Presentación de la obra de Pedro Ontoria Oquillas "El General don Antonio Gutiérrez, vencedor de Nelson"

Presentación a cargo de Emilio Abad Ripoll  (Círculo de Amistad XII de Enero, Santa Cruz de Tenerife, el 24 de julio de 2006)

 

          Yo creo que escribir un libro es algo así como tener un hijo. El momento gozoso de la concepción podría equipararse al instante en que una persona se decide a coger la pluma, o el ordenador, para plasmar sobre impolutas hojas sus ideas; predomina la alegría, la confianza y la sangre salta en las venas. Luego vendrán los largos meses del embarazo, con mareos, molestias y dolores, que tan bien conocen muchas señoras que están aquí y cuyos síntomas literarios también han padecido algunas de las personas que se encuentran en la sala en su lucha por sacar adelante el proyecto; pero siempre está presente la ilusionante espera y el deseo de que el niño sea el más guapo del mundo, o el libro el mejor presentado y de mayor interés para los lectores. Y después llega el mal trago del parto, en un caso en manos de médicos y comadronas y en el otro de editores e impresores. Hasta que, por fin, tras el último esfuerzo, el niño, y el libro, ven la luz: uno con ese delicioso aroma a bebé y el otro con el incomparable olor a fresca tinta. En ambos casos con el perfume de “lo nuevo”.

          Y ahora mismo estamos en plena fase de posparto. Acaba de nacer un nuevo libro, El General don Antonio Gutiérrez, vencedor de Nelson, por lo que esta tarde a quienes nos une la cultura -sin duda alguna todos los que estamos aquí- también compartimos la alegría de los padres, en este caso de Pedro Ontoria. Pero para nosotros este libro, este neófito, no es uno más de los miles que cada año salen de las imprentas; al igual que nuestro niño humano no es uno más de entre los que llegan al mundo. Este libro nos cuenta la historia real de un hombre; es un, digamos, “renacimiento” del General don Antonio Gutiérrez, al que tanto deben Tenerife, Canarias y España, pese a que, quizás inexplicablemente, haya sido un personaje con muy poca aparición en las páginas de los libros de nuestra Historia.

          En esta obra tienen ustedes la oportunidad de conocer la peripecia vital de una persona que, desde muy joven, dedicó su vida al Servicio de la Patria, por muchas tierras y muchas partes del mundo, pero que el destino, o Dios, cuando ya había cumplido 62 años -una edad avanzada para la época en que le tocó vivir- quiso que una, seguramente fría, alborada de finales de enero de 1791 llegara a estas costas en la fragata Juno, sin sospechar que las tierras de Tenerife serían su morada definitiva.

          Y si hacemos un sencillo ejercicio de imaginación podemos ver a aquel Mariscal de Campo, recién nombrado por Su Majestad Comandante General de las Canarias, acodado en la borda de estribor, contemplando las dentadas cumbres de la cordillera de Anaga y, posiblemente, sintiendo la preocupación por la responsabilidad que implicaban el nuevo empleo y el nuevo destino, esa sensación de incertidumbre que todos, militares o no, experimentamos cuando damos un salto o un viraje en nuestra vida. Y eso que don Antonio no era precisamente un novato en las cosas de la milicia.

          Es más que posible -sigamos imaginando- que, ya a pocas millas del puerto de Santa Cruz, repasaría mentalmente, como podemos hacer a partir de ahora mismo en este libro, su Hoja de Servicios, casi empezándola por su viaje a la guerra, a Italia, como Teniente de Milicias Provinciales, con tan sólo 14 años. Los combates y los rigores de la campaña en la península itálica y en Niza; el regreso a España, su pase al Ejército profesional y su vida de guarnición y sus ascensos hasta llegar a Teniente Coronel. Y de nuevo al mar, ahora el Atlántico, para llegar a Montevideo; sus años americanos hasta que la guerra con Inglaterra le llevara a reconquistar, al frente de su batallón, la Gran Malvina, la primera cabeza de león que, simbólicamente, y de forma similar a lo que ocurre con el escudo de Santa Cruz, podríamos colocar en las armas del General Gutiérrez como consecuencia de sus enfrentamientos con los ingleses. Me imagino su solitaria figura aspirando con deleite la brisa marina mientras recordaba aquellos días en otra isla que rodeaba el mismo océano que ahora mecía, y a veces zarandeaba, a la Juno.

          Y la vuelta a Europa, la campaña en Argel y la sangre derramada por España. El ascenso a Coronel, con 47 años, y el mando del Inmemorial. Luego el sitio de Gibraltar en 1779, cuando él, y muchos otros, pensaban que el Peñón iba a volver a ser español. Pero los ingleses eran muy fuertes en la mar... y nuestros aliados, los franceses, normalmente barrían para casa... Y, de prisa y corriendo, para participar en la reconquista de Menorca con su Regimiento... Y la simbólica segunda cabeza de león. Allí ascendió a Brigadier y permaneció varios años como Comandante Militar de la isla, hasta que hacía apenas dos meses, S.M. lo había ascendido a Mariscal de Campo a la vez que le encomendaba la defensa de Canarias.

