Antecedentes y consecuencias de la Gesta

Pronunciada por Emilio Abad Ripoll  (Salón de Conferencias de Almeyda, 22 de julio de 2008)

 

          Excelentísimo Señor Teniente General Jefe del Mando de Canarias, Excelentísimo Señor Alcalde de Santa Cruz de Tenerife, Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades, señoras, señores y compañeros de la Tertulia Amigos del 25 de Julio.

          Gracias a las Concejalías de Fiestas y de Cultura de nuestro Ayuntamiento por invitarme a participar en este ciclo dedicado a recordar circunstancias relacionadas con la Gesta del 25 de Julio. Sin más preámbulo, comencemos:

El momento histórico

          En 1756 se desencadenaba la que, por su duración, pasaría a la Historia como la “Guerra de los Siete Años”, un conflicto más de los que, por una u otra causa, han ensangrentado el suelo de la vieja Europa. En aquella ocasión, los ejércitos de Austria, Francia, Rusia, Suecia, Sajonia y la Confederación Germánica se enfrentaban a los de Prusia e Inglaterra.

          España consiguió mantenerse neutral durante algunos años de la guerra (los últimos del reinado de Fernando VI y el inicio del de Carlos III), pero en 1761 se firmó el Tercer Pacto de Familia  (alianzas entre las Borbones que se sentaban en los tronos de España y Francia) entre este último y su pariente Luis XV, motivado en parte por las presiones del rey francés y también como consecuencia de la escalada de ataques británicos contra nuestras posesiones e intereses americanos. En realidad el acuerdo beneficiaba en bien poco a España, que se veía por él obligada a entrar en el conflicto, ya que su firma estipulaba que ambas monarquías, la española y la francesa, debían considerar como enemigo a cualquier país que declarase la guerra a una de ellas (y en aquellos momentos Inglaterra y Francia estaban enfrentadas).

          Lo cierto fue que cuando terminó la guerra, en cuyos dos últimos años nos vimos involucrados, se firmó (1763) la Paz de París que convertiría a Inglaterra en la primera potencia europea. Los británicos ganaron grandes territorios en América del Norte, incluido Canadá, a costa de Francia; y España entregó de nuevo a los ingleses Menorca, para conservar la soberanía íntegra de la isla de Cuba, y cedía también la Florida occidental y Sacramento. Como contrapartida, Francia nos compensaba con la Luisiana norteamericana.

          Y en los siguientes años ocurrieron dos hechos de excepcional importancia en la Historia Universal. El primero de ellos fue  el levantamiento independentista, coronado por el éxito, de las trece colonias inglesas de Norteamérica, en la década de los 70 de aquel siglo, el XVIII. El apoyo prestado por Francia y España a la independencia de lo que serían los Estados Unidos de América del Norte tensó hasta tal punto las relaciones de ambos países con Inglaterra, que Carlos III y Luis XVI, en 1779, renovarían el Pacto de Familia y se entablaría una nueva guerra franco-española contra los ingleses.

         Su conclusión, sellada en el Tratado de Versalles (1783), traería como consecuencias para España la recuperación de la Florida y de Menorca, aunque nuestras reivindicaciones sobre Gibraltar no fuesen tenidas en cuenta.

          El segundo hecho de enorme trascendencia histórica ocurrido por aquel entonces fue el estallido de la Revolución Francesa (1789), acontecimiento que resquebrajaría los cimientos del “orden establecido” y que pondría en alerta máxima a todas las Cortes europeas. Los sangrientos sucesos de París, en 1792, decidieron a las principales potencias del Viejo Continente a intervenir militarmente contra la Francia revolucionaria; el desarrollo de los acontecimientos arrastró a España a participar en la que se llamó “la guerra del Rosellón”, actuación totalmente estéril y desafortunada para nuestro país, pues a su conclusión, y en cumplimiento de lo acordado en el Tratado de Basilea, perdíamos la parte española de la isla de Santo Domingo.

          Al perder las colonias norteamericanas, la política imperialista de Inglaterra entró en una imparable dinámica expansionista que conllevaba el intento de controlar todas las rutas marítimas tan vitales para sus intereses, ahora hacia el sur del Atlántico y el Índico. Así empezó a crecer en importancia, para los ojos de los estadistas británicos, la situación geoestratégica de Canarias, pues para dominar los senderos navales del Atlántico Sur -donde ya contaban con los hitos de las islas de Ascensión, Santa Elena y las Malvinas- echaban en falta un primer eslabón (quizás nuestro Archipiélago), que se podría convertir también en la estación inicial en la navegación hacia la India, la que se convertiría en la “joya de la corona británica”, por el Cabo de Buena Esperanza.

          Pero pese a los recientes acontecimientos en Francia, los intereses de París y Madrid volvían a confluir. Inglaterra, con su poderosa flota, hacía inútiles los esfuerzos defensivos de Francia, a la que ahogaba, y, además,  amenazaba continuamente los territorios españoles en América. El Primer Ministro español, Godoy, patrocinó una nueva alianza hispano-francesa para contrarrestar el creciente poderío británico, que se reflejaba en otra renovación de los Pactos de Familia. Se firmaba en agosto de 1796 el Tratado de San Ildefonso y, apenas dos meses después, Carlos IV declaraba la guerra “al Rey de Inglaterra, a sus Reynos y a sus Súbditos”. Y en el marco de esa guerra hay que situar el ataque de Nelson a Tenerife.

Las intenciones inglesas

          Cuando celebramos el bicentenario de la Gesta era Capitán General de Canarias el Teniente General don Vicente Ripoll Valls, quien en el prólogo al magnífico Catálogo que entonces se editó, escribió las siguientes palabras:

               “Londres sentía, pues, la necesidad de asegurarse la ruta hacia la fabulosa India, pero para ello necesitaba bases en el Atlántico y en el Índico. Disponía ya de Nigeria, Zanzíbar y Adén, y venía luchando por El Cabo desde 1780, consiguiendo en 1795 expulsar a los holandeses. Sólo quedaba, por tanto, alcanzar el dominio de las Canarias para completar la ‘ruta de apoyo logístico’ a las colonias asiáticas. La tentación era muy fuerte.

               El planteamiento estratégico inglés, desde mi punto de vista -seguía escribiendo el TG. Ripoll- estaba claro. El primer paso sería derrotar a la Escuadra española, y destruirla o bloquearla para impedir la ayuda a Canarias.”

          Y en ese escenario bélico que acabamos de reseñar, en febrero de aquel 1797, la escuadra española fue derrotada por la inglesa en el Cabo de San Vicente.

          Nuestros barcos buscaron amparo en el puerto de Cádiz, en cuya bahía acabaron bloqueados por los británicos, por lo que quedaba bien claro que la Armada española no podía socorrer a las Canarias si se producía un ataque contra las islas.

          Mandaba las unidades navales enemigas el Almirante John Jervis, que acababa de recibir el título de Conde de San Vicente, y quien el 12 de abril era el destinatario de una carta de uno de los comandantes de sus divisiones, el Contralmirante Horacio Nelson proponiéndole el ataque a Tenerife, ante la poca actividad  bélica que suponía el bloqueo, lo que concordaba, más que posiblemente, con el pensamiento estratégico de Londres.

          Nelson había recibido información del Capitán Troubridge, comandante del Culloden, acerca de la arribada al puerto santacrucero de un barco que se suponía que transportaba al virrey de Méjico y un rico cargamento. Veremos luego que sólo había alguna verdad en esa información, pero la noticia, unida al parte del Capitán Bowen, comandante de la Terpsíchore, sobre los sucesos, que también luego comentaremos, del robo en plena bahía de Santa Cruz de la fragata Príncipe Fernando y de la corbeta francesa La Mutine, movieron al Contralmirante a pensar en la gloria y beneficio que podía reportarles, a él y a su país, el ataque a la más importante de las islas Canarias. Pero seguramente no era únicamente ese objetivo el que el gobierno inglés buscaría con ahínco.

          Durante casi dos siglos se mantuvo la tesis de que Nelson sólo intentó con el ataque a Santa Cruz dar un golpe de mano cuyo objetivo principal eran los millones que pudieran transportar los buques fondeados en la rada y los beneficios del saqueo del Puerto y Lugar. Pero desde mediados del siglo XX, algunos historiadores, como don Antonio Rumeu de Armas, comenzaron a admitir la idea de que la expedición a Tenerife se trataba de una “operación de conquista”, pues el Contralmirante Nelson “no aspiraba a saquear el puerto, sino a tomar posesión de la isla”.

          En el libro en el que se basa este trabajo de resumen -El 25 de Julio a la luz de las Fuentes Documentales-, sus autores escriben que “con los datos de que hoy se dispone, resulta difícil admitir que la minuciosa preparación y organización de la expedición a Santa Cruz respondiera únicamente a lo que se ha dado en llamar un golpe de mano…(pues) las instrucciones del almirante Jervis a Nelson y las detalladas aclaraciones que éste le pide indican por sí mismas que se trataba de una operación de mayor importancia que el simple robo de un barco. Y no debe perderse de vista tampoco lo que la acción podía representar en el contexto de los acontecimientos que Europa vivía por aquellos años y de forma especial Inglaterra”. Les remito a la citada obra para un mayor conocimiento del asunto, pero de ella entresacamos algunas ideas de importancia para intentar dejar bien claro el objetivo del ataque a Santa Cruz. Vamos a preguntarnos “¿A qué vino Nelson?”, conservando “in mente” la historia del robo del barco, y “a la luz de las Fuentes Documentales”.

          La cuestión está ya tan trillada que creo que no vale la pena extenderse más en este punto. La intención inglesa, así de claro, era ocupar Canarias, pues conocían que la caída de Santa Cruz, la única plaza fuerte del Archipiélago, acarrearía la de las demás islas; por eso, a estas alturas, es inútil negar que los ingleses en su ataque vinieron, como se dice comúnmente, “a por todas”, sí, pero… ¡“a por todas las islas”!

El Comandante General, sus tropas y los planes de defensa

          Desde principios de 1791 ejercía el cargo de Comandante General de las Islas, “por el grande mérito y buenas circunstancias que en él concurrían”, en opinión del monarca español, Carlos IV, el Mariscal de Campo, y luego Teniente General, de los Reales Ejércitos don Antonio Gutiérrez González-Varona.

          El General Gutiérrez había nacido en 1729 en Aranda de Duero, por lo que al llegar a Tenerife contaba ya con más de 61 años, la mayor parte de los cuales los había empleado en el servicio de las armas. Había participado en cuantos conflictos bélicos se había visto envuelta nuestra Patria, pues tan sólo con 14 años, y el empleo de Teniente, había luchado en la campaña de Italia, en cuyo desarrollo (1746) había ascendido a Capitán. En 1765 fue destinado con su Regimiento al Río de la Plata, y en aquellas tierras alcanzaría el empleo de Teniente Coronel, momento en el que se le designaría para tomar el mando de las tropas de desembarco que desalojaron a los ingleses de las Malvinas. Ya de Coronel regresó a España, y con su Regimiento, ahora el Inmemorial del Rey, participó en la expedición a Argel, campaña en la que sufriría una grave herida. En 1781, y encontrándose de guarnición en Orán, ascendió a Brigadier; tomó parte en el bloqueo de Gibraltar y la reconquista de Menorca, hasta que en 1783 pasó destinado a Madrid.

          Sin que mediera solicitud alguna por su parte, Carlos III lo nombró Comandante Militar de la recién recuperada Menorca, y ya en las islas, durante tres años, por ausencia del titular, ejercería de forma interina la Capitanía General de Baleares (1787-90). Y fue en octubre de este último año cuando Carlos IV le confirió el empleo de Mariscal de Campo y el destino de Canarias, donde en diciembre de 1793 alcanzaría el grado de Teniente General de los Reales Ejércitos.

          Sus coetáneos han destacado de él la pericia y la prudencia, fruto ambas cualidades de la experiencia de una brillante y larga trayectoria militar acreditada por la responsabilidad de los cargos ejercidos y las misiones encomendadas.

          Ese era el hombre al que el destino había colocado al frente de la defensa de Tenerife en el crucial momento del verano de 1797.

          Ya desde antes de que se produjera la declaración de guerra contra Inglaterra (en octubre de 1796, como vimos hace unos minutos), Gutiérrez, de idéntica manera a como lo habían hecho sus predecesores, había mostrado su preocupación a la Corte por los insuficientes efectivos con que contaba para organizar con eficacia la defensa. El General conocía, como veterano que era, la importancia de disponer de soldados bien preparados y experimentados, por lo que, un mes antes de que Carlos IV estampara su firma en el decreto de rotura de hostilidades, escribía al ministro de la Guerra que “si se llegase a verificar el rompimiento con Inglaterra, consideraba convendría enviar a estas Yslas un refuerzo de tropa veterana para su defensa, respecto no haber más guarnición que el Batallón de Canarias incompleto”. Pero su solicitud no había sido escuchada.

          En Canarias, desde mediados del siglo XVI habían sido las Milicias las encargadas de la defensa del Archipiélago. Con ese nombre, el de Milicias, conocemos a unas Unidades creadas a semejanza de los Tercios Provinciales de Milicias Peninsulares (que cambiarían el nombre por el de Regimientos con la llegada de la dinastía borbónica, a principios del XVIII) y que existían en todas las islas. El número de Regimientos de guarnición en cada una de ellas, así como el de Compañías que los componían, variaban grandemente en función de las disponibilidades humanas de las islas, o de las distintas partes de las islas mayores. El reclutamiento era masculino (todos los hombres de edades comprendidas entre 16 y 60 años) y obligatorio, y los milicianos, una vez encuadrados en las diferentes Unidades, tenían la obligación de presentarse en las cabeceras de su respectivas Compañías cada vez que fuesen requeridos para ello, lo que sucedió con harta frecuencia, especialmente en los siglos XVI y XVII, como consecuencia de los casi habituales ataques piráticos o de flotas de diferentes países. Su armamento era precario, por escaso y anticuado, y su preparación bastante deficiente, pues se reducía a un día de instrucción al mes (domingo o festivo).

          En Tenerife existían, desde la década de los 70 del siglo XVIII, cinco Regimientos de Milicias de Infantería, distribuidos en los distritos de Abona, Güimar, La Laguna, La Orotava y Garachico. Pero, sin duda alguna, la Unidad de Infantería mejor preparada para la defensa, quizás sería mejor decir la única, como había expuesto Gutiérrez al Ministro de la Guerra, era el Batallón de Infantería de Canarias, creado a finales de 1792, cuando se acababa de entrar en guerra con la República francesa. Estaba constituido por un núcleo de soldados profesionales que, además de tener encomendado el papel principal en la defensa de las islas, debía preparar e instruir a los milicianos que se les agregaran; había participado en la guerra del Rosellón, junto a otras tres Compañías de “gente soltera y robusta” formada por personal entresacado de los Regimientos de Milicias, constituyendo un Cuerpo Expedicionario que permaneció fuera de Tenerife tres años, hasta 1796.

          Además se contaba también con las Milicias de Artillería, constituidas por tres Compañías en Santa Cruz, una en La Orotava, otra en Garachico y media en cada uno de los puertos de Candelaria y San Andrés.

          En julio de 1793, cuando España estaba en guerra con Francia, Gutiérrez había diseñado un Plan General de Defensa, que se reactivó desde febrero de 1797 en previsión de algún intento británico. Así, y a raíz de los robos por buques ingleses en la misma rada de Santa Cruz de la fragata española Príncipe Fernando y la corbeta francesa La Mutine, de los que luego contaremos algunos detalles, se aplicó el citado Plan, organizándose la defensa con arreglo a las disponibilidades de tropas, paisanos, marineros franceses y personal de buques surtos en la rada.

          Tras la declaración de la guerra con Inglaterra, en ese mismo mes de febrero el Comandante General reiteraría la solicitud de refuerzos de personal, con idéntico resultado negativo. En consecuencia, Gutiérrez se dispuso a la defensa con lo que tenía. Estaba convencido de que en caso de una intentona inglesa contra las islas, el objetivo seleccionado por el enemigo sería Santa Cruz de Tenerife, por varias razones fundamentales, como las de residir en ella la cabecera militar, estar establecidas aquí las administraciones de Correos, Tabaco y Aduana, la Real Tesorería, la Contaduría Principal, la residencia de los cónsules de naciones extranjeras y ser la única plaza fuerte del Archipiélago, además de contar con el puerto más importante de Canarias; por ello pensó que si caía Santa Cruz muy poco esfuerzo iba a costar a los británicos apoderarse de las demás islas, y en consecuencia basó el esfuerzo principal en la defensa del Puerto y Lugar de Santa Cruz de Tenerife.

          Ordenó reforzar la guarnición de Santa Cruz (el citado Batallón de Infantería de Canarias y las Compañías artilleras), con las Compañías de Granaderos de los cinco Regimientos de Milicias -precisamente las únicas Unidades de las Milicias de Tenerife que contaban con experiencia bélica por su intervención hacía muy poco tiempo en el Rosellón-, es decir, que reunía junto a sí a todas las Unidades veteranas con que contaba. Pero en julio, poco antes del ataque de Nelson, y por haber cumplido esas compañías los seis meses fijados como tope máximo reglamentario para estar destacadas fuera de la guarnición de origen, fueron sustituidas por idéntico número de Compañías de Cazadores de los citados Regimientos.

          A primeros de abril el General ordenó también la incorporación de otros 40 hombres de cada Regimiento al Batallón de Infantería, para completar algo sus escasos efectivos. Al personal reseñado había que unir también los soldados, unos 60, con que contaban las Banderas de Cuba y La Habana (una especie de Cajas de Recluta), los franceses de La Mutine (110), los pilotos de los barcos surtos en el puerto y paisanos auxiliares (unos 180), con lo que el número de hombres de infantería disponibles alcanzaba el total de 1.669, que sufriría disminuciones antes del ataque inglés, pues algunas decenas pasaron a reforzar al personal de las baterías. En cuanto al armamento tampoco era boyante la situación, ya que sólo se disponía de 130 fusiles nuevos, 1.530 “compuestos” y 291 “de mediano servicio”, terminología que, seguramente, disimularía deficiencias más o menos importantes. Lo cierto es que, en los días de la Gesta, sólo dispusieron de armas de fuego unos 500 hombres, y el resto tuvo que conformarse con garrotes, picas o rozaderas.

          No era mejor la situación de la artillería, que lógicamente debía jugar un papel fundamental para evitar que los ingleses pusieran pie en tierra. Existe un documento que aparece en las Fuentes Documentales, fechado mes y medio antes del ataque, en que el Coronel Jefe de la Artillería certificaba el estado de personal con que contaba para servir todas las baterías que defendían el frente marítimo de Santa Cruz. Según ese escrito, la plaza disponía de poco más de un 50% de los artilleros necesarios, de los que, además, sólo 43 eran veteranos. Hay que destacar que el Alcalde Real, don Domingo Vicente Marrero “después de imponderables trabajos por la escasez de paisanos aptos para este fin”, y a instancias del Comandante General logró reunir 70 reemplazos que estaban incluidos en los 375 recogidos en el estadillo. Pero además, como decía el Jefe de la Artillería, eso era lo necesario para un día de combate, pero no contaba con reemplazos o sustituciones si el asedio se prolongaba más de 24 horas.

         Y mucho no había variado la cosa, como es lógico, cuando se produjo el ataque.

          La línea marítima de San ta Cruz estaba defendida por un total de 18 castillos, fuertes y baterías, que eran, de norte a sur: San Andrés, Paso Alto, San Miguel, Santa Teresa, Santiago, El Pilar, San Antonio, Santa Isabel (desartillada), San Pedro, San Cristóbal y su batería anexa de Sto. Domingo, la batería del muelle, Nª. Sra. de la Concepción, San Telmo, San Francisco, San Juan, Barranco Hondo y Las Cruces (estas dos últimas no llegaron a intervenir en los combates de los días 22 al 25 de julio). Y enlazando las fortificaciones una modesta muralla de unos tres metros de anchura y metro y medio de altura.

         Cuidado especial mereció el reforzamiento del plan de vigías o atalayeros que debían avisar de la presencia de barcos en aguas de la isla. Puesto en vigor en 1793, contemplaba la división de la misma en cinco sectores, correspondientes a cada uno de los Regimientos de Milicias, a cuyo cargo quedaba su cumplimiento y vigilancia. El servicio se efectuaba turnándose milicianos y paisanos. Como las montañas de Anaga impedían que desde Santa Cruz se viesen los barcos a gran distancia, y sólo, como ocurría, cuando ya estaban prácticamente en la bahía, se estableció una atalaya en el monte de Igueste, con una “estación repetidora” intermedia en el risco de San Andrés. Mediante señales convenidas, rudimentarias y elementales, pero de cierta eficacia dentro de su modestia, avisaban del número de buques, su rumbo y condición (mercantes o de guerra).

          Mientras tanto, y como es lógico, la Plaza vivía un creciente estado de inquietud. Los pilotos de los barcos surtos en el puerto, y algunos de sus marineros, habían sido movilizados para formar una pequeña unidad que fue instruida por el Teniente del Real Cuerpo de Artillería don Vicente Rosique en el manejo de los cañones “violentos”, unas piezas de campaña de pequeño calibre, poco peso y por tanto muy móviles y aptas para acompañar y apoyar a las unidades de infantería en sus acciones de oposición inmediata al desembarco y posibles posteriores desplazamientos por el casco urbano.

          Pero la verdadera demostración de ese estado de preparación para la defensa en la población civil se refleja en la elaboración de un detallado Plan de Rondas que diseñó el Ayuntamiento de Santa Cruz, encaminado a adoptar una serie de medidas que se consideraba imprescindible tener previstas en caso de invasión. Esas previsiones constituían, en realidad, un magnífico plan de apoyo logístico y se referían especialmente al control y extinción de posibles incendios, la evitación del pillaje, los primeros auxilios y evacuaciones de heridos y enfermos y su socorro espiritual, el suministro de agua, víveres y otros pertrechos a tropa y paisanos, la designación de mensajeros que, a caballo, pudieran transmitir con la rapidez posible las órdenes del Comandante General y el Alcalde y a la vez sirvieran de enlace entre las distintas posiciones de la cortina defensiva o con La Laguna, etc.

          El Plan nació en el domicilio del Alcalde Real, don Domingo Vicente Marrero, cuando a primeros de mayo se reunieron bajo su presidencia los Diputados de Abastos, el Síndico Personero titular, el designado para sustituirle en caso de ausencia o enfermedad y el Escribano Público, junto con dos ex-alcaldes  y algunos de los comerciantes más importantes de la Plaza. Para su ejecución y mejor organización de los trabajos, se dividió la población en seis sectores, cada uno de los cuales quedaba a cargo de un equipo formado por un cabo (jefe) de ronda, un ayudante a caballo y diecinueve paisanos. Todo el dispositivo quedaba bajo las órdenes directas del Alcalde Marrero. También se detallaba en el Plan el número de camilleros, cirujanos y sangradores que debían estar dispuestos para la atención y evacuación de heridos, y se hacía una solicitud de sacerdotes a las autoridades eclesiásticas para su integración en las rondas. Tampoco se olvidaba de establecer un almacén de provisiones en el salón bajo de una céntrica casa en la Plaza de la Pila, esquina a la calle de las Tiendas (hoy Cruz Verde). El Plan se sometió a la aprobación del Comandante General y de la Real Audiencia, mereciéndola en ambos casos.

Los primeros intentos ingleses

          En el mismo mes de febrero de 1797, mientras Gutiérrez tomaba, como hemos visto, las primeras providencias encaminadas a la defensa de la isla, se encontraban acogidas al puerto dos fragatas de la Compañía de Filipinas, llamadas San José (aunque era más conocida por La Princesa) y Príncipe Fernando, que al tener noticias en alta mar por un buque norteamericano de la declaración de guerra contra Inglaterra habían decidido refugiarse en la rada tinerfeña. La primera, procedente de Filipinas llevaba un cargamento valorado en un millón doscientos mil pesos en oro, plata y otras mercancías; el cargamento de la segunda, que había zarpado de la isla de Mauricio, se estimaba en unos seiscientos mil pesos.

          Mientras tanto, varios barcos ingleses habían sido vistos en aguas canarias e incluso alguno había ocasionado destrozos en Arguineguín (Gran Canaria) y otros hecho presas en los barquichuelos de pesca, por lo que el General Gutiérrez había advertido a los comandantes de ambas fragatas la atracción que para el enemigo significaba su presencia en la rada, ofreciéndoles en varias ocasiones aumentar por la noche su protección con alguna tropa, a lo que, en un exceso de confianza, no se avinieron.

          El primer asalto en serio se produjo en la madrugada del 18 de abril, cuando dos fragatas inglesas -la Terpsichore y la Dido- en plena bahía de Santa Cruz destacaron seis botes con ochenta hombres armados y perfectamente equipados para la acción con la intención de apoderarse de La Princesa, pero al notar ciertas señales de actividad en ella, cambiaron de objetivo y se dirigieron a la Príncipe Fernando, que sólo conservaba a bordo diecisiete hombres, pues el resto de la tripulación estaba en tierra. Los ingleses asaltaron la nave, mataron a los centinelas, apresaron a los demás y picando los cables la sacaron de la bahía a vela y remolque de sus botes.

         Aunque los disparos despertaron la alerta en tierra y se tocaron las señales de alarma convenidas, la sorpresa llevó a una gran confusión, confesando el propio Alcalde Marrero que “como era el primer susto y tan sin esperar todos se sobresaltaron”. Lo cierto es que cuando, hacia las tres de la madrugada, ocho de las baterías artilleras de la plaza y los cañones de La Princesa rompieron el fuego -con cierta eficacia, pues pese a lo cerrada de la noche, al menos dos disparos alcanzaron a la Terpsichore, ocasionándole varias bajas y  algunos destrozos en cubierta y el casco- fue imposible evitar la huida del enemigo con su presa.

          Ordenó entonces Gutiérrez desaparejar La Princesa y trasladar a tierra toda su carga, reforzándose por la noche la guardia a bordo con un destacamento de cincuenta soldados y un oficial, y adoptando otras medidas de vigilancia y alerta para evitar la repetición de los hechos, pues las intenciones del enemigo eran ya evidentes. Es entonces cuando empezó el citado entrenamiento de pilotos y marineros para manejar los “violentos” y  la también mencionada preparación del Plan de Rondas. Pero pese a todo aún pudieron los ingleses alcanzar otro éxito táctico, el último de esta historia.

          El 26 de mayo llegó a la rada santacrucera una corbeta francesa llamada La Mutine, procedente de Brest, armada con 18 cañones y ciento cuarenta y cinco hombres de tripulación, al mando del Capitán de Fragata Luis Estanislao Xavier Pomies. En el buque, y en misión secreta viajaba hacia la India un enviado especial de la Convención Republicana, con un valioso cargamento que hizo trasladar a tierra. Al día siguiente ocurrió un extraño suceso, cuando solicitaron parlamentar dos fragatas inglesas, sin, al parecer, más objetivo que el de espiar la situación de los buques de la rada y las defensas costeras. La vigilancia se incrementó aquella noche, pero con la llegada del día la inquietud cedió algo, pues desde las atalayas no se daba señal alguna de la presencia de velas en el horizonte. Sólo al caer la noche un pescador se dirigió al domicilio del Comandante General e informó a su entorno de que “a las Ave María, de la punta de Naga había avistado a cosa de 3 leguas retiradas así al Orizonte 2 Embarcaciones que venían a toda fuerza de vela para el Puerto”. Este aviso no fue tomado en consideración por los que lo recibieron, y todo parece indicar que tampoco fue trasladado al Comandante General. La confianza era tal que hacia las 12 de la noche se retiraron todos a sus casas, sin haber tomado las medidas preventivas de la jornada anterior. Por si fuera poco, la mayor parte de los franceses habían bajado a tierra a divertirse por ser domingo y el vino había causado bastantes bajas entre ellos.

          En esa situación, a las tres de la madrugada del ya lunes 29, se acercó al muelle una de las lanchas de ronda de la bahía anunciando que había enemigo dentro, pero tampoco fue creída la información, achacándola  el oficial de guardia en aquel lugar a la inexperiencia y bisoñez de los centinelas. Pero segundos después se escuchó fuego de fusilería procedente de La Mutine, que estaba siendo abordada por ocho lanchas inglesas con doscientos hombres de asalto. La primera alarma la dieron los centinelas de las baterías y un fraile de San Francisco, que empezó a tocar las campanas.

          Pese a la oscuridad se pudo observar que la corbeta francesa se movía, por lo que su propio comandante, que acompañaba al Comandante General en el muelle, pidió que se hiciese fuego contra ella a fin de hundirla. Así lo hizo la artillería, que ocasionó varios daños importantes a la nave, pues además de romperle dos palos le abrió tres vías de agua; también desde La Princesa se hizo fuego de fusilería y cañón contra los botes enemigos, a los que les causó algún daño.

          Con la luz del día se distinguieron las dos fragatas inglesas con su presa a unas dos leguas de distancia y hacia el sur de la plaza, pudiendo comprobarse que eran las mismas que dos días antes se habían acercado con la excusa de parlamentar, la Minerva y la Lively, de 44 y 38 cañones respectivamente. Se dirigieron hacia Los Cristianos, donde vararon a La Mutine a fin de repararla.

          Días después volverían ambas fragatas a acercarse al puerto ofreciendo el canje de los prisioneros franceses (y algunos españoles de otro barco procedente de Cádiz que habían apresado también), por diez ingleses que se encontraban presos en La Laguna, lo que se llevó a efecto.

          En el lado inglés, como es lógico, la facilidad con que habían conseguido sacar de las propias barbas de los españoles dos importantes navíos les llevó a pensar que un ataque en regla contra Santa Cruz sería coronado, sin duda, por el éxito. Pero se iban a equivocar de cabo a rabo.

Las fuerzas atacantes y sus planes

          Así las cosas, Jervis, que había concedido a Nelson el privilegio de elegir los buques y oficiales que considerara más idóneos para la operación, autorizaba el 15 de julio que el Contralmirante tomara rumbo a Canarias, sabiéndose que ya el día 21 se encontraba frente al puerto de Santa Cruz. En aquellos momentos la escuadra de Nelson estaba compuesta por tres navíos de línea, Theseus, Culloden y Zealous, todos armados con 74 cañones y al mando respectivo de los capitanes Millar, Troubridge y Hood; las fragatas Seahorse (38 cañones), Emerald (36 cañones) y Terpsichore (32 cañones), mandadas respectivamente por los capitanes Fremantle, Waller y Bowen; el cúter Fox, de 14 cañones, al mando del teniente Gibson y la bombarda Rayo (otros dicen que era la Terror) tomada a los españoles en Cádiz, mandada por el teniente Compton.

          El día 24, frente a Santa Cruz, se les uniría otro navío, el Leander, de 50 cañones y mandado por el capitán Thompson. Con este refuerzo la escuadra sumaba 393 cañones y contaba con unos 2.000 hombres para el posible desembarco.  Pese a su innegable potencia, Nelson no estaba del todo satisfecho por el tipo de las fuerzas de que disponía -ya hemos visto las que solicitó a Jervis- pues “él no aspiraba a saquear el puerto, sino a tomar posesión de la isla”, como asegura Callender, uno de sus biógrafos, y deseaba contar con más efectivos.

          El día 20 Nelson había nombrado a Troubridge, comandante del Culloden, jefe de las fuerzas de desembarco. Éstas se constituirían en base a 200 hombres de cada navío y 100 de cada una de las fragatas, a los que había que unir los infantes de marina y unos 80 artilleros. Si consideramos que, en buena lógica, el Leander, una vez incorporado contribuiría con 200 hombres más, podemos cifrar en unos 1.200 efectivos la fuerza de desembarco a la que se encomendaba la toma del Lugar y Puerto de Santa Cruz.

