Los cuatro diputados canarios

Por Emilio Abad Ripoll  (Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, San Cristóbal de La Laguna, el 29 de marzo de 2012).

 

Saludos y agradecimientos

 

ANTECEDENTES

          De análoga forma a como hicimos hace diez días, cuando nos reunimos para hablar del camino que llevó a España hacia la Constitución de 1812, vamos a comenzar hoy poniéndonos en situación, comentando un poco el ambiente político y militar de Canarias cuando en la Península había comenzado aquella tremenda convulsión que fue la Guerra de la Independencia.

          Claro que, para muchos de ustedes, el tema es sobradamente conocido, pues no en vano esta Casa conmemoró de forma casi exhaustiva el bicentenario del inicio de aquella guerra. Y para que quedara constancia, bajo la coordinación de los señores Yanes y Mesa, se editó, aquel 2008, un magnífico volumen que compendiaba toda la celebración.

          Pero, pese a ello, considero que tampoco vendrá mal recordar y resumir en breves minutos la situación del Archipiélago en aquellos momentos cruciales de la Historia de España.

     El ambiente en Canarias

          Hoy día, cuando en el telediario estamos viendo en directo lo que sucede en nuestras antípodas, no es fácil imaginarse -desde luego a nuestros nietos “no les entra en la cabeza”- el retraso en las comunicaciones existentes hace doscientos años, aunque los que tenemos ya cierta edad recordamos, y nos sorprendemos, lo que tardaba una carta en llegar desde, supongamos, Madrid a Canarias, o las 3 jornadas de viaje (2 noches de tren y una de barco), que nos costaba ir de Zaragoza a Melilla cuando uno era cadete. La imposibilidad de difundir con prontitud la noticia, al retardar su conocimiento, retrasaba la toma de decisiones adecuadas; y como en la mayoría de las ocasiones lo que se llegaba a conocer solía ser fragmentado o incompleto, cuando no inexacto, aumentaban las dudas y vacilaciones.

          Y así pasó en 1808. En un principio, el terremoto que asoló la Península Ibérica, y que echó por tierra los pilares en que se sustentaba el viejo y poderoso edificio del Antiguo Régimen, llegó a Canarias como el eco lejano de un cataclismo que, por su magnitud, no podía ser creído. La lejanía de las islas al epicentro hizo que sólo se fueran conociendo, semanas después del primer temblor, (hasta el 11 de mayo no se supo aquí de los sucesos de Aranjuez del 19 de marzo) noticias inconexas e incompletas que acrecentaron el desconcierto generalizado que llegaba desde las más altas instancias de la sociedad isleña a sus capas más humildes. La llegada de cualquier noticia del acontecer en la nación española, podría llevar en Canarias a festejarla o deplorarla, mientras que en la Península, quizás otros nuevos hechos conducían a todo lo contrario. El resultado fue que aquellas dudas tuvieron una incidencia directa en los acontecimientos posteriores.

          Fueron ellas, las dudas, las que conturbaron el espíritu del Marqués de Casa Cagigal, el comandante general de las Islas, quien pareció no tener clara la dirección de su lealtad (él siempre manifestó que obedecería al gobierno legalmente constituido, pero ¿cuál era legal, el de Fernando o el de José?). Este hecho fue considerado como una clara muestra de indecisión por su lugarteniente, el Coronel Carlos O’Donnell, muy introducido en los círculos más influyentes de esta Isla, quién aprovechó la ocasión para ir poniendo en marcha y alimentando una poderosa corriente de opinión desfavorable a Cagigal.

          O’Donnell comenzó a patrocinar reuniones secretas con otros militares y destacados miembros civiles de la sociedad tinerfeña, entre ellos don Alonso de Nava y Grimón, marqués de Villanueva del Prado, y don Juan Próspero de Torres Chirino, reuniones en las que se decidió la creación de una Junta Suprema por el Cabildo General, ya convocado, y en la que Nava y Torres serían los elementos más influyentes.

          Este clima político y social enrarecido era el  predominante a finales de junio y primeros días de julio de 1808, cuando se convocó en La Laguna  el Cabildo General abierto. Una vez que este se reunió y se constituyó en Junta, sus primeras disposiciones fueron las de destituir, arrestar e incoar causa al Comandante General, al Regente y al Fiscal de la Real Audiencia, al Gobernador de Armas de Gran Canaria y al Alcalde Mayor de La Palma. Como se había previsto en las famosas reuniones, O’Donnell sería nombrado Comandante General (con ascenso de Coronel a Mariscal de Campo), Alonso de Nava, Presidente de la Junta y Torres, encargado de la Intendencia. Cagigal sería encarcelado, permaneciendo en prisión, en el santacrucero Castillo de San Cristóbal, varios meses. Luego, trasladado a Sevilla y juzgado en Consejo de Guerra, se le pondría en libertad sin ningún cargo y restablecido en todas sus atribuciones, pero esa es ya otra historia.

     La Junta Suprema de Canarias. La división civil

          En el ambiente descrito, y con idéntica finalidad que en la Península, se estableció aquí la Junta, como remedio de urgencia y pretendiendo que en ella concurriera una doble legitimación: la de sentirse heredera de la autoridad real antigua, y la de estar respaldada por la voluntad popular. Quedó constituida, en las circunstancias expuestas, el 11 de julio de 1808, con el nombre de  Junta Gubernativa de la Provincia.

          La misión fundamental que se autoimpuso fue la de regir los destinos del Archipiélago mientras durase la ausencia de Fernando VII; e imbuida de tal responsabilidad acordó que las demás islas mandaran sus representantes. Y entonces empezaron otros problemas.