          Con íntima satisfacción era posible que pensara que la suya era una dilatada y más que brillante Hoja de Servicios. Pero el General estaba muy lejos de sospechar que en ese trozo de papel, en aquella hoja en la que “cabe la vida entera”, como escribió López Anglada, aún no se había redactado la última línea. No podía adivinar don Antonio Gutiérrez que aún quedaba por cumplimentar el más glorioso renglón... El barco se acercaba a una playa donde divisaría una pequeña torre y unas pocas casas (San Andrés, le diría alguien) y luego la fortaleza de Paso Alto, el castillo de San Miguel, otras obras defensivas, no muchas casas blancas, un par de altos campanarios de iglesias... y el muelle.

          No es de extrañar que una nube de preocupación empezara a nublar su frente; la mayoría de aquellas defensas de lo que era la Plaza Fuerte de Santa Cruz de Tenerife no se podían comparar con otras que él había ocupado, y luego defendido, en las Baleares. Y el General sería ya consciente de que si aquella plaza caía, con ella lo haría Tenerife y, como fichas de dominó, las demás islas del Archipiélago. Sentiría preocupación, sí, porque la política era tan variable y las alianzas de aquellos tiempos tan diversas y efímeras que los que hoy eran aliados, en semanas podían estar apuntándote con sus fusiles y sus cañones... Y la flota inglesa era tan poderosa... Y las Canarias están tan lejos de la metrópoli...

          Seguramente, en el mismo momento en que pisaba el pequeño muelle de Santa Cruz, y mientras recibía el saludo de las autoridades, ya estaría pensando en que para cumplir la orden de S.M. de conservar para la Corona de España aquellos 7 roques perdidos en el Atlántico había mucho por hacer.

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          En el libro que tenemos el gusto de abrir hoy comprobarán ustedes que, fuese o no como nos hemos imaginado esta tarde, la verdad es que, desde que Gutiérrez tomó el mando militar del Archipiélago, su principal preocupación fue la de prepararse para un fuerte ataque naval. Y pocos años después, en 1796, la declaración de guerra contra Inglaterra, y apenas transcurridos unos meses, en febrero del 97, la derrota naval del Cabo de San Vicente y el bloqueo de nuestra escuadra por la inglesa en Cádiz, fueron el preludio de la tormenta que se avecinaba siguiendo la ruta del alisio. Inglaterra estaba en plena expansión; España y Francia, coaligadas contra ella, eran más potentes en el continente, pero en la mar era otra cosa. Además, la alianza hispano-francesa estaba siempre supeditada a los intereses galos, como él mismo había podido comprobar en el fallido bloqueo de Gibraltar. No era ningún secreto que Su Graciosa Majestad británica quería ampliar su Imperio, tuvo que pensar Gutiérrez, más de una vez, cuando estudiara un mapa sobre la mesa de despacho. La América hispana era un hueso muy duro de roer, por lo que, sin duda, Inglaterra fijaría su atención en África y Asia, sobre todo en la India, a la que deseaba convertir en la joya más preciada de la Corona; pero para ello los británicos necesitaban asegurar las vías logísticas de apoyo.

          Hace apenas 10 años el Teniente General Ripoll Valls, a la sazón Capitán General de Canarias, nos dejó escrito en el prólogo a uno de los libros publicados en tomo al segundo Bicentenario de la Gesta una teoría muy plausible. Gráficamente nos contó a varios de sus colaboradores una mañana en el despacho de Capitanía como el dedo índice de la mano derecha del General Gutiérrez iría siguiendo una ruta imaginaria que nacería en los muelles ingleses del Canal de la Mancha, tocaría en puertos del siempre aliado Portugal, y en Madeira, también portuguesa. Luego seguiría una larga navegación hasta Nigeria, Zanzíbar, el Cabo (que apenas hacía dos años habían tomado de los holandeses), y con algunas escalas en otras islas de las que poseían en el Indico, al fin terminaría en la India. Pero de Madeira a Nigeria había mucha distancia, por lo que les faltaba un punto intermedio para repostar agua y alimentos, curar heridos y enfermos y reparar los buques. Y el dedo índice del General circundaría Canarias y terminaría por clavarse en Tenerife. Conquistada la única plaza fuerte del archipiélago, con una pequeña escuadra podrían los ingleses disuadir cualquier intento de recuperación de Nivaria y, además, apoderarse de las otras seis islas.

          Sí. Santa Cruz, Tenerife y todas las Canarias estaban en peligro.

