Las Milicias Canarias

Por Emilio Abad Ripoll (Sala de Conferencias del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias, Almeyda, Santa Cruz de Tenerife, el 27 de noviembre de 2008).

          Antes de empezar, gracias de corazón. En alguna ocasión ya os conté que por mis venas, y las de mi mujer, corre mayoritariamente la sangre de aquellos infantes que fueron nuestros bisabuelos, abuelos, tíos y padres. Por eso, aunque yo sea de los de bombetas al cuello -y en el corazón- dentro de un Regimiento de Infantería me siento como en mi propia casa. En especial, gracias a ti, mi Coronel, Jesús, que tanto afecto me demuestras continuamente.

          Os voy a hablar un poco esta tarde de las Milicias Canarias, especialmente de las de esta isla, las antecesoras o el origen o como queráis llamarlo, de vuestra Unidad. Sé que la charla no será muy amena, pero tampoco será tan larga como los rollos que suelo soltar, y aunque casi empecemos en los fenicios, no llegaremos hasta nuestros días, sino hasta un punto, a mediados del XIX, que marca la desaparición de aquellas y el entronque con el Ejército regular.

 

 Los inicios y el siglo XVI

          En realidad debíamos nombrarlas con más propiedad como las Milicias Provinciales de Canarias, pues formaron parte de aquellos Cuerpos de Reserva del Arma de Infantería que con la denominación de Milicias Provinciales subsistieron en España desde el siglo XVI hasta 1867.

          El Diccionario Enciclopédico de la Guerra, del General López Muñiz, nos indica que el origen de las Milicias Provinciales puede fecharse en tiempos de Carlos I, quien las instituyó en algunas regiones peninsulares durante su reinado, quizás por sus problemas con Francisco I de Francia. Luego veremos que Felipe II dispuso que se organizaran en toda España y resaltaremos la especial peculiaridad que tuvieron las de Canarias.

          Aquí, a finales del siglo XV, había terminado la conquista del Archipiélago y, tanto en las islas de realengo como en las de señorío, había comenzado la labor colonizadora, es decir, empleando palabras de Rumeu, “la tarea pacífica”. Pero esa labor no podía ser tan pacífica como, sin duda, lo fue, excepto en los territorios fronterizos, en buenas partes del Reino de Castilla, que hacía muy poco había concluido su Reconquista peninsular; y no podía serlo porque, además de que España estaba ya mirando hacia el Plus Ultra y una ola de expansión impregnaba todos los ambientes, Canarias era también frontera.

          En el Archipiélago, tanto los que habían llegado de la Península, o de otras tierras, como los naturales de estirpe nobiliaria, (por ejemplo, Fernando de Guanarteme), deseaban, imbuidos de ese afán de expansionismo, ampliar los territorios de dominación española, en nuestro caso a costa de las cercanas tierras del oeste africano. Era una empresa que necesitaba de lo que hoy se llaman “fuerzas de proyección” y en la que incluso se produjeron rivalidades entre los españoles de Castilla, de Vizcaya, de Andalucía, etc. y los españoles de nuevo cuño, los canarios. Pero, además, las islas tenían ya una larga tradición, que no se iba a ver interrumpida con la llegada de los europeos: la de sufrir con mucha frecuencia ataques piráticos que a veces, como en el segundo tercio del siglo XVI, revistieron gran peligro.

          Como consecuencia, y tanto por motivaciones ofensivas como defensivas, el espíritu bélico, o empleando ahora terminología de los infantes, el “ardor guerrero” no se apagaba por estos roques. Se creaban Unidades mercenarias, provisionales o temporales, para las operaciones en la costa africana; pero también, para la defensa de las islas, nacían otras Unidades con un marcado carácter de permanencia. Aparecieron de forma espontánea, porque la necesidad las obligó a ello, unas “organizaciones militares” que podemos considerar antecesoras de las Milicias Canarias.

          Eran Unidades que también podíamos clasificar como autónomas, pues los Cabildos Insulares o Municipales tuvieron que improvisarlas por islas, de forma aislada e independiente, en función de la amenaza que se cernía sobre cada una de ellas. Lógicamente, en principio contaban, tanto en personal como en material, con rudimentarios recursos, que se irían perfeccionando con el paso de los años, a la vez que se dictaban normas y disposiciones que fueron ordenando y reglamentando aquellos incipientes cuerpos castrenses.

          Aquellas masas, poco coherentes y poco disciplinadas, nos dice Darias que eran dirigidas y mandadas por un Cuerpo eventual de Oficiales, elegido por los Cabildos respectivos entre las clases hidalga y acomodada; podemos leer entre líneas y añadir que, en bastantes casos, con poca aptitud para el ejercicio de las armas. Por ejemplo, el propio Darias nos habla de un curioso acuerdo del Cabildo catedralicio de Gran Canaria en el que se disponía (1553) que, en caso de invasión de la isla, el Deán ejercería las funciones de Capitán y el Arcediano las de Alférez.

          Pero, ¿desde cuando podemos hablar realmente de Milicias Canarias? No hay acuerdo entre los investigadores del tema; algunos creen que su origen puede datarse en los momentos en que Unidades (si se les puede llamar así) de isleños, bajo el mando de castellanos, partieron de Lanzarote para conquistar Gran Canaria; otros consideran que ya se pueden denominar Milicias Canarias a los contingentes de indígenas que, bajo el mando de Fernando de Guanarteme, se pusieron al servicio de Alonso Fernández de Lugo para la conquista de Tenerife. Vergara Azola opina que las Milicias nacieron con unas disposiciones regias dictadas en 1575, pero hay quienes se van hasta 1592 y 1598 para buscar, en sucesivas reorganizaciones de las Milicias Provinciales a escala nacional, el nacimiento de las nuestras.

          Esa autoridad en la materia que es don Antonio Rumeu de Armas, en su obra Canarias y el Atlántico, nos da, en mi opinión, la clave de la pregunta. Escribe así don Antonio:

                    “No se puede hablar en Canarias de un Ejército permanente, ni de una auténtica organización militar hasta los tiempos de Rodrigo Manrique de Acuña y Pedro Cerón [1551], en que las Milicias se estructuran y organizan, no ya para una acción determinada, como el ejército de la conquista, sino como algo permanente y estable, encargado de la defensa del país frente a sus invasores.”

          El propio autor reconoce que es muy difícil precisar este punto, y que quizás antes existieran de forma embrionaria, pero añade que debieron organizarse ya en los momentos en que surgieron las primeras rivalidades entre Carlos I de España y Francisco I de Francia (al empezar el segundo cuarto del siglo XVI), lo que podía acarrear -como de hecho sucedió- un incremento de la actividad pirática en aguas atlánticas. Quiero resaltar aquí que en aquella fecha (1551) que Rumeu fija como la del inicio de la existencia de las Milicias, la organización se produjo solamente en la isla de Gran Canaria, pero que pronto (un par de años después) el sistema se imitará y copiará en Tenerife y La Palma.

          El alistamiento, tal y como se estableció con Acuña y Cerón, era universal y solamente masculino, pues tenían la obligación de servir en filas todos los varones de entre 16 y 60 años (aunque esta edad varió hacia arriba y hacia abajo en función de las disponibilidades de personal), a los que se intentó inculcar las primeras nociones de disciplina y técnica militar. Cerón, en Las Palmas, reclutó 1.800 hombres y los distribuyó en Compañías de 200 mandadas por un Capitán. Nacieron también las Compañías de a caballo, en las que se alistaban los nobles. Cuando Tenerife tome como modelo y patrón la organización de las Milicias de Gran Canaria, nacerá (1553) la Milicia de La Laguna, con 6 Compañías de Infantería y 1 de Caballería.

          Hay que llamar la atención sobre un importante hecho diferencial entre las Milicias canarias y las peninsulares. Allí la designación de los Capitanes de Compañía se producía mediante nombramiento real, mientras que aquí, como vimos antes, eran los Cabildos los que los designaban. A su vez, los Capitanes nombraban el Alférez, los Sargentos y los Cabos de su Compañía. Este tema de los nombramientos dará lugar a continuas disputas entre los Cabildos y los Mandos militares regionales o insulares, divergencias que se recogen extensamente en los citados trabajos de Rumeu de Armas, Darias, Bonet, etc.

          Felipe II, en 1554, promulgó una Real Cédula en la que se fijaban las obligaciones a que debía atenerse el Visitador Militar (que más tarde se llamará Inspector y Visitador de Milicias); entre ellas figuraban las de inspeccionar las Compañías, fijar fechas para la realización de ejercicios (días festivos), revistar el estado del armamento y mantener la disciplina.

          Con esa Real Cédula, Felipe II reconocía la situación creada “de hecho” en Canarias y sancionaba, de manera implícita, la intervención de los Cabildos en el nombramiento de cargos a que antes hice mención. En resumen, y en palabras de Rumeu, al pasar el ecuador del siglo XVI, las Milicias canarias han dejado de ser organizaciones “de creación espontánea” y pasan a formar parte del “ejército regular”.

          Son los tiempos en que en la Península están naciendo nuestros famosos Tercios, y Canarias no será una excepción en la orgánica militar hispana. Un Tercio tipo español estaba constituido por 8 Compañías de coseletes (armados con picas) y otras 2 de arcabuceros, todas de 300 hombres y mandado el conjunto por un Maestre de Campo que llevaba como 2º Jefe a un Sargento Mayor. En Canarias el número de Compañías de cada Tercio de Milicias oscilará entre 3 y 12, de acuerdo con las disponibilidades humanas de la isla o zona de ubicación de la Unidad.

          Y ya que estamos en Tenerife, las unidades organizadas aquí fueron:

               - Tercio de La Laguna, con 4 compañías (El Sauzal, Tacoronte, Tegueste-Taganana y Santa Cruz).
               - Tercio de Taoro (La Orotava), con 3 compañías (La Orotava, Los Realejos y San Juan de la Rambla).
               - Tercio de Daute, con 3 compañías (Garachico, Icod y Buenavista).

          En 1583, y mediante otra Real Cédula dirigida al Gobernador de Canaria, Tomás de Cangras, Felipe II recomendaba que “los oficios de Capitanes y Alféreces de las Compañías de a caballo y a pié se proveyeran en personas de valor y experiencia, vecinos y naturales, gente noble y hacendada”. Como resalta Darias, esta última indicación sería normal en aquellos tiempos de tan rígida delimitación de las clases sociales, aunque hoy nos suene a más que raro. Y hay que destacar que, con esa Real Cédula, el monarca renunciaba, ahora de forma explícita, a los nombramientos que, en su nombre, se efectuaban para las Unidades de la Península.

          Pero llegó el desastre de la Gran Armada (1588) y Felipe II -no olvidemos el carácter centralizador de su política- que dicen ya hacía tiempo pensaba reformar la organización político-militar del Archipiélago, introdujo un cambio radical: reunir el mando político, militar y judicial en la figura de un Capitán General, que va a tener, prácticamente, las atribuciones de un Virrey. En enero de 1589 nombró a don Luis de la Cueva y Benavides “Gobernador y Capitán General de las islas de Canarias y Presidente de la Real Audiencia que en ellas reside”.

          La verdad es que la dificultad de comunicación interinsular traía como consecuencia una ostensible falta de unidad en el ámbito castrense, lo que, de por sí sólo y en tiempos en que eran de temer ataques ingleses a las islas atlánticas, justificaba la decisión. Pero por unas u otras causas, el cambio no salió bien.

          No es el objeto de estas palabras comentar lo que casi unánimemente se califica como desafortunada actuación la de este primer Capitán General, cuyos cinco años de estancia en Canarias fueron fuente casi permanente de quejas ante supuestos abusos. Pero sí hay que detenerse en que, con su presencia, cesaron muchas de las atribuciones castrenses encomendadas a los Cabildos y el ejército regional quedó bajo dependencia directa del Capitán General. Y también quiero llamar la atención de la prudencia que se refleja en las instrucciones que Felipe II dio a de la Cueva cuando le ordenaba, por ejemplo, que debería “estudiar la forma de milicia que los naturales tienen entre sí para su defensa y seguridad y pareciéndoos que conviene reformarla, lo haréis tratando con los mismos naturales para que se haga con su beneplácito”.

          Luis de la Cueva, que fijó su residencia en Gran Canaria, porque allí se encontraba la sede de la Real Audiencia, alteró en aquella isla la organización establecida, pero en las demás se limitó a controlar las designaciones de Mandos, sin modificar o suprimir Unidades.

          Cuando de la Cueva abandonó el Archipiélago (1594), los Cabildos recuperaron todas las perdidas atribuciones, e incluso existe documentación en la que se pueden leer las llamadas al orden que los Cabildos hacían a los Gobernadores Militares en defensa celosa de las prerrogativas que tenían para los oficios de guerra.

          Y voy a cerrar este siglo XVI, que si ha sido tratado con algo de extensión lo fue porque en él nacieron las Milicias Canarias, con un párrafo de Rumeu de Armas. No busca el ilustre historiador la comparación con aquellas Unidades españolas que adquirieron fama de invencibles en toda Europa, sino con las Milicias Provinciales peninsulares, por lo que no puede ser tachado de exagerado. Dice así don Antonio:

                    “Hay que reconocer y confesar que ningún ejército regional puede presentar una ejecutoria tan brillante de triunfo y acciones favorables; que el ejército del Archipiélago se podía medir en eficiencia y disciplina con el mejor de la Península en su clase y que ninguno ha prestado servicios tan constantes y notorios a la Patria”.

          Es claro que se refiere Rumeu a las acciones de defensa del territorio que nuestras Milicias habían llevado a cabo durante sus primeras décadas de existencia.

 

 

Los siglos XVII y XVIII

          Quiero resaltar ahora, aunque quizás debiera haberlo hecho antes, que el ataque de Van der Doe a Las Palmas, cuando se cerraba el XVI, y el incendio del Archivo del Cabildo grancanario (1842) fueron la causa de que exista una diferencia abrumadora entre la documentación que se conserva respecto a este tema -y a muchos otros- entre Gran Canaria y Tenerife.

          Por ello, en la isla del Teide se conocen con todo detalle las sucesivas reformas y reorganizaciones, mientras que no sucede así con la del Roque Nublo. No obstante, es lógico pensar que si no se tienen en cuenta las cuestiones motivadas por la territorialidad y la población (número de Regimientos y de Compañías, localización de Unidades, total de componentes, etc.) la organización diferiría muy poco de una a otra isla; en principio porque, como quedó dicho, en Tenerife y La Palma se copió lo que se hizo en Gran Canaria, luego porque los Capitanes Generales fueron asumiendo atribuciones conferidas a los Cabildos, lo que llevará a una normalización archipielágica y por fin porque, con el cambio de dinastía, los vientos centralizadores que soplaron desde inicios del siglo XVIII ayudarían también a ello. Y entre las islas de realengo y de señorío, la diferencia esencial -la dependencia de las Milicias- también fue desapareciendo con la aparición de la figura centralizadora del Capitán General.