          Con fecha 1 de agosto la Real Audiencia (sita en Las Palmas) expidió una Provisión declarando nula la Junta formada en La Laguna, por lo que los Ayuntamientos de las demás islas no mandaron sus representantes, Pero un día antes se había recibido en Tenerife un oficio remitido por la Junta Suprema de Sevilla en el que se ordenaba la creación de la Junta de Canarias, lo que, al estar ésta ya constituida, sirvió únicamente para confirmarla. Nuevamente se reiteró el envío de representantes y ahora sí lo hicieron todos los Ayuntamientos, con excepción del de Gran Canaria, que decidió constituirse en Cabildo permanente y ya en franco enfrentamiento con la Junta lagunera.

          Para dar cumplimiento a lo que también ordenaba la Junta de Sevilla, se crearon Juntas Subalternas en las restantes islas -excepto la de Gran Canaria-. Estas Juntas tenían la misión de fomentar el desarrollo y el mejor gobierno de sus respectivos territorios y buscar apoyos para asegurar la fidelidad a Fernando VII.

          En julio de 1809, la Junta Suprema del Reino decidiría que cesaran en sus funciones tanto la Junta Suprema de Canarias como el Cabildo Permanente de Gran Canaria, que hasta su disolución mantuvieron un enfrentamiento constante. La Junta Suprema Gubernativa del Reino, lo dijimos el otro día, contó entre sus 35 miembros, como representante de Canarias, al que había sido Presidente de la Junta, don Alonso de Nava, Marqués de Villanueva del Prado.

          La “sociedad civil”, mejor dicho, su clase dirigente, se debatía entre la indefinición (seguir siendo fieles a Fernando VII o dar por bueno el reinado de José I) y el pragmatismo (¿qué convendría más?), y esta actitud estuvo presente en los debates de la Junta Suprema de Canarias y del Cabildo Permanente de Las Palmas, con el telón de fondo del viejo conflicto que, desde el siglo XVI, enfrentaba a Tenerife y a Gran Canaria por el control hegemónico del Archipiélago con el tema de la capitalidad.  Y en ese mismo escenario aparecerán, en unos minutos lo veremos, nuevas variables de esa confrontación: los temas de la Universidad, del Obispado, de la Audiencia, etc.

     La división militar

          Las disensiones entre la Junta de Tenerife y el Cabildo de Gran Canaria, se iban a hacer notar también en el apoyo militar desde Canarias al esfuerzo de la guerra. Así, desde Tenerife, a petición de la Junta Suprema de Sevilla, se envió al Batallón de Infantería de Canarias (750 hombres), la Brigada Veterana de Artillería (203 hombres) y las Banderas de Cuba y La Habana (unos 40 hombres), además de 80 presidiarios para servicios y trabajos en los buques que los transportaron a la Península. Y desde Gran Canaria, no queriendo ser menos, de modo autónomo, un batallón de 600 hombres que luego se llamará la “Granadera Canaria”. Y, así como éstos regresaron muy pronto (algo más de 1 año estuvieron fuera), de los tinerfeños muy pocos regresaron, pues el Batallón estuvo en la contienda hasta su finalización, se convirtió en Regimiento y acabó de guarnición por el Levante peninsular.

 

LOS  DIPUTADOS  CANARIOS

     Santiago Key y Muñoz (Diputado por Tenerife)

          De ascendencia irlandesa, nació en Icod de los Vinos (Tenerife) el 24 de julio de 1772. Presbítero, adquirió su formación jurídica en la Universidad de Sevilla, donde llegó a desempeñar el cargo de Catedrático de Historia Eclesiástica.

          En 1811 fue elegido diputado por Tenerife en las Cortes, perteneciendo a varias Comisiones, aunque no sobresalió mucho en su labor parlamentaria, ya que carecía de las dotes oratorias de que hacían gala otros diputados. Sin embargo, sería elegido Vicepresidente de las Cortes y Secretario, el 24 de septiembre de 1812. Ya veremos en unos minutos lo más destacado de su actuación.

          Key fue un fiel partidario del mantenimiento del Santo Oficio y del regreso del absolutismo. El haber firmado la Constitución en 1812 no fue obstáculo para que luego estampara su nombre, junto a otros diputados, al pie del que se llamó “Manifiesto de los Persas”, uno de los documentos que más influyeron para el restablecimiento del absolutismo al regreso a España de Fernando VII (1814). Un año después fue nombrado Inquisidor General y Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Canarias.

          Pese a sus preferencias políticas, al inicio del Trienio Liberal (1820-23) sería designado Rector de la Universidad de Sevilla, ciudad en la que falleció el 16 de julio de 1821.

     Pedro José Gordillo y Ramos (Diputado por Gran Canaria)

          Nació en Santa María de Guía (Gran Canaria) el 6 de mayo de 1773. Catedrático en el Seminario Conciliar, protegido de Viera y Clavijo y, desde 1807, párroco de la Iglesia del Sagrario de la Catedral de las Palmas, fue elegido diputado por Gran Canaria  el 16 de octubre de 1810.

          Gordillo había sido uno de los más firmes oponentes a la creación en La Laguna de la Junta Superior Gubernativa en los primeros meses de la Guerra de la Independencia, y a la vez uno de los patrocinadores de la constitución del Cabildo Permanente de Gran Canaria, en franca discrepancia con la Junta lagunera, hasta la disolución, por orden de la Junta Suprema, de ambas instituciones.

          Intervino en debates sobre el régimen señorial en Canarias, siendo partidario de su abolición, y logró ciertas ventajas para los puertos canarios. También intentó conseguir para Las Palmas la sede de la Diputación Provincial, lo que estuvo a punto de conseguir, y algo similar le ocurrió con la Universidad.