          El plan de ataque preveía que debía desarrollarse en un principio con la toma de la fortaleza de Paso Alto, para a continuación asaltar la población, designándose el castillo principal y la batería del muelle como los objetivos más importantes. Troubridge debía hacer llegar al Comandante General un mensaje de intimidación, algunos de cuyos términos ya comentamos al hablar de las intenciones británicas, y en el que se amenazaba a Gutiérrez, si no se accedía a lo que en él se exigía, con la destrucción “de Santa Cruz y las demás poblaciones de la isla por medio de un bombardeo”. Pero el documento, como consecuencia del desarrollo de los acontecimientos, nunca llegó a manos de su destinatario. Para después, ya hemos visto cuales eran las reales intenciones inglesas.

          Y también lo que sucedió luego ha sido ya expuesto muchas veces, aunque nunca sobra el recordarlo,… pero esta noche teníamos que hablar de otras cosas. Yo pensaba, si hubiese habido tiempo, pero nunca lo consigo, comentar algo de lo que sucedió los días 22 a 24, de nuestros defensores de hierro y bronce, de la alegría de la mañana y mediodía del 25  y de la tristeza que, sin duda, embargaría a Nelson. Habrá que dejarlo para otra ocasión...

Las consecuencias

          Aún se tenía que oler a pólvora en las calles de Santa Cruz cuando en la Iglesia del Pilar se reunían las fuerzas vivas de la población para agradecer a Dios la victoria conseguida. Era el 29 de julio y en asamblea, a la que asimismo fue convocado el vecindario, se adoptaba el acuerdo de que el Lugar llevase también el nombre del Apóstol Santiago, en reconocimiento a que, en el día de su festividad litúrgica, se había culminado la hazaña.

          Merece la pena detenerse un minuto en este punto. En el Expediente de Solicitud y Concesión por Carlos IV al, hasta ahora, Lugar de Santa Cruz "del privilegio de Villazgo con la denominación de Muy Noble e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago y escudo de armas propio”, que íntegramente reproduce Luis Cola en su libro Fundación, raíces y símbolos de Santa Cruz de Santiago de Tenerife se pueden leer las palabras que el Síndico Personero Interino, el licenciado don Josef de Zárate pronunció ante las autoridades y público que llenaban la citada iglesia. De ellas entresaco las siguientes:

               “…Más nada habría hecho si me hubiese olvidado que nuestro triunfo fue obra del Dios de las batallas por intercesión del Apóstol Santiago. Patrón general de nuestra monarquía. ¿Quién en la noche del lunes al martes no creyó ser desgraciada víctima del furor anglicano? (…) Todos, todos temimos con sobrado fundamento vernos arrojados de nuestros hogares, despojados de nuestros bienes y privados de la amable libertad que nos dispensa el gobierno de un Rey Católico. Pero el Omnipotente que todo lo ve, después de havernos presentado el cáliz de la amargura que por nuestros pecados tenemos bien merecido, olvidándose un instante de ellos, nos quiso refocilar con la copa del dulce néctar. Vencimos, nuestra victoria fue toda obra del Dios de los Exércitos, por la mediación del Apóstol Santiago, en cuyo glorioso día triunfamos del enemigo. A sólo Dios se le debe toda honra y gloria, pero a este mismo Dios se le glorifica en sus santos. En tal concepto, ¿no merecerá el Apóstol Santiago que por un efecto de nuestra gratitud y reconocimiento y en debida retribución por los bienes recibidos le aclamemos por con-patrono tutelar de esta plaza? Parece que sí, y dixe con-patrono porque, por una tradición constante desde la conquista de esta isla, sabemos que la Santa Cruz es la tutrix de este pueblo (…) Aclamemos pues, señores, a la Santa Cruz y al Apóstol Santiago por patronos tutelares de esta Plaza, y para dar más realce a los sentimientos de nuestros corazones, ocurramos luego a los pies del Trono a impetrar la confirmación de este acto de piedad y religión cristiana. Juremos tributarle anualmente los debidos cultos en memoria del feliz suceso que nos ha colmado de júbilo”.

          Y al terminar sus palabras todos los vecinos se adhirieron al juramento encomendado al Alcalde les representara en dicho voto. Y el Alcalde, de rodillas y con las manos sobre un misal hizo solemne juramento, aclamando como patronos tutelares a la Santa Cruz y al Apóstol Santiago y comprometiéndose a tributarles anualmente, en sus respectivos días, los cultos que les son debidos por lo beneficios recibidos.

          Las mismas autoridades civiles encabezadas por el Alcalde Real y el Síndico Personero interino visitaron al General Gutiérrez para darle cuenta oficial de lo acordado y solicitar apoyase ante la Corte la propuesta de esa nueva denominación de Santa Cruz de Santiago de Tenerife y la concesión de un escudo. Pero Gutiérrez, como escribió hace años Pedro Ontoria, “reconociendo la parte que tomaron en la defensa todos los vecinos, sin excepción de sexos, pensó y sugirió al Síndico Personero  la idea de que se podía acudir al Rey para impetrar la gracia de que a este pueblo se le concediese el título de Villa en remuneración de sus servicios”.

          La nueva inundó de alegría Santa Cruz y el 5 de agosto hubo reunión del Alcalde, los tres Diputados de Abastos y los dos Síndicos Personeros, el titular y el que, de forma interina, ejerció el cargo durante el ataque inglés y acordaron la redacción de “una representación” que se elevaría al Rey. Se encargó de dicha redacción don José de Zárate, el Síndico Personero interino. Cuarenta días después, el 13 de septiembre de 1797, las mismas autoridades citadas elevaron a S.M. Carlos IV la solicitud del título de Villa y los dictados de “Muy Noble e Invicta Villa, Plaza y Puerto de Santa Cruz de Santiago de Tenerife” y una propuesta de Escudo de Armas.

