Roberto Martinón en la Academia de Bellas Artes

A cargo de Sebastián Matías Delgado Campos  (Salón de Actos de la Real Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel Arcángel, Santa Cruz de Tenerife, el 15 de diciembre de 2009).

 

          La Real Academia Canaria de Bellas Artes, recibe hoy como Miembro de Número al escultor don Roberto Rodríguez Martinón que me ha distinguido con la responsabilidad de realizar, en este solemne acto, su laudatio.

          Heme aquí, y no es por primera vez, en la situación de que, siendo miembro de la Sección de Arquitectura a la que estoy adscrito en razón de mi profesión, debo resaltar los relevantes méritos que se acumulan en el quehacer, y que justifican el ingreso en nuestra Corporación, de un artista escultor que, lógicamente, se integrará en la Sección de Escultura.

          Sin embargo he de confesar que no dudé ni un momento en aceptar su amable invitación por varias razones:

               - en primer lugar, porque no podía desairar a quien tan inmerecidamente me había elegido;

               - en segundo lugar porque aunque nuestro conocimiento personal (que no el de su obra) es reciente, creo que puedo afirmar que se ha establecido entre ambos una cierta sintonía que, al menos por lo que a mi respecta se basa no sólo en la calidad de su obra artística, sino también en la humana;

               - en tercer lugar porque, también es cierto, que aceptar este cometido forma parte, según entiendo, de mis obligaciones académicas;

              - y, en último lugar, porque desde que tomé contacto con el mundo de la Historia del Arte, a los 13 años, allá por los lejanos días del curso 1955-56, he sentido siempre un enorme interés, casi diría debilidad,  por la escultura.

          Una vez aceptado tan honroso cometido, me embarga la enorme inquietud de no saber ni poder estar a la altura de la formidable calidad y contenido de su obra, con tan insignificante bagaje como es el mío.

          Así que decidí, ya que esta ocasión me la brinda, someterme (y ahora someterles) a una mínima reflexión sobre la escultura, para encuadrar adecuadamente la obra de nuestro artista. Y, al hacerlo, la primera pregunta que me asaltó fue la del porqué de esta disciplina que nació en el Neolítico como una necesaria manifestación del hombre sedentario.

          El diccionario de la Real Academia de la Lengua, con la lógica simplicidad inherente a todo diccionario, dice que “escultura es el arte de modelar, tallar o esculpir en barro, piedra, madera, etc., figuras de bulto.” Esta definición, que a nuestros ojos resulta tan insuficiente y hasta ingenua, atina sin embargo en su origen: la escultura persigue hacer artísticamente figuras de bulto.

          Es decir, la aparición de la escultura es la conquista de la tercera dimensión en el arte de representar, hasta entonces reducido a las dos que le brindaba la pintura. Este salto no se produce, como sabemos, bruscamente, pues ya, frecuentemente, las pinturas paleolíticas aprovechaban (como decía un antiguo profesor en bachillerato), los salientes o protuberancias de las rocas para conseguir la sensación de relieve que su elemental técnica en una representación plana no le permitía lograr satisfactoriamente.

          Así es cómo, en los primeros momentos, la escultura se entrega a la representación de figuras preferentemente zoomórficas (personas y animales), que son las que tienen capacidad de moverse, como en un deseo de inmovilizarlas para la contemplación o para su perennidad. Es el primer intento de conquistar la forma, quizá con fines mágicos o lúdicos.

          En seguida aparece la idealización: figuras de reyes o jefes con atributos extraños (cuernos, etc.), o de animales fantásticos (toros alados, esfinges, etc.), lo que implica que la escultura se convierte en un instrumento al servicio de una ideología del poder. Llama la atención el observar el contraste entre el extraordinario dominio en la representación de las cabezas (por ejemplo en los antiguos artes egipcio, mesopotámico o persa), en las que se quiere concretar la personalidad o el poder del retratado, y la evidente simplificación en la representación de los cuerpos realizada de forma convencional, lo que acentúa su carácter instrumental. Es también el momento en que aparece el bajorrelieve, hasta tal punto con carácter documental, que llega a servir de escritura.