          Firmante de la Constitución, el 24 de abril de 1813 fue elegido Presidente de las Cortes, y cuando se clausuraron éstas no se incorporó inmediatamente a su curato, sino que viajó a Madrid, donde se doctoró en Derecho Civil y Canónico, regresando a Las Palmas en 1815. Dos años después marchó a la Habana donde ejerció como Maestrescuela de la Catedral de La Habana y continuó con sus estudios, doctorándose en Física en el año 1823. Allí, en la capital cubana, residió hasta su fallecimiento el 10 de febrero de 1844.

     Fernando Llarena y Franchy (Diputado por La Palma)

          Nacido en San Cristóbal de la Laguna (Tenerife) el 5 de julio de 1779, era hijo de don José Llarena y Mesa, director del Jardín Botánico y uno de los asiduos de  la Tertulia de Nava. Se trasladó muy joven a estudiar a la Península, ingresando posteriormente en el cuerpo de funcionarios del Crédito Público, y desempeñaba, cuando se convocaron las Cortes de Cádiz, el cometido de oficial mayor de la mesa ministerial de Empréstitos y Negociaciones de Indias.

          Su elección como diputado por Canarias, tuvo lugar el día 9 de junio de 1811. Además de otras actuaciones que luego tocaremos, solicitó y obtuvo la habilitación del puerto de la Orotava para comerciar con  América. Al discutirse en las Cortes la capitalidad de Canarias, defendió que debía corresponder a La Laguna, frente a Ruiz de Padrón y Gordillo que abogaban, respectivamente, por Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas. También fue uno de los firmantes de la Constitución.

Clausuradas las Cortes, regresó a Canarias siendo designado, en octubre de 1814, Interventor de la Junta del Crédito Público.

          Se distinguió sobremanera por su afición a los trabajos estadísticos, publicando una obra importante: Estadística sobre las Islas Canarias.

          Murió el 27 de febrero de 1861. En la exposición pueden ustedes ver su partida de defunción, obtenida por nuestro compañero de la Junta de Gobierrno don Antonio Luque hace menos de un mes, y que aclara su lugar de fallecimiento, La Orotava y no La Laguna como se puede leer en varios autores.

     Antonio José Ruiz de Padrón (Diputado por Lanzarote, Fuerteventura, Gomera e Hierro)

          Nació en San Sebastián de la Gomera el 9 de noviembre de 1757 en el seno de una familia acomodada y de fuertes ideas religiosas. Realizó sus primeros estudios en el monasterio franciscano que existía en su isla natal.

          Con 16 años marchó a Tenerife para continuar con sus estudios, ya que no había otra posibilidad de seguirlos en su tierra. Una vez aquí ingresó en el lagunero convento franciscano de San Miguel de las Victorias y con 24 años, en 1781, recibió el sacerdocio. A finales del mismo año, sus muchas inquietudes intelectuales le llevaron a formar parte de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, de la que fue un activo miembro.

          Con 28 años tomó la decisión de viajar a La Habana, donde residía un tío suyo también franciscano. Una gran tempestad desvió su barco hacia Pensilvania, en el sur de los casi recién creados Estados Unidos. De allí viajó a Filadelfia, ciudad con notable actividad cultural, donde trabó amistad con personajes tan importantes como Benjamin Franklin y George Washington, quienes les abrieron las puertas de las tertulias más importantes de la ciudad.

          En ellas sorprendió a los asistentes -la mayoría de ideas liberales, protestantes y algunos relacionados con la masonería-, con su erudición y la defensa de los valores del catolicismo. Pronunció un famoso sermón contra la existencia de la Inquisición que fue traducido al inglés y ampliamente difundido, lo que hizo a muchos cambiar su opinión acerca de la Iglesia católica, favoreciendo con ello bastantes conversiones del protestantismo al catolicismo.

          Tras casi un año en tierras estadounidenses, viajó a Cuba, donde pronto se distinguió por sus críticas a la esclavitud, lo que le granjeó bastantes enemigos, decidiendo regresar a España.

          Ya en Madrid solicitó del Vaticano abandonar la orden franciscana, pero sin dejar el sacerdocio, lo que le fue concedido hacia 1800. Viajó por Europa algunos meses y en 1802 pasó a desempeñar el curato de Quintanilla de Somoza, cerca de Astorga (León). Luego sería  nombrado abad de Villamartín de Valdehorras (Galicia), siendo vocal, cuando se extendió el levantamiento contra los franceses, de la Junta de Armamento y Defensa de Orense. En la contienda dirigió un hospital militar.

          Convocadas las Cortes Generales, en julio de 1811 Ruiz de Padrón fue elegido diputado en representación de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro, incorporándose a las sesiones en diciembre de aquel año.

          En las Cortes su voz se hizo oír en muchas ocasiones, participando de forma muy activa en al menos una decena importantes debates, pero fue el relacionado con la abolición de la Inquisición en el que más se distinguió. Su demoledor discurso contra el Tribunal del Santo Oficio fue determinante en aquella decisión.

          Fue uno de los firmantes de la Constitución y, en términos generales, defendió el liberalismo como el medio más adecuado para luchar contra la ignorancia y la superstición del pueblo.

          Cuando las Cortes Generales y Extraordinarias se disolvieron (el 14 de septiembre de 1813), entre los 222 firmantes del decreto de disolución figuran los nombres de los 4 diputados canarios. Con tal motivo, Ruiz de Padrón escribió un opúsculo (en el Gabinete de la Ilustración pueden contemplar un ejemplar) con el título Monumento de gratitud al pueblo de Cádiz…

          Con la reacción absolutista fue destituido de su abadía y se le abrió proceso a instancias del obispo de Astorga, siendo condenado a destierro perpetuo en el convento de Cabeza de Alba, en El Bierzo, pero en 1818 recurrió la sentencia en la Chancillería de Valladolid, ganando el recurso. En 1820 sería nombrado de nuevo diputado por Galicia y Canarias (intervino en otro debates sobre la abolición de los diezmos (su opúsculo sobre el tema en la exposición) y Maestrescuela de la catedral de Málaga.

