La segunda bandera o bandera grande

Pronunciada por Luis Cola Benítez (Sala de Conferencias del Centro de Historia y Cultura Militar, Almeyda, Santa Cruz de Tenerife, el 24 de julio de 2008)

 

          Ustedes perdonen. Y empiezo así, pidiendo disculpas por mi reiterada presencia en esta tribuna, que por otra parte tanto me honra, pues soy consciente de que la repetición de una misma persona para tratar sobre un mismo tema, puede cansar y aburrir al oyente más condescendiente y sufrido. Pero el caso es que de nuevo no he podido sustraerme al ruego de un amigo, el coronel director de este Museo D. Lorenzo Hernández-Abad, que una vez más ha sido capaz -empleando sus propias palabras- de “llevarme al huerto”.

          Pero en esta ocasión no me ha traído al huerto, sino a la “Huerta de los Melones”. Este es el antiguo e histórico nombre de la zona de Santa Cruz en la que en 1859 se comenzó a levantar esta fortaleza e instalación defensiva, situada entre la mencionada huerta y la desembocadura de los barrancos de La Leña y de Ancheta, que junto a estos muros se unen para en amor y compaña llegar al mar -que es el morir- bajo las Ramblas, siguiendo el declive de la que también se llamó Cuesta de los Melones. Allí, atravesando las entrañas de la Avenida de Anaga y del contiguo muelle de Ribera, desembocaban en el lugar conocido en tiempos remotos como playa del Varadero o, más modernamente, de Almeida, que ha dado nombre a esta fortaleza en la que hoy nos encontramos y que es sede del Museo Histórico Militar de Canarias.

          Y hoy estamos aquí con motivo de la presentación, minuciosamente restaurada, -mejor puede decirse esplendorosamente restaurada- de la que yo llamo “segunda bandera o bandera grande”. Segunda, no en importancia, sino porque primero, el pasado año, se presentó la de la fragata Emerald, y grande, por motivo obvio. Hace ahora un año me ocupé aquí de ambas, relatando las circunstancias de su captura a las fuerzas británicas que mandaba el contralmirante Horacio Nelson, nombres de los protagonistas que intervinieron, destino que se les dio en los primeros momentos, lugares en que se produjo la acción, etc., y ahora me veo obligado a volver sobre algunos de aquellos hechos, especialmente de los relacionados con la que hoy aquí nos congrega, esperando no resultar demasiado reiterativo.

          Y no quiero dejar para el final el testimonio de agradecimiento y admiración al equipo responsable de la restauración, formado por María Candelaria González Domínguez y Sara Eugenia Pérez Cedrés. Sencillamente, resulta increíble y parece un milagro, al menos para mí, el resultado del trabajo realizado. Felicidades.

          Pero, antes, en estos tiempos en los que parece que se tiende a devaluar todo o casi todo, tal vez convenga dedicar unos pocos minutos a recordar lo que unos lienzos de tela como estos pueden representar, a pesar de los que dicen no creer en los símbolos. No soy especialista en estos temas de vexilología, ni en ningún otro, sólo soy un curioso de nuestras cosas, pero hay un hecho incuestionable, imposible de negar incluso para los más legos y descreídos, y es la existencia de las banderas desde los tiempos más remotos, junto con el alto significado que siempre se les ha atribuido.

          Según dicen los que saben de estas cosas, la representación más antigua que se conoce de una bandera como signo de agrupación tribal, aparece en pinturas y cerámicas de los ancestrales pobladores del territorio que más tarde fue conocido como Egipto, antes de la primera dinastía. Sobre diferentes grupos humanos junto a sus chozas, rodeadas de rudimentarias empalizadas posiblemente defensivas –como este recinto en el que nos encontramos-, aparecen ondeando diversas banderas en las que figura el animal sagrado de cada una de ellas, que le servía de distintivo.