          Ante la situación, como podremos ver en este libro, y como también hemos podido comprobar en otras obras escritas por varios de los componentes de la Tertulia Amigos del 25 de Julio (incluyendo igualmente a don Pedro Ontoria entre esos autores), el General Gutiérrez no descansó; no cejó en solicitar apoyos a la Corte y no desmayó si no llegaban; exigió a los demás, y se exigió a sí mismo, lo máximo, porque era consciente de que el peligro era inminente.

          Y cuando éste se materializó, todo lo que se podía prever estaba previsto. Y además, hay que reconocerlo así, en los días de la lucha Gutiérrez tuvo suerte; factor que siempre recordaba, pero en sentido peyorativo, aquel extraño grupúsculo de detractores, naturales de nuestra propia tierra, que si en los últimos años ya han sido silenciados ante la contundencia del volumen de documentación histórica que ha visto la luz gracias a los esfuerzos y desvelos de los ya citados tertulianos, a partir de hoy deberían reconocer públicamente lo erróneo de sus planteamientos. Y a ellos habría que recordarles que Napoleón prefería siempre rodearse de Generales “con suerte”.

         Mucho se ha escrito ya sobre la actuación del General Gutiérrez en los meses anteriores al intento de invasión inglesa y durante los días que duró el ataque aquel verano de 1797. Este libro que el lector tiene ahora mismo entre sus manos es el que me atrevo a calificar como de “definitivo”, colocándolo por encima de ese rimero de volúmenes sobre el tema, muchos de ellos, los más documentados, escritos como consecuencia del Segundo Centenario de la Gesta. Y ya se constituye en una obra de inevitable consulta si alguien quisiera indagar algo más sobre la personalidad de don Antonio Gutiérrez. Pero éste era también un libro necesario, una deuda que los santacruceros, los tinerfeños, los canarios y los españoles teníamos con aquel hombre. Y que ha saldado con esta obra monumental don Pedro Ontoria Oquillas, burgalés de nacimiento como su personaje y, con toda seguridad como él, tinerfeño de corazón.

          En la impresionante bibliografia consultada por Ontoria para la confección de este exhaustivo trabajo podrán comprobar que existen muy pocos libros dedicados exclusivamente a la figura del General Gutiérrez. Una persona por la que el autor, según me confesó alguna noche de charla, sintió una especial fascinación desde que empezó a indagar sobre la Gesta del 25 de Julio. Le asombraba la existencia de aquel pequeño grupo ya citado de habituales colaboradores de la prensa local cuyo único y sistemático interés parecía centrarse en echar tierra, en ensombrecer la figura del Comandante General, so pretexto de “buscar la verdad de lo que ocurrió”. Incluso, cuando se acercaba la fecha del Bicentenario, hace ahora exactamente 9 años, pareció que, para algunos, el protagonista de los actos y homenajes debía ser Nelson, precisamente aquel que intentó tomar Santa Cruz, y destruirla si hubiese sido necesario, en lugar del General Gutiérrez, máximo responsable de la defensa de vidas y haciendas de la población local y personaje principal en lo que el Marqués de Lozoya, en su Historia de España, calificó como “el hecho más importante de la Historia de Canarias desde su incorporación a la Corona de España”.

          Por ello, Pedro Ontoria se dedicó en los ratos libres que le deja su abnegada profesión de Maestro, sacrificando familia y descanso, a la tarea, hoy culminada, de despejar de abrojos todo lo que pudiese enturbiar la visión serena, y por tanto histórica, de la peripecia vital del General Gutiérrez, estudiando meticulosamente su vida, desde el momento de su nacimiento, y aún antes, y escudriñando en archivos y bibliotecas, peninsulares y canarios, civiles y militares todo cuanto se relacionara con aquel hombre. Y estudiando otros documentos que algunos tertulianos le fueron suministrando procedentes de fuentes francesas e inglesas. Y a fe que lo ha conseguido. Hoy la figura de D. Antonio Gutiérrez emerge majestuosa a la luz de la verdad.

         Pero en mí se da la circunstancia de ser también militar, y por ello considero personalmente que hoy tenemos que sentimos muy felices los que hicimos de la Milicia nuestra forma de paso por la vida. Leyendo el libro se me ocurrió la idea de hacer un cotejo de lo que en las Reales Ordenanzas se indica que debe ser el comportamiento del militar, con la actuación del Comandante General Gutiérrez durante toda su vida y, especialmente, en lo referente a su etapa de mando en Canarias. Y resultó que, prácticamente, el articulado de lo que podemos considerar la principal norma moral y profesional para los militares se ajustaba a las vicisitudes y hechos conocidos del General. Todo, desde su capacidad para decidir, el constituirse en modelo para el que obedece, la guarda de la más exacta y puntual observancia de las Ordenanzas, la exigencia de la obediencia a sus subordinados, cumpliendo las órdenes superiores con el mismo empeño y exactitud, todo, y más, está recogido en su vida.

