Los Lavaderos (y 2) (Retales de la Historia - 32)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 13 de noviembre de 2011)

 

          En el artículo anterior han quedado señaladas las dificultades y trabajos que hubo que afrontar para que Santa Cruz pudiera disponer de los primeros lavaderos públicos, en una comunidad en la que el abastecimiento de agua a la población era uno de los mayores problemas que tenía que afrontar la administración municipal.

          Disponer de este servicio era una indudable ventaja, pero también es cierto que la falta de experiencia en su cuidado y mantenimiento creaba continuos problemas a los responsables, especialmente al más directo, el alcalde del ramo del agua. De vez en cuando, en las épocas de sequía, era necesaria su clausura, y las lavanderas se veían precisadas a volver a utilizar la escasa agua que podía correr por los barrancos, desplazándose para ello en ocasiones hasta el barranco de El Bufadero. Cuando estaban en uso siempre había que contar con inevitables averías, tales como obstrucciones en los desagües o roturas de llaves, además del gasto de una continua limpieza.

          Por estos motivos se decidió, como mejor solución, arrendar el servicio mediante subasta a particulares, tal como se hacía con la carnicería, lonjas de pescado, alumbrado y otros, pero se tropezaba con el inconveniente de que no siempre se presentaban licitadores y muchas veces el ayuntamiento tenía que hacerse cargo de la explotación. Los tipos de licitación, durante la segunda mitad del siglo XIX, oscilaron desde 650 a 1.500 pesetas al año, aunque raramente se alcanzaron las 1.000. De todas formas, se trataba de un nuevo ingreso para las arcas municipales, lo que llevó a los regidores a autorizar que se trasladara sobre el producto de los lavaderos el gravamen de sostener médico y maestro de primeras letras que pesaba sobre la casa de la plaza de la Iglesia -propiedad de la parroquia y que había servido de segunda sede a las casas consistoriales-, que así quedaría libre para formalizar escritura con el beneficiado.

          Durante estos años, a la sombra de la popular y siempre concurrida instalación, se fue consolidando un nuevo barrio a dos de cuyas calles, casi las únicas que entonces lo constituían, el ayuntamiento puso en 1863 los nombres de Lavaderos y Marañuelas.

          Con sus dificultades y deficiencias los lavaderos seguían cumpliendo su función, y no sólo para lo que habían sido creados, pues en ocasiones parte de sus dependencias se utilizaban como almacén de materiales u otros usos muy diversos. Por ejemplo, en 1864 se cedió un salón a la Junta de Agricultura, Industria y Comercio para una parada de caballos padres que había concedido el Gobierno. En 1891, encontrándose el edificio del matadero en obras, el sacrificio y despiece de las reses también se trasladó provisionalmente a los lavaderos, lo que se repetiría en 1910 con motivo de las obras de acondicionamiento de unos nuevos locales para matadero en el barrio de Regla. En 1898, en medio de una gran crisis, también los lavaderos acogieron la instalación de una cocina económica, mientras se estudiaba abrir otra en El Cabo. Y aún hay más; la comisión encargada de las obras del Palacio Municipal utilizó los Lavaderos para almacenar los 6.550 pies de madera de caoba adquiridos para las puertas exteriores, ventanas y zócalos del nuevo edificio.

          A lo largo de estos años la instalación se fue deteriorando por abandono y falta de atención, llegó a encontrarse en un estado lamentable y muchas personas volvieron a lavar en los barrancos. En 1904 un periódico local decía que el barranco de Santos está convertido en lavadero público y, poco después, pedía la clausura de la instalación municipal por ser el más terrible foco de contagio que en la ciudad tenemos.

          En 1907, en medio de la epidemia de tifus, el Dr. Comenge recomendó que el servicio de los lavaderos fuera gratuito, lo que se prolongó varios años al objeto de atraer a los usuarios, hasta que hacia 1913-14 se les dotó de agua a presión. Fueron años en los que se proyectó la construcción de otros en distintos barrios de la ciudad, tales como El Cabo o Toscal, incluso en Taganana, pero con el avance de los trabajos de instalación de la red de distribución de agua a presión, la razón de ser de los lavaderos fue perdiendo vigencia. Hasta que Francisco Martínez Viera propuso en 1932 que se transformasen en escuela pública, para lo que se habilitó un crédito de cerca de 10.000 pesetas, con cargo a un sobrante del presupuesto del año anterior. No acabó así la iniciativa de Martínez Viera relativa a los lavaderos, pues poco después presentó otra bien curiosa: que se le dotara de una manguera que permitiera regar el entorno del edificio para evitar las grandes nubes de polvo que allí se levantaban.

          Hoy, rescatado como sala de exposiciones, se conserva así uno de los mejores ejemplos de arquitectura industrial de la ciudad y ha facilitado elogiables iniciativas, como la realizada no hace mucho por un grupo de vecinas al recrear el quehacer de las antiguas lavanderas, rindiendo así un entrañable homenaje a aquellas esforzadas y laboriosas mujeres.

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