Visión de Santa Cruz hacia 1906

Por Luis Cola Benítez  (Real Club Náutico de Tenerife, 19 de abril de 2006)

          Santa Cruz de Tenerife, en el agitado, más bien convulso, año de gracia, y de desgracia, de 1906.

          Habían transcurrido 47 desde que Santa Cruz obtuvo el título de Ciudad, 103 desde que fuera declarada Villa exenta, 109 desde que había reafirmado valerosamente su independencia ante la tercera intentona británica de apoderarse de las islas y 412 desde la fundación del humilde Lugar y Puerto que fue su origen y, por tanto, de su incorporación a España. Hasta entonces, transcurridos más de cuatro siglos desde aquella fecha, ningún titular de su Corona se había dignado visitar el solar en el que se asienta ni se había acercado a sus moradores, que entonces ya habían rebasado los 40.000 habitantes, mientras que el total de la provincia, es decir de todas las islas, pasaba de los 400.000.

          Como es natural, no voy a detenerme a narrar los detalles de la Real visita, encargo que con gran acierto fue encomendado a voz mucho más autorizada que la mía, como ha sido la de don Alfonso Soriano, que nos ilustró brillantemente hace dos días en amenísima disertación con los detalles de la misma. Tampoco voy a entrar en la historia de las actividades del llamado entonces Club Tinerfeño, que exhaustivamente tiene recogida mi contertulio Juan José Arencibia en su magnífico libro sobre el centenario de la sociedad. Sin embargo, en relación con este último aspecto y con el permiso de ustedes, sí que me gustaría detenerme en algunos detalles curiosos y poco conocidos, que tal vez pueden considerarse remotos antecedentes de las actividades náuticas y natatorias en las que esta Sociedad fue pionera entre nosotros.

          La natación, aunque entonces no se considerara deporte -algo tan “chic” que se le llamaba “sport”-, así como la sana costumbre de los baños de mar, tenía en Santa Cruz arraigada tradición y su zona de preferencia se situaba desde la playa de la Alameda del Muelle hasta la playa de San Antonio, más acá del antiguo castillo de San Pedro, hacia a la zona conocida también -y no me pregunten la razón- como playa de Roncadores, y dentro de la que, por cierto, tendría más tarde su primera sede, de modernistas pretensiones, este llamado entonces Club Tinerfeño.

          Las gentes de Santa Cruz gustaban de los baños de mar, como lo demuestra la existencia desde bien temprano de ordenanzas municipales que los regulaban, estableciendo horarios diferentes para cada sexo: las féminas desde el toque de Oración hasta las 9 de la noche y los varones a partir de dicha hora. La gente se bañaba, y como sigue ocurriendo hoy en día -pues en esto poco se ha progresado-, de vez en cuando alguno se ahogaba, lo que dio lugar a un bando prohibiendo que a los ahogados se les colgara por los pies cabeza abajo para que expulsaran el agua y se recomendaba que los dejaran en la playa hasta que llegara el médico, "que sabrá qué hacer con ellos", se decía. Y, naturalmente, en la mayor parte de los casos, se limitaba a certificar la defunción.

          Como resultaba que los horarios establecidos no se respetaban, se optó por señalar sectores separados para hombres y mujeres, pero ocurría que los esforzados nadadores iban nadando hasta la zona de mujeres y los “vigilantes de la playa” nada podían hacer desde tierra para impedirlo. Después de arduas deliberaciones las lúcidas mentes municipales encontraron la solución adecuada: se abandonaron todas las normas y que cada uno se bañara cuando y donde le apeteciera. Lo de los baños de las damas alcanzó rango de consideración social, como quedó de manifiesto cuando en 1863 se pensó en derribar parte de la Alameda para ensanchar la entrada al muelle, por el clamor popular en contra, que alegaba que se trataba de un "paseo concurrido en el que se reúnen las señoras después del baño".

          Es cierto que no existía la gran afición que el deporte concita actualmente, pero aún sin proponérselo había trabajos portuarios, que precisaban de una condición atlética que ya quisieran para sí muchos de los actuales jugadores de waterpolo, y que causaba la admiración de los viajeros foráneos. Cuando en 1837 visitó Santa Cruz el Dr. William Wilde, padre del romántico Oscar, quedó impresionado al ver cómo fornidos nadadores semidesnudos llevaban flotando grandes barricas empujándolas nadando hasta su embarque.

          En 1867 se concedió a Ruiz Arteaga licencia para construir a la entrada del muelle, sobre pilares de hierro fundido, un almacén de efectos navales, cuyos bajos, en la parte orientada a la playa de la Alameda, dotaron de un establecimiento de baños públicos, único en su género, con el nombre de "Las delicias". Contaba con veintisiete cuartos, unos con pilas de mármol y agua fría o caliente –lo que representaba un lujo inusitado-, y otros para baños de mar. El uso de las tinas costaba en 1881 una peseta y los utilizados para baños de mar un real de vellón si pasaban de treinta consecutivos. En 1932, transcurridos sesenta y cinco años desde su inauguración como establecimiento de salud, el ayuntamiento decidió la demolición del edificio "por ser -decía un concejal- un peligro para la salud pública", y a la firma Ruiz Arteaga hubo que indemnizarla con 90.000 pesetas. Cuatro años más tarde se decidió hacer allí unos jardines, en el recodo de la playa con el muelle, que los más vetustos -entre los que me cuento- aún recordamos. Por cierto, aunque parezca que no viene a cuento, pero también se trata de una actividad náutica -aunque bélica-, fue en aquel recodo, al intentar desembarcar en la playa, donde resultó herido el contralmirante Nelson.