          Murió en Villamartín de Valdeorras (Galicia) el año 1823, a consecuencia de una enfermedad pulmonar crónica.

 

PRINCIPALES  TEMAS  EN  LOS  QUE  INTERVINIERON

     La abolición de los señoríos

          En este debate, iniciado por un diputado valenciano (Lloret) el 30 de marzo de 1811, fue Gordillo quien hizo varias y muy importantes proposiciones, entre las que destaca la siguiente:

               “Que siendo incompatible con nuestra Constitución monárquica el que los reyes, enajenando indebidamente parte de la soberanía, hayan instituido no pocos feudos en determinados puntos de la nación, y señaladamente las cuatro islas menores de Canarias, las cuales desde la conquista están tenidas por de señorío, se declare ser la voluntad de las Cortes el revocar semejantes regalías, como intempestivas y perjudiciales a la libertad civil y personal de los pueblos, fijándose asimismo, o por V.M. o por quienes tenga a bien comisionar, las cantidades con que aquellos habitantes deben contribuir, a efectos de que compensen o rediman el dominio que presumían tener sobre ellos los actuales poseedores de los respectivos señoríos.”

          Además de las citadas islas hay que señalar que también eran de señorío en el Archipiélago la Villa de Adeje y el Valle de Santiago en Tenerife, y la Villa de Agüimes en Gran Canaria.

          Un diputado por Soria, García Herreros, propuso en sesión posterior que, una vez devuelto el precio, se recuperara por la Corona la jurisdicción de aquellos territorios, lo que se aprobaría en agosto de 1811 por abrumadora mayoría (128 votos contra 16), pese a que en una de las sesiones anteriores se había leído una manifestación en contra firmada por 18 personas que eran Grandes de España u ostentaban títulos de nobleza.

     La Audiencia

          Desde los tiempos de la conquista la Real Audiencia se había establecido en Las Palmas, siendo su Presidente el Capitán General. Cuando éste se trasladó a Tenerife, quedó allí un Regente, a modo de delegado de la autoridad militar.

          Cuando hacía sólo cuatro días que se había promulgado la Constitución, la Comisión de las Cortes encargada “del arreglo de las Audiencias” comenzó a estudiar una proposición presentada por Ruiz de Padrón, Key y Llarena en la que pedían una Sala que, aún formando parte de la Audiencia Territorial, tuviese su residencia en Tenerife y atendiese los pleitos de esta isla, La Palma, La Gomera y El Hierro, mientras que la Sala de Las Palmas atendiese a los casos de Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura, “ínterin se verifica en aquellas islas la necesaria división de la provincia en dos” (Tomo XII de las Actas de las Cortes de Cádiz).

          Fue Ruiz de Padrón quién defendió la propuesta, alegrándose de que el artículo 261 de la Constitución estableciese que “en el término de cada provincia se fenezcan todos los pleitos”, lo cual era un gran alivio para los canarios, que ya no tendrían que recurrir a tribunales superiores peninsulares.

          Siguió Ruiz de Padrón exponiendo como Carlos V estableció la audiencia en Las Palmas pero con la salvedad de que “si por algún respecto particular conviniere que se mudara a otra isla, así lo hiciera”, y presentaba ejemplos de que eso había sucedido, con el traslado a Tenerife en los años 1537 y 1548.  Además resaltaba que la propia Audiencia en 1603, 1772 y alguna otra ocasión, hizo constar ante la Corte la necesidad de que se trasladara a Tenerife, “por ser esta isla el centro de todas, la más poblada, la más rica, la de mayor comercio y dependencias, la que ocupa más al tribunal con sus pleitos y que, además, es la residencia del Capitán General…”. Y que Tenerife había pedido ese traslado cuatro  veces en el siglo XVII y una en el XVIII.

          Pero también reconocían Ruiz de Padrón, Key y Llarena que no era el momento más adecuado para pedir la partición de la Audiencia, que, según la propuesta que presentaban, seguiría formando un solo Tribunal con dos Salas, cada una de las cuales serviría tanbien para resolver las apelaciones que se hubiesen presentado contra una resolución de la otra. También basándose en un cuadro de doble entrada, exponían las distancias entre islas y las dificultades de traslado desde las islas occidentales a Gran Canaria.

          La proposición, a la que se opuso Gordillo, no surtió efecto y la Audiencia tinerfeña no nacería hasta la creación de los Cabildos en 1912 y se consolidaría con la división provincial de 1927.

     El voto de Santiago

          Era un casi milenario tributo que fue calificado como “el de la mejor medida, del mejor pan y del mejor vino”. Consistía en una contribución pagada en frutos de la tierra al Arzobispo y al Cabildo de Santiago (y también, aunque en cantidades menores, a otras Catedrales del reino) y tenía su origen en Ramiro I, quien lo instituyó hacia el año 872 tras la aparición del Apóstol en la batalla de Clavijo.

          La petición de abolición se produjo en a principios de marzo de 1812, firmada por 36 diputados, de ellos 8 clérigos entre los que figuraba Ruiz de Padrón. Las Cortes debatieron el tema a partir del 1 de octubre del mismo año, leyendo un diputado el discurso escrito por el representante canario (que se encontraba enfermo y ausente de Cádiz), y a cuya propuesta se adhirieron en sucesivas intervenciones numerosos diputados. Finalmente, el 14 de octubre se votaba la resolución, que resultó favorable a la abolición por 85 votos contra 26.

