Presentación del libro de Rafael Zurita Molina "Crónicas del Puerto de Santa Cruz de Tenerife. Siglo XX"

A cargo de Sebastián Matías Delgado Campos (Salón de Actos de CAJA 7, Santa Cruz de Tenerife, el 9 de diciembre de 2010).

 

          Decía  el profesor don Antonio Rumeu, hablando a propósito de nuestra población, que Santa Cruz de Tenerife es puerto y puerta y aún cuando pudiera parecer que esta afirmación es sólo un ingenioso juego de palabras parecidas, que comparten un común origen etimológico, encierra, en verdad, una realidad más profunda.

          No es menos cierto que, siendo distintas y teniendo distinto significado, estén relacionadas; y es que, en efecto, si bien se puede ser puerta sin ser puerto, no se puede ser puerto sin ser puerta, de modo que ésta resulta ser, para aquél, una condición necesaria; mas aún, podemos afirmar, sin la menor reserva, que se es puerto porque se es puerta.

          Tan clara se tuvo esta idea desde tiempos remotos que incluso fue materializada físicamente en una de las siete maravillas de la antigüedad: el Coloso de Rodas, una gigantesca escultura de bronce (su altura equivaldría aproximadamente a la de la Casa Sindical) realizada en el siglo III a. JC: por el escultor Cares de Lindos, que representaba al dios Helios (el Sol). La colosal figura apoyaba sus pies en cada uno de los pilonos de entrada que conformaban la bocana del puerto de los rodios, de forma que las embarcaciones pasaban bajo el arco de sus piernas al entrar o salir de aquél, en una concreción perfecta de la idea de puerta.

          Y no quiero pasar por alto el detalle de que, además, el dios de la luz enarbolaba en su mano izquierda una antorcha, que se mantenía permanentemente encendida, para señalar su situación y guiar hasta allí a los navegantes, es decir, el Coloso era a la vez puerta y faro.

          Referido a Santa Cruz de Tenerife esta idea del puerto-puerta alcanza una especial significación histórica. Recordemos que en los tiempos antiguos, de la navegación a vela, los barcos que arribaban a Canarias lo hacían desde Europa, apoyándose en la costa africana para no adentrarse en el Mar Tenebroso, empujados por los vientos alisios en dirección Noreste-Suroeste, en la cual habían de encontrar forzosamente a nuestras islas y recalando en sus costas orientales (todos los principales puertos canarios están por este lado), en algún lugar que gozara de protección natural, al abrigo de los propios vientos que los habían traído.

          En Tenerife, la situación más propicia era la costa de Añazo, resguardada por el inmenso espaldón que le proporcionan los montes de Anaga, y por eso fue el elegido para los sucesivos desembarcos de la conquista: el de Diego García de Herrera en 1464, el del gobernador Maldonado en 1492 y finalmente, en dos ocasiones sucesivas  los del Adelantado Fernández de Lugo.
Siempre he sospechado (sin otro fundamento y por tanto sin ningún rigor histórico) que, incluso el de los misioneros que trajeron consigo la imagen de la Candelaria, mucho antes, se pretendió por este lugar y que fue abortado por las corrientes marinas que lo llevaron más al sur, a las playas de Chimisay. Por tanto, Añazo no fue una elección caprichosa como puerto de arribada  sino que cabe calificarlo como puerta natural de la isla.

          Pero a estas razones geográficas hay que añadir necesariamente otras de tipo estratégico. En efecto, el Adelantado necesitaba para instalar su Real un lugar seguro de las posibles acometidas de los naturales, de fácil aprovisionamiento y evacuación (conexión con Gran Canaria), y Añazo, perteneciente al menceyato de Anaga, uno de los bandos de paces, se lo proporcionaba; pero además, de cara al enfrentamiento con los de guerra, situados en el  norte, al otro lado de la cresta dorsal de la isla, precisaba que, desde él, se posibilitara un fácil traslado de la una a la otra vertiente, y para ello, en nuestra isla, el camino más fácil y breve entre sur y norte, aún hoy, es el paso que desde Añazo sube a Aguere y, desde allí pasa al otro lado.