          Pero, siguiendo con los antecedentes a los que antes me referí, aún puede relatarse algo sobre una insólita actividad náutico-deportiva que tuvo lugar en nuestra bahía en el año 1880. Según nos cuenta “Marcos Pérez”, seudónimo de Blas González, en su delicioso librito Santa Cruz anecdótico, el 25 de julio, como número oficial dentro de las fiestas de Santiago, un joven e intrépido inventor santacrucero, auxiliado por un amigo platero de profesión y hábil mecánico, realizó una brillante demostración con un artilugio de su creación que él denominaba “velocípedo náutico”, que era capaz de transportar hasta seis pasajeros. Con otros amigos, y debidamente emperifollado al uso de entonces, es decir de frac y chistera, salió desde los platillos del muelle –aún no existía la marquesina- rumbo a San Andrés y volvió por la tarde, sacando media hora de ventaja en cada trayecto a las barcas a remos que le seguían. Lo que no cuenta la crónica y nunca se hizo público, pero yo lo sé de muy buena tinta, es que en las pruebas preliminares realizadas algunos días antes, el creador del artilugio, que no sabía nadar, cayó al mar y tuvo que ser “pescado” como un túnido cualquiera por las lanchas acompañantes. De todas formas, dado el éxito alcanzado, la innovación fue muy aplaudida y ensalzada, pero el poco interés por el deporte hizo que pronto la máquina fuera desmantelada, y pasara al olvido. Ustedes se preguntarán la razón por la que alardeo de conocer algunos detalles no publicados, y es que me falta decir que aquél intrépido inventor y deportista náutico, que tenía entonces 21 años, se llamaba Anselmo J. Benítez, y era abuelo de quien les habla. Pero ya está bien de cotilleos y ya es momento de ir a lo serio.

          En los primeros años del novecientos tuvieron lugar en Santa Cruz varios acontecimientos dignos de mención, a los que conviene dar un rápido repaso a modo de mosaico, que permita encuadrar el ambiente que se respiraba y en el que se desenvolvía la población. Teodomiro Robayna y Pedro y Eduardo Tarquis ponen en marcha el Museo Municipal. Se inaugura el tranvía eléctrico, cuya compañía solicita permiso para acoplarse a las aguas de Monte Aguirre para suministrar a las turbinas que acababa de instalar en La Cuesta; se concede licencia a la Sociedad Añaza para la construcción de su sede –templo masónico- en la calle de San Lucas, previo pago de 44 pesetas con 50 céntimos de derechos municipales; también –pues a pesar de los cortos recursos municipales fue un año de subvenciones- se concedió una de 1.500 pesetas a Carmen Monteverde de Hamilton, Manuela Gurrea de Guimerá, Diego Guigou y Costa, Patricio Estévanez, y Ángel Crosa, para su proyectado Hospital de Niños.

          En estos primeros años del siglo, el Ayuntamiento, como todo Ayuntamiento que se precie, se dedica también a cambiar los nombres de las calles: a petición de la Asociación de Obreros a la calle San Lorenzo se le pone Benito Pérez Galdós; a la de Las Flores, Sabino Berthelot; a la de Santa Rita, Viera y Clavijo; y a la de La Laguna, Rambla de Pulido. Y mientras Pedro Schwart Mattos, que aún no era alcalde conservador sino concejal, proponía un monumento a nuestro paisano el general Leopoldo O’Donnell, que como es sabido nunca se hizo, otro personaje, Cristóbal Luis González Pérez, pedía ayuda para el sostenimiento de un gabinete en el que era posible, según se decía entonces, "obtener fotografías del interior del cuerpo humano". Se trataba del primer aparato de rayos X que aquí se instalaba, gracias a aquel personaje -más conocido como doctor don Luis Cobiella-, al que el Ayuntamiento, previo informe de los médicos municipales sobre las ventajas que aquel artilugio podía tener, subvencionó con 750 pesetas.

          Otro concejal, Francisco Trujillo Hidalgo, proponía solicitar al Estado la construcción de un muelle de rivera, dado el aumento experimentado por el tráfico del puerto; y el alcalde Juan Martí Dehesa alcanzaba acuerdo con los propietarios de la casas que desde la plaza del Patriotismo obstruían el paso a la calle de La Rosa, con lo que el barrio del Toscal quedaba así totalmente integrado en el núcleo urbano; y se iniciaban las obras de cubrimiento del barranquillo del Aceite desde Méndez Núñez al Paseo de los Coches, es decir a las Ramblas. Y entretanto, para dar emoción al cuadro, se luchaba contra una plaga de langosta que nos invadía.

          Pero había también otros asuntos más curiosos, como la concesión de un permiso para importar por primera vez carnes congeladas para consumo de la población y suministro a barcos. Todo ello, a los acordes musicales de la Banda Municipal, fundada tras años antes bajo la dirección del maestro Ricardo Sendra, que cobraba 3.000 pesetas al año. Y el gran acontecimiento consistente en la conmemoración del primer centenario del municipio, que se intentó celebrar con el mayor esplendor posible, pero sin que fuera posible disimular las vergüenzas de un Ayuntamiento, con sede todavía -aunque por muy poco tiempo- en el viejo ex convento de San Francisco, cargado de buenas intenciones pero que sufría una penuria de medios desoladora. Así lo denunciaba con irónica crítica el popular poeta Crosita, cuando escribía:

                    Hoy su primer centenario  //  celebra el Ayuntamiento  //  con repique de campanas  //   e inusitados festejos.

                    Reina en todos la alegría  //    más yo, infeliz, me entristezco,  //  pensando en las desventuras  //  y desgracias de mi pueblo. 

                    ¡Cien años han trascurrido  //  y aún es su casa un convento,  //  destartalado por fuera  //  triste y hediondo por dentro!

                    Ya sé por qué Santa Cruz  //   marcha como los cangrejos,  //  su municipio es... de frailes  //  y está en contra del progreso.