          El mundo de los griegos introduce, con la necesidad de representar a sus dioses antropomórficos, atletas y guerreros, una nueva conquista de la idealización: la búsqueda de la belleza de la forma, mediante el establecimiento de cánones de proporción, y ello sin abandonar el retrato, ahora totalmente humanizado, realista y desprovisto de toda simbología. Aportación importante es el desarrollo de los grupos de figuras en tímpanos de frontones y de los relieves en secuencia continua especialmente en frisos, lo que liga la escultura al relato y al movimiento. Quizá es éste de los griegos el primer momento en que, a través de la búsqueda de la perfección, los escultores adquieren verdadera conciencia de artistas.

          A los romanos la escultura les interesó sobre todo, y de nuevo, con fines instrumentales, por eso no les importó copiar modelos griegos e, incluso, el retrato de los personajes se realiza con frecuencia colocando las cabezas de los representados sobre cuerpos de taller previamente realizados. Los relieves de los arcos de triunfo, las columnas conmemorativas, etc., son testimonio del más grande interés histórico y evidencian una gran maestría, pero su finalidad no era artística, sino documental.

          Esta utilización de la escultura como memento personal e histórico ha hecho fortuna a lo largo de la historia posterior. Nuestras ciudades suelen estar colmadas de bustos y estatuas personales y ecuestres, en destacados emplazamientos urbanos sin que, en ocasiones, tengan el menor interés artístico.

          En el arte cristiano, la escultura va a evolucionar desde el simbolismo expresionista del arte paleocristiano, bizantino y medieval hasta el más acentuado realismo del  barroco, en un proceso paralelo al desarrollo del pensamiento, el sentimiento y la práctica religiosa.

          En realidad, en gran parte de este periodo, la escultura es un instrumento plástico al servicio de la difusión de los temas bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en el que el escultor se ve precisado a imaginar y dar forma a infinitos personajes y situaciones, de manera que el protagonismo es del fondo (los temas) sobre la forma.

          Una aportación excepcional se le deberá al humanismo renacentista, que rescata los ideales de belleza y los aplica no sólo a las representaciones bíblicas (relieves en puertas, David, Moisés, Cristo, etc.), sino también a las profanas (Perseo, Mercurio etc.) y a las de personajes significados (estatuas ecuestres de Colleone y Gattamelata., retratos de los Medicis, etc.).

          La iconoclastia luterana y reformista aborta lo que pudo ser una tendencia humanística generalizada y dejó el terreno libre al contrarreformismo dogmático y beligerante que utiliza, sobre todo, al barroco como lenguaje y a la escultura realista como vehículo de intensificación y expansión religiosa. Ahora, la forma ha pasado a dominar claramente al fondo y la escultura sale a la calle a provocar el fervor de los creyentes.

          De la mano de la Ilustración, la escultura vuelve de nuevo sus ojos al mundo greco-latino y a su interés por la belleza. Los artistas dejan ahora de estar al servicio de la nobleza y, aunque seguirán teniendo encargos oficiales, conquistan su independencia para plantearse libremente sus temas, aparcando prácticamente los religiosos, en beneficio de los profanos. Sin embargo, éstos van a ser cada vez más anecdóticos y se terminará cayendo en un preciosismo formal durante la mayor parte del siglo XIX.

          Va a ser el siglo XX el que traiga la revolución (que ya se había iniciado a finales del anterior) a la escultura, con la liberación de todas las normas y tradiciones históricas, objetivos, temas, materiales, formas, intenciones, ubicaciones, etc.

          La universalidad de los materiales y de los temas va a dar como resultado nuevas formas estáticas, dinámicas, luminosas y hasta sonoras.. Los nuevos emplazamientos van a suponer nuevos desafíos para la originalidad de los artistas, y la aparición de la abstracción, en su diversidad de formulaciones sucesivas, va a suponer también un gran desafío para su comprensión y aceptación por el gran público que ha de situarse frente a la obra de arte con un nuevo y más reflexivo talante que requerirá un mayor esfuerzo para comprenderla y asimilarla y que deberá entender, por primera vez, la absoluta relatividad del mensaje artístico que es sólo válido para cada individuo.