          Como dirían algunos diputados, cuando se hable de Ruiz de Padrón no se puede prescindir de su influencia en la abolición del Voto de Santiago y de la Inquisición. Y otro, escribió que: “En aquel memorable discurso se presentó Ruiz de Padrón como hombre docto, gran escritor y amante de la verdad, que no vacilaba en decir las cosas según las sentía, demostrando su carácter íntegro e independiente que le acarreó tantos disgustos y sinsabores”.

          El propio sacerdote gomero, en una carta a una hermana, escribía satisfecho que había dejado a la patria libre de la gabela enorme de más de 40 millones que pagaba anualmente por el Voto de Santiago, (aunque otros autores rebajan notablemente esa cantidad).

     La Universidad de San Fernando

          Tres de los cuatro diputados canarios (Ruiz de Padrón, Key y Llarena), a instancias del Cabildo de Tenerife, reclamaron en las Cortes la creación de una Universidad en esta isla, cuando corría el mes de febrero de 1812. El cuarto diputado, Gordillo, no se oponía a esa creación de una Universidad canaria, pero pedía que en lugar de La Laguna, naciera en Las Palmas.

          Key expuso un antecedente a favor de la sede lagunera, una Real Orden de 1792 en la que se mandaba establecer una Universidad literaria en La Laguna. Su cumplimiento se había paralizado como consecuencia de un escrito del Cabildo de Gran Canaria en el que se recurría la citada Real Orden.

          Tras más de un año de tiras y aflojas, en julio de 1813 se creaba una Comisión para estudiar el tema. Compuesta por 5 miembros, formaban parte de ella Key y Gordillo, pero no se llegó a ningún acuerdo antes de que las Cortes fuesen disueltas.

          Gordillo no cejó en su empeño, con el apoyo del Cabildo grancanario, y siguió insistiendo ante el Rey, por ejemplo cuando le dirigió una carta en la que se incluía este párrafo:

               “Vuestro augusto padre determinó el establecimiento de la Universidad en La Laguna, Capital de Tenerife, pero felizmente dispuso la Providencia que V.M. volviera a ocupar el trono de vuestros mayores…”

          Pese a esa y otras 16 solicitudes de Gordillo en favor del establecimiento de la Universidad en Gran Canaria, en pleno sexenio absolutista, el 15 de septiembre de 1816, Fernando VII decretaba su instalación en La Laguna. Es de justicia resaltar el importantísimo papel que en esa decisión jugó el arzobispo don Cristóbal Bencomo, lagunero y confesor del Rey.

     Los bienes baldíos

          En definición de Joaquín Costa, los baldíos “eran tierras de común aprovechamiento”, que otros consideraban como "tierras de todos y de nadie".

          Un diputado extremeño, Oliveros, en febrero de 1811, solicitó la creación de una Comisión que fijase reglas para determinar los que se podrían vender y marcase precios. En apoyo de su propuesta, el que había sido el primer Presidente de las Cortes, el señor Dou, aseguró que los baldíos eran un mal para la prosperidad del país, y basó su intervención en las opiniones de quienes habían sido destacados ministros como Campomanes y Floridablanca, o ilustres personalidades, como Jovellanos.

          En este debate intervino el diputado por Gran Canaria, Gordillo, quien presentó una proposición en la que se recogía que “Se manden repartir… todos los baldíos de las Islas, destinándose sus créditos a atender los crecidos gastos que exige la policía de los pueblos.”

          En enero de 1813 se promulgó el decreto de reducir baldíos y otros terrenos comunes a dominio particular, y la mitad de los beneficios se destinarían a reducir la deuda nacional. Esa disposición significaba el desarrollo de una limitada reforma agraria, pero la vuelta del Rey, en 1814, acabó con la idea. Más tarde, durante el Trienio Liberal, se intentó de nuevo retomar, pero también quedó sin efecto y hubo que esperar a algo parecido con la Ley Desamortizadora de 1855.

     La creación de la diócesis de Tenerife

          El 6 de septiembre de 1813, los diputados Key, Llarena y Ruiz de Padrón firmaban y entregaban para informe del gobierno una Exposición en la que solicitaban la creación de un segundo Obispado en Canarias, proponiendo a La Laguna, “capital de la isla de Tenerife, como metrópoli de la nueva silla episcopal”. Justificaban la petición en el abandono espiritual que sufrían los habitantes de las 4 islas occidentales, dado que la canónica “sagrada visita” del Obispo únicamente se verificaba cada 10 ó 12 años, y dado que los prelados rara vez se desplazaban más allá de las respectivas capitales insulares, eran muchas las personas que no habían recibido el sacramento de la Confirmación. Citaban también que los fondos (unos 200.000 ducados) que Tenerife entregaba al Obispado se consumían en Gran Canaria, cuando en las islas occidentales la mayoría de curas y parroquias no contaban con dotación alguna.

          El diputado grancanario Gordillo se opuso abiertamente a la creación de la nueva diócesis, argumentando, entre otras cosas, que temía que la proposición escondiera una nueva ambición lagunera, en sus deseos de adquirir mayor preponderancia.

          El Consejo de Estado dictaminó estar de acuerdo en la necesidad de crear una nueva diócesis, y el propio Cabildo Catedralicio de Canarias, ya en julio de 1815 accedía a la partición, aunque esa decisión se revocaría menos de un año después. Pero apenas 5 meses más tarde, a finales del 16, la Audiencia determinaba que se debía dividir el territorio insular en dos diócesis episcopales. La erección del Obispado nivariense tuvo lugar el 21 de marzo de 1819, y de nuevo hay que resaltar los buenos oficios en favor de su tierra natal del confesor del Rey, don Cristóbal Bencomo.