          La sociedad española vivía en los primeros años del siglo XX la tremenda resaca de la tragedia del 98 y de la agonía de la llamada Restauración, y todo ello se reflejaba en el enorme desbarajuste que se daba en la política del país. Entre los años 1905 y 1907 se dieron nada menos que siete cambios de manos en la presidencia del Gobierno: Villaverde, Montero Ríos, Moret, López Domínguez, de nuevo Moret, Vega de Armijo, Maura. Y, como es natural, de esta situación llegaban los ecos y sus consecuencias a Santa Cruz de Tenerife, capital de la provincia. Sólo en 1906 presidieron el ayuntamiento de la ciudad cinco alcaldes: dos nombrados por real decreto y tres accidentales; pero aún peor fue en el gobierno civil de la provincia por el que en el mismo año pasaron ocho gobernadores: cinco titulares, dos accidentales y uno interino. Como es lógico, con esta situación de precariedad y provisionalidad en los máximos puestos de responsabilidad, pocos logros se podían esperar, más aún cuando el ambiente social se mostraba enrarecido por la pobreza y el paro obrero, consecuencia de la falta de inversiones. Por si fuera poco, no faltaron en estos años los ramalazos de lo que ya eran nuestras tradicionales discordias familiares, más conocidas como “pleito insular”, que en realidad nunca ha sido “insular”, es decir entre islas, sino entre dos ciudades o, si acaso, entre una ciudad y una isla. Y ya veremos cómo estas discordias se agravaron, hasta límites en ocasiones ridículos, por la dramática situación vivida en Santa Cruz en los últimos meses del año.

          Los artículos que entonces se denominaban "de comer, beber y arder" más imprescindibles subían de precio: los huevos llegaron a cuatro por una peseta; los panecillos, que estaban a veinticinco céntimos las tres piezas, subieron a diez céntimos la pieza; y también subía el carbón vegetal y la leche, mientras que los empleados del tranvía amenazaban con repetir la huelga del año anterior en petición de mejora salarial, a lo que hay que añadir otra huelga de carreros que pudo solucionarse poco después. Hacía cinco años que se había inaugurado el tranvía y todavía se daban a diario conflictos entre ambos medios de transporte, especialmente en la calle del Sol, hoy conocida como Dr. Allart, calle estrecha en la que abundaban los almacenes comerciales y las lonjas, y en la que cuando se estaba cargando o descargando mercancías de los carros, el tranvía se veía obligado a detenerse en espera de que acabara la operación. Y se me ocurre preguntar, en relación con el nuevo tranvía de Santa Cruz, ¿estará esto previsto en las vías en las que sólo quedará una calzada libre para los vehículos de motor?

          Poco antes se había arrojado al mar una partida de pescado y otra de plátanos que estaban sobre el muelle por sus malas condiciones. También se decomisaron por la guardia municipal treinta y cinco litros de leche que resultó aguada y como no era apta para el consumo, en este caso no se tiraron al mar ni a ninguna otra parte, sino que se remitieron al asilo de pobres, pensando sin duda que como eran pobres no les vendría mal algo de agua. Y hablando de agua, aquel invierno había sido extremadamente duro y frío, produciéndose abundantes nevadas en la isla y, algo verdaderamente extraordinario, llegó a nevar en el centro del casco urbano de La Orotava. Menos mal que todavía no había ecologistas que nos “comieran el coco” con lo del cambio climático.

          Era alcalde, ahora sí, el mismo que lo había sido el año anterior, el ya nombrado Pedro Schwartz Mattos, que había resultado reelegido a primeros de enero, en cuyo equipo figuraba ¡qué casualidad!, el inventor de aquel velocípedo náutico al que antes nos referimos, que presidía las comisiones de Aguas y Montes, Cumplimientos, Personal y Policía Urbana y que también había presidido la comisión de recepción del legado que había hecho a su ciudad Imeldo Serís, marqués de Villasegura. Por cierto que se tuvieron serias dudas sobre la elección del solar en el que debía construirse el museo, biblioteca y centro de enseñanza para el que estaba destinado el dinero de este legado. En un principio se pensó en el solar que quedaba delimitado por las calles Méndez Núñez, 25 de Julio y Robayna, ocupado actualmente por oficinas militares. Luego se estimó que se precisaba mayor espacio y se creyó preferible el situado en la Plaza del Patriotismo, solar que acabó adquiriendo el empresario Ramón Baudet, que ya era dueño de unas casitas colindantes en la calle de La Luna, donde luego estuvo el famoso Parque Recreativo y actualmente la sede central de CajaCanarias. También se pensó en construirlo anexo al ex convento de San Francisco, idea que se abandonó rápidamente por considerarla inviable. A la cuarta fue la vencida, y muy posiblemente por consejos del arquitecto Manuel de Cámara y de Patricio Estévanez, se eligió el emplazamiento donde hoy se encuentra, en la Rambla 25 de Julio, y allí se levantó la Institución de Enseñanza Imeldo Serís, en terrenos que se compraron al Sr. Mendizábal. Este magnífico edificio se encuentra hoy con evidentes señales de deterioro y –es mi opinión- mal aprovechado, dada la elegancia de sus líneas y la noble zona en la que se alza. Allí, bien cercano al Ayuntamiento, podría instalarse -una vez rescatado su pleno uso para el pueblo de Santa Cruz, que es su propietario-, el Museo y Archivo Históricos de la Ciudad.

          Ya que he nombrado al Ayuntamiento, no está de más recordar que sólo hacía dos años, después de una vida trashumante, que había instalado sus salas consistoriales en el edificio de la calle Viera y Clavijo -antigua Santa Rita-, edificio comenzado en principio para Palacio de Justicia y que costó la exorbitante cifra de 230.000 pesetas, en el que se pensaba instalar la Audiencia en la planta principal y el Ayuntamiento en los bajos. Arturo López de Vergara acababa de terminar el frontón de la fachada, Manuel González Méndez la pintura “La verdad vence sobre el error” que decora el techo del salón principal y Juan Martínez Abades trabajaba en la decoración de la escocia, cuyos lienzos fueron objeto de crítica aún antes de terminarse, obligando al artista a realizar cambios sobre la marcha. Por cierto que una de las críticas que recibió el artista fue que todas las figuras que representaban las Artes y Oficios eran femeninas y se le pidió que incluyera alguna masculina... ¡El machismo decimonónico! Todavía faltaban varios remates, entre los que se encontraba la pintura y dorados del salón principal, que realizaba Benjamín Sosa Lugo, la escalera principal a cargo de Francisco Granados Calderón, los adornos para quince ventanas encargados a Teodomiro Rabayna. Como ya se sabía de la próxima visita real, se declaró urgente la terminación y se autorizó al alcalde a importar dieciséis fanales de Alemania, que costaron 2.112 marcos. En el mes de noviembre se pagaron las tres vidrieras y dos claraboyas del salón principal a la firma de Barcelona Eudaldo R. Amigó y Cía., que costaron 12.500 pesetas.