          La escultura, que partió de una búsqueda formal con fines instrumentales y, como tal de ser un arte al servicio del poder, en mayor o menor grado, se halla ahora, liberada de cualquier atadura conceptual o ideológica, sumida en un imparable proceso de búsqueda de cualquier experiencia estética y emocional sin que, en su acracia, puedan detectarse objetivos precisos que la conduzcan a no sé que nuevos puertos y situándose, en ocasiones, al borde mismo de la descomposición. Es el tiempo de la innovación, de la investigación, de la experimentación de toda forma, de todos los materiales, de todas las intenciones, y de todos los efectos y situaciones; es el triunfo definitivo de la aventura creativa y de la total libertad del artista.

          ¿Quién sería ahora capaz de definir la Escultura? Si tuviéramos que hacerlo, nos hallaríamos ante un imposible, pues ahora, como nunca antes, estamos ante una manifestación real de un fenómeno, de algo que es tan complejo y conexo que no se deja encerrar dentro de los límites de una definición, de aquí la ingenuidad del diccionario, con la que comenzamos.

          Y, porque la especulación artística pura nunca había sido tan intensa, tan profunda, tan atrevida (casi diría osada) y tan rabiosamente innovadora, nunca la evolución había sido tan rápida, ni tan diversa, ni tan fecunda en resultados. Y, a pesar de esa vorágine evolutiva ha sido posible el que, en medio de ella y bajo su paraguas enriquecedor, hayan surgido y sigan surgiendo, como nunca antes, creadores, maestros que han encontrado su propio lenguaje y se han afanado en profundizar en él con resultados más o menos espectaculares, y tan valiosos como los de cualquier momento histórico anterior; y también, cómo no, la aparición de los falsarios que bajo un pretendido ropaje de modernidad no hacen otra cosa que evidenciar su inconsistencia.

          Llegado a este punto, que me parecía previo a hablarles de Roberto Martinón, me permitirán un inciso para rendir aquí mi personal testimonio de admiración hacia la  Escultura española, que no ha gozado del reconocimiento universal que se merece, seguramente por su excesiva vinculación con el arte religioso.

          Porque, dentro de nuestra historia artística la pintura con sus grandes nombres: El Greco, Ribera, Velázquez, Zurbarán, Murillo, Goya, Picasso, Gris, Dalí Miró, etc., ha copado con preferencia, el interés general, dejando semiolvidados, salvo para los estudiosos, a los otros artistas plásticos.

          Así, de entre los arquitectos sólo suena el nombre de Gaudí, y pocos conocen con cierto detalle a artistas tan eminentes como Juan Bautista de Toledo, Juan de Herrera, Andrés de Vandelvira, Ventura Rodríguez, Juan de Villanueva, Silvestre Pérez, Antonio Palacios, Doménech i Montaner, Puig y Cadafalch, Jujol, Secundino Zuazo, Fernando García Mercadal, Luis Blanco Soler, Rafael Bergamín, Luis Gutiérrez Soto, Carlos Arniches, Modesto López Otero, Casto Fernández Shaw, Sixto Illescas, José Luis Sert, José Antonio Coderch, etc., por nombrar sólo un ramillete de los más significados.

          Y asimismo, resulta igualmente injusto ignorar a nuestros grandes escultores, como aquellos que también trabajaron magistralmente en mármol: Felipe Vigarny, Diego de Siloe, Bartolomé Ordóñez; Damián Forment, Gabriel Joly, etc., o en toda la inmensa producción religiosa en madera (bautizada como imaginería y quizá por ello poco estimada), que abarca el asombroso esplendor de los inmensos retablos y la obra de artistas como Alonso Berruguete (nuestro Greco escultórico y, en mi opinión grande entre los grandes), Juan de Juni, Gregorio Fernández, Manuel Pereira, Juan Martínez Montañés, Juan de Mesa, Alonso Cano, Pedro de Mena, Pedro Roldán, Francisco Ruiz Gijón, José Sánchez Barba, Pedro Duque Cornejo, Francisco Salzillo, etc.; o en la posterior, ya dentro de los moldes clásicos y de nuevo en materiales no lígneos, con los Álvarez, Vallmitjana, Bellver, Querol, Mogrovejo, Inurria, Llimona, Hugué, Clará, Julio Antonio, Mateo Hernández, Victorio Macho, Emiliano Barral y Mariano Benlliure, etc.