          Bien, hecho este inciso, retomemos el hilo de lo expuesto recordando que cuando don Luis de la Cueva regresó a la Corte, los Cabildos se apresuraron a recuperar sus prerrogativas de designación de cargos. Pero apareció entonces, al menos en Tenerife -y no puedo asegurar que no ocurriese algo parecido en alguna o en todas las demás islas- una asombrosa proliferación de fantásticos cargos y títulos, sin  ningún contenido ni necesidad castrense, como el de Coronel Gobernador de Tercio, Teniente de General de Tercio, Cabo de Compañía, etc., y que sólo parecieron crearse para satisfacer ambiciones personales, lucir entorchados en los alardes y revistas, y. posiblemente, contribuir a aliviar la casi siempre precaria situación de las arcas cabildeñas como agradecimiento por las designaciones.

           Pero la cosa iba a cambiar cuando en 1625 el Rey nombrara Capitán General de Canarias y Reformador Militar a un veterano de gran prestigio, don Francisco González de Andía, que en aquellos momentos era Visitador General del Ejército. De cual sería la situación antes de su arribada al Archipiélago baste decir que, apenas a los tres meses de su llegada, y sólo en Tenerife, había eliminado 14 cargos y ordenado que ni se restituyeran esos cargos a sus anteriores usufructuarios, ni se usasen títulos extraños, ni se acrecentara el número de Tercios ni el de cargos, etc. En cuanto a las Unidades, éstas fueron las que organizó:

               - Tercio de La Laguna: Con 3 compañías de arcabuceros, 19 de Infantería y 1 de Artillería.
               - Tercio de La Orotava: Con 2 compañías de arcabuceros, 16 de Infantería y 1 de Artillería.
               - Tercio de Garachico y partes de Daute: Con 2 compañías de arcabuceros, 15 de Infantería y 1 de Artillería.

          Andía también iba a limitar las atribuciones de los Cabildos -lo que no gustó en absoluto a éstos- en cuanto a las designaciones de cargos para los mandos de las Milicias. Reglamentó que los Maestres de Campo, así como los Sargentos Mayores, siguiendo la pauta a escala nacional, fuesen designados por el Rey, a través del Consejo de Guerra, mientras que para el mando de Compañías, es decir, los Capitanes, el Cabildo perdiera la atribución de designarlos directamente; ahora su labor consistiría en proponer una terna de candidatos al Capitán General, quien la haría llegar al Consejo de Guerra, donde se decidiría entre los propuestos.

          Como insinúa Rumeu de Armas, quizás para compensar el disgusto de los Cabildos, Andía propuso al Rey, que era Felipe IV en aquellos momentos, la concesión de algunas preeminencias o ventajas a los milicianos. La principal de ellas era que, a semejanza de las Milicias Provinciales peninsulares, se aplicara el fuero militar a los milicianos (hasta el momento sólo disfrutaban de él los Maestres de Campo y los Sargentos Mayores) cuando estuvieran efectuando algún servicio fuera de su lugar de residencia. Pero la situación de riesgo que se vivía en Canarias hacía que esos servicios fueran constantes, por lo que durante gran parte del tiempo los milicianos no estarían bajo la jurisdicción de la Real Audiencia (lo que disgustaba profundamente a ésta, dado el alto porcentaje de milicianos entre los habitantes de las islas). No es momento de tocar el tema, pero sirva como recordatorio que el asunto fue motivo de fricciones entre la Audiencia y los Capitanes Generales durante más de un siglo.

          A trancas y barrancas siguió transcurriendo el siglo XVII para unas Milicias que, pese a las carencias de material, escaso entrenamiento, falta de experiencia en los mandos, etc., estaban sobradas de amor a la Patria e iban a ser capaces, aisladas, de rechazar cuantas tentativas -y sólo su enumeración nos llevaría un buen rato- se realizaran para saquear e incluso tomar las islas. Los milicianos verían pasar muchos años de sus vidas pendientes de la aparición de amenazantes velámenes en el horizonte, trabajando con el martillo en las aldeas o con la azada en los campos, pero con las armas de que podían disponer, compradas en la mayoría de los casos a sus expensas, a mano, pues en cualquier momento -y ello sucedía con harta frecuencia- podían ser congregados para la defensa de su terruño, de este trozo de España tan lejano de la Corte.

          A lo largo de la centuria, y pese a lo reglamentado por Andía, se iba a ir incrementando el número de Tercios. Por ejemplo, en Tenerife los 3 Tercios establecidos por el reformador en 1625 se convertirían en 7 sólo treinta años después, 8 en 1667, 10 a finales del siglo y 11 cuando alboreaba el XVIII.

