  ella, dentro en caso de grave riesgo. Por tanto, también cabe suponer que a su alrededor se levantaría un pequeño poblado de tiendas, chozas y casetas, rodeado, seguramente, por alguna trinchera y una muralla de tierra y piedras para protección.

          No hubo problemas en su levantamiento y se sabe que el 11 de noviembre, menos de 3 meses después, todos los operarios estaban de vuelta, quedando en Mar Pequeña un presidio o guarnición de 17 hombres.

          La vida continuó desarrollándose con monotonía; la torre servía de base para un incipiente comercio y de apoyo a los pescadores, alterándose de vez en cuando la tranquilidad por las cabalgadas de aventureros incontrolados que encrespaban a las cábilas. A petición de Fajardo, los RR.CC. declararon en junio de 1497 como “zona de paz” las partes de la Mar Pequeña.

          Fajardo realiza un segundo viaje a Santa Cruz de Mar Pequeña en diciembre de ese año y, repentinamente enfermo, muere en la torre. Al año siguiente es Alonso de Lugo, el primer Adelantado, quien, con una importante expedición se traslada a la zona para levantar “una torre sobre el agua”, no se sabe si con la aquiescencia de los RR.CC. o si es que la otra se encontraba en mal estado. Pero es destruida por orden de doña Isabel Peraza por su yerno, un corsario francés.

          La década siguiente sigue la vida de la torre sin incidentes en su papel de factoría comercial y pesquera. Pero en 1509, y por circunstancias relacionadas con movimientos religiosos musulmanes, se empieza a predicar la Guerra Santa contra los invasores españoles y portugueses, Trascurren años de casi permanente alarma en la torre, hasta que en 1517, el 1 de agosto, las tribus bereberes la asaltan e incendian. No se conoce el número de bajas y por tanto si la evacuación fue total o parcial, ni la suerte que pudieron correr los posibles cautivos, si los hubo. Pero algunos evacuados llegaron a Las Palmas dos días después. El Gobernador, que era Lope de Sosa, consigue rápidamente dineros y su yerno, Fernán Darias de Saavedra, señor de Fuerteventura, se pone al frente de la expedición que zarpa el día 8 de agosto; el 10 se recupera la pequeña fortaleza, sobre cuyos restos calcinados se hace ondear otra vez el pendón de Castilla. Durante muchos meses se trabaja en su reconstrucción y se sabe que un año después está de nuevo en servicio.

          Pero el destino no va a ser graciable con la torre. Los repetidos ataques berberiscos que se siguen produciendo y una asoladora epidemia de “modorra” en las islas, que impide el socorro y el refuerzo, son las causas más probables para muchos historiadores de la pérdida de la fortaleza, allá por los meses de junio y julio de 1524. Y aunque Pedro Fernández de Lugo, hijo de Alonso, la reconquiste de nuevo a finales de año, la vida de su guarnición no va a discurrir, precisamente, por un camino de rosas. Por documentos de cariz económico se conoce que el año de la pérdida definitiva tuvo que ser el de 1527. ¿En qué circunstancias? Misterio insondable dicen los historiadores. Lo cierto es que no hay mención alguna de la torre hasta que en 1860 se firme el acuerdo de paz con Marruecos del que hablamos hace un buen rato.

          En 1529 se quejaba amargamente Diego de Narváez, mensajero del Cabildo de Gran Canaria ante Carlos I, exponiendo que el fracaso de una cabalgada, con la pérdida de 70 hombres se había debido a no poder contar con el refugio de la torre, por lo que pedía se reedificara. Pero ya vimos que no se le hizo mucho caso.

          Hoy en día, las ventajas que nos ofrecen los modernos medios de comunicación e información me dieron la idea de hacer una pequeña búsqueda con el programa Google Earth en pos de la localización de los restos de la torre que Rumeu vio con sus propios ojos.

          Volví la atención al mapa de don Pedro Agustín del Castillo y de nuevo me fijé en que la Mar Pequeña estaba en el mismo paralelo que Melenara. Con esa idea en la cabeza y con la ayuda de Google, fui acercándome “desde el infinito y más allá” a la Tierra, buscando Gran Canaria, después más o menos Melenara y mirando hacia el Este hasta que, al llegar al continente, me topé con esta imagen desde 372 kilómetros de altura (Fig. 23), y en la que se divisa claramente la Mar Pequeña.

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Figura 23. Desde 372 kilómetros de altura

Y en mi vuelo virtual seguí descendiendo hasta llegar a los 275 metros (Fig. 24) y 115 metros de altura (Fig. 25), en que localicé perfectamente los restos de la antigua torre (Fig.25).

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Figura 24. La torre desde 275 metros de altura

 

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Figura 25. La torre desde 115 metros de altura


          Y ahí la tenemos…

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          Viera y Clavijo resume para nosotros este capítulo de la torre diciendo que:

               “...quedó abandonado aquel puerto por más de 250 años, reduciéndose todo el derecho de la Corona a la pesca que hacen los habitantes de nuestras islas sobre aquellas riberas, desde la extremidad meridional del monte Atlante, 29º N, hasta Cabo Blanco”.

          Resumiendo la charla:

               a) Hubo más entradas canarias en la Berbería que al revés.

               b) Es muy posible que Ifni no fuese la Santa Cruz de la Mar Pequeña del Tratado de 1860.

               c) Ahí enfrente hay una torrita histórica, olvidada, que también fue España.

          Y termino. Me gusta siempre cerrar estas intervenciones con una nota de ilusión, de esperanza o de orgullo por pertenecer a lo que pertenezco. Pero hoy lo hago con tristeza, porque es triste pensar en que hayan quedado reducidos a la nada los sacrificios, la sangre vertida y las vidas perdidas en aquellos 50 años de existencia de las dos torres de Santa Cruz de la Mar Pequeña y, hemos sobrepasado ya el medio siglo, también en el territorio de Ifni, que, oficialmente, cierto o no, era la Mar Pequeña.

          Acabamos de oír que Viera y Clavijo, en el siglo XVIII, nos decía que el derecho de la Corona se había reducido a la pesca que hacían los habitantes de nuestras islas en aquellas aguas. Hoy no le queda a la Corona, no le queda a España, más que lo que Marruecos quiera acordar con la Unión Europea y las licencias de pesca que el Comisario, el "señor Fisher" de turno, tenga a bien concedernos para que nuestros barcos faenen en esas aguas. Aguas que lamen las costas de lo que fue la Mauritana Tingitana, aquel trozo de la Bética, una provincia de la Hispania Romana primero y de la España Visigoda más tarde, y del territorio de Ifni, que formó parte de la España Contemporánea.

          Ya sólo nos queda un consuelo: encender el ordenador, utilizar el programa Google Earth y acercarse a nuestra mesa de trabajo esa casita que tenemos en pantalla, esa “semifantasmal y heroica” torre, con sus muros calcinados por el ardiente sol sahariano; y entonces dedicarle un recuerdo a quienes, entre 1478 y 1527, lucharon y murieron por mantener bien en alto el pendón de Castilla en su recinto; y a quienes, hace cincuenta y pocos años, también lucharon, derramaron su sangre o murieron para que la bandera de España siguiera ondeando en esas tierras africanas.

          Muchas gracias por su atención

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Bibliografía

- Del Castillo, P.A., Descripción Histórica y Geográfica de las Islas de Canaria (1737)

- Pico, B; Aznar, E; Corbella, D. Le Canarien. Manuscritos, transcripción y traducción. Tenerife, 2003.

- Rumeu de Armas, A. Canarias y el Atlántico. Madrid, 1994.

- Viera y Clavijo, J. Historia de Canarias. Santa Cruz de Tenerife, 1982