          Afortunadamente, el siglo XX, con los ingredientes que antes señalé, ha venido a llamar poderosamente la atención sobre nuestros escultores, en cuya nómina hemos de registrar artistas tales como Pablo Gargallo, Julio González, Alberto Sánchez, Ángel Ferrant, Jorge Oteiza, Pablo Serrano, Eduardo Chillida y hasta Picasso y Miró, amén de una copiosa lista entre los que cito a Gabino, Sempere, Alfaro, Mendiburu, Bastarrechea, Corberó, nuestro Académico de Honor Martín Chirino, Sobrino, Torner, Subirachs, etc.

          No han tenido mejor suerte los escultores canarios, salvo algún caso aislado. Del periodo dominado por la escultura religiosa en madera, pocos, salvo los iniciados,  conocen la obra de Antonio de Orbarán, Lorenzo de Campos, Francisco Alonso de la Raya, Cristóbal Osorio Melgarejo, Lázaro González, Bernardo Manuel de Silva, Alonso de Ortega, Miguel Lorenzo Villanueva, Sebastián Fernández, Marcos Guillén, José Rodríguez de la Oliva, José Luján Pérez (que es la excepción, también por su categoría artística), Fernando Estévez o Aurelio Carmona, etc., por citar sólo los más calificados.

          Más conocidos por nosotros, sólo en razón de nuestra contemporaneidad, son Francisco Borges, Manolo Ramos, Eduardo Gregorio, Juan Jaén, Juan Márquez, Enrique Cejas, Abraham Cárdenes, Plácido Fleitas, Tony Gallardo y nuestros académicos Mª Belén Morales, Manuel Bethencourt, Pepe Abad, Juan Bordes, Juan Antonio Giraldo Juan López Salvador, Leopoldo Emperador y quien se incorpora hoy a nuestra Institución, Roberto Martinón.

          Estas amplias, pero incompletas, porque serían si no interminables relaciones, (y pido excusas por las omisiones) muestran, siquiera sea a vuela pluma, la fecundidad del arte escultórico español y del que se ha producido en Canarias, en particular. Anida entre nuestras gentes el convencimiento de que cualitativamente los maestros que trabajaron en Canarias están muy por debajo de los grandes maestros nacionales y es de justicia reconocerlo si nos movemos dentro del periodo dominado por la escultura religiosa, salvo excepciones tales como Luján o Estévez, pero no está nada claro que esto pudiera decirse de los contemporáneos que, sin embargo, han padecido la falta de difusión y proyección a nivel exterior (salvo muy contadas excepciones), que la muy estimable calidad de sus obras merecería.

          Con este bagaje, que quizá les haya resultado excesivo, y quién sabe si innecesario, me atrevo a situarme frente al testimonio de nuestro nuevo Académico, Roberto Martinón. Y lo hago, efectuando inicialmente un breve repaso a su peripecia vital, que  nos muestra que nació en Madrid, hace 51 años, de padre madrileño y madre lanzaroteña.

          Su infancia y adolescencia transcurren entre Lanzarote y Las Palmas, lugar este último donde realizó sus estudios de bachillerato en el Instituto Tomás Morales, y en donde a los 12 años ya estudiaba 2º año de solfeo y 1º de piano y más tarde asistió a la academia de jazz de Luis Vechio. Esta formación musical, aunque elemental, será determinante en su vida, por cuanto aún hoy sigue siendo un intérprete y hasta compositor autodidacta, al piano de su teclado, en soledad o bien formando parte de un pequeño grupo que se reúne sólo para hacer música, periódicamente. Y me atrevo a decir que la influencia  musical no es ajena a su obra: ¿acaso no puede detectarse en ella rastros de la pureza improvisativa de los temas propia del jazz, de su desarrollo a través de variaciones y del sentido del ritmo?