          Por aquella época se dan otras novedades en Santa Cruz. Por ejemplo, se concedió licencia a Manuel Mesa Cuenca para levantar un  pabellón portátil en la plaza de la Iglesia para realizar proyecciones cinematográficas; el Círculo de Amistad XII de Enero estaba construyendo su nueva sede en la calle Ruiz de Padrón, con problemas de cimentación por el barranquillo de Guaite o de San Francisco que transcurre bajo aquella calle; se estaba realizando el desmonte para unir la calle del Tigre  -hoy Villalba Hervás- con la del Norte o Valentín Sanz, desde la de José Murphy hacia arriba, mientras se finalizaba el adoquinado de la calle de San Francisco y se hacían imprescindibles obras de mejora en la parte del ex convento que estaba dedicada a cárcel. Al propio tiempo, el concejal Patricio Estévanez presentaba una documentada proposición sobre museos y, desaparecido pocos años antes el Gabinete Instructivo y tomada la antorcha de las iniciativas “chicharreras” por el Ateneo Tinerfeño, su presidente Carlos Calzadilla pidió entonces al Ayuntamiento que estudiara la creación de un parque público. Además, como los gamberros no son invención moderna, se presentó una denuncia por el robo de cuatro rosales de la plaza del Príncipe, en cuya causa no se personó el Ayuntamiento, pero sin renunciar a la indemnización que pudiera corresponderle. Y también el periódico El Tiempo denunciaba en forma de pregunta: "Pero, Señor, ¿á quién se le ha ocurrido pintar de verde la fuente de mármol de la Alameda de la Marina?"

          Y ya empieza el Club Tinerfeño a dar señales de vida fuera de su sede social desde los inicios de este año 1906. Así, el alcalde accidental Adolfo Benítez Castilla atendió una petición de Ángel de Villa y López, presidente de la sociedad, para que se le cedieran árboles para plantarlos en la desolada carretera de San Andrés. Poco después, en febrero, solicitó el Teatro Municipal para la celebración de un gran baile de Carnaval, de cuya recaudación ofrecía el diez por ciento para Beneficencia Municipal.

          Desde principios de año comienzan los preparativos para la visita real. Se consiguió prestado el landó de la lagunera casa de Nava, que después de la visita se intentó comprar, esgrimiendo que se habían empleado mil pesetas en su reparación, al tiempo que se estudiaban las peticiones que había que hacer a S. M. de las necesidades y aspiraciones de la capital. También se recibió con satisfacción una comunicación de la Sociedad Filarmónica ofreciéndose a interpretar el Te-Deum que había de celebrarse en la iglesia matriz. Sin embargo, tal vez como una especie de adelantada revancha por la anunciada visita, los republicanos tinerfeños trataron de hacerse oír más que nunca y el 11 de febrero celebraron ostentosamente el aniversario de la República de 1873, iluminaron la fachada de su sede, organizaron diversos actos y la bandera tricolor ondeó en medio de la calle de Ruiz de Padrón. Una prueba más de la tolerancia de este pueblo, en el que cabían todas las ideas y tendencias mientras se respetaran las de los demás. Una buena muestra de ello es cuando un par de años antes había cesado como alcalde el conservador Juan Martí Dehesa y recibía grandes elogios por la labor desarrollada, y públicamente en un solemne acto reconoció la ayuda recibida de los concejales republicanos encabezados por Manuel de Cámara, sin la cual, decía, no hubiera podido llevar a cabo su programa.

          Como ya dije al principio, no me corresponde entrar en detalles sobre la visita real, cuya más inmediata consecuencia para la municipalidad fue la necesidad de habilitar un crédito especial de 19.240 pesetas para cubrir los gastos que se habían ocasionado. Sólo, insistiendo en lo recordado por Alfonso Soriano, que el día 29 de marzo, a las 11 y media de la mañana, colocó Alfonso XIII la primera piedra del monumento a nuestro paisano el general O´Donnell, se formó una comisión pro-monumento y se acordó realizar una suscripción a nivel nacional. Y hasta ahora. Sabemos que también se acordó proteger con una verja la dichosa piedra del Rey, pero no hay constancia de que ni siquiera esto se llegara a realizar. También se encargó entonces al arquitecto Antonio Pintor el proyecto del pedestal para el busto de Viera y Clavijo que había hecho el escultor Guzmán Compañ, para colocarlo en la plaza de la Constructora, pero allí se instaló el del sacerdote y benemérito ciudadano Ireneo González, mientras que el de Viera y Clavijo, insigne historiador de Canarias y uno de sus más brillantes intelectuales, fue a parar a un escondido rincón de los jardines del antiguo colegio de la  Asunción, donde aún hoy permanece. Y ya que nombramos este colegio, señalar que por entonces se estaba construyendo su edificio en la que entonces era prolongación del Paseo de los Coches, más conocido como Camino de la Costa.

          Otra consecuencia de la visita del Rey fue el descontento que se vivió aquí al conocerse la Memoria que de la misma había realizado el conde de Romanones, por no recogerse en la misma todas las peticiones que Santa Cruz había hecho a S. M., lo que dio lugar a fuertes debates en el  Ayuntamiento. Se trató de crear una Junta de Defensa de los intereses de Tenerife y enviar a Madrid una delegación que entregara al Rey una exposición razonada sobre la postura que aquí se había adoptado, con el apoyo de los diputados a Cortes por Tenerife.