          Ha llovido mucho desde entonces y, durante milenios, en la historia de la humanidad, por una bandera muchos han dado la vida o se la han quitado a otros, se han realizado los más heroicos actos o los más deleznables, se le siguen rindiendo los máximos honores o se quema -como queriendo de esta manera destruir al grupo o nación a la que representa-, se ha respetado y saludado como distintivo de una comunidad amiga o se ha ignorado su paso en señal de desprecio… Y lo curioso y paradójico del caso es que, el que así procede, no cae en la cuenta de que con su actitud extremista y negativa, no hace más que resaltar y confirmar la importancia intrínseca de aquella enseña y de lo que representa.

          En su más alta significación, la bandera es el máximo símbolo de la nacionalidad y representación genuina de la tribu, del grupo, del país o de la patria, y esta realidad incuestionable no quedará más remedio que aceptarla, aunque se alardee de progresista, fundamentalista, conservador, radical o agnóstico, puesto que se trata, sencillamente, de una constante histórica demostrada y documentada en el devenir de los pueblos, con pruebas y hechos que resultan irrebatibles y que evidencian la innegable simbología de las banderas…, incluso para los que dicen no creer en los símbolos.

          Por tanto, no deberá perderse nunca de vista lo que las banderas inglesas arrebatadas al enemigo hace ahora 211 años, y que se custodian en depósito en este Museo Militar, representan tanto para los vencedores como para los vencidos de aquel 25 de julio de 1797.

          Estas banderas inglesas, ganadas por Tenerife a los que intentaron doblegarlo, también, como es lógicos, tienen su historia. Sabido es que la bandera del Reino Unido se formó con la superposición de las enseñas que distinguen a sus miembros: la cruz latina de San Jorge, roja sobre fondo blanco, por Inglaterra, y la cruz en aspa de San Andrés -que curiosamente coincide con la bandera de la isla de Tenerife-, blanca sobre fondo azul, por Escocia. Así fue desde 1606, hasta que en 1801 se le agregó la cruz en aspa de San Patricio, roja sobre fondo blanco, por Irlanda, dando lugar a la actual bandera conocida como Union Jack. Como es natural las banderas que se custodian y exponen en este Museo, al ser anteriores a 1801, carecen de la cruz roja de San Patricio.

          Una curiosidad más: la bandera del Reino Unido no está reconocida oficialmente y no existe ningún documento que la ampare como enseña nacional. Es únicamente una bandera de proa, de uso ceremonial en los buques de guerra. Como enseña nacional sólo la ampara la tradición, lo que además de no ser poco es más que suficiente.

          En la madrugada del día 25, el Batallón de Infantería de Canarias, las Milicias Canarias y los vecinos de Santa Cruz, se enfrentaron a las lanchas de desembarco inglesas que llegaban a tierra por la desembocadura del barranquillo del Aceite o Cagaceite, justo donde hoy termina la calle Imeldo Serís. Se les causó un considerable número de bajas, pero no fue posible frenar totalmente el asalto y muchos enemigos lograron infiltrarse en la población por aquel paraje, dejando tras sí, sólo sobre la playa, dieciséis muertos y numerosos heridos. Poco después, tres soldados del Batallón y dos milicianos agregados a dicha unidad hicieron allí veintitrés prisioneros que condujeron al castillo principal de San Cristóbal. Seguidamente regresaron al mismo lugar y entre otros trofeos recogieron la bandera de la fragata Emerald. Allí había tocado tierra, con otras muchas, la lancha capitana de su comandante el capitán Thomas Waller, que sin duda enarbolaba la enseña de su buque, de acuerdo con las ordenanzas de la Royal Navy.