     La Inquisición

          Sin duda alguna, el decreto de abolición del Santo Oficio de la Inquisición fue, tras la promulgación de la Constitución, el documento cumbre en el proceso de renovación emprendido en las Cortes de Cádiz. Hay quienes, como Tierno Galván, consideran que se podría elegir “como símbolo que señalase el paso de lo viejo a lo nuevo”.

          Y puede que alguien se pregunte; ¿pero todavía en el siglo XIX seguía funcionando el Tribunal del Santo Oficio? Pues según se mire será la respuesta. La verdad es que, cuando se reunieron las Cortes de Cádiz, hacía prácticamente un siglo que no se había dictado un auto de fé, pero como se suele decir, “no se trataba del huevo, sino del fuero”. Era una cuestión de ideas, no de acciones, la que llevó a unas enconadas discusiones y debates que se extendieron entre el 9 de diciembre de 1812 y el 5 de febrero siguiente, pues el Tribunal simbolizaba el bien para una tendencia, la absolutista, y el mal para la otra, la liberal. Además, también influía, como muchos autores ha señalado, que el archivo del Santo Oficio era una fuente continua de preocupación para muchos diputados que no deseaban saliera a la luz el empañamiento de la entonces tan importante limpieza de sangre de sus ancestros, y por ello deseaban fervientemente su destrucción.

          Como he comentado, arduos fueron los debates y muchas las intervenciones en uno u otro sentido, pero el 18 de enero de 1813 se produjo la que muchos consideran fundamental para el resultado final. El Secretario de las Cortes leyó un escrito de Ruiz de Padrón, extensísimo, y en el que incluyó el episodio de su vida de la arribada a las costas estadounidenses ya citado al reseñar su biografía. Les recomiendo que lean ese informe, del que voy a extraer un solo párrafo, quizás no el de mayor enjundia ni belleza literaria, pero que define lo que sentía el sacerdote gomero:

               “Yo he probado…hasta la evidencia que la Inquisición no entró en el plan de Jesucristo, ni de los Apóstoles, ni de los Concilios, ni de los Padres: que es un tribunal intruso en la Iglesia de Dios; que debe su origen y establecimiento a la Edad Media, es decir a los siglos bárbaros, cuando las costumbres y la disciplina se hallaban en la mayor decadencia;  que es diametralmente opuesta a la sabia y religiosa Constitución que V.M. ha sancionado y, por último, que es no solamente perjudicial a la prosperidad del Estado, sino contraria al espíritu del Evangelio que intenta defender.”

          Pero tras el demoledor ataque a la Inquisición, concluida la lectura del dictamen, el propio Ruiz de Padrón tomó la palabra y, en un apasionado discurso, basado en gran parte en la doctrina de la Iglesia Católica y en los escritos de los Santos Padres, insistió en que el Santo Oficio era una incongruencia que había que extirpar de la Iglesia y de la forma de vida de un Estado moderno, pues era contrario al espíritu del Evangelio y opuesto a los derechos concedidos a los ciudadanos en la Constitución. Tanto el dictamen como el discurso son muy extensos y merecieron los honores de su publicación por las Cortes aquel mismo año. (Pueden ustedes contemplar ejemplares de ambos textos en nuestra exposición).

          Es curioso señalar que Ruiz de Padrón había formado parte del Tribunal, como reconocía en la carta a su hermana que cité antes y que escribió apenas un año antes de su muerte:

               “Queda (la ingrata Patria) igualmente libre del terrible y espantoso Tribunal de la Inquisición, que era un oprobio de la Iglesia y el Estado. Aunque, por desgracia, tuvimos en él a nuestros tíos Padilla y Cubas, pues aunque yo también lo estuve fue para conocerlo y derribarlo para siempre, como obra de tinieblas.”

          Como se pueden imaginar, ante lo enconado del tema, no todas fueron alabanzas para el sacerdote gomero. Muchos diputados atacaron con dureza su dictamen y el discruso posterior, y como vimos al repasar su biografía, “se la hicieron pagar” tras el regreso del Rey de su exilio francés.

          El 22 de febrero se votó el tema y la Inquisición resultó abolida por 90 votos contra 60. Votaron a favor de la abolición, además de Ruiz de Padrón, Gordillo y Llarena, y en contra Key. Se restableció al regreso de Fernando VII, para ser abolida en el Trienio Liberal y restablecida de nuevo en la Década Ominosa. Su abolición definitiva fue en 1834, siendo Regente doña María Cristina de Borbón.

          En la fachada lateral izquierda del Oratorio de San Felipe Neri, existe una placa colocada al conmemorarse el primer centenario de la Constitución con los nombres de los diputados más significativos. En ella figuran los apellidos de nuestro paisano, y bajo ellos la frase: “Abolición de la Inquisición”.

 

EL  TEMA  DE  LA  SEDE  DE  LA  DIPUTACIÓN  PROVINCIAL

          Pues bien, ya estamos a 30 de marzo, pero de hace 200 años, de 1812; se ha aprobado y promulgado la Constitución. Ya todos los pueblos de España están asistiendo a solemnes Te Deum, participando en fiestas con profusión de luminarias y voladores, sustituyendo -en ejecución de esa manía tan española- placas, carteles y letreros con nombres de vírgenes, santos, patricios o hechos destacados de la localidad por la cartela que reza Plaza de la Constitución. Ya se está jurando la Constitución en Ayuntamientos, Iglesias, plazas públicas y cuarteles. Y ya también están empezando a ingresar en prisión o preparando maletas para el destierro quienes no lo quisieron hacer.

          Ahora tocaba poner manos a la obra para cumplimentar lo mucho que la Constitución disponía para cambiar el tablado de la vieja España.

          Recordemos que las tan citadas Cortes reunidas en septiembre de 1810 recibían el nombre de Generales y Extraordinarias, y que debería llegar el momento en que lo “extraordinario” pasase a ser “ordinario”, por lo que era necesario pensar ya en la formación de unas Cortes Ordinarias.