          Así pues, Añazo fue realmente no sólo la puerta natural de arribada sino tambien la puerta estratégica de la isla y esta condición es la que explica y justifica la existencia de nuestro Santa Cruz de Tenerife. Su puerto es por tanto no una instalación más o menos necesaria junto a otras, sino su auténtica razón de ser. No se entiende esta que ha sido villa, lugar, plaza fuerte y finalmente ciudad, sin su puerto-puerta.

          Viene todo esto a propósito del precioso libro que hoy presentamos bajo el engañoso, por modesto, título de Crónicas del Puerto de Santa Cruz de Tenerife, siglo XX, del que es autor Rafael Zurita Molina.

          Hay en nuestra castellana lengua varios proverbios que inciden en la misma idea: "De tal palo, tal astilla", o "Hijo de gato caza ratones", y también "De casta le viene al galgo ser rabilargo", etc. Y digo esto porque, aunque la actividad profesional de Rafael Zurita se desarrolló en Telégrafos (al fin y al cabo una forma de comunicación), intuyo (no se lo he preguntado), que su vocación ha sido siempre la periodística, porque, como él mismo dice: "Soy hijo, hermano y padre de periodistas", y es obvio que, sobre él, pesa, como no podía ser de otro modo, el magisterio también personal) de aquél periodista excepcional que fue su padre don Víctor Zurita Soler, al que muchos de los presentes asociamos indefectiblemente al vespertino La Tarde que conocimos.

          Con un estilo sobrio y riguroso, que simultanea la escueta y objetiva noticia, con el  sagaz comentario, Rafael Zurita nos tiene acostumbrados a numerosos artículos en  publicaciones locales y a intervenciones radiofónicas aisladas o como contertulio, siempre con el norte de los intereses de su ciudad y de su isla a las que ama profundamente, y ello sin abandonar nunca su tono amable, considerado, respetuoso y educado que es consustancial a su manera de ser.

          Su jubilación lo ha liberado de obligaciones cotidianas y lo ha ganado definitivamente para el ejercicio de su verdadera vocación que ha empezado con la materialización de la FUNDACIÖN VICTOR ZURITA SOLER, que preside y que guarda celosamente el patrimonio editorial del diario La Tarde y ha seguido, obsequiándonos con dos interesantes libros ya publicados: Tenerife con olor a tinta; rudimentos de las artes gráficas: de la tipografía al offset, en 2003 y El Sur de Tenerife, cronografía de un paisaje, en 2006.

          Ahora, Rafael Zurita pone en nuestras manos un nuevo libro que se hacía imperiosamente necesario y que viene a resultar, ya desde el mismo momento de su aparición, imprescindible testimonio de la historia de nuestro puerto, de nuestra ciudad, de nuestra isla y aún de nuestro archipiélago entero. Y he dicho antes que su título era engañoso porque bajo la aparente modestia de ofrecernos una recopilación de ajenas crónicas periodísticas de nuestro puerto, durante el siglo XX, nuestro autor ha hecho un formidable y atinadísimo trabajo de selección que lo convierten en cronista de cronistas. Ahí, en la estructura que ha dado a su libro, en ese esfuerzo considerable por exhaustivo, en ese eficaz discernimiento para reparar en lo que más importa, en la habilidad conque ha aislado lo verdaderamente noticiable de lo rutinario, se manifiesta su olfato periodístico y su personal manera de ver las cosas. Por ello este su trabajo supera lo impersonal de un frío índice o un mero inventario, para mostrarnos en su empeño didáctico, su inconfesada pero evidente intención pedagógica y aleccionadora.

