Batalla de amor en aguas de Tenerife

Por Eliseo Izquierdo (Publicado en El Día el 20 de julio de 1997).

 

          Miss Betsy Fremantle, a sus dieciocho años recién cumplidos, pensaba ingenuamente que tomar Tenerife seria como una jornada de caza mayor. Para ella, la expedición naval a las Islas Canarias era en realidad un viaje de placer con un lance de montería como epilogo. De ahí su desilusión y su nada disimulado enojo porque, en el primer intento de asalto al lugar de Santa Cruz, loa ingleses regresaran a los barcos “sin haber conseguido nada”, y el siguiente día “tuvieran una jornada agotadora y molesta, ya que (tampoco) se consiguió nada, a pesar de que subieron a la cima de una alta colina”.

          ¿Cómo era, a sus dieciocho años, Miss Betsy Fremantle? ¿Tenia acaso verdes o azules los ojos, o como el azabache? ¿Era su talle tan fino y esbelto como el de un anturio? ¿Y sus cabellos? ¿Serian rubios o castaños, y se derramaban como una cascada sobre sus hombros? A los dieciocho años, más aún si acaba de ser desposada, una dama es apetecible bocado tentador, no digamos para un lobo de mar avezado también en batallas de amores. Su esposo Thomas Francis Fremantle contaba casi tres lustros más que ella: treinta y dos años. Habla ingresado en la Royal Navy a los doce, como Nelson, y un quinquenio después lucía ya en las charreteras del uniforme la divisa de teniente. Cuando llegó frente a Tenerife, en la flota de guerra comandada por el contralmirante inglés para apoderarse de la isla, era capitán y estaba al mando del Seahorse.

          Horacio Nelson, por su parte, frisaba los cuarenta. Para su tiempo, un hombre bastante maduro, pero “el hombre más hombre que había entonces en Europa”, según se decía. Estaba curtido por todos los soles y todos los aires marinos, y por muchas refriegas. Haría apenas tres años que había perdido la visión de su ojo derecho, lo que acrecía con un halo morboso su aura de seductor. Miss Betsy era una niña mimada y mimosa. La vida en el mar, aún tratándose, como a ella le parecía, de un crucero de luna de miel, no le resultaba grata. El alboroto de la marinería la contrariaba sobremanera.

          De la del Theseus dice que es “la gente más molesta, ruidosa y amotinada del mundo”, y confiesa que la noche del sábado veintidós de julio, anclados los navíos a corta distancia del litoral pero a resguardo de los cañones, la molestaron increíblemente, aunque todavía más a su marido. Y ella que se sentía “enormemente feliz” porque Thomas Francis no había participado en la segunda operación de acoso a los isleños. Pero en las noches de mar, para el amor, precisos son el silencio y la calma; sólo el chapoteo del agua en las amuras, meciendo la luna y el hechizo... Nelson, tan redomado zorro como estratega, les hace a los Fremantle el honor de acudir a la fragata para cenar con ellos cuando únicamente faltaban unas horas para la que esperaba fuese la ofensiva final. En cualquier otro marino, la decisión hubiese sido juzgada como una temeridad. En él, no. Nadie puede decir cómo transcurrió la velada a bordo del Seahorse. pero no resulta difícil imaginar la intensidad de las miradas y de los silencios.

          Aquella noche, lady Fremantle se fue al lecho tranquila y convencida -¿por Nelson?-de que la invasión, pese al fracaso de los intentos anteriores, sería “cosa fácil y casi segura”, y de que su esposo no iba a correr ningún riesgo. A Nelson lo perdió -o quién sabe si lo salvó- el detalle de desenvainar la espada en el momento en que se disponía a pisar la orilla de Añaza. El arte de la guerra tiene sus reglas. Y Nelson, en medio de la oscuridad extrema de la noche y sin escribano público que diera fe del instante, se aprestaba, con la espada desnuda, a tomar posesión de la Isla en nombre de Su Graciosa Majestad. No lo logró. Segundos antes de que la punta de acero ¡ay, el precioso acero, herencia de su tío Maurice Suckling!, tocase la piel de la tierra, una bala irrefrenable le destrozó el brazo derecho y se lo dejó convertido en un colgajo inútil.