          Por su relación con las Milicias Canarias cito aquí el hecho de que, pasada la primera mitad del siglo XVII, los Capitanes Generales, que habían residido en Gran Canaria, dada su vinculación a la Presidencia de la Real Audiencia, empezaron a sentir una especial predilección por Tenerife. Alonso Dávila sería el primero que obtuviera licencia para residir donde deseara, y en su período de Capitanía (1661-1665) decidió trasladarse a La Laguna.

          De todos ustedes es conocido que al pasar la hoja del calendario entre los siglos XVII y XVIII se iba a producir en España, desde el punto de vista estatal, una variación trascendental: el cambio de la dinastía que regía los destinos de la Nación. A partir de ahora, la política española iba a seguir las pautas de la francesa y los Ejércitos no serían un caso distinto en esa “homologación” a Francia.

          Como consecuencia, se produjo la desaparición de los Tercios, de tanta raigambre hispana, que fueron sustituidos por los Regimientos, lo que no gustó a muchos que no veían la necesidad del cambio a una Unidad que era de todo, menos táctica. Los antiguos Maestres de Campo iban a ser sustituidos por los Coroneles y en el ámbito regimental aparecieron las figuras del Teniente Coronel, en la Plana Mayor, y del Teniente en las Compañías.

          Cuando esta reforma estaba a punto de producirse también en las Milicias Canarias, ocurrió el ataque de Jennings a Tenerife (1706), y el Capitán General, don Agustín de Robles y Lorenzana propuso al Rey que, en premio a su valor, revalidase aquellos privilegios concedidos a los milicianos, por Felipe IV, 43 años antes. Se trataba de hacerles extensivo el citado fuero militar de que disfrutaban en la Península los componentes de las Milicias Provinciales. La solicitud volvería a renovar el mencionado pleito entre la Real Audiencia y el Capitán General.

          Cuando en 1723 llegó al Archipiélago el recién nombrado como Capitán General don Lorenzo Fernández Villavicencio, Marqués de Vallehermoso, informó de inmediato que encontraba a las Milicias Canarias “faltas de instrucción y disciplina”. Para arreglar la situación, solicitó del Consejo de Guerra el envío de instructores veteranos, lo que le valió el primero de numerosos choques con el Cabildo de Tenerife que quiso pedir al Rey que “no enviara tropas por su pobreza y la tranquilidad de que se goza actualmente”. Don Lorenzo, haciendo uso de sus atribuciones, no pasaportó a la Corte al diputado encargado de la súplica y en 1726 llegaron Capitanes, Sargentos y Cabos de Infantería y Artillería que se distribuyeron entre las islas.

          A ese incidente, como digo, le sucedieron varios otros, entre ellos el motivado por abrir el ingreso en Unidades de Milicias distintas del Regimiento de Forasteros a los no nacidos aquí o el derivado de reservarse el Capitán General para sí el nombramiento de las Tenencias de Compañía al parecer, según se le acusaba, y recoge Rumeu de Armas, para obtener ingresos económicos ilícitos.

          En 1723 desapareció también la denominación de Capitán General para la máxima autoridad militar del Archipiélago, que pasó a titularse Comandante General. Como todos conocen, tras nuestra guerra civil volvió a recuperarse aquel título, que de nuevo ha desaparecido hace pocos años, aunque aquí nos resistamos, civiles y militares, a dejar de utilizar el término de Capitán General. También el mismo 1723, el Comandante General fijó su residencia en Santa Cruz de Tenerife, que en consecuencia, se iba a convertir, por su guarnición y defensas, en la primera plaza fuerte del Archipiélago.

          Aparecieron en el siglo XVIII algunos nuevos cargos en la administración militar de las Islas, como el de Segundo Comandante General (1767) -que en 1775 pasaría a denominarse Teniente de Rey- o los de Comandante de Ingenieros y Comandante de Artillería, pero para las Milicias iba a revestir una especial importancia la promulgación de unas Nuevas Ordenanzas en 1766 y, sobre todo, la llegada a Canarias del hombre encargado de aplicarlas: el Coronel don Nicolás Mazía Dávalos, designado por Carlos III como Segundo Comandante General y con la misión exclusiva de instruir y disciplinar a las Milicias.

          La verdad es que Mazía no empezó con buen pie su andadura canaria, porque por un lado el Comandante General no veía con buenos ojos su designación, ante una posible pérdida de atribuciones, y por otro los Cabildos y los pueblos no se sentían muy felices ante la perspectiva de tener que alojar a los “soldados veteranos” que acompañaban al Coronel (172 hombres: 15 oficiales, 60 sargentos, 90 cabos y 7 tambores y pífanos). Pero también hay que hacer justicia a su trabajo y reconocer que cumplió con creces lo ordenado.

