Ya veré en el último momento (Cosas que pasan - 20)

Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 4 de marzo de 2012).

 

          En un callejón oscuro y maloliente, Juan, sentado sobre unos cartones y apoyando la espalda en la pared, observa el viejo revólver. Aquel callejón es su hogar desde hace demasiado tiempo; los cartones son su jergón, la ausencia de farolas hacen su intimidad.  Mientras sopesa el arma oxidada, recuerda, a su pesar, qué le ha llevado hasta allí.

          No le iban nada mal las cosas cuando conoció a Marta, hacía seis años. Por entonces era un joven arquitecto que ya había reunido una pequeña fortuna. Un hombre de éxito. No se había planteado comprometerse con ninguna de las muchas amigas con las que pasaba tan buenos ratos; ninguna de ellas le atrajo lo suficiente como para perder su amada libertad. Pero todo cambió de súbito una tarde, en la sección de vinos del hipermercado donde solía hacer las compras cada semana. Ella parecía devanarse los sesos tratando de elegir un vino; él la descubrió de sopetón. Luego la observó con detenimiento. Suspiró. “Madre mía, qué pedazo de mujer”, recordó pensar en ese instante. No dio oportunidad alguna a la indecisión:

          -Hola, ¿puedo ayudarte? -le dijo, ya junto a ella.

          La olió, con disimulo; escudriñó su rostro de piel morena; sus ojos claros, grandes y rasgados, casi asiáticos, muy despiertos.

          -¿Trabajas aquí? -inquirió ella, sonriéndole, mirándole de frente.

          Él observó las preciosas manos femeninas que sostenían el Rioja, con delicadeza, con elegancia.

          -No, pero sé de vinos y te veo indecisa -respondió, ofreciéndole a su vez la más encantadora sonrisa, mil veces ensayada.

          Luego todo fue rodado. Atracción a primera vista. Un café; una cena; un beso y otro más; y la noche más apasionada que jamás había tenido. Nunca hubiese imaginado que se enamoraría de semejante manera; que una mujer pudiera gustarle tanto. Amaba y deseaba a Marta con autentica locura. Pensaba en ella de noche y de día. Se dormía deseándola y se despertaba añorándola. A los dos meses le suplicó que se casara con él, y ella aceptó.

          Los tres primeros años fueron un sueño. Juan se centró sólo en proyectos no excesivamente complicados, aquellos que le permitían estar todo el tiempo posible con su adorada esposa. Los ingresos eran suficientes para mantener el ritmo de vida que ella se merecía y él quería ofrecerle. Hasta que los proyectos que antes abundaban, de pronto dejaron de tocar a la puerta de su estudio. La crisis negada rompía de pronto y se cebaba sobremanera en el sector de la construcción, y él vivía de proyectar viviendas. Al cuarto año de casados comenzó el infierno de Juan. La Marta cariñosa, la esposa amante, conversadora, cálida, se fue tornando en distante y quejumbrosa. En apenas unos meses, Marta era otra mujer. Juan no encontraba explicación a semejante cambio de actitud; sólo lo sufría, cada vez más, armado de paciencia y esperanzado de que no fuese más que una de esas crisis matrimoniales de las que tanto había oído hablar. Hasta esa terrible mañana, justo al sonar el despertador.

          -Buenos días, amor mío -saludó él, dando a Marta un beso en la mejilla; hacía meses que ella no le ofrecía los labios.

          Marta se sentó en la cama con los pies en el suelo, dándole la espalda.

          -Cuando vengas esta tarde, no estaré en casa -dijo ella, secamente.

          -¿Llegarás muy tarde? -preguntó él en un susurro.

          -No volveré. No me verás más. Te dejo, y te ruego que no me hagas un… numerito.

          Juan la miró sin decir nada; siquiera pudo articular palabra.

          -He conocido a alguien y me voy con él; mi abogado se pondrá en contacto contigo -dijo por último, entrando al cuarto de baño y cerrando la puerta tras de sí.

          Juan no encontró ni fuerzas ni ganas para vivir, cuanto menos para tratar de sacar adelante su estudio de arquitectura, en tiempos que requerían de esfuerzos sobrehumanos tan sólo para ganarse los garbanzos. Luego todo pasó muy deprisa. La depresión le sumía cada día en un estado de ansiedad que no le dejaba respirar, ni dormir, ni vivir. Las deudas y el divorcio lo dejaron en la calle. Y un día vagó por ellas; hasta hoy.

          Ahora mira de nuevo el viejo revólver con quien alguien le ha pagado un favor. Sólo tiene una bala. La introduce en el tambor. Ahora tiene que esperar. Marta, como cada mañana, atravesará el tramo de acera delante del estrecho callejón, camino del negocio que le montó su nuevo marido, inmediatamente después de casarse, al mes del divorcio. Él la observa cada día, sin que ella se haya percatado del hecho. Juan empuña el revólver con fuerza, con amargura. Lleva días pensando en acercarse a ella por detrás, llamarla, y, cuando se vuelva, apuntarle a la cara y disparar. No sufrirá; no quiere hacerla sufrir. También ha pensado otra alternativa: acercarse a ella, llamarla, y, en cuanto se vuelva, meterse el cañón en la boca y apretar el disparador. Todo acabará rápido. Él dejará de sufrir y ella se quedará con un bonito recuerdo. Pero aún no sabe qué hacer; está muy aturdido. Lo decidirá en el último momento. “Sí, eso haré; ya veré en el último momento”, dice para sí.

          A la entrada del callejón, agazapado tras un contenedor de basura, aguarda Juan. No está nervioso, como había pensado. Suenan unos tacones de mujer; son los pasos inconfundibles de Marta. Es ella, pasa de largo. Juan, que ha montado el percutor del revólver, lo empuña con decisión y avanza tras de Marta. La alcanza. Está a un paso de ella. Se siente sorprendentemente sereno.

          -Marta -dice Juan con voz grave. Ella se vuelve y le mira con expresión de sorpresa; apenas le reconoce-. Estás preciosa…

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