Las otras Milicias (1) (Retales de la Historia - 51)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 8 de abril de 2012).

 

          La Guerra de la Independencia, primero, y los vaivenes políticos posteriores, -Constitución de 1812, absolutismo, trienio liberal, vuelta atrás, y suma y sigue- dieron lugar a un variopinto impulso de todo lo militar, que unas veces por convicción y otras por conveniencia, floreció en la sociedad civil de aquellos años. Es cierto que había guerra en la Península y que en las islas, después del episodio nelsoniano y la destacada actuación de las Milicias Canarias, se seguía temiendo una posible invasión y sufriendo las consecuencias de las naves corsarias que infestaban sus mares y entorpecían las comunicaciones, con grave quebranto del comercio. Además, se daban otros acontecimientos que enardecían los ánimos ciudadanos, tales como las maniobras que pretendían mantener en forma y alerta a las milicias. Como ejemplo, las organizadas por el comandante general Casa-Cagigal en 1805, en las que empleó buen número de caballos, enseñándolos a tirar de los cañones violentos entre la salva de la artillería, para que se acostumbraran al ruido, y disponiendo falsas alarmas para comprobar el temple y disciplina de las tropas.

          Pero, aparte de las Milicias Canarias, se daban otras ocasiones para evidenciar el amor patrio a la sombra de organizaciones cívico-militares que se nutrían de animosos voluntarios. Así ocurrió cuando en 1809 se crearon las Milicias Honradas, a las que se alistó en peso la corporación santacrucera. Pasados los días se vio la imposibilidad de atender los asuntos municipales como era debido, lo que dio lugar a un escrito a la Junta Suprema solicitando quedar libres del servicio, argumento que la Junta entendió y aceptó.

          En junio de 1820 se restauró la Constitución del 12 y el jefe político, Ángel José de Soverón, transmitió las instrucciones para la formación de un cuerpo de Milicias Nacionales, para lo que el alcalde Patricio Anrán de Prado comisionó a los regidores Domingo Madan y Rafael Carta. Parece que había prisa, porque apenas transcurridos dos meses el jefe político pedía noticias sobre el motivo por el que aún no estaba organizado el cuerpo. Se solicitaron aclaraciones a las normas, que tardaron en llegar, y volvió a pedir noticias el jefe político, que también se tardaron en dar, lo que molestó a Soverón, que recriminó al ayuntamiento. Hasta octubre no se abrió el alistamiento a la nueva Milicia local, no sin contestar al jefe político por las “expresiones indecorosas y la falta de urbanidad con que en esta materia se ha tratado al Ayuntamiento”, que manifestaba sentirse “altamente agraviado”. Parece que Soverón tenía dudas sobre el comportamiento de los empleados municipales, puesto que inmediatamente pidió informes sobre los que eran adictos a la Constitución, a lo que respondería el ayuntamiento que todos eran honrados y cumplían su cometido eficaz y puntualmente. A los siete días se había cubierto el cupo de inscripción y poco después se procedió a nombrar a los oficiales, sargentos y cabos, uno de cuyos tenientes era José Murphy. El 31 de octubre prestó juramento la flamante 1ª Compañía de Milicia Nacional local.

          Ya teníamos más de un centenar de aguerridos milicianos, pero había que vestirlos y equiparlos. Y ahí estaba el problema. El uniforme prescrito era de paño azul y blanco, con las vueltas color carmesí, y esto fue el primer inconveniente al no existir paño carmesí en toda la isla. Además, el grueso género era totalmente inapropiado para nuestro clima y se pidió poder reemplazar el tejido por otro más acorde con las condiciones ambientales, a lo que la Diputación Provincial contestó que para cualquier modificación de la uniformidad había que contar con la aceptación del Gobierno de la Nación, cosa altamente improbable.

          Se comisionó al capitán de la compañía, José Sansón, para recoger del comandante de Artillería 120 fusiles “de mediano uso”, 120 sables, tambores, cartucheras y demás fornituras, para lo que el comandante general dio las precisas instrucciones sobre tasación del material y recibos a formalizar, informando que le era imposible suministrar sables y fornituras por no tenerlos. Más tarde se comprobó que los fusiles  estaban en tan mal estado que resultaban inservibles y, aunque el general expuso que en caso de operaciones “activas” trataría de remediarlo y, en vista de que tampoco se le suministraban los sables y fornituras, el Ayuntamiento calificó lo ocurrido como un desaire a la compañía de voluntarios de la Milicia Nacional y aún a toda la provincia, anunciando que si era necesario recurriría al Supremo Gobierno de la Nación.

          Los sujetos más destacados de la Villa se vanagloriaban de pertenecer a esta fuerza voluntaria y no admitían verse postergados en forma alguna. Pertenecían al cuerpo, sólo de los vecinos de la calle de la Marina, Matías del Castillo, Francisco Escolar, José Crosa, Pedro, Bernardo y Juan Forstall, entre otros.

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