          La "representación" pasó, como era preceptivo en aquellos tiempos, por las manos del General Gutiérrez, encargado de informarla y darle curso y personalmente comprometido a su rápida y positiva resolución. Y así fue, pues el 27 de noviembre del mismo año. Don Gaspar de Jovellanos  comunicaba al Comandante General de las Islas Canarias que Su Majestad accedía a lo solicitado “concediéndole en remuneración de la gloriosa defensa que ha hecho privilegio de Villazgo, con la denominación de Muy Leal, Noble e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago y el escudo de armas que acompañó V.E. con dicho papel…”. Como habrán notado quienes por primera vez escuchen este relato, el Rey había añadido, “motu proprio”, el adjetivo de Leal a la Villa.

          Luego… ustedes lo conocen. En La Laguna no cayó bien aquella “segregación”, de su puerto, lo que aún, de vez en cuando, aunque más en plan de broma que con seriedad, es resaltado por los vecinos de la ciudad de los Adelantados. Peor fue lo que vino después, cuando en disputa la capitalidad del Archipiélago, al constituirse Canarias en una provincia durante el reinado de Fernando VII, entre La Laguna, Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife, ésta fue la que se alzó con la primacía del gobierno político. Se revitalizó un pleito insular, que como nos contó el profesor González Pérez en el ciclo que organizado por el Centro de Historia y Cultura Militar se desarrolló el pasado abril en el Círculo de Amistad XII de Enero, se había enconado como consecuencia de la revolución política que trajo consigo la Guerra de la Independencia y cuyas negativas consecuencias para la región seguimos sufriendo hoy en día.

          Tampoco existe conciencia en el resto de la isla de que la defensa del Puerto y Lugar de Santa Cruz no fue solamente obra de los santacruceros. Aquí vinieron gentes de Abona, de Güimar, de La Laguna, de Garachico y de La Orotava, que mezclaron su sudor y su sangre con la de los que vivían en este Lugar. En la Tertulia estamos empeñados en que se cree esa conciencia.

          No sé si llamarle también “consecuencias”, pero creo que guarda relación con lo anterior. Santa Cruz está aún en deuda con los protagonistas de la Gesta porque...

               - Es inadmisible y bochornoso que todavía, 211 años después, no se haya erigido un digno monumento, no un pequeños busto (que se implantó con motivo del bicentenario, que si no…), al hombre que dirigió la defensa, el Teniente General Gutiérrez.

               - Es inadmisible y bochornoso el estado en que se encuentra el monumento a los Héroes de la Gesta, en la Plaza de España. Todos sabemos que las obras que se están realizando en aquella zona se van a continuar para unir la plaza al puerto. Pues bien, una de dos, o se coloca y protege el monumento como es debido dentro del nuevo entorno, o, lo que sería más rápido y eficaz, se restaura y traslada a otra parte de la ciudad, por ejemplo, la plaza del Castillo de San Juan, moviendo el que allí se levantó a una de las rotondas que están surgiendo en la parte sur, en los barrios del Cabo y Los Llanos. ¡Ah! Y que se complete el monumento, pues aún falta la lápida con los nombres de los caídos en la defensa.

               - Es triste que teniendo una hermoso monumento que recuerda a nuestros muertos por España a lo largo de la Historia y celebrándose una procesión en la tarde del día 25 por sus inmediaciones, no se haga una parada a su pié, y de análoga forma a la que en el interior de la Iglesia de la Concepción se hace con la tumba del Gral. Gutiérrez, nuestras máximas autoridades civiles y militares hagan una ofrenda floral recordando públicamente que “la muerte no es el final”.

               - Es triste que nos olvidemos de las Milicias Canarias, de aquellos hombres que, durante más de tres siglos, y hasta la aparición de las unidades del Ejército Regular, en palabras de don Antonio Rumeu de Armas “fueron labrando, día a día, la epopeya de un pueblo, pacífico y tranquilo, dispuesto a defender con su sangre y su vida no sólo su independencia, sino también su unión indisoluble con la que desde el siglo XV fuera su Patria, España”. ¿Para cuando dejamos el dedicarles, al menos,  una calle o una plaza?

Resumen y final

          Y resumo y termino:

               - Si no hubiese sido por la Gesta, Santa Cruz no hubiese sido Villa (o lo hubiese conseguido mucho después), ni probablemente capital de la isla, ni capital del Archipiélago.

               - Pero lo que es muchísimo más importante, si no hubiese sido por la Gesta, Canarias, como he querido expresar antes, hubiese pasado a formar parte del Imperio Británico, como una colonia más de las que orlaban la corona de su Graciosa Majestad.

              - Y por tanto, hoy no podríamos enorgullecernos de que Canarias forme parte de la Nación española, de España, ocupando en ella un lugar ganado con el sudor y, en ocasiones, cuando fue necesario, con la sangre de muchas generaciones de sus hijos, nacidos aquí o arribados a estas tierras por mor del destino, que “tanto monta, monta tanto” el lugar donde se vio por vez primera la luz cuando se trata de defender la libertad de la Patria común.

              -Y gracias a la Gesta, hoy, hablando con orgullo en español, nuestra lengua común, les puedo decir muchas gracias y buenas noches.

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