          A lo largo de este año el alcalde Pedro Schwartz estuvo de baja por motivos de salud  en varias ocasiones e incluso llegó a dimitir del cargo. En uno de esos períodos, bajo la presidencia accidental de Carlos Calzadilla y Sayer, tienen lugar algunos acuerdos importantes. Por ejemplo, se aprueban las bases del contrato con la fábrica del gas y se inicia el expediente relativo a la instalación de una grúa eléctrica para el puerto -recordemos que estaba a punto de “inventarse” la Junta de Obras del Puerto, que comenzaría sus funciones el año siguiente-. También se acordó hacer la explanación necesaria para prolongar la calle Jesús María desde la calle Viera y Clavijo hasta el barranquillo del Aceite; terminar los muros de la plaza de Weyler, hoy desaparecidos; y plantar los árboles en las calles 25 de Julio y Méndez Núñez. Y otras decisiones municipales de no menor trascendencia de este período fueron que los cerdos no se llevaran al matadero en burro sino en carro, y que se autorizaba en los Carnavales los confetis y serpentinas, pero se prohibían los llamados huevos de talco, así como los polvos, y supongo se referían también a los de talco. Qué cosas tan pintorescas ocurrían entonces, como cuando se declaró un pequeño incendio en Monte Aguirre, se envió un retén para su control y la cuenta que pasó el capataz se redujo a "8 pesetas de aguardiente para obsequiar a los peones".

          Otra decisión importante que se tomó por entonces fue la aceptación del contrato de cesión al Ayuntamiento del castillo de San Cristóbal a cambio de un nuevo edificio para gobierno militar, según había sido pactado en la visita del Rey. A este respecto hay un curioso dato, muy poco conocido. La prestigiosa firma Elder Dempster Tenerife Limited acababa de construir su edificio social de la calle Robayna, edificio recientemente restaurado espléndidamente por Mutua de Accidentes de Canarias. Pues bien, ante las dificultades que se le planteaban al Ayuntamiento para disponer de solar adecuado en el que poder construir el nuevo Gobierno Militar a cambio del castillo, poco después la Casa Elder comunicaba al Ayuntamiento que había ofrecido al Gobierno permutar su edificio por el citado castillo, noticia que fue recibida por la corporación municipal, se decía, "con viva satisfacción". Elder dispondría así de su sede junto al puerto, origen y fin de sus principales intereses, y aún sobrarían terrenos a disposición de las iniciativas municipales. Nada de esto se llevó a cabo y el Gobierno Militar vino a ubicarse en la calle 25 de Julio, esquina a la que entonces era calle de la República -y que conservaba su nombre a pesar de que se vivía bajo la Monarquía-, y que hoy es Juan Pablo II.

          El año anterior se habían producido serios problemas en la celebración de las fiestas de Mayo, por discrepancias con el director de la banda de música Ricardo Sendra, que se negó a tocar en la calle a la salida del Pendón de la Ciudad del palacio municipal, alegando que sólo les correspondía tocar en el interior. Por este y otros motivos de ahorro, en este año 1906, aunque se decidió celebrar las fiestas, estas fueron de gran austeridad, con el propósito de "no gastar un céntimo -se decía-, dada la estrechez de recursos del Ayuntamiento". La situación de descontento debió superarse pronto, puesto que el año siguiente hay constancia de que la banda municipal tocó, no sólo en las fiestas del 3 de Mayo, sino también en la verbena de la Cruz de San Agustín del barrio del Toscal, en la del Carmen, en la festividad de Santiago en la Plaza del Príncipe y en la de la Constitución, en la verbena de la plaza del Pilar y hasta en los festejos de agosto en honor de la Virgen del Buen Viaje en la Plaza de San Telmo. Y, aunque no tengo datos que lo documenten, seguro que también prestó su colaboración en las fiestas de septiembre de la Virgen de Regla, de gran raigambre en el barrio de Los Llanos. Todas las citadas eran entonces las principales fiestas de Santa Cruz, y como puede comprobarse era raro el barrio que no tuviera la suya propia. Por cierto que ya por entonces la Banda Municipal de Música se había ido consolidando, y el maestro Sendra comenzó a incluir en su repertorio obras de mayor entidad de Tchaikowsky, Bizet, Paderewsky, Massenet, Puccini y otros grandes compositores.

          Fue en este verano, cuando Áurea Díaz Flores estaba buscando dónde instalar su Asilo Victoria, cuando el obispo Rey Redondo anunció que estaba dispuesto a ceder la ermita de Regla para que anexo a ella se construyera el proyectado asilo. No fue necesario, pues el Ayuntamiento apoyó el proyecto y se acordó ceder los terrenos de Galcerán –al final de la antigua calle de la Maestranza-, al borde mismo del barranco de Santos, puesto que aún no existía el puente que actualmente lo cruza.

          Se continuaba trabajando en la terminación del Palacio Municipal, y el 30 de junio llegó en el vapor Pío IX el mármol que se había pedido a Italia para la escalera principal. También fue en este año cuando se propuso por tercera vez –ya se venía pensando en ello desde 1889- trasladar la Cruz de mármol de Montañés, desde la parte alta de la plaza de la Candelaria a la plaza de San Telmo. Se encargó al arquitecto que hiciera presupuesto de lo que costaría el "apeo, conducción e instalación" en su nueva ubicación, y el arquitecto lo tasó en 663 pesetas. Nada se hizo entonces, y allí continuó durante varios años más. Por otra parte, la Compañía Eléctrica, necesitada de ampliación, había pedido se le vendiera por su precio la plaza de Julio Cervera, denominación que se le había dado a la anterior de la Carnicería o, más antiguamente, plazuela de la Cruz, que viene a corresponder, como ya he dicho en otras ocasiones y espero poder exponer próximamente con mayores y más detallados argumentos, con el solar fundacional de Santa Cruz. La cesión se aprobó por el precio de 5 pesetas el metro cuadrado.

