Maldita despedida de soltera (Cosas que pasan - 8)

Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 20 de noviembre de 2011).

      
          Mercedes, con el informe entre las manos temblorosas, recordaba, abatida, aquella nefasta noche:

          Cuando Pili, amiga común, la invitó a celebrar la despedida de soltera de Luisa, aun no siendo ésta, ni mucho menos, una de sus mejores amigas, aceptó encantada. Era una oportunidad caída del cielo para salir una noche y evadirse como no lo hacía desde que tuvo su primer hijo, hacía ya seis años. Cuando el niño contaba dos añitos llegó la niña. Seis años sin salir un sábado de marcha. A sus treinta y ocho años, Mercedes se sentía mayor. Tampoco Antonio, su marido, era la alegría de la huerta, y su matrimonio pasaba, entonces, por una etapa de cierta ambigüedad, y aunque quería a su marido y él a ella, para más inri, los momento de más intimidad, además de escasos, dejaban mucho que desear. Por muchos motivos ansiaba esa noche de juerga.

          Habían pasado ocho meses desde aquella despedida de soltera. No recordaba cuantas copas se tomó, pero sí la euforia colectiva de la docena de amigas cuando el striper, guapísimo, alto, fornido, apareció de súbito, y, al ritmo de la música excitante, se fue desvistiendo hasta quedarse tan sólo con un minúsculo tanga que apenas le cubría su generosa naturaleza. Todas, enardecidas, atrevidas, alegres y divertidas, con tres ó cuatro copas de más, como coartada inapelable, pidieron al striper que se despojase de la inoportuna prenda. El joven fornido, contoneándose delante de Luisa, que se anunciaba con un tocado blanco, se deshizo sin contemplaciones del tanga diminuto. Las doce mujeres estallaron en aplausos y vítores, en piropos y alguna que otra obscenidad. Muchas tablas demostró tener aquel joven striper, que durante un buen rato se mantuvo como Dios lo trajo al mundo, bailando y exhibiéndose, haciendo su trabajo como mejor sabía. Más de una se atrevió a masajear la anatomía musculosa del Apolo, Mercedes una de ellas.

          Lo que no lograba recordar Mercedes era cuándo había terminado la fiesta, ni cuándo se despidió de las chicas, ni cómo había acabado en el apartamento del striper. Sí recordaba la suma habilidad en las artes sexuales de aquel muchacho, que no debía llegar a los treinta; y cómo se dejó llevar, sin voluntad alguna de dar marcha atrás. Y también recordaba el terrible remordimiento de conciencia cuando, pasados los efectos del alcohol, entre el dolor de cabeza y las náuseas, observó al striper desnudo sobre la cama, en aquel apartamento desordenado. Se sintió asqueada; sucia: aquel hombre era un absoluto desconocido.

          La siguiente noche, y la siguiente y muchas más, ofreció a su marido multitud de apasionados momentos de amor; infinidad de sensuales episodios de placer. Antonio disfrutó de ellos sin hacer preguntas, ante aquel cambió repentino de actitud. Aquella lujuria pasional duró unas semanas, luego todo volvió a la tediosa rutina, cuando el tiempo transcurrido, inapelable, envolvió en una densa bruma la conciencia de Mercedes. Los niños, el trabajo, la casa, todo estaba igual que antes de la nefasta noche de la despedida de soltera. Hasta que, pasados ocho meses, Mercedes empezó a sentirse mal: extraños mareos, debilidad, falta de apetito. Sin decirle nada a Antonio, acudió a su médico de cabecera. Éste le mandó hacerse unos análisis.

          —¿Si quiere, también se lo puede hacer sobre el SIDA? —le preguntó el médico con naturalidad, como quien da las buenas tardes.

          Mercedes contestó afirmativamente, sintiendo en ese instante un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.

          Ahora, con el informe de los análisis entre sus manos temblorosas, había escuchado a su médico de cabecera el temido diagnóstico; la terrible sentencia:

          —Es usted portadora del VIH, Mercedes, y, por algún motivo excepcional, que tendríamos que analizar, desgraciadamente, a una velocidad sorprendente, ha evolucionado hacia el SIDA —afirmó el médico, con voz grave, bajando la vista sobre la mesa.

          Mercedes recordó aquella maldita noche, entre la angustia y la ansiedad que le oprimía el pecho, apenas dejándola respirar. Había follado con el striper sin ninguna protección. El médico seguía hablándole:

          —Usted está casada, supongo que tendrá relaciones sexuales con su marido, habitualmente  —musitó, mirándola a los ojos, perdidos entre el nefasto recuerdo y el horrible presente.

          —Sí —dijo con un hilo de voz.

          —Su marido tendrá que hacerse unos análisis, ¿la ha podido contagiar él?

          Mercedes se sinceró con su médico de cabecera y le contó su aventura con el striper. El médico, a su vez, también le habló con toda la crudeza que requería la circunstancia.

          —Por la fecha de la que usted me habla, Mercedes, todo coincide. Su marido debe haberse contagiado; las posibilidades son extremadamente altas, sólo un milagro habría podido evitarlo. Desgraciadamente, como ya le dije, por la gravedad de su estado, que el análisis general señala claramente, usted tendrá que seguir un tratamiento especial que le prescribirá un especialista.

          Mercedes introdujo la llave en la cerradura de su casa, abrió la puerta y escuchó a sus hijos y al padre reír. No era consciente de cómo llegó de la consulta hasta su casa; ni siquiera recordaba que camino había seguido. Estaba aturdida y aterrorizada. Las risas de los niños la devolvieron al presente. Esa tarde Antonio recogió a los niños en el colegio. Le había pedido a Antonio que se ocupara de recogerlos, con la falsa excusa de que debía terminar un trabajo atrasado en la oficina, y no llegaría a tiempo. Los niños se acercaron a abrazarla. Ella, aunque el médico le aseguró que no contagiaría a nadie por el mero contacto, los abrazó temerosa, sin besarles, como siempre hacía. Antonio la besó en la mejilla, cuando ella apartó los labios, fingiendo un estornudo.

          Sacando fuerzas de flaqueza, Mercedes dio de cenar a los niños y luego los acostó. Ella picó poca cosa, sin ganas ni de respirar; él apenas cenó. Los niños estaban ya dormidos. Antonio miraba la agenda, a la vez que atendía a una tertulia televisiva. Ella se sentó junto a él, en el sofá. Lo miró con cariño, más que con amor. Él la miró a ella, expectante. "¿Qué te pasa?", preguntó él. Ella le sonrió, con amargura, pensando en que tendría que confesarle que hacía ocho meses, cuando la despedida de soltera de su amiga Luisa, lo engañó con un estúpido striper, a quien no conocía de nada, y que además lo hizo sin protección alguna. Y que esa tarde, realmente, había ido al médico, porque hacía semanas que se encontraba mal. Y tendría que decirle que los análisis eran determinantes: tenía SIDA. Y tendría que decirle también que, con toda probabilidad, le había contagiado el virus. Entonces comprendió que su imprudencia había arrastrado a toda su familia al abismo más terrible… Cuando Mercedes, por un instante, soñó con la posibilidad de no haber contagiado, milagrosamente, a su marido, Antonio tosió repetidas veces; ronca y fea tos.

          —Tengo que ir al médico —dijo él—, hace días que no me encuentro bien; me siento débil y apenas tengo ganas de comer… Pero, ¿qué te pasa, Mercedes? ¿Por qué me miras así?

          Mercedes, sintiendo una ansiedad que le mordía el corazón, recordó aquella maldita noche de despedida de soltera…

- - - - - - - - - - - - - - - - - -