          Para lady Fremantle, aquella fue una noche “desafortunada”. A su marido también lo alcanzó la metralla, pero “tuvo la suerte de ser herido primero”, y, como la bala de mosquete sólo “le atravesó la carne”, no perdió el brazo. Nelson si lo perdió. Cuenta el guardiamarina William Hoste a su padre, el reverendo Dixon Hoste, rector de lngoldisthorpe (Norfolk), en carta de 15 de agosto de 1797, que el contralmirante soportó la amputación del brazo, por el cirujano del Theseus, “con la misma firmeza y coraje que siempre han marcado su carácter” y “con un espíritu que dejó atónitos a todos”.

          La herida fue mayor y más grave que la de Fremantle. Sin embargo, el capitán del Seahorse no pudo abandonar la litera durante el viaje de retirada de la expedición, ni tan siquiera al avistarse la bahía de Cádiz, Nelson, si. Es indudable que Thomas Eshelby practicó una operación quirúrgica tan cabal como era posible con loa conocimientos y el instrumental clínico de la época. Por descontado están el valor y la entereza del neomanco; y que esto, unido a la rabia que invadía su espíritu, tuvo que ver con su sorprendente recuperación, hasta el punto de poder tomar la pluma el día siguiente para escribirle el primer comunicado de la derrota a Sir John Jervis y para estampar su nombre, con torpeza de párvulo aprendiz, en la célebre carta del queso, el barril de cerveza y la sumisión al general Gutiérrez.

          Pero, ¿se justifica que sólo por amistad le enviara asimismo un breve mensaje a Miss Betsy, inmediatamente después de haber redactado las dos misivas, o, según algunos, antes, que en esto tampoco están contestes todos los relatores? La joven esposa dedica a su marido casi todo el texto del Diario del 26 de julio, cosa que no hace los días anteriores ni los posteriores, y, al final, como si no le concediera la menor importancia, deja caer estas escuetas palabras: “El almirante se está recuperando y me escribió una línea con su mano izquierda”. No habían transcurrido sino veinticuatro horas de la derrota y de la amputación. A veces, para una sola línea, el tiempo puede ser un destello fugaz o durar una eternidad. Lo de menos era el contenido del billete, hipócrita, forzado, pues su destinataria, previsiblemente, no iba a ocultarlo, o no podría, a su doliente esposo: “Dios te bendiga a ti y a Fremantle. Horacio Nelson”. En medio del abatimiento, de la humillación y el desastre de la pérdida de centenar y medio de hombres, entre muertos y ahogados, más un considerable número de heridos, era irreprimible la necesidad de que lady Fremantle supiera que, pese a tanta desolación, seguía siendo para él una luz de esperanza.

          “Me escribió una línea”, pero además, en qué circunstancias, y “con la mano izquierda”, por si fuera poco. Con qué transparencia desnuda el alma y deja en cueros vivos su vanidad femenina, el halago y el deleite que sintió al recibir el mensaje, tan lacónico como intencionado. Lady Fremantle guardó celosamente el pequeño billete. Acaso lo ocultó, como un pecado cómplice, en el breve claroscuro del pliegue de sus senos. O en el cofrecillo íntimo que las damas de entonces destinaban a guardar, aromadas por suaves perfumes, cartas de amor... Ahora acuden a visitar a los Fremantle, en la fragata, Thomas Troubridge, que capitanea el Culloden y habla tenido bajo su mando las tropas que intentaron el frustrado asalto a la Isla, y Samuel Hood, capitán del Zealous y primer firmante del acta de capitulación. Necesitan darse ánimos unos a otros, incluso hasta el cinismo. Ante las noticias que le van dando, Miss Betsy llega a creer, y así lo consigna en el Diario, que “la pérdida no es tan grande como se temía”. No se consuelan aquellos que no quieren.

          Pero del trasfondo de sus palabras emerge a regañadientes el reconocimiento del gran error cometido al infravalorar al enemigo, confiados en que adueñarse de Tenerife sería empresa fácil, sólo una escaramuza con pobres gentes “llorando y temblando” y “muertos de miedo”, como pensaron que se encontraban los tinerfeños ante la amenaza de invasión por el más fiero y temido marino de todos los mares. Se entiende que lady Fremantle, tres días después del desastre, destapara los tarros de la irritación por la tardanza de los navíos en alejarse de las aguas del Archipiélago. “Estoy cansada de la vista de Tenerife -escribe el 28 de julio, en alta mar- y, desafortunadamente, no avanzamos nada. ¿Por qué será tan alto el Teide?”.