         La segunda bandera, que es la que hoy se presenta restaurada y que yo he llamado “bandera grande”, proviene de una de las lanchas inglesas que arribaron a la salida al mar del barranco de Santos -entonces conocida como playa de la Carnicería-, cuyos tripulantes también habían sido batidos desde tierra por el citado Batallón de Infantería de Canarias, no siendo muy numerosos los que lograron infiltrarse en el pueblo por aquel punto. La razón de ello fue que, por el fuego recibido, algunas lanchas regresaron a sus navíos y otras, las más, desviaron su rumbo hacia la ya mencionada desembocadura del barranquillo del Aceite. Y es muy significativo que el captor de esta segunda bandera fuera un paisano, de nombre Manuel Abreu -popularmente conocido como Manuel Vizcocho-, cuyo domicilio consta cercano al lugar de los hechos, en el antiguo barrio del Cabo. Este personaje, en unión de otros vecinos anónimos, al no disponer de armamento colaboró como pudo a la defensa de su tierra, procediendo a destrozar con piedras las lanchas enemigas varadas en la misma playa, para que llegado el caso los asaltantes no pudieran reembarcarse. Una muestra más, entre otras muchas, de que los méritos de la victoria corresponden tanto a las tropas regulares como al pueblo llano, cada uno con los medios y métodos que tenía a su alcance.

          Fue en estas lanchas en las que Manuel Vizcocho y sus amigos se apoderaron también de un tambor o "caja de guerra", numerosos fusiles, pistolas y sables, todo lo cual envió el comandante del Batallón, el teniente coronel Juan Güinther, al general Gutiérrez por mano del capitán Francisco Suárez y el Ayudante Ventura del Campo. El alcalde real de Santa Cruz y capitán de Milicias Domingo Vicente Marrero nos informa, en la importante relación que hizo de los hechos, que esta segunda bandera se encontraba doblada en una de las lanchas y al parecer sin estrenar, y que luego se supo que estaba destinada a izarla en el castillo principal de San Cristóbal, tan pronto como cayera en su poder.

          Estas banderas han sido objeto de deseo, pretendidas y codiciadas por todos. No hay constancia de quién partió la idea, desde el día siguiente al de la contienda, de depositarlas en la iglesia parroquial de la Concepción, pero muy posiblemente la iniciativa se debió al propio general Antonio Gutiérrez. Pero, desde entonces, el clero, el ayuntamiento y la milicia no dejaron de pretenderlas, e incluso algunos particulares lograron hacerse con algún trozo de las mismas. Cuentan que hasta un general inglés visitante o turista en Santa Cruz se hizo con un pedazo de tela de una de ellas, y tuvo la desfachatez de pretender que el propio Ayuntamiento le extendiera un certificado de autenticidad.

          Las vicisitudes que a lo largo del tiempo sufrieron estas banderas, ya las relaté con detalle en mi intervención del pasado año, y no es cuestión de volver a repetirlas ahora. Obviamente, hay inevitables lagunas en la correlación de los hechos, por ejemplo, sobre cuál de las dos banderas viajó en 1850 al incipiente Museo del Ejército de Madrid, hasta que, ante el clamor de las protestas, fue devuelta a Santa Cruz el año siguiente. ¿Fue la de la fragata Emerald o esta grande que hoy se presenta afortunadamente restaurada? Es igual y poco importa saberlo.

          Lo que sí hay que tener presente y nunca debe olvidarse, es lo que estos dos trofeos representan en nuestra historia y las consecuencias derivadas de aquellos hechos sucedidos hace ahora 211 años. Inglaterra cambió el rumbo de sus intenciones y cayó en la cuenta, después de su derrota, de que como mejor podía favorecer sus propios intereses en esta zona del mundo era con su amistad y su comercio, y así lo hizo. Y no creo que nunca le haya pesado hacerlo.

          Para Santa Cruz de Tenerife, aquel glorioso hecho le valió el ganar su escudo de armas con las tres cabezas de león y, entre los otros títulos que ostenta, el de Invicta, y le llevó a dar entonces un paso de gigante hacia su futuro. Se había ganado a pulso el privilegio de Villa exenta, base y sustento de su posterior engrandecimiento y de la capitalidad.

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