          El Ayuntamiento se las ingeniaba como podía para allegar recursos, pero a veces se le cerraban los cauces previstos. Por ejemplo, uno de los arbitrios más antiguos con los que contaba, era el establecido sobre el suministro de agua a los barcos, denominado durante siglos como el derecho de “Caños y Aguada”. Con su producto se había atendido desde su creación al cuidado y riego de la Alameda de la Marina y se cubría el gasto de su alumbrado y el de la plaza de la Constitución o de la Candelaria. Pues bien, fue en este año cuando por orden gubernativa el Ayuntamiento se vio privado de la exclusiva en el servicio de aguada, con el consiguiente perjuicio. Otro impuesto que también se suprimió entonces por orden superior, fue uno bien curioso, aunque pienso que su producto no debía ser muy abundante, y era el arbitrio por el derecho al repique de campanas. Por estos motivos de escasez de recursos, se aprovechaban las iniciativas privadas para obtener mejoras. Por ejemplo, Ramón Marrero pidió licencia para demoler y sacar piedras basálticas del barranquillo del Aceite a la altura del puente de Mandillo, junto a las Ramblas, y no se dudó en concedérsela a cambio de que ensanchara el cauce y lo dejara limpio.

          Estas eran, más o menos -más bien menos- las obras y mejoras que tenía entre manos nuestro Ayuntamiento en 1906, pero había, además, otras cuestiones que se venían planteando desde años atrás como programa de actuaciones, de las que muy pocas se habían podido iniciar. Entre ellas se encontraban terminar la conducción de aguas a la ciudad; desarrollar un programa de escuelas y otros centros de enseñanza; ensanchar la calle de la Marina desde la fuente de Isabel II hasta la Cruz de San Agustín; desviar el barranquillo del Aceite hacia el barranco de Santos, proyecto que se venía acariciando desde hacía años para evitar en los inviernos los reventones de la bóveda en la calle Imeldo Serís; terminar la calle o rambla de Veinticinco de Julio; ensanchar el Paseo de los Coches; prolongar hacia el Sur la calle Alfaro para construir un nuevo puente sobre el barranco de Santos, proyecto que al poco tiempo fue desechado a favor de la calle Galcerán; adquirir los terrenos para un  nuevo cementerio, puesto que el antiguo de San Rafael y San Roque se encontraba saturado desde hacía años; y la construcción de un nuevo matadero, no sólo porque estaba en estado lamentable, sino porque la Compañía Eléctrica precisaba aún de mayor espacio.

          Ya dije a principios de esta perorata, que tan mansamente están soportando ustedes, que 1906 había sido un año de gracia, pero también de desgracia, que se abatió sobre Santa Cruz antes de que tocara a su fin. Y ahora voy a explicar el porqué.

          Desde el mes de octubre se había detectado gran mortandad de ratas en la zona del muelle, barranquillos y alcantarillas. Antes de fin de año de dieron varios casos de enfermedad, diagnosticados en principio como “tifus petequial”, en una familia que vivía de la caridad pública en unas casuchas "donde llamaban los Melones, junto a la finca de Ventoso", familia de la que fallecieron dos de sus miembros. Por consejo de los facultativos se dispuso su aislamiento y el traslado al lazareto de algunos nuevos casos que fueron apareciendo, pero no se facilitó ningún comunicado ni se informó a la población, posiblemente por la interinidad de los cargos públicos y la descoordinación existentes entre ellos, lo que hizo cundir la alarma, mientras la opinión pública recriminaba a las autoridades su silencio. Era el resultado de la desinformación: se ocultaba oficialmente la situación para no crear alarma, lo que daba lugar a toda clase de bulos y rumores y, al no contarse con datos oficiales, era peor el remedio que la enfermedad, y nunca mejor empleada la frase.

          La situación se complicaba, confirmándose los temores de epidemia,  por lo que el alcalde Pedro Schwartz, que estaba dimitido, se reincorporó a ocupar el cargo mientras durara la enfermedad. En el lazareto quedó recluido el médico municipal Agustín Pisaca Fernández mientras duró la epidemia, y para que no quedara desatendido el servicio domiciliario se nombró interino al doctor José Naveiras Zamorano y se contrató temporalmente al doctor Luis García Ramos. Todos ellos desarrollaron una labor sacrificada, encomiable e impagable.

          Se crearon comisiones que recorrieron los barrios para su limpieza e higiene y se desinfectaron las aguas de consumo y de los Lavaderos y se ordenó alejar a los cerdos de la población, como si ellos tuvieran la culpa. También se quemaron las viviendas de la cuesta de los Melones, donde habían aparecido los primeros enfermos y se procedió al arreglo de alcantarillas, como la de la calle de La Palma, en la que los vecinos se quejaban desde hacía tiempo de que se filtraban a sus casas las materias fecales y, como suele ocurrir tantas veces, tuvo que llegar una emergencia para verse atendidos.

          Se expropiaron con urgencia terrenos colindantes al cementerio de San Rafael y San Roque para proceder a su inmediata ampliación, mientras se abrían fosas en el lazareto y se contra¬taron dos carros para el traslado de los cadáveres. Cuando parecía que todo estaba más o menos controlado, comenzaron nuevos y serios problemas al extenderse la voz en La Laguna y Las Palmas de que la enfermedad que padecía Santa Cruz no era el tifus sino la peste bubónica, por lo que desde ambas poblaciones se pedía que se aislara totalmente a la capital para evitar el contagio. Incluso se decía que aquí se trataba de ocultar la verdad para no perder los beneficios del movimiento del puerto, mientras que algunos pensaban que todo era una maniobra de Las Palmas para arruinar su comercio. En esta última ciudad   -siempre el nefasto “pleito”-, dieciocho médicos llegaron a certificar que la enfermedad que aquí se sufría era la peste bubónica, lo que obligó al Ayuntamiento a cursar telegramas de protesta al Gobierno. La  consecuencia fue que una parte de la opinión pública llegó a pensar que eran los otros los que llevaban razón, y que las autoridades trataban de ocultar la verdad para evitar nefastas consecuencias para el comercio local. Se vivieron entonces momentos de gran tensión entre pueblo, políticos y autoridades, en los que "los alarmistas hacían su agosto".