          En 1977, a los 19 años, se traslada a Tenerife con el fin de estudiar, en la Universidad de La Laguna, Ciencias en la especialidad de Biología, materia en la cual había obtenido previamente excelentes clasificaciones. Pero quiso el destino que se instalara en el Barrio de Coromoto, en las cercanías de un maestro alfarero, cuya actividad le interesó de tal forma, que comenzó a modelar en barro pequeñas figuras que luego vendía, sin que, incluso, mediara cocción alguna.

          Roberto Martinón concluyó entonces que lo que a él le llamaba no era realmente la Biología sino la Escultura y, en una decisión valiente, no comprendida por su familia, se matricula en la Facultad de Bellas Artes, donde cursó el primer año. De esta experiencia recuerda que le interesó el Dibujo Artístico, que impartía nuestra compañera en la Academia Maribel Nazco, no así el Lineal que consideró una muestra de la rigidez académica; y recuerda igualmente a profesores como el malogrado Enrique Lite (que fue miembro Electo de nuestra Academia y a cuyo ingreso como Numerario se interpuso la muerte) y a Miguel Angel Lomana, que impartía Historia del Arte.

          Pero Roberto Martinón no estaba satisfecho con las enseñanzas de la Facultad que le parecían más destinadas a la reproducción que a la creación y abandona sus estudios en ella.

          En 1978 se traslada a Barcelona, en cuya Facultad de Bellas Artes de San Jordi realiza diversos trabajos escultóricos en piedra y, a continuación, en un periplo que dura hasta 1980, y que lo pondrá en conocimiento de la mas reciente modernidad, vive estancias diversas en Londres, Lyon, París, Milán y, ya en Italia, termina afincándose en Pietra Santa (Carrara), donde entabla contacto con los escultores del mármol.

          Mientras todo esto ocurría Roberto Martinón no estuvo ocioso, pues ya en 1978, mientras estudiaba en La Laguna participa por primera vez en una exposición colectiva que, bajo el título de LIBERTAD DE EXPRESIÓN, fue itinerante por toda la isla de Tenerife; y en los años 80 y 81, en pleno periplo europeo, repite participación en sendas colectivas realizadas en las salas Magenta, de Santa Cruz de Tenerife, y El Teatrillo, de La Laguna.

          1984 marca, con mayor propiedad, el comienzo de su aventura escultórica, pues en este año, además de participar en una colectiva titulada PANORÁMICA DEL ARTE CANARIO, en La Lonja de Mallorca, realiza su primera exposición individual en la Casa de Colón de Las Palmas.

          A partir de aquí sus comparecencias se suceden con regularidad anual. Así:

               - en 1985 participa en dos colectivas: LÍMITES DE EXPRESIÓN PLÁSTICA EN CANARIAS (Colegio de Arquitectos en Santa Cruz de Tenerife y Castillo de La Luz, en Las Palmas), e INVECAN(Feria del Atlántico de Las Palmas); y realiza su 2ª exposición individual, esta vez en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife.

               - en 1986, participa en la colectiva ESCULTURA IBÉRICA CONTEMPORÁNEA, en la Bienal de Zamora; y lleva a cabo sendas exposiciones individuales en las Salas de Arte y Cultura de Caja Canarias,  en La Laguna y el Puerto de la Cruz.

               - y en 1987, se le encuentra en dos colectivas ANAGA y FIGURA 10 (Colegio de Arquitectos en Santa Cruz de Tenerife y ESCULTORES CANARIOS DE LOS 80, en la Sala de Arte y Cultura de Caja Canarias en La Laguna; y en una nueva individual en la Casa de Colón de Las Palmas, amén de la realización de dos murales en sendos locales comerciales de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas.

          En esta época se inicia su actividad en obras de gran formato, que el escultor realizará siempre en basalto, a saber: el  MARTIRIO DE SAN MARCIAL (1986) en Playa Blanca (Lanzarote) y, en el año siguiente, EL PASEANTE, en el Hotel Escorial de la Playa del Inglés, de Gran Canaria, PINCELADA DE OLAS, mural en Santa Cruz de Tenerife y LANZAMOTRACIA, en Costa Teguise (Lanzarote).

          Se abre ahora un paréntesis en su producción, motivado por una estancia de siete meses en Madrid, en 1988, en los que mantiene un estrecho contacto con Francisco Barón en su taller de fundición en bronce, lo que le procura el necesario conocimiento de esta técnica.

          En 1989, experimenta con la olivina en sus diversos colores: roja, gris, marrón y verde, y en el 90 realiza un múltiple en hierro fundido, por encargo del Colegio de Arquitectos en Las Palmas; un mueble en madera de mongoi y piedra basáltica; y un Homenaje, en bronce. Estas realizaciones muestran que el artista se halla en plena experimentación con diversos materiales, lo que se corrobora en la exposición individual del año siguiente, en la Ermita de San Antonio Abad, de Las Palmas, en la que incluso juega con la confrontación, en una misma obra, de materiales distintos, y en su participación en la colectiva ENCUENTRO, en Tomaren (Lanzarote).

          En otra colectiva, DE TODO CORAZÓN, del año 94, en la Sala de Los Lavaderos de Santa Cruz  de Tenerife, el artista parece ya inclinarse de forma decidida por la utilización de la piedra basáltica, lo que se confirma plenamente al año siguiente, en su participación en la colectiva OXYMORON, del Castillo de La Luz, en Las Palmas y, especialmente, en su individual en el Museo de Arte Contemporáneo de Garachico. Este mismo año realiza la maqueta de una obra que titula MUELLE, no realizada.

          A partir de este año que se me antoja decisivo en la obra del artista por su plena identificación con el material basalto, éste va a ser prácticamente una constante en su obra, hasta hoy, como muestra en las sucesivas exposiciones colectivas de los años 97, en Las Palmas y Granadilla; del 2000,  2002 y 2008 en Tenerife; y en las individuales del 96  y 98 (Las Palmas) y 97, en Tenerife.

          En este último periodo, proyecta en el 99 una escalera en basalto, no realizada y realiza en bronce un múltiple y varias pequeñas piezas. Pero sobre todo es el momento de volver a las obras de gran formato y carácter público, terreno que ya hemos visto cultivó con éxito en los años 86 y 87. Ahora,  con la excepción, que por sus grandes dimensiones demandaba la utilización de otros materiales, de ALCARAVÁN (de 5,45 m. de altura, en hierro y piedra) para Playa de San Juan, en Tenerife, y SAMOTRACIA(de 3,30 m. en titanio), para la Plaza del ingeniero Arrate, en Santa Cruz de Tenerife, realizadas ambas en el 2001, todas las demás, como entonces, estarán realizadas en basalto: IMAN, en 1997, para la Fundación Hernot-Huber, en Tenerife; DIKHO, en 1999, para el Parlamento de Canarias; CLAVE DE SOL, en 2002, para el Hotel Sol-Meliá Volcán, y DICOTOMIA-DOS, en 1993, para la Playa de los Pocillos, ambas en Lanzarote; AGUA, en 2006, para el Parque del Barrio de Salud Alto, en Santa Cruz de Tenerife; y finalmente, por el momento, POTALA, en 2007, para el Parque Islas Canarias, también en Lanzarote.

          Dadas las naturales dificultades que se derivan no sólo de la consecución de materiales, sino de su laborioso proceso de elaboración, la obra realizada en estos 30 años es en verdad considerable y habla por sí sola de su vocación y de la entrega a su tarea creadora, de su actividad escultórica que nunca ha simultaneado con ninguna otra.

          En todo este proceso seguido por el escultor me parece distinguir tres periodos sucesivos:

               - un primer periodo hasta su viaje a Madrid, en el que el artista parece embarcado en la “búsqueda de la forma”, intentando la consecución de nuevas expresiones formales de la belleza o, si se quiere, la belleza en las nuevas formas.

               - un segundo periodo que va hasta 1995, en el que el artista se entrega a la “experimentación con diversos materiales para explorar sus posibilidades formales”, mezclándolos e incluso contrastándolos en una misma obra.