          El Título III de la Constitución gaditana dedicaba nada menos que 11 Capítulos y 141 Artículos a este menester. Los dos primeros Capítulos trataban del número de diputados que debían nombrarse por provincias, en función de su población, y la forma de elegirlos en juntas de parroquia, de partido municipal y de provincia. Y vamos a llegar a un punto de discordia en el ámbito de Canarias al intentar aplicar los artículos 78 (que ordenaba que “las juntas electorales de provincia… se congregarán en la capital”) y 81 (que determinaba que “serán presididas estas juntas por el jefe político de la capital de la provincia”). Recordemos también que para el gobierno de las provincias, la Constitución organizaba unas Diputaciones Provinciales constituidas por el Jefe Político, -nombrado al efecto por el Rey-, el Intendente y siete miembros elegidos por votación en la misma fecha en que se eligiesen los diputados a Cortes, y que también la sede de la Diputación Provincial era la capital de la provincia. Todo muy claro, pero para las provincias que ya tuviesen fijada su capital.

          Porque, ¿cuál era la capital de la procincia de Canarias, la localidad en la que deberían ubicarse el Jefe Político y la Diputación Provincial, y en la que debería reunirse la junta electoral provincial para elegir los diputados nacionales y provinciales? Legalmente no existía aquí esa denominación de capital para ninguna población del Archipiélago, aunque, basta con leer documentos antiguos para comprobar que todo el mundo arrimaba el ascua a su sardina.

          Esta discrepancia se reflejó en las intervenciones de los diputados canarios en las Cortes de Cádiz y en las sesiones celebradas para determinar las ubicaciones de las Diputaciones. De ello es muestra un informe redactado el 12 de noviembre de 1812 por la Comisión encargada de este tema y del que entresacamos que los diputados canarios “no han podido convenir entre sí” cual debería ser la futura ubicación de la Diputación, debido “al estado diverso de aquellas islas”. En el mismo documento se hace constar que “En Santa Cruz de Tenerife reside y ha residido mucho tiempo hace el gobierno económico de las Islas, es decir, el Intendente, que es vocal nato de la Diputación, y todas sus oficinas; además el Capitán General, que tiene el gobierno político hasta que llegue el Jefe nombrado por la Regencia…”. Pero por otra parte, “en la Gran Canaria se hallan la Audiencia, la Silla Episcopal y el Cabildo eclesiástico…”. Por si fuera poco, La Laguna era la capital de Tenerife. Y añade el citado documento que “si se atiende al bien general de las Islas y a la mayor población, riqueza y comercio, Tenerife tiene las mayores ventajas, más si se consulta el pasado parece que merece atención la residencia de la Audiencia, que ha tenido el gobierno hasta la promulgación de la Constitución”. Finalmente, y lavándose las manos, resuelve que una vez que se nombre la Diputación Provincial, sea ésta la que fije el lugar de su residencia, pero en conjunto parecía inclinarse hacia Tenerife, especialmente por el tema de la ubicación del Capitán General, Jefe político hasta aquel momento.

          Inmediatamente,  Gordillo tomó la palabra para, con verdadero talento oratorio, dicen sus biógrafos, hacer que se rechazase la candidatura de La Laguna y que las Cortes pusieran en duda el citado dictamen de la Comisión. Y en la siguiente sesión presentaba una proposición que incluía “que en atención a estar considerada la isla de Gran Canaria capital de la provincia de su nombre, quieren las Cortes… que el Jefe Político fije su residencia en ella…”

          No se estuvieron quietos los otros tres diputados, especialmente Ruiz de Padrón, que presentó una contra-proposición de 3 puntos. En el primero se decía que si se designaba a Las Palmas fuese con la condición de “por ahora”, hasta que opinasen sobre el asunto todos los ayuntamientos constitucionales de Canarias. En el segundo que el Intendente no debía salir de Tenerife y asistir a las sesiones de la Diputación Provincial hasta que se determinase el lugar de residencia. Y en el tercero pedía suspender la resolución hasta recibir las opiniones de los ayuntamientos. Como se ve, un claro intento de ganar tiempo, pues la mayoría de los ayuntamientos o Cabildos estaban a favor de Tenerife.

          En la siguiente sesión Gordillo propuso que se crease la Diputación en Las Palmas “por ahora”, y, pese a las intervenciones de Ruiz de Padrón y Key, las Cortes aprobaron su propuesta.

          Pero en esos momentos surgió un factor con el que no había contado el diputado grancanario. Hacía apenas un año que era Capitán General de Canarias don Pedro Rodríguez de la Buria, hombre que había tomado apego a Santa Cruz de Tenerife desde el momento de su llegada por el apoyo recibido de la Villa en su pleito con su predecesor, el duque del Parque, que se había empecinado en no dejar el cargo.

          Como en aquellos momentos La Buria era el Jefe Político, a la espera de la llegada del que debía designar la Regencia, tomó la decisión de convocar una Junta Preparatoria de la Electoral en Santa Cruz el 5 de diciembre, bajo su presidencia, y comunicó al Congreso su resolución, especialmente basada en no diferir por más tiempo el dotar a la provincia de una de las principales prerrogativas constitucionales: la Diputación Provincial.

          Seis días después llegó la noticia a Cádiz y ello motivó que Key presentase al Congreso una proposición instando a que se suspendiera la comunicación a la Regencia del acuerdo del mes anterior con respecto a la instalación provisional de la Diputación, y dado que ya se había formado la Junta Preparatoria, siguiera “por ahora” en Santa Cruz hasta que los ayuntamientos constitucionales diesen su opinión. Pese al posterior esfuerzo oratorio de Gordillo, tratando de echar por tierra aquella maniobra, el Congreso tomó en cuenta la propuesta de Key y la aprobó.