          En su actuación cabe distinguir dos temas distintos. El primero es el de las guarniciones “fijas”, propósito ya antiguo -tenía el antecedente del “presidio” de Las Palmas- y de doble finalidad: la de constituirse en el principal soporte humano de la defensa (lo que descargaba a los milicianos de acudir a todas las alarmas que se pudieran producir) y la de instruir a las Milicias. Mazía organizó 3 Compañías fijas de Infantería, de 100 hombres cada una (2 en Tenerife y 1 en Gran Canaria) y 1 Compañía fija de Artillería, de 60 hombres (en Tenerife, pero enviando un destacamento a Las Palmas para instruir a los artilleros milicianos).

          El segundo tema va a ser el de la reorganización de las Milicias Canarias. Mazía fijó el número de Regimientos de Infantería en todo el Archipiélago en un total de 13, con 98 Compañías y 10.708 soldados; y por lo que se refiere a la Artillería la encuadró en 12 Compañías con 1.111 plazas. Pese a la disminución que ello suponía con respecto a épocas anteriores e inmediatas, para Canarias representaba un enorme esfuerzo el sostenimiento humano de esa organización. Rumeu de Armas resalta que en la Península, con unos 11 millones de habitantes, había 42 Regimientos, mientras que en las islas, que no sobrepasaban los 182.000 habitantes, se organizaban, como acabamos de ver, 13 Regimientos. Y añade que allí había un miliciano cada 46 vecinos, y aquí cada 2 vecinos.

          También es cierto que esos núeros no eran totalmente exactos, porque los efectivos de las Unidades rara vez alcanzaban los deseados en las plantillas, según se tratara de las islas o zonas de ubicación de las mismas. Pero, insisto, el esfuerzo humano era enorme, y al que había que unir las muchas levas de canarios que se produjeron en los siglos XVII y XVIII.

 

El siglo XIX

          En 1803 apareció el Reglamento de Nueva Planta y Constitución de los Regimientos Provinciales de Milicias de Canarias en el que se reducían a una tercera parte aproximadamente sus Unidades y efectivos, pero que ni comentaremos pues un año después quedó en suspenso por una Real Orden.

          En resumen, que cuando el Alcalde de Móstoles declaró la guerra al Emperador del mundo, casi a mediados de 1808, las Milicias Canarias estaban constituidas por las siguientes Unidades y distribuidas así por el Archipiélago:

               - En Tenerife: 5 Regimientos de Infantería, de unos 840 hombres en plantilla (La Laguna, La Orotava, Garachico, Güimar y Abona) y 6 Compañías de Artillería en las que se encuadraban un total de 405 hombres.
               - En Gran Canaria: 3 Regimientos de Infantería, de aproximadamente 960 hombres (Las Palmas, Telde y Guía) y 2 Compañías de Artillería que totalizaban 240 artilleros.
               - En La Palma: 1 Regimiento de Infantería (1.176 hombres) y 2 Unidades de Artillería con 160 hombres en total.
               - En el resto de las islas: 1 Regimiento de Infantería por isla (Lanzarote, 592 hombres; Fuerteventura, 744 hombres; La Gomera, 624 hombres y El Hierro, 420 hombres).

          Bien, y para terminar este apartado organizativo, he de citar por la relación que tenían con las de Milicias, las Unidades del Ejército regular, puesto que, en general, de aquellas procedían sus componentes. Recordarán que el Coronel Mazía había creado 3 Compañías fijas de Infantería; en 1779, el Comandante General Ibáñez Cuevas, Marqués de la Cañada, duplicó ese número y organizó el Batallón de Infantería de Canarias. No fue hasta el siguiente reinado, el de Carlos IV, cuando se apruebe oficialmente la existencia de ese Batallón, que tendrá como sede Santa Cruz de Tenerife, aunque cada mes se desplazaban 60 soldados a Las Palmas, con misiones de refuerzo de la guarnición e instrucción de milicianos. En él van también a realizar sus prácticas de mando los Oficiales de las Milicias. La Unidad se va a foguear en la campaña del Rosellón, lo que le vendrá a las mil maravillas al Comandante General don Antonio Gutiérrez, pues el Batallón de Infantería de Canarias jugará un papel muy importante en la victoria de 1797 sobre el Contralmirante Nelson.

          De su actuación en la Guerra de la Independencia se ha hablado en un ciclo organizado hace pocas fechas en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife en La Laguna. Únicamente resaltar que las Unidades que de aquí zarparon para la Península en 1809 suponían unos 1.000 hombres en base al Batallón de Infantería de Canarias, las Banderas de Cuba y la Habana y las Milicias Veteranas de Artillería, así como 80 presidiarios para hacer los servicios en los buques que transportaron el contingente. De su buen estado de instrucción baste decir que con sólo una noche de descanso, tras su llegada al Puerto de Santa María, se agregaron al Ejército de Extremadura (con excepción de los artilleros que se distribuyeron entre diversas Unidades del Arma). Participaron en las batallas de Talavera, Albuera, Chiclana y Castella I y II, en numerosas fintas y acciones de diversión y en la defensa de Cádiz. Desde Las Palmas acudió a la lucha un Batallón de Granaderos que se denominó la Granadera Canaria y que actuó especialmente en la defensa de Cádiz.