               - y un tercer periodo en el que, decantado por un material, la piedra basáltica, se entrega al ejercicio de explotar al máximo las posibilidades del mismo, haciéndolo sujeto de un insospechado potencial expresivo y volcando sobre él toda una inmensa poética personal que deviene en un resultado sorprendente para el espectador, por lo imprevisto, pero cuya coherencia intelectual y belleza formal forman un todo perfecto. Roberto Martinón llega a  conseguir una “perfecta conjunción entre el material, el fondo (es decir, la idea) y la forma”, que es, según entiendo, lo más y verdaderamente emocionante (y el arte a lo más que puede aspirar es a emocionar). para un espectador inteligente.

          Para corroborarlo he dejado expresamente para el final, el comentar la última y más reciente exposición del artista que, por serlo, entiendo que refleja la madurez conceptual y formal alcanzada. Ha tenido lugar este mismo año en la Galería Mäcula, bajo el título de VENTUN que, como dice el propio artista tiene la doble intención de referirse al viento y a la ventana.

          Fiel a su título, la exposición integrada toda ella por piezas de basalto, muestra dos grupos de obras: uno integrado por aquellas que adoptan formas insólitas cual aleteos  producidos por el viento, en ocasiones en prodigiosa situación de equilibrio (en escultura, la piedra nunca se llevó bien con el movimiento más propio de materiales que podían ahuecarse como la madera o el bronce); y el otro, por piezas en las que predomina la existencia de uno o más marcos a modo de ventanas.

           En ambos casos el artista nos muestra una doble cara, la del aspecto natural y la del elaborado, en un ejercicio de dicotomía firmemente sostenido en su obra, desde 1995, que pretende mostrar, en todo momento las dos realidades de un mismo material, las dos bellezas, la natural y la adquirida por la mano del hombre, por el refinamiento y la sensibilidad artística de su entendimiento del mismo.

          Pero esta intervención es más palmaria en el caso de las ventanas. Aquí se introduce la geometría que sólo se da en el medio natural, en los cristales, pero no en la materia amorfa, y que es señal inequívoca de la intervención humana; una intervención intencionada, estructurada, ordenada, reglada que provoca  muchos interrogantes en el espectador.

          Para los arquitectos, una ventana es un hueco practicado en un elemento de cerramiento, que sirve para asomarse al exterior, pero también para que por él penetre la luz y el aire, es decir, sirve para asomarnos, iluminarnos y ventilarnos, de ahí que su nombre derive del viento que pasa a través de ella. Por eso en esta exposición de Roberto Martinón el protagonista es el viento bien  provocando el movimiento formal de los objetos, o bien dando sentido en negativo a la forma ventana, pues aún cuando no se pueda ver y sí sentir, no existiría ventana sin viento.
Pero no es menos cierto que la ventana es una necesidad que surge de dentro a fuera. Es el que está en el interior el que siente la necesidad de ver lo que ocurre fuera y de tener luz y ventilación hacia dentro. La ventana es, por tanto el marco por el que percibimos el mundo exterior; el fielato entre lo privado y lo público, entre lo íntimo y lo externo, entre nuestro pensamiento y la realidad.

          En este sentido, me parece oportuno recordar algunos párrafos que vierte Ortega y Gasset, en su Meditación del marco, en los que, aún cuando se refiera al marco de las pinturas, dice:

               “Es la obra de arte una isla imaginaria que flota rodeada de realidad por todas partes. Para que se produzca, es, pues, necesario que el cuerpo estético quede aislado del contorno vital… Es más: la indecisión de confines entre lo artístico y lo vital perturba nuestro goce estético. De aquí que el cuadro sin marco, al confundir sus límites con los objetos extraartísticos que le rodean, pierda garbo y sugestión. Hace falta que la pared real concluya de pronto, radicalmente, y que súbitamente, sin titubeo, nos encontremos en el territorio ideal del cuadro. Hace falta un aislador. Esto es el marco...