          El resultado es un ameno y jugoso libro estructurado en cuatro grandes bloques:

          El primero, que constituye para el autor la 1ª Parte, a la que llama Sinopsis histórica, contiene un personal resumen de los antecedentes históricos desde la llegada de Fernández de Lugo, en 1494, hasta 1900. Se recogen en sendos capítulos los acontecimientos más relevantes desde el punto de vista portuario acaecidos durante los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX; tales como la fundación, los embarcaderos, muelles y finalmente el puerto, el paso de los numerosos personajes navegantes, conquistadores y colonizadores hacia el Nuevo Mundo, los ataques corsarios de franceses e ingleses, la consolidación como plaza fuerte, su progresión hasta convertirse en el más importante puerto comercial del archipiélago, refrendado con el establecimiento y el control de la Capitanía General y la Real Aduana, su heroica resistencia a las innumerables epidemias, etc. Rafael Zurita explica todo esto a partir del hermoso escudo de la ciudad, que es, ciertamente, uno de los más inteligentes emblemas-resumen de su historia.

          La segunda parte la integran los otros tres bloques, que llama Ciclos, y hace corresponder sucesivamente a los periodos 1901 a 1939, 1940 a 1975 y 1976 a 2000, cuyas fechas explican por sí mismas lo atinado de su elección. Aquí, nuestro autor cambia de estrategia  y nos ofrece un compendio de crónicas periodísticas seleccionadas de entre las publicadas por los periódicos del momento, a las que añade, en ocasiones, algún artículo-comentario propio que justamente entiende necesario y complementario.

          La obra se inicia con una Introducción a modo de Preludio y concluye con un a modo de Epílogo que titula En los albores del siglo XXI.

          Centrándonos en la 2ª Parte, que es la que constituye el corpus primordial del libro, importa destacar que nada sustantivo ha escapado a nuestro autor:

               - los distintos proyectos portuarios y sus ingenieros autores;

               - la progresión en la construcción de nuestro puerto y de las instalaciones portuarias;

              - su uso por las diferentes navieras fruteras, carboneras, petroleras, de mercancías o de pasajeros, etc.;

              - la escala de los buques más significados desde los grandes cruceros trasatlánticos a los de línea regular, pasando por los de escuela, los de flotas de las distintas armadas, los veleros de regatas, los yates de recreo, los petroleros, etc.;

               - la arribada y visita de grandes personajes como reyes e infantes, militares, políticos, artistas, etc.;

               - los festejos marineros;

               - la fundación de la Junta de Obras del Puerto y su evolución hasta la Autoridad Portuaria;

               - la aparición de la Refinería, del Real Club Náutico de Tenerife, la nueva Comandancia de Marina, el Balneario,, el Centro Deportivo Militar de Paso Alto, la Nueva Escuela Superior de Náutica, la Capitanía Marítima, etc.;

               - el impacto de ciertas decisiones políticas tales como la Ley de Cabildos, la supresión de ciertas escalas, etc. y las huelgas portuarias y…

               - una varia miscelánea complementaria.

          Todo ello, crónicas y comentarios están rigurosamente ordenados de forma cronológica, lo que permite seguir fácilmente y apreciar adecuadamente la evolución histórica experimentada  por el puerto, por los barcos y por todo su entorno mediato, en una completísima panorámica que, al contemplarla ahora en su envergadura, llega a causarnos sorpresa, asombro y, finalmente, complacencia.

          Comentario aparte merece la riquísima ilustración fotográfica, muchas veces inédita, otras de difícil acceso, salvo en hemerotecas o colecciones y archivos particulares, y siempre enriquecedora, que complementa el libro y constituye un documento gráfico de primer orden, valiosísimo y capaz de justificar por sí solo una apetecible publicación.