          Thomas Francis Fremantle mejora de las heridas pero se halla sumido en una fuerte depresión. Está derrumbado y no abandona el camarote. Ni siquiera le alivia la compañía constante de su joven esposa. Un atardecer de comienzos de agosto, Horacio Nelson se presenta en el Seahorse. El cotilla de William McPherson, ayudante del cabo de cañones de la fragata, no puede precisar si la visita se produjo el día tres o el cuatro. De lo que si está seguro es de que el contralmirante lo hizo para “ver a nuestro capitán y su mujer”. Nelson atraviesa uno de los peores momentos de su vida. Es la primera vez que ha tenido que doblegar la cerviz, para mayor sonrojo ante un enemigo al que subestimó imprudentemente. Una visita a los Fremantle quizás le levantaría el ánimo. Quizás... Cuando cayó herido, lo recogieron, como a Thomas Francis, varios marineros del Seahorseen una barcaza. Pero Nelson evitó que Miss Betsy pudiera contemplarlo en el lastimoso estado en que había quedado, ordenando que lo llevaran al Theseus, que estaba bastante alejado. ¿Por qué acude ahora a verla, en plena convalecencia? La soledad espolea a veces la impaciencia. Y la impaciencia suele ser mala consejera. Desde que vio por última vez a Betsy, pocas horas antes de la humillante derrota, ha transcurrido para él una eternidad.

          En el mar, la soledad se agranda, más aún si está cerca el objeto del deseo. Él, que adivinaba con lucidez meridiana las más intrincadas maniobras, se tortura ahora por saber cómo reaccionó lady Fremantle cuando llegó a sus manos la misiva y si comprendió la significación de su mensaje penosamente escrito entre el dolor de la amputación reciente de su brazo y el deseo que lo atormentaba. Es un compulsivo, mas no deja de envanecerse de serlo, porque, en no pocas ocasiones, sus corazonadas, tanto en la mar como en el amor, le llevaron a holgadas victorias. Ahora, tuerto y manco, se siente de nuevo oscuramente empujado a librar otra incierta batalla. Qué pudo haber ocurrido aquella noche, en el transcurso de la cena con los Fremantle, no se sabe y es casi seguro que nunca se sabrá. Ni siquiera el fisgón de William McPherson logró averiguarlo, o se lo calló para siempre.

          Pero en su carta a Mr. Stewart deja abierta la escotilla a cualquier suposición: “Cuando el almirante regresó a bordo de su propio barco -escribe el artillero- el timonel del capitán, yo mismo y dos o tres más de los barqueros fuimos llamados a la cabina para ordenarla y lavarla, y mientras la limpiábamos vi este pedazo de papel sobre el suelo del camarote; lo cogí, y, tras mirarlo, supe que era uno de los escritos del almirante con su mano izquierda y lo guardé en mi bolsillo; desde entonces lo cuido con esmero”. El pedazo de papel abandonado era, no cabe duda, el billete que Nelson envió a Misa Bessy una semana antes. Todo parece indicar que aquella noche el león inglés perdió también este otro combate. Mr. Stewart estaba muy interesado por ver la misiva. Sobre ella había hablado “a menudo” con el ayudante del cabo de cañones del Seahorse, las veces que ambos se habían encontrado cuando McPherson regresaba a su hogar.

          En realidad, lo que Stewart buscaba era la manera de hacerse con el pequeño billete. Debió transcurrir bastante tiempo hasta que vio hecho realidad su propósito. No le costó poco. Entre tanto, el taimado McPherson consiguió sacarle buenas tajadas, hasta que no pudo más. Cabe preguntarse qué favores le hizo Mr. Stewart –“usted ha sido tan bueno conmigo últimamente...”- para obligarlo a que, por fin, se rindiera y le enviara el papel, aunque con la advertencia de que era sólo “para su inspección”. ¿Por qué el empeño de Mr. Stewart? ¿Era suyo, o actuaba en favor de otra persona? El rastro de la misiva se perdió. Al final de la carta, McPherson quiere curarse en salud y le puntualiza a Mr. Stewart: “Lo que yo he escrito acerca de este asunto no puedo deponer que sea verdad”. Yo, tampoco.

P/sp.: El excelente libro Fuentes documentales del 25 de julio de 1797 ha sido la base de este relato.

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