          En 1844 se procedió a reorganizar las Milicias Provinciales. Los ya conocidos 11 Regimientos canarios se reconvirtieron en 8 Batallones y se mantuvieron las secciones de La Gomera (con 5 Compañías) y El Hierro (con 2 Compañías). Aquellos Batallones Provinciales de Milicias se distribuyeron así:

               - 3 en Tenerife: 1º en La Laguna, 2º en La Orotava y 3º en Garachico.
               - 2 en Gran Canaria: 4º en Las Palmas y 5º en Guía.
               - 1 en cada una de las siguientes islas: La Palma (6º), Lanzarote (7º) y Fuerteventura (8º).

          Todos tenían 8 Compañías, compuestas por un número variable de hombres. Así las de Tenerife tenían 93 individuos de tropa; las de Gran Canaria, 125; las de La Palma, 123; las de Fuerteventura y Lanzarote, 77; y las Compañías de La Gomera y El Hierro tenían, respectivamente, 81 y 89.

          También existían 17 Compañías de Artillería, con un total de 1.100 artilleros en plantilla, pero cuando se disolvieron las Milicias sólo tenían en fuerza 347. En resumen, las plantillas de las  Milicias recogían un total de 16 jefes, 257 oficiales y 8.411 milicianos.

          En 1880 apareció un proyecto de reforma que definía las Milicias como “un sistema de reemplazos análogo al que hubiese en la Península, pero sin salir del distrito, Cuadros de Batallones cuyos jefes son del Arma de Infantería y los subalternos del país, ingresando éstos de modo especial y ascendiendo hasta capitanes dentro de sus respectivos Batallones”.

          Las Milicias quedaron disueltas por RD. de 10 de febrero de 1886, pasando su última Revista en abril de ese año.

          Y aquí quiero hacer un inciso y repetir lo que ya he dicho, hemos dicho, pues la mayoría de las veces lo hacía en nombre de la Tertulia Amigos del 25 de Julio, en muchas ocasiones. Es una vergüenza que este pueblo canario no tenga el menor recuerdo en ninguna de sus islas a aquellos hombres que durante más de tres siglos defendieron estos siete roques contra las apetencias de corsarios  y piratas de diversas nacionalidades, incluyendo berberiscos, y flotas en cuyos barcos ondeaban las banderas de las principales naciones europeas. Sólo un pequeño callejón en el centro de Santa Cruz de Tenerife se llama de las “Milicias de Garachico”… pero nada más. La Tertulia, y yo mismo, hemos propuesto ya en varios lugares (Las Palmas, Santa Cruz de La Palma y Santa Cruz de Tenerife), que se dedique un recuerdo, no sé, una plaza, una calle que se llame de las Milicias Canarias. Pero hasta el momento esas solicitudes han caído en saco roto.

Conclusión

          Con la desaparición de las Milicias nacía entonces el Ejército Territorial de las Islas Canarias, sujeto a las mismas leyes y disposiciones que el peninsular, con cuerpos activos y de reserva. Los contingentes de los activos se reemplazarían según el modelo peninsular, pero quedaban exentos los canarios de ir a servir, en tiempos de paz, a las provincias de Ultramar. Para los de reserva se organizaban 6 nuevos Batallones de Reserva, que mantenían las dotaciones territoriales de los antiguos cuerpos de Milicias.

          Para el servicio activo se organizó el Batallón de Cazadores Tenerife nº 21, en base al disuelto Batallón Provincial de Canarias. Este Batallón, aunque organizado como cuerpo del Ejército, era considerado de Milicias, ya que, ante la carencia de tropas veteranas en las islas, los servicios de guarnición eran realizados por milicianos, que durante ese tiempo tenían la consideración de tropa veterana y, por tanto, sujetos a la Ordenanza General del Ejército y sus Leyes Penales. Decía el RD. que “cuando sea posible aumentar los créditos concedidos” se organizaría en Las Palmas el Batallón de Cazadores Canarias nº 22.

          Y yo creo que hemos llegado al punto de enlace. Lo demás lo sabéis mejor que yo, no en vano es vuestro Regimiento. Sufrió cambios de nombre, de organización (¡cuántas he conocido desde que por vez primera, el año 1979, crucé la barrera de entrada al acuartelamiento de Las Raíces!) y de ubicación; ha estado al servicio de los tinerfeños cuando las calamidades lo han hecho necesario: incendios, inundaciones, huracanes; miles de niños han visitado sus instalaciones recibiendo una lección de servicio que nunca olvidarán (os aseguro que los míos, hoy ya hombres y mujeres con hijos, no la han olvidado). Derramó su sangre en Europa, en América, en Marruecos y en la Península; y desde hace algún tiempo habéis empezado a dejar la impronta de vuestro buen hacer en las Operaciones de Paz en el exterior. Y os habéis vuelto a doctorar, y otra vez “cum laude”, en la dificilísima misión de Afganistán hace ahora un año. En resumen, el Regimiento ha cumplido y cumple con esa sencillez que sólo emana de los que lleváis unas trompetillas al cuello en las solapas del uniforme.