          No es este libro una historia del puerto de Santa Cruz de Tenerife, ni pretende serlo  (ya hay para ello enjundiosos libros como el del profesor Cioranescu, el de Perdomo Alfonso y Padrón Albornoz, el del profesor Murcia Navarro, o los varios de divulgación de mi querido contertulio e incansable divulgador José Manuel Ledesma), pero sin serlo, ni quererlo ser, viene a resultar una oxigenante ventana que permite asomarnos al riquísimo caleidoscopio de la realidad histórica que testimonia.

          Ojear este libro una y otra vez, leerlo y releerlo; dejarse arrastrar hacia ese mundo marino, marinero y portuario que a través de él se respira; vivir en él y a su través la verdadera dimensión que nuestro puerto ha tenido para nuestra ciudad; adquirir el conocimiento cierto de su necesidad e imprescindibilidad; alimentar en nosotros el sentimiento más profundo de que forma parte indisoluble de lo nuestro;, defenderlo sensata pero enérgicamente y aprender a quererlo si es que hemos dejado de hacerlo por ignorancia o por indolencia, son, sin duda, los estímulos que este libro nos provoca.

          Por mi parte, no he podido evitar el preguntarme cuándo perdí mi diálogo con nuestro puerto. Se me han venido, no sé si agigantados o no, los gratos recuerdos de otros tiempos en los que era frecuente entre los santacruceros dar un paseo hasta el muelle (en ocasiones hasta la “punta del muelle”, como entonces se decía al referirse al extremo del dique sur), ver la llegada o salida de los correillos interinsulares a los que acudían palmeros y gomeros, sobre todos, a despedir o recibir a sus paisanos y a echar sus cartas en la estafeta colocada al pie de las escalerillas de acceso para asegurarse la más rápida de las llegadas a su destino.

          Los colegiales de las Escuelas Pías (al igual que nuestro autor) contemplábamos desde el Quisisana la entrada o salida de aquellos barcos que sabíamos distinguir: los de la línea C, el Franca C, el Andrea C, el Anna C, etc.; los "contes", el Conte Grande, el Conte Biancamano, los de la flota Lauro, los Pinillos, el Vera Cruz y el Santa María (aquel del desgraciado episodio de Galvao) y tantos otros que conocíamos porque acudíamos a las correspondientes navieras  a pedir las tarjetas postales, que coleccionábamos, y los íbamos a ver de cerca, desde el malecón del dique sur;  los buques-escuela de los diversos países y los otros veleros de aquella memorable regata Brest-Canarias; las formaciones de buques de la armada con el crucero-acorazado Canarias al frente, etc...

          Creo que fue más tarde, cuando se estableció la prohibición de acceder libremente a los muelles, cuando  se empezó a perder contacto con el puerto. Tanto los barcos como la actividad portuaria resultaron ahora más lejanos y menos accesibles y la ciudad empezó a perderle el pulso a lo que ocurría delante de ella, a pesar de que en los periódicos aquel inefable Luis Ramos, continuaba machaconamente con su sección "El Puerto es lo primero"  y el competentísimo Juan Antonio Padrón Albornoz nos deleitaba con sus  magistrales historias y crónicas de barcos.

          En nuestros días, la inmensa mayoría de nuestra población y, especialmente la más joven, vive, no diré de espaldas, pero sí ajena a nuestro puerto, salvo en lo que se refiere el tráfico entre islas. Sólo parece despertar su interés cuando se produce la estadía de alguno de esos magníficos cruceros o yates que ahora nos visitan, en ocasiones con una coincidencia que confiere a nuestro puerto una espectacular imagen. Pero, en realidad, desconoce  la verdadera importancia de todo lo demás, yo diría que hasta le molesta ver un contenedor o un depósito comercial, porque sólo valora la marina como un espectáculo y no como un  recurso, como una fuente de vida.

          Incluso, en ocasiones, tengo la sensación de que a la ciudad le resulta indiferente su existencia y reconozco que algunas noticias me tienen sumido en la perplejidad. A estas alturas no sé cuales son las posibilidades reales de nuestro puerto y me resulta imposible tener formada una opinión fundada sobre ello porque se ha mentido no poco y se ha dado por expertos opiniones muy contradictorias.