                Tiene, pues, el marco algo de ventana, como la ventana mucho de marco. Los lienzos pintados son agujeros de idealidad perforados en la nuda realidad de las paredes, boquetes de inverosimilitud a que nos asomamos por la ventana benéfica del marco. Por otra parte, un rincón de ciudad o paisaje, visto a través del recuadro de la ventana parece desintegrarse de la realidad y adquirir una extraña palpitación de ideal…”

          ¡Cuántas ideas, en estos párrafos, aplicables a las ventanas de Roberto Martinón!

          Pero sus ventanas van más allá, porque no son huecos practicados en ningún paramento, sino en el propio aire. El viento, en este caso no es el que pasa a través de sus ventanas, sino el que las conforma. Sus ventanas parece que enmarcan la percepción de un trozo de realidad, aislándola del resto, pero lo que son verdaderamente es el sujeto artístico a contemplar. Es decir, Roberto Martinón le ha dado la vuelta a las reflexiones orteguianas: aquí el viento es el marco y la ventana el objeto estético a disfrutar. Aquí, aquella reflexión poética de Machado de “no hay camino, se hace camino al andar” se transmuta: no es el viento el que hace posible la ventana, sino la ventana la que hace posible el viento, y no un viento físico, claro está, sino intelectual, sensorial, emocional, omnipresente, infinito…, no se sabe si sentido o soñado.

          En cierta ocasión, una maestra preguntó a sus discípulos: "¿qué es una red?".  Y el más despabilado contestó: "Muchos agujeros atados con hilo". Este alumno entendía, aún cuando sólo fuera intuitivamente, la íntima y esencial relación entre hilo y agujeros. Roberto Martinón lo ha traducido artísticamente en el dúo ventana-viento. La ventana es aquí el entramado que hace posible nuestras emociones; más aún, es la emoción misma.

          He aquí la finura y delicadeza de su mensaje artístico, que es, como ya he dicho relativo a cada espectador. Con tal reflexión me resulta fácil entender el mimo con que el escultor realiza su obra y cuida su acabado, en un material que, como el basalto, no es precisamente cómodo para su elaboración. Roberto Martinón, no obstante, se aferra a él con el firme convencimiento de que es el que su tierra le ofrece, y a él se entrega hasta domeñarlo, hasta dotarlo de intención, y ello sin perder nunca la textura, el color y las caprichosas formas en que puede presentársenos. He aquí un valor añadido al sugerente diálogo entre el aspecto natural y el trabajado.

          Espero que estas modestas disquisiciones hayan servido para ponerles en situación de comprender y valorar la obra y el arte de Roberto Martinón, este artista prácticamente autodidacta, infatigable, concienzudo, tenaz y sutil, alejado de modas y camarillas, que, en una decisión tan valiente como arriesgada, decidió un día dejar otros caminos seguramente más fáciles y estables, para vivir decidida y consecuentemente su vocación por y para el arte de “realizar figuras de bulto”, en nuestro tiempo.

          Siempre me produce una especie de rebeldía el tener que caer, por imperativo del procedimiento, en esa injusticia que es el encerrar toda una ejecutoria vital en unas pocas líneas hilvanadas, además, con la subjetividad y el poco conocimiento de quien no es un experto en escultura, ni conoce suficientemente la profundidad de sus inquietudes y reflexiones estéticas. Pero, en realidad, tampoco importa demasiado, porque la apreciación del arte es personal e intransferible, y lo que les he expuesto es el resultado de mi propia experiencia de su obra y persona, que no tiene por qué ser compartido por los demás. Con toda seguridad, ustedes, con mejor y más autorizado criterio que el mío, serán capaces de apreciar y de gozar de la serena quietud formal y la honda inquietud artística de su obra, su reconfortante y placentero placer estético y su denso contenido.

          Creo que la Real Academia Canaria de Bellas Artes, al incorporar hoy entre sus Miembros de Número a Roberto Martinón, incrementa muy acertadamente la nómina de sus mejores artistas escultores. Nos prestigia su presencia y esperamos de él su muy cualificada aportación estética y personal.

          En nombre propio, le agradezco su testimonio vital, le felicito por su nueva condición académica  y le doy la bienvenida, al tiempo que solicito de ustedes, junto a la benevolencia por haber soportado este excesivo parlamento, que le premiemos con el más sincero y caluroso aplauso.

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