          No se puede obviar que, en los meses previos al ataque británico, el General valoró adecuadamente toda la información de que podía disponer, organizó apropiadamente la defensa de acuerdo con sus medios, mantuvo permanentemente un enlace estrecho con los mandos subordinados, etc., etc. Ni tampoco que, cuando llegó el momento culminante, cumplió, e hizo cumplir, aquel artículo de las Reales Ordenanzas que no me resisto a transcribirles y que reza escuetamente:

                    “El que tuviere orden absoluta de conservar su puesto, a todo trance lo hará”.

          Todavía más: en el momento de la victoria, ese espíritu de nuestras Ordenanzas le llevó a recoger y evacuar a los heridos y prestar auxilio a los náufragos, tanto propios como del enemigo, lo que sería reconocido por Nelson en la famosa carta que, tras su derrota, dirigió a nuestro General y que, quizás por primera vez, firmó con la mano izquierda. Por cierto, y hablando del Almirante, cuando hace varios meses que Inglaterra ha celebrado su victoria de Trafalgar con toda clase de fastos, es justo recordar lo que Nicolás Estévanez escribió:

                    “Cuanto más alto se ponga / de Horacio Nelson la estatua / más alto verán los siglos / el nombre de mi Nivaria.”

          Pero si el General Gutiérrez fue el principal responsable de que el nombre de Nivaria se encumbrara sobre el siniestro propósito de Nelson aquel 25 de julio, de hace mañana exactamente 209 años, no podemos dejar pasar que, a no ser por su iniciativa, su claridad de ideas y su prestigio, Santa Cruz no hubiese sido nunca, o hubiese tardado mucho en conseguirlo, Villa Exenta primero y, pocos años después, Capital de la Provincia de Canarias. Esta orgullosa Santa Cruz de Sainiago de Tenerife de nuestros días, tan distinta al Lugar, Puerto y Plaza Fuerte que conoció Gutiérrez desde enero de 1791 hasta su muerte en Geneto en 1799, tendría que conservar siempre en su corazón un perenne agradecimiento a aquel castellano viejo, a aquel burgalés de pro que se llamó don Antonio Gutiérrez González-Varona. Pero mañana, día 25 de julio, aniversario de la Gesta, además de ser el día del Patrón de España, no es fiesta en Santa Cruz. Dificilmente podrá el pueblo agradecer o enorgullecerse de algo que desconoce.

          Considero que ha llegado el momento de hablar algo de la persona que nos hace este regalo que tenemos entre las manos. Don Pedro Ontoria Oquillas, ya lo he dicho, es burgalés como Gutiérrez. Para mí, un hombre bueno con cuya amistad me honro y del que aprendo continuamente, no sólo por su conocimiento de multitud de temas históricos, sino por su ejemplo de trabajador infatigable. Se licenció en Sagrada Teología y en Filosofia y Letras, cursando estudios en la Universidad Pontificia de Salamanca, la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Roma y la Universidad de Valencia, además de ostentar con orgullo el más hermoso de los títulos: el de Maestro, obtenido en la Escuela Normal de San Sebastián. Si quieren más datos de él les remito al Diccionario de la Cultura de Burgos, de Fernando Ortega Barroso, en el que se recoge la importante labor de Ontoria como escritor e investigador, con libros que van desde la búsqueda de los orígenes de su pueblo natal -Guzmiel de Izán- y otros temas relacionados con Burgos, hasta sus obras, tanto individuales como en colaboración, relacionadas con la Gesta. (Fuentes Documentales, Addenda a las Fuentes documentalesFlorilegio Poético, .). También en el Repertorio de Medievalismo Hispánico, de Emilio Sáez y Mercedes Rossell se recogen trabajos de Ontoria publicados en el Boletin del Instituto Fernán González hace ya 30 años. Pertenece a la Tertulia Amigos del 25 de Julio, de la que fue tertuliano fundador, y además es colaborador frecuente en publicaciones periódicas burgalesas y tinerfeñas. Su edad y, sobre todo, su ilusión nos hacen abrigar fundadas esperanzas en que no se detendrá cuando esta monumental obra se encuentre a partir de mañana en los escaparates de las librerías y que su quehacer como investigador y escritor nos seguirá regalando trabajos de meticulosa elaboración y total rigor histórico.

          Con ese deseo, termino expresando de nuevo el agradecimiento de todos cuantos nos interesamos por la historia de las pequeñas cosas de nuestras gentes y por la Historia de los hechos decisivos en la vida de los pueblos a don Pedro Ontoria Oquillas. Pero también, sin ningún mérito por mi parte para ello, en nombre de todos los tinerfeños, gracias Pedro.

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