          Éste será el punto de partida para el vertiginoso ascenso político de Santa Cruz, pues se ratificará esa capitalidad en el Trienio Liberal, gracias entonces a José Murphy,… pero ya nos alejamos demasiado del marco en que hoy estamos inscritos.

 

CONSTITUCIÓN  Y  FUERZAS  ARMADAS

          En la Constitución de 1812 existía un Título, el VIII, dedicado a la Fuerza Militar Nacional.

          Se dividía en dos Capítulos, el 1º referido a “las tropas de continuo servicio”, es decir, al Ejército regular, y en cuyos concisos 6 artículos se disponía la existencia de una fuerza permanente de tierra y mar “para la defensa exterior del Estado y la conservación del orden público"; se encomendaba a las Cortes la determinación anual de las necesidades de hombres y buques, cuyo funcionamiento debería regularse por unas Ordenanzas; se preveía la creación de escuelas militares; y concluía ordenando que ningún español podía excusarse del servicio militar.

          El Capítulo 2º trataba de las “Milicias Nacionales”, con 4 artículos ordenando que en cada Provincia se organizaran cuerpos de milicias compuestos por habitantes de cada una de ellas y “arreglados” por una ordenanza particular. El servicio de los milicianos no era continuo y sólo tendría lugar cuando lo requiriesen las circunstancias. Aunque el Rey podía emplear a las Milicias dentro de sus respectivas provincias, no estaba autorizado a hacerlo fuera de ellas sin otorgamiento de las Cortes.

          En resumen, no había una gran diferencia entre “lo de  antes” y "lo de ahora”, pues el Ejército regular siguió con una organización similar, en cuanto a orgánica, a la ya establecida desde tiempos de Felipe V, y regido por las mismas ordenanzas de Carlos III. Y por lo que se refería a la Milicia Nacional, ésta era una derivación de las Provinciales existentes en España desde el siglo XVI. En teoría, tampoco podían las Provinciales ser empleadas fuera de los límites de su provincia, pero sabemos que varias compañías de granaderos de las Milicias Canarias fueron nada menos que al Rosellón en la guerra contra la Convención francesa.

          Cualquier persona que haya leído algo sobre la política interna española del XIX, sabe que la Milicia Nacional se convirtió casi en estandarte del liberalismo y del progresismo, pues aparecerá en todas las Constituciones de esos signos, para desaparecer cuando el texto sea redactado por los moderados. Pero lo peor fue que en más de una ocasión se esgrimía su organización como un control a posibles veleidades del Ejército regular o permanente. Es decir, hubo momentos de la Historia española del siglo XIX en que se contó con dos organizaciones militares que se contemplaban con profundo recelo. Lógicamente, eso no era deseable ni  práctico.

          Y con respecto a Canarias, la marcha a la Guerra peninsular de la única Unidad regular, el Batallón de Infantería de Canarias y de las Milicias Veteranas de Artillería, hizo que, otra vez, como había sucedido casi desde la incorporación a Castilla, fuesen las Milicias -esas Milicias, que no me canso de repetir cada vez que tengo ocasión, no merecen de los canarios actuales más recuerdo que un pequeño callejón dedicado a las de Garachico en el centro de Santa Cruz de Tenerife- las que se encargaron de la defensa del Archipiélago contra posibles ataques, no muy previsibles dado que en aquellos momentos éramos aliados de los ingleses y la Royal Navy controlaba ya los mares, por lo que poco podrían hacer los franceses contra estas islas. Había habido un intento de reorganización en 1803 (existían entonces 13 regimientos en Canarias, de ellos 5 en Tenerife), pero no será hasta 1844 cuando se reduzcan a 8 batallones y 7 compañías sueltas, Y ya en 1818 se creará, como unidad regular, el Batallón Expedicionario de Canarias. Pero estas son también otras historias que se salen de los límites de lo que nos tocó recordar…

 

FINAL

          Bueno, pues hemos llegado al final de este repaso del camino hacia la Constitución y de algunas cosas relacionadas con ella y con Canarias. El primer día recordamos los antecedentes que llevaban a que soplaran vientos de cambio en Europa y en España. Nos acordamos de la Ilustración, del Despotismo Ilustrado, de un reinado bueno y otro malo, de la Revolución francesa, del régimen napoleónico y de las intenciones de Bonaparte con respecto a España. Dimos una ojeada a la Guerra de la Independencia y, de la mano de Galdós, nos sumergimos en el ambiente festivo de Cádiz y la Isla de León aquel 24 de septiembre de 1810 en que se inauguraban las Cortes, e incluso asistimos a la larguísima primera sesión.

          Hoy hemos sobrevolado sobre el panorama político de Canarias en 1808, hemos repasado un poco la biografía de los 4 diputados doceañistas y tocado el papel que jugaron en determinados temas de importancia para el Archipiélago, como hemos podido comprobar, cada uno defendiendo los intereses de la porción de territorio canario que representaba, como es lógico y lícito. Y para finalizar hemos dado sólo una pincelada acerca de la influencia que la Constitución tuvo sobre la defensa de Canarias.

          Espero que a la mayoría le hayan servido las dos sesiones para refrescar lo que sabían sobre el tema. Y si alguien lo desconocía en todo o en alguna de sus partes, deseo que mis palabras hayan sido lo suficientemente claras para hacerle conocer unos momentos tan importantes y decisivos de nuestra historia contemporánea.

          Solo me queda emplazarles para que el próximo día 16 nos volvamos a reunir, en mi caso particular para aprender todo lo que no sé de la famosa "Pepa", por boca de don Pedro Lasso, y darles las gracias por su asistencia y su atención. 

 

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