          La última ocurrencia es la de convertir el Muelle de Ribera en una playa que se extienda desde la Plaza de España al Muelle Norte, lo que no acierto a comprender, porque me parece un monumental dislate, que supondría la puntilla para nuestro puerto.

          En llegando a este punto siento que he equivocado el rumbo de mi intervención, dejándome llevar por los recuerdos, los sentimientos y las opiniones personales. Pero es que entre las muchas virtudes que nuestro libro tiene, no es la menor la de provocar en el lector una seria reflexión sobre el puerto. Preguntarse ¿qué se yo del puerto?, ¿qué es el puerto para la isla y para mí?, ¿por qué no me intereso más por el puerto?, ¿por qué no lo vivo más?. Y me parece que a  estas preguntas que el lector puede formularse, debería acompañar una actuación decidida, enérgica y positiva de las distintas administraciones para formar conciencia adecuada y estimular el interés de los ciudadanos.

          Así pues, me parece oportuno insistir, en este momento, en una vieja idea que muchos hemos tenido y aún anhelamos, como es la de la creación de nuestro Museo Naval, que es lo menos que debemos a la tan intensa relación de la ciudad con los barcos y a lo mucho que a ello le debemos; una instalación necesaria que serviría para contestar todas las preguntas que antes he formulado, o incluso simplemente para constituir un recio testimonio que despierte la curiosidad de los más jóvenes. Sé que nuestra indolencia en este terreno ha permitido la desaparición de valiosos y documentadísimos paisanos que hubieran ofrecido su contribución generosa para este empeño y estoy seguro de que aún los hay, como también lo estoy de que, entre nuestras gentes, existe un rico patrimonio documental y material capaz de conformar un sólido contenido, ¿Será posible alguna vez?

          Pero, vuelvo tozudamente a la idea inicial: nuestro puerto es nuestra puerta, la que da sentido a nuestra casa, y a todos debe interesarnos primero que alguien quiera venir a ella y luego, que se encuentre una acogida tan cálida como si fuera la suya, porque, además, la nuestra siempre quiso ser una ciudad generosa y hospitalaria.

          Les recordaba que el Coloso de Rodas era puerta y faro y, curiosamente, si nuestro puerto tiene algún elemento simbólico, éste es la vieja farola, inmortalizada por la copla que cantamos todos los canarios de esta y de cualquier isla, porque esta noche no alumbra. Dejó de hacerlo en 1954, según nos cuenta Martínez Viera en uno de sus gratificantes artículos (incluido oportunamente en este libro); y aún cuando no quepa lamentarlo como la desaparición del monumental Faro de Alejandría (por cierto otra de las maravillas de la antigüedad), ¿sería éste un dramático presagio de futuro?

          Cómo me gustaría a mí que resurgiera con esplendorosa luminosidad como síntoma inequívoco de un puerto moderno, revitalizado, competitivo y acogedor, pero también que alumbrara con potentísima luz la densa oscuridad cultural y ciudadana en que se ha sumergido  una ciudad como la nuestra que, paradójicamente se caracteriza por la simpar belleza y placidez de sus noches.

          Sí, nuestro puerto es puerta y faro y por eso, este libro de Rafael Zurita resulta enormemente oportuno, porque en él se constata su riquísima y aleccionadora realidad histórica, porque contribuye a formar consciencia sobre el mismo y porque, subliminalmente, nos interroga sobre su futuro. Su lectura que recomiendo vivamente por su amenidad y sencillez, me parece obligada para cualquier santacrucero con sensibilidad y responsabilidad.

          Pongo aquí punto final a mis disgresiones felicitando muy sinceramente al autor por este producto maduro de su trabajo y mostrándole mi personal gratitud por regalarnos con tan preciosa publicación.

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