          El clima de tensión e inseguridad era tal, que se daban casos de tragicomedia. Un día en La Laguna el pueblo se lanzó a la calle y destruyó un tramo de las vías del tranvía, buscando la incomunicación con Santa Cruz. También se estableció, en el kilómetro 8 de la carretera, un puesto de control para fumigar y desinfectar las mercancías que llegaran de la capital, en el que se prohibía pasar todo aquello que ofrecía la menor duda. El celo purificador alcanzó tal extremo -según contaba el periódico El Progreso-, que se llegaron a retener tres barriles de alcohol para su desinfección. También en Santa Cruz se cometieron excesos bajo el pretexto de la prevención, como cuando una multitud incontrolada se apoderó por la fuerza de uno de los carros arrendados que se utilizaban para la conducción de cadáveres y fue quemado en plena plaza de la Candelaria. Y hubo que indemnizar al propietario. En La Palma, cuando el vapor León y Castillo llegó procedente de Santa Cruz, fue recibido por una multitud armada de palos, piedras y revólveres, que impidieron acercarse a la lancha que conducía a los pasajeros.

          Por estas fechas llegó a Las Palmas el nuevo gobernador civil, general Manuel Benítez Parodi, y debido a la incomunicación lo fue a recoger el cañonero de la armada Álvaro de Bazán. Entretanto, el gobernador interino Martínez de Campos se había visto precisado a dar una curiosa orden relativa a los enterramientos, prohibiendo que los fallecidos en el hospital civil fueran trasladados al cementerio en una caja que, dada la penuria de medios, se devolvía al establecimiento para ser utilizada de nuevo. En lo sucesivo, los fallecidos serían enterrados cada uno con su caja, lo que si bien era un adelanto en cuanto a prevención sanitaria, tenia el inconveniente de que aumentaba el costo de los enterramientos.

          Comenzaron a escasear algunos artículos de primera necesidad y subieron los precios del azúcar, jabón, pescado salado y otros. También se trató de asegurar el suministro de alguno que se consideraba imprescindible para la infancia, como lo era la leche, de la que se estableció un puesto de venta en el vestíbulo del teatro, a 60 céntimos el litro. Sin embargo, otros productos, como queso, huevos y verduras, procedentes del Sur de la isla y que normalmente se exportaban a Las Palmas, no llegaron a escasear al no poderse embarcar, pero la especulación provocó que sus precios se incrementaran. También se dieron ejemplos de espíritu de servicio a la comunidad, como es el caso del doctor Diego Costa e Izquierdo, que se  encontraba en París desde hacia meses, y al enterarse de que en su tierra se padecía una enfermedad contagiosa anticipó su regreso, y se puso a disposición de las autoridades. Este médico había sido también de los más distinguidos cuando el cólera de 1893.

          Los ecos de la incertidumbre y tensiones existentes en las islas llegaron a Madrid, y el gobierno decidió comisionar al doctor Luis Comenge, Director de Higiene Urbana de Barcelona, para que se desplazara a estudiar la situación e informara sobre la realidad de la epidemia. Llegó este médico y rápidamente se hizo cargo de la situación, declarando desde el primer momento que la enfermedad que se padecía no era peste, por lo que estaban de más las alarmas infundadas. No obstante, de un estudio realizado por el Dr. Gumersindo Robayna Galván, que pudo consultar documentación hoy desaparecida, se desprende que la enfermedad era de naturaleza pestosa, por lo que es casi seguro que la declaración del Dr. Comenge respondiera a razones políticas, ante la desmesurada alarma que se había desatado, cercana a la histeria colectiva. Según Robayna -y debo agradecer a mi buen amigo el Dr. Robayna, hijo, que me permitiera consultar este interesantísimo trabajo de investigación de su padre-, se trataba de peste bubónica, no habiéndose constatado casos de la variedad neumónica. La conclusión era clara. El Dr. Robayna comprobó que la peste se propagó especialmente por la Xenospsylla cheopis, que dicho en cristiano es la pulga de la rata gris, transmisora de la peste, que figura en el 80 por ciento de las estudiadas.

          El Dr. Comenge elogió el centro de aislamiento del lazareto, y organizó los servicios sanitarios con una eficacia admirable. En cambio, quedó impresionado por el lamentable estado y la falta de higiene de muchas viviendas de algunos barrios y ciudadelas, y por la miseria y subalimentación de las más bajas capas sociales, que lógicamente fueron las que más sufrieron la epidemia. Esta impresión era también compartida por el nuevo gobernador civil, cuando declaraba en el periódico La Opinión que la enfermedad atacaba únicamente a las personas que desconocían "el jabón y su empleo".

          La situación había sido cercana a lo caótico en los primeros días de epidemia, en los que se echó en falta unos servicios de defensa eficientes, y en los que la incertidumbre -y hasta el terror- paralizaron la vida ciudadana, a lo que contribuyó también la indecisión de las autoridades.

          Muchas gentes, en su mayoría trabajadores en las faenas del puerto y en pequeñas industrias que se habían paralizado, se encontraban en una situación tan angustiosa, que a pesar de que se habían instalado cocinas económicas, se produjeron grandes manifestaciones callejeras en protesta por el aislamiento, el hambre y la falta de trabajo. En previsión de incidentes las autoridades realizaron un gran despliegue de fuerzas, cuya actuación no llegó a ser necesaria ante la ausencia de percances graves y el saber estar de las gentes de Santa Cruz.

          Reconociendo su impotencia para resolver el problema, el Ayuntamiento telegrafió a Gobernación exponiendo lo crítico de la situación y el peligro de que cualquier imprevisto, por mínimo que fuese y ante la desesperación de los habitantes, pudiera prender la chispa de serios disturbios. Se pedía -volvía a ser alcalde accidental Carlos Calzadilla- que los Ministerios de Fomento y Guerra impulsaran las obras que estaban paralizadas, "para salvar así el conflicto planteado, por encontrarse sin trabajo y tener que holgar forzosamente miles de operarios, que sufren hoy hambre y miseria". La situación se agravaba, según manifestaba el Diario de Tenerife -y volvía a surgir el malhadado “pleito”- "con motivo de la guerra despiadada que, so pretexto de precau¬ciones sanitarias, se está haciendo en Las Palmas a nuestro puerto, imponiendo además con su ejemplo y la soberbia de su impunidad, igual línea de conducta a las demás poblaciones marítimas del Archipiélago, que de otro modo no lo harían".

          Las autoridades de Las Palmas también telegrafiaron solicitando la incomunicación con Tenerife, pero el conde de Romanones, ministro del ramo, contestó recordando que ni las leyes nacionales ni las sanitarias autorizaban ya el aislamiento de ciudades y regiones, porque sería condenarlas a muerte, "lo cual rechazaba –decía- el progreso y la civilización moderna". En una reunión celebrada en el gobierno civil se llegó a instar al Dr.  Comenge para que se manifestase a favor de los aislamientos y cordones sanitarios, a lo que contestó: "¿quién puede acordonar e incomunicar las ratas, pulgas y moscas, conductoras de las enfermedades?"

          Estas cuestiones puramente domésticas alcanzaron resonancia fuera de nuestras fronteras, hasta el punto de que el periódico New York Herald, en su edición de París, hablaba de la enfermedad que se padecía en Santa Cruz y que en Las Palmas se aseguraba que era peste bubónica. El artículo lo titulaba: “Disturbios en las Islas Canarias”.

          La enfermedad había atacado a 82 personas, 50 hombres y 32 mujeres de las que fallecieron 5. Poco a poco se fue restableciendo la normalidad y la actividad de la población se fue recuperando. Un signo evidente de ello lo fue la publicación de un edicto del alcalde relativo a los carnavales, lo que ya era síntoma inequívoco de que la ciudad había rebasado la crisis y que, a pesar de las adversidades, los chicharreros no habían perdido su tradicional novelería. Pero lo cierto es que la población tardó meses en recuperarse del daño moral y psicológico que había sufrido.

          La despedida al Dr. Comenge resultó multitudinaria, pues por su  carácter optimista y humanitario supo granjearse las simpatías y aprecio del pueblo, que había llegado a considerar su estancia casi como providencial, en una situación de desconcierto y angustia general, dando ejemplo de altruismo y solidaridad. Llegó a ceder para las atenciones a los mas necesitados la paga que el gobierno le otorgaba por su comisión, organizó un centro de lactancia para la infancia, y hasta donó su reloj de oro para la rifa que se había organizado para allegar fondos. Su despedida constituyó una auténtica manifestación de afecto y gratitud hacia su persona, dejando un imborrable recuerdo en Santa Cruz, que le otorgó el título de Hijo Adoptivo y puso su nombre a una de las calles, la de San Francisco, que pasado el tiempo -afortunadamente, en mi opinión- recobraría su antigua denominación.

          Como ya he señalado, la crisis sufrida por Santa Cruz en los últimos meses del año repercutió negativamente en su vida cotidiana y en lo que entonces era el motor más importante de su desarrollo: el comercio. No obstante, en su puerto entraron este año 2.427 buques, de los que 920 fueron españoles, 705 ingleses, 405 alemanes, 175 franceses, y el resto de otros países. Entre ellos 37 de guerra, de los que 27 eran  españoles. Además, entraron 22 veleros de travesía y 1.252 de cabotaje entre islas. Y téngase en cuenta que por las circunstancias vividas el tráfico había disminuido considerablemente en el último mes del año.

          En política, ya dejé constancia al principio de los continuos relevos y provisionalidad o interinidad de los alcaldes. En una u otra situación, ocuparon este año la alcaldía, Pedro Schwartz Mattos, Adolfo Benítez Castilla, Carlos Calzadilla y Sayer, José Acuña Trujillo y Juan M. Ballester, algunos de ellos varias veces en distintos momentos. En las Cortes estaban nuestros representantes, algunos cuneros, pero hay que destacar a los tinerfeños Antonio Domínguez Alfonso y Félix Benítez de Lugo, que junto a Emilio Rancés y de la Gándara, VI marqués de Casa Laiglesia, hacían lo que podían en Madrid en defensa de nuestros intereses. De todo ello, en el mismo año en que nuestro paisano Luis Maffiotte daba fin al tercer tomo de su fundamental obra Los periódicos de las Islas Canarias, los ciudadanos de Santa Cruz podían informarse nada menos que por dieciséis publicaciones periódicas de todas las tendencias, nueve de ellas diarias, entre las que cabe destacar: La Opinión, Diario de Avisos, Diario de Tenerife, El Obrero, El Magisterio Canario, El Tiempo, San Fernando, El Porvenir, El Progreso, El Moscardón y Luz y Vida.

          El año anterior había fallecido en Barcelona el eximio pintor tinerfeño Nicolás Alfaro, lo que las musas del Arte nos compensaron entonces con el nacimiento de Manuel Martín González en Guía de Isora y Pedro García Cabrera en La Gomera. Era el mismo año en que Albert Einstein daba a conocer su Teoría de la Relatividad. Ya en 1906 nacieron otros dos grandes artistas isleños, Oscar Domínguez y Gregorio Toledo, bien dispares en su trayectoria y estilo, y el segundo muy poco conocido en su propia tierra. Y Santiago Ramón y Cajal recibía el Nobel de Fisiología y Medicina. Y nacía en Asturias Severo Ochoa. Y en San Petersburgo Dmitri Shostákovich, aunque obviamente aquí nada se supo hasta muchos años más tarde. Y es el mismo año en que el padre de un niño tinerfeño que apuntaba notables dotes solicitaba una beca para que su hijo pudiera estudiar Música en el Conservatorio de Madrid, lo que el Ayuntamiento aceptó, colaborando así a la formación del que sería nuestro gran músico y director Santiago Sabina Corona.

          Así, como ocurre con toda actividad humana, entre luces y sombras, entre alegrías y congojas, transcurría la vida en nuestro Santa Cruz, en los años de gracia, o algo así, de 1906 y sus aledaños.

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