          Y ya voy a terminar, mientras en pantalla permanece parte del historial del 49, con una pequeña contribución a vuestra memoria regimental. Hace ya algunos años, un señor de La Palma, don Juan Martínez, me entregó la letra del himno del Regimiento, que estaba perdida desde hacía bastante tiempo y, que tras una audición “privada” en mi despacho del Centro de Historia y Cultura Militar con vuestros antiguos Coroneles Escario y Flores, me apresuré a poner en manos de vuestro Coronel de entonces, Pérez Aragón, pues sabía que andaba dándole vueltas a la redacción de una nueva que se ajustara a la música, que sí estaba disponible. Y tuve la satisfacción de oír cantar el himno el día de la Patrona. Hoy, mi Coronel, te quiero hacer otro presente. Es el himno que, a instancias del Coronel Primer Jefe del Regimiento de Canarias núm. 1, don Rafael Rosado Brincau, escribió en 1904 el poeta tinerfeño don José Tabares Barlett.

          Este documento lo ha localizado un compañero de la Tertulia Amigos del 25 de Julio, don Luis Martínez Conejero, en el Diario de Tenerife, en su edición del jueves 21 de abril de 1904 (núm. 5.239) La transcripción literal de la crónica que acompaña a la letra del himno es la siguiente:

               “El celoso y entusiasta Coronel del Regimiento de Canarias núm. 1, nuestro respetable amigo el Sr. Rosado, nos ha enviado la siguiente adición a la Orden del Regimiento del día 17 del corriente, en la que se hizo incluir un himno escrito expresamente para el Cuerpo por el inspirado poeta, nuestro también querido amigo, el Sr. Tabares Barlett.

               Dice así el Sr. Coronel en su citada adición:

                       “Á ruegos míos ha escrito para este Cuerpo el distinguido poeta tinerfeño D. José Tabares Barlett el patriótico himno que después se inserta.

                       Acogido por mí con gratitud sincera y no fingido beneplácito, tengo viva e íntima satisfacción en publicarlo para que sea conocido de todos los señores Jefes y Oficiales é individuos de tropa, que al Regimiento pertenecen.

                       La letra de esta composición poética, sonora, vibrante, sería embellecida por el Músico Mayor del Cuerpo con música apropiada al objeto.

                       Sirva este himno para mantener en el pecho de todos ardiente é intensa la llama del entusiasmo más puro para la defensa de los sagrados intereses de la Patria, y sea él también hermoso canto que, si alguna vez llega el momento de entonarlo en el combate, nos enardezca para cubrir de gloria la Bandera y exornarla con envidiado lazo de honor, y para que el Regimiento escriba en su historia, con el valor de los héroes, una página de oro, que el tiempo jamás borre, no obstante su eterno rodar. El Coronel, Rosado.- Comunicada: El Capitán Ayudante de semana, Mariano Morote.”"

          Con el agradecimiento más hondo por acordaros otra vez de mí. Aquí, con la letra del Himno del Regimiento de Canarias núm. 1, vuestro Regimiento, va mi contribución a las celebraciones por la festividad de nuestra Patrona, la Inmaculada Concepción.

          Y muchas felicidades a todos.


HIMNO DEL REGIMIENTO DE INFANTERÍA DE CANARIAS NÚM.  1

Alcemos la Bandera,
la insignia nacional.
Mitad parece oro,
de sangre otra mitad.

Mirad como flamea
los pliegues al soltar.
Su lienzo pudo un día
dos mundos tapizar.

Bajo tu sombra augusta, ¡Oh, lábaro glorioso!
desde el Pirene al Ande, ¡Oh, sacro pabellón!
alzóse el genio altivo, titánico, famoso,
jamás, nunca, domado del bélico español.

La sangre en cien conquistas vertida por España
en páginas eternas ha siglos escribió.
Y el oro derramado de su robusta entraña
acaso simbolizas, histórico pendón.

¡España! ¡Viva España!
No temas, Patria, no,
porque extranjero inicuo
sañudo arrebató
de tu inmortal diadema
espléndido florón;
alienta a la esperanza
tu fé poniendo en Dios,
tus fuerzas al trabajo,
la paz en derredor.
Más grande y más hermosa
serás, noble Nación,
y lucirá de nuevo,
de Oriente a Septentrión,
tu enseña venerada
bajo un eterno sol.

¡Soldados! Somos los mismos
vencedores de Bailén,
y en África y en Pavía,
y en Canarias del inglés.
¡Veteranos! - ¡Viva España!
¡Viva Alfonso! - ¡Viva el Rey!