En la lagunera Plaza del Adelantado (Cosas que pasan - 5)

Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 30 de octubre de 2011)
 
          Pensando en las ganas que tengo de que llegue ya el tiempo fresco, me ha venido a la cabeza una anécdota que paso a relatarles. Era la mañana de un sábado de un febrero lagunero, o sea, una mañana de fresca atmósfera y cielo encapotado en parte y en parte azul radiante. En la plaza del Adelantado, donde por obras en el mercado -en aquel entonces- los puestos de flores y plantas lucían coloridos al aire libre, la gente (madres y padres, con o sin niños; ancianos; enamorados de edades diversas…) paseaba curioseando; otros tomaban café o lo que fuese en la única terraza de la histórica plaza. A una de esas mesitas me senté con mi libro, mi libreta de campo y dos o tres horas sin prisas por delante; todo un deleite para mi espíritu y mi mente.

          Por cierto, es una pena que esa terraza -ideal para tomar un refresco o el socorrido café o cortado o barraquito, o un tentempié en compañía de una buena conversación o del periódico de turno, si no de la inmejorable fraternidad con un libro, o simplemente experimentando la observancia del animado entorno- esté en manos de un restaurador, o tabernero, o empresario o como quiera llamarse, a todas luces incompetente y falto de profesionalidad, que ofrece mal servicio y peor calidad. Quizá piense este concesionario que la exclusiva le da patente de corso. Pues se equivoca, y no me apetece ahora explicar por qué.

          Decía que me senté a una mesita y contemplé, entretenido, el ambiente creado por las gentes, españolitos de a pie y un nutrido grupo de turistas extranjeros. Cerca de mí, un niño de cuatro o cinco años comenzó a golpear el suelo de viejas baldosas de piedra con una botella de refresco vacía, que algún energúmeno desaprensivo debió dejar allí. Y no paraba; es más, incrementó su vigoroso ritmo. Era patente el riesgo de que el objeto de vidrio se rompiese y cortase alguna parte de la vulnerable anatomía del chiquitín, a lo que abría que sumar el desagradable estridente ruido de los golpes, y todo ante la pasividad de su madre que se encontraba a dos metros del pequeño. Aquella situación indujo a otra señora -también madre de otro niño de la misma edad que por allí danzaba-, bastante más sensata, a intervenir, invitando con buenas palabras a la criaturita a cejar en su peligroso juego. Pero el niño como si lloviera. Por fin, a la señora madre del niño de la botella, se le movió el alma dentro de aquel cuerpo impasible y se decidió a intervenir con un simplón:

          -Fulanito, deja la botellita que se puede romper.

          El niño soltó un exabrupto infantil y siguió golpeando el suelo con la botella, como si esas palabras no fueran con él. Hasta que la otra señora -seguro que preocupada porque por la cercanía de la carne de su carne con el niño de la botellita, su hijito pudiera sufrir las consecuencias de aquella temeridad- le arrancó de las manos, sin muchas contemplaciones, la dichosa botella al pequeño diablillo. La otra madre, la del travieso niño, la del espíritu vago y distraído, por decir algo, reaccionó esbozando una patética sonrisa de circunstancias, seguida de una mueca no menos ridícula. Los berridos de la criaturita no se hicieron esperar. Aquellos gritos agudos, que no cesaban, terminaron echándome, a porrazos en los tímpanos, de aquel lugar.

          Pero no todo se había perdido aquella, en principio, idílica mañana. Al otro lado de la plaza, a unos pasos de nada, me aguardaba, como en otras muchas ocasiones, el agradable y acogedor café del hotel Nivaria -que hoy luce, merecidamente, cuatro estrellas-, donde no permitirían que un mequetrefe, ante la pasividad de su madre, perforase los oídos de los clientes a base de golpes de botella contra el suelo.

          Y ahora que caigo, ¿eso de no querer soltar la botella ni a tiros sería un mal augurio? Por el bien del chiquillo, esperemos que no.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - -