Presentación del libro de Manuel Hernández González "Santa Cruz de Tenerife, de Lugar a Villa"

A cargo de Luis Cola Benítez (Salón de Plenos del Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de Santiago de Tenerife, el 18 de diciembre de 2003)

 

          Al Dr. D. Manuel Hernández González yo le conocí antes de que él me conociera a mí. Supe quien era, hace ya unos cuantos años, y creo recordar, si no me equivoco, que fue en el Archivo Histórico Provincial. Yo estaba recabando datos para no recuerdo qué, llevado por mi impertinente curiosidad por nuestros temas, y me impresionaba la actitud y seriedad de aquel joven de rebeca y camisa a cuadros, que era capaz de ensimismarse durante horas ante un legajo de cualquiera sabe qué, con absoluta concentración, sin levantar la cabeza ni una sola vez en toda la mañana. Me llegó a admirar su comportamiento, hasta que supe de quién se trataba; y resultó que yo tenía en mi modesta biblioteca varios de sus títulos, que para mí eran y siguen siéndolo, de obligada y frecuente consulta.

          Sin embargo, él me ha conocido a mí mucho más recientemente. Y precisamente por ello, fue mayor mi sorpresa cuando, inesperadamente, puede decirse que de sopetón, hace pocos días me propuso que le presentara el trabajo que hoy nos congrega aquí. No supe en el primer instante qué decir: era un inesperado honor que la misma admiración por su obra no me permitía rechazar, y un gran compromiso, al que no sé si sabré corresponder, como simple amante de la historia, ante el historiador consagrado que él es. Y aquí estoy, confiando en la benevolencia del autor y de todos  ustedes.

          El Dr. Manuel Hernández, bien lo sabemos, no precisa de presentación alguna. Cualquier persona, por poco que se haya interesado por nuestro pasado histórico, forzosamente habrá  tenido que recurrir en algún momento a su abundante bibliografía. No sé cuándo pudo ocurrir, pero sería en su juventud, este villero de nacimiento comenzó un buen día a sentirse atraído por el azul del horizonte que en espléndida panorámica se descubre  desde su casona orotavense, alzó el vuelo atraído por el sueño americano que todo canario ha presentido, y no paró hasta alcanzar a su manera el Nuevo Mundo, haciéndose Profesor Titular de Historia de América de la Universidad de La Laguna.

          Diego Correa, un liberal canario ante la emancipación americana; La Ilustración en Canarias y su proyección en América; La esclavitud blanca (contribución al estudio del emigrante canario en América); La emigración canaria a América (1765-1824), son algunos de los títulos que corroboran su vocación de americanista, a la par de su preocupación por el entorno social que condiciona al canario desplazado de su origen, en los que salta a la vista un extraordinario esfuerzo investigador. Pero, como estos títulos ya dejan entrever, no abandona, ni mucho menos, el escenario y los temas de la tierra que le vio nacer: La muerte en Canarias en el siglo XVIII; El Antiguo Régimen; Revolución Liberal y conflictos sociales en el Valle de La Orotava (1808-1823); Los Conventos de La Orotava; El monumental Tenerife, Patrimonio Histórico y Cultural, son otros de los trabajos, dentro de un más amplio catálogo, a los que ha dedicado su atención. Además, habría que incluir aquí sus numerosas colaboraciones en revistas científicas y periódicos  nacionales y extranjeros, su labor y experiencia como profesor invitado de la Universidad John Hopkins de Baltimore, su participación en congresos nacionales e internacionales y tantas otras aportaciones al acervo cultural, que debemos agradecerle. Y ahora nos brinda, Santa Cruz de Tenerife, de Lugar a Villa.

           ¡Qué largo camino de más de tres siglos de espera! Es cierto que Santa Cruz nació como Lugar, en el lugar, en el sitio al que llegaron los castellanos en 1494, pero más cierto aún es que fue Lugar porque fue Puerto. Me explico: un Lugar puede estar situado sobre cualquier parte de un mapa, en cualquier tipo de territorio geográfico; un Puerto no. Puerto es un paso o garganta entre montañas que permite el acceso a otro sitio, o como ocurre en nuestro caso un lugar abrigado de la costa que facilita las maniobras de las naves. Por este motivo pienso que Santa Cruz fue Lugar como consecuencia de ser puerto. En realidad, durante los primeros tiempos de su historia poco importaba como Lugar dependiente del Cabildo, -o sea, del Ayuntamiento de la Isla-, a los regidores establecidos en Aguere; lo que importaba era el Puerto; es decir, la “puerta”, la puerta de entrada de cuanto era necesario, y prácticamente lo era todo, para la subsistencia  –en primer lugar, claro está, de los regidores-, y los bastimentos, herramientas, materiales que permitieran el desarrollo de aquella incipiente sociedad. Por ello, la primera denominación de Santa Cruz debería haber sido: “Puerta de Tenerife” o “Puerta y Lugar de Santa Cruz de Añazo”.

          Y llegados a este punto, no me resisto a insistir, aunque sea someramente, en la necesidad de recuperar el espacio fundacional de Santa Cruz, espacio que debemos rescatar y señalar dignamente como hito y referencia fundamental de nuestra memoria colectiva, encontrándonos, precisamente ahora, en una coyuntura histórica, yo diría que irrepetible, para hacerlo. Algo adelantó nuestro exalcalde don Pedro Doblado Claverie, en la brillante lección magistral con la que nos obsequió el pasado día 5, con motivo del acto institucional del Bicentenario en el salón de plenos del Ayuntamiento. También, en la tertulia televisiva “Canarias siglo XX” de Canal 7 del Atlántico, con la que me honro en colaborar, hemos tratado este tema con mayor detenimiento, y hay que agradecer la buena disposición de nuestras autoridades para tratar de no perder esta oportunidad histórica. Precisamente con don Pedro Doblado he hablado tanto de nuestro Santa Cruz en los últimos tiempos, que forzosamente tenemos que coincidir en algunas apreciaciones, y él trató el otro día varios temas, en los que yo voy a incidir hoy aquí, si bien, aunque incapaz de exponerlos con la elocuencia y claridad de ideas que él lo hizo, sí trataré de darles un enfoque diferente.

          Ocurrió que, curiosamente, desde el principio Santa Cruz era considerada “villa” y así fue hasta bien entrado el siglo XVI; luego, sin que sepamos las causas, dicha denominación se perdió o, como piensa Cioranescu, no se le dio importancia a lo que ya se tenía y acabó olvidándose. Tuvo que transcurrir otro siglo para que los elementos más representativos del Puerto comenzaran a interesarse y a trabajar para tratar de recuperar, de forma oficial, lo que ya habían tenido como concesión espontánea del común hablar, puesto que existen documentos de hasta por lo menos 1576 en los que se le denomina “villa de Santa Cruz”. No pudo materializarse entonces esta aspiración y nada se logró. Y pasó el tiempo y, volviendo a tropezar en la misma piedra y no dándole toda la importancia debida a la sorprendente victoria sobre las fuerzas invasoras de Nelson en julio de 1797, Santa Cruz se limitó entonces a pedir en la asamblea popular celebrada en la iglesia del Pilar el 29 de julio, que se le reconociera el doble patronazgo de la Santa Cruz y del Apóstol Santiago. Fue unos días después, el 5 de agosto, en casa del alcalde real capitán don Domingo Vicente Marrero en la calle del Norte, cuando el síndico personero interino licenciado don José de Zárate expuso la sugerencia que le había hecho el comandante general don Antonio Gutiérrez, en el sentido de que seguramente era un momento propicio para impetrar de S.M. el Rey el privilegio de villazgo. Así se hizo con fecha 13 de septiembre, y esta vez el resultado fue positivo.

          El 15 de febrero siguiente se leyó en el Ayuntamiento el oficio del comandante general trasladando la carta de noviembre anterior del ilustre Jovellanos, en la que se daba la feliz noticia de la concesión del título de villa exenta, con el escudo de armas solicitado. En el acta correspondiente a dicha sesión, exultantes los regidores de júbilo y satisfacción, hicieron constar, por primera vez: En la Muy Leal Noble é Invicta Villa Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago de esta isla de Tenerife...., etc. Pero –¡mi gozo en un pozo!- alguien debió advertir que no era correcto utilizar estos términos sin contar con la confirmación real, por lo que a partir de la junta siguiente, seguramente que con bastante pesadumbre por parte de la corporación, se vuelve a la usanza anterior, consignando simplemente: En el Puerto y Plaza de Santa Cruz de Tenerife..., como siempre se había escrito.  Los títulos de la flamante Villa no vuelven a aparecer en los libros de actas hasta el 7 de diciembre de 1803, una vez confirmado el villazgo.

          Pero entre una fecha y otra había pasado el tiempo, los meses, los años, y no llegaba la confirmación real. Por unas causas o por otras habían transcurrido seis años, hasta que el 10 de mayo de 1803 el ayuntamiento presidido por el alcalde real ordinario don José María de Villa y Martínez tomó el acuerdo de nombrar apoderados ante la Real Cámara de Castilla a don Francisco Antonio García de Rodayega y don Juan Antonio de Arenaza y Martínez, residentes ambos en la Corte, para tratar de activar el despacho de la Real gracia concedida a este pueblo. Por cierto: los apellidos vascos de estos dos apoderados nos llevan a recordar que el alcalde José María de Villa era natural del municipio vizcaíno de Gáldames. Esto fue, repito, en el mes de mayo, y del 28 de agosto del mismo año es la carta de privilegio del rey Carlos IV. Por fin se había logrado.

          Como parece lógico después de tanto esperar por el ansiado privilegio, la fausta nueva había que celebrarla por todo lo alto, y el primero en hacerlo fue el propio alcalde don José María de Villa, marino mercante y comerciante establecido en Santa Cruz desde 1793, que para tan excepcional ocasión se encargó un traje consistente, como nos cuenta Cioranescu y según un testigo de la época, en casaca de color violeta claro con cuello muy alto y manga estrecha; chaleco amarillo de color muy pálido con botones de nácar; pantalón aplomado de tabalazo; sombrero de pelo blanco; coleto empolvado y corbata de seda; catalejos y bastón de caña de bambú con borla, “regalado por don Prudencio, el rico indiano de la calle de la Caleta”. ¡Aquello sí que era elegancia!, y no era para menos ante tan solemne ocasión.

          Manuel Hernández nos va introduciendo con su exacta prosa de historiador, sin concesión a las florituras, en el desarrollo de Santa Cruz desde el primitivo Lugar hasta la flamante Villa exenta. Nos aclara que el incipiente poblado no fue tanto un barrio de pescadores -como tantas veces se ha dicho- como un asentamiento en el que predominaba la agricultura de subsistencia y el pastoreo (recuérdese que el primer alcalde conocido, Bartolomé Fernández, criaba cabras y seguramente era también herrero de profesión), artesanos, pequeños comerciantes -los grandes se asentaban en La Laguna a la sombra del poder-, algún funcionario, unos pocos soldados y gentes de mar, incluyendo, naturalmente, a los pescadores. No cabe duda de que la marcha del Lugar fue lenta y, en ocasiones, dolorosa, como en el último tercio del siglo XVI, cuando ya se acercaba a las ochocientas almas, y por la terrible epidemia de peste de 1582 su población se vio reducida a 275 habitantes. Si no hubiera sido por la necesidad que de su puerto había, nunca estuvo aquel poblado más cerca de desaparecer.

          Nos habla del querer y no poder del siglo XVII, del marasmo demográfico, aunque se diera un paulatino aumento de la población, de las crisis de subsistencias al hundirse el comercio del vidueño por la emancipación de Portugal, y de la siempre dolorosa emigración, a Santo Domingo principalmente. Hasta que llega el despegue del XVIII, a pesar de que la emigración continuaba siendo considerable, y Santa Cruz comienza a despertar. Al amparo del puerto y de la actividad que generaba, fue formándose y asentándose una burguesía ilustrada, de creciente influencia, que en la segunda mitad de la centuria ya iba tomando las riendas de la comunidad, y que, al tiempo de defender sus particulares intereses, coadyuvaba a que el lugar y puerto empezara a tomar conciencia de su importancia y vitalidad dentro del conjunto insular. Entre ellos, había también apellidos de origen extranjero, integrados ya en la sociedad santacrucera, cuyo talante liberal y cosmopolita, aún sin pretenderlo, colaboraban a acrecentar. De esta forma, Santa Cruz, cuyos problemas o aspiraciones habían dependido hasta entonces exclusivamente de La Laguna, comenzó a contar con un inquieto grupo de actividad creciente, que estaba dispuesto a defender los intereses de la comunidad y, en muchos casos, a liderar sus acciones.

          Hay que señalar que ya antes del crucial año de 1803 Santa Cruz había ido aglutinando en su suelo algunos centros de decisión administrativa, lo que generalmente no respondía a instancias emanadas del Lugar y Puerto, sino a conveniencia de la propia administración. Así ocurrió tan tempranamente como en 1585, cuando el Cabildo, por su propia comodidad, decidió bajar las oficinas de la Aduana -que entendía en el almojarifazgo y las rentas de la orchilla- de La Laguna a Santa Cruz, asentándose así en su solar la que podríamos llamar la primera oficina del Estado, la cual, es cierto que continuaba en La Laguna, pero había cambiado de barrio. Más tarde, en 1718, quedó confirmada la situación con el establecimiento en el puerto de la Intendencia de Hacienda.

          En 1661 se autorizó al capitán general, que lo era entonces don Gerónimo Benavente y Quiñónez, para que pudiera residir en la isla o población que mejor estimara para el más eficaz servicio y, al parecer, decidió estar la mayor parte del tiempo en Santa Cruz, en donde incluso, para su recreo, se hizo construir en el camino de ronda un lugar apropiado para poder pasear en su coche de caballos, camino que durante más de dos siglos fue conocido como “Paseo de los Coches”, origen de nuestras actuales Ramblas. Más tarde, en 1723, sería el marqués de Valhermoso, que en las archirrepetidas palabras de Viera y Clavijo fue ”el que más mandó y por más tiempo”, el que, definitivamente, fijaría en Santa Cruz la residencia oficial de los capitanes generales. Ello trajo consigo no sólo el establecimiento de todo un aparato burocrático, sino la aparición, también, de una corte de interesados en mantenerse en la cercanía de la máxima autoridad del Archipiélago. Por aquel tiempo se creó por R.O. el Batallón de Infantería de Canarias, que  también tuvo su sede en el Puerto y Plaza.

          Poco a poco, con el paso del tiempo, tuvieron lugar diversos hechos, algunos de trascendental interés para Santa Cruz. Por ejemplo, en 1657, por Real cédula del 18 de junio, se había creado el Juzgado Superintendente de Indias con residencia en Santa Cruz y atribuciones en todo el Archipiélago, pero aunque al establecerse en 1718 la Intendencia General de Canarias la figura del juez superintendente quedó relegada a un segundo plano, la sede del organismo fiscalizador se mantuvo inalterada. En 1763 se creó por primera vez el servicio de correos, fijando su sede en Santa Cruz la Administración principal, y teniendo lugar este año el primer correo marítimo oficial entre Cádiz y las Islas. Más tarde, en 1778, fue Santa Cruz por su indiscutible liderazgo económico, el único puerto habilitado para el comercio libre de todas las Indias occidentales. También el ramo de Sanidad se estableció en Santa Cruz por instrucciones recibidas por el Cabildo de la isla en 1787, aunque tardaron en cumplirse cerca de dos décadas. Ninguno de estos logros y concesiones se había hecho realidad rebajando los merecimientos de ninguna otra población o isla, ni por propia petición, y en ningún caso fue a costa de nadie. Pero el caso es que, al llegar el primer período constitucional en 1812, estaba centralizada en Santa Cruz la administración militar y de marina, la económica y comercial y, en gran parte, la civil.

          Manuel Hernández nos explica detalladamente la diferencia jurisdiccional existente entre el alcalde del Lugar y el de la Villa, lo que conviene tener muy en cuenta para comprender las vicisitudes históricas por las que atravesó la corporación municipal. En realidad, los alcaldes ordinarios ya eran, antes de recibir el título de exenta, muy celosos de sus competencias, por muy exiguas que estas fueran. Hay numerosos  ejemplos, como en el caso del alcalde don Juan de Arauz Lordelo, cuando protesta en 1753 por lo que considera intromisión de los corregidores de La Laguna en las visitas de salud, por estimar que "se ha hallado siempre, decía, en la inconcusa posesión, práctica y estilo inmemorial de que dichas visitas de salud las hagan los alcaldes reales que han sido hasta el presente deste dicho puerto, por subdelegación de los cavalleros correxidores desta isla."  De dos años más tarde es una Real cédula por la que Fernando VI extendía la jurisdicción del alcalde en el conocimiento de los negocios litigiosos hasta trescientos ducados, con lo cual se aminoraban los perjuicios que sufrían los vecinos al tener que recurrir a La Laguna para ventilar sus derechos. La real cédula fue contradicha por el Cabildo de La Laguna, pero en 1757, siendo alcalde don Joseph Moreno Camacho, la Real Audiencia ordenó la ejecución de la sentencia por la que se permitía a los alcaldes continuar juzgando en su jurisdicción. El Cabildo protestó una vez más y, en 1765, le sigue autos criminales al alcalde por lo que estimaba exceso y usurpación de jurisdicción. Estas continuas situaciones de enfrentamientos con el Cabildo de la isla, favorecían un estado de frecuentes reivindicaciones santacruceras, hasta que por primera vez, el domingo 9 de mayo de 1773, siendo alcalde don Matías Bernardo Rodríguez Carta, primero que lo era por votación, se celebró una junta de vecinos, con la anuencia del comandante general, para pedir que se instituyera ayuntamiento en el puerto. Hubo que esperar una treintena de años más para ver dicho deseo hecho realidad. Pero ya se había dado un primer paso.

          En 1803 don José María de Villa había solicitado se le eximiera del cargo de alcalde porque dicha obligación iba en perjuicio de sus negocios. La Real Audiencia atendió su petición para 1804, pero no para 1803, por lo que cuando llegó la Real Cédula con la confirmación de los privilegios tuvo que aceptar serlo interino de la nueva Villa, y ello hizo que activara todo lo posible la convocatoria para la elección del nuevo alcalde. La cita se hizo el día 17 de diciembre por medio de la colocación de carteles, -al no contarse con pregonero ni disponer de medios para pagarlo-, convocando a los vecinos en la iglesia del hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, pues no podía hacerse como era costumbre en la iglesia del Pilar por estar allí expuesto el Santísimo. Se celebraron juntas los días 18, 21 y 25, a las que acudieron más de cien vecinos; el escrutinio se hizo el 27, y el 28 se proclamó por nuevo alcalde a don José Víctor Domínguez, que juró el cargo el día 31 de diciembre. Y éste fue en realidad el primer alcalde de la Villa de Santa Cruz de Santiago. Es curiosa y digna de cita la fórmula de su solemne juramento: "Defender ante todas las cosas el misterio de la Purísima Concepción en gracia de María Santísima, sostener los privilegios y gracias que S. M. ha concedido a esta Villa exenta, administrar Justicia no sólo de oficio sino a pedimento de partes, despachando sin llevar derechos a los pobres, y guardar secreto de las cosas y casos que lo exijan."

          Santa Cruz tuvo que esperar casi seis meses, hasta el 5 de junio de 1804, para que se le diera oficialmente posesión del término municipal, por medio de una especie de singular ceremonia que se celebró en el margen del barranco del Hierro. Ya era Villa exenta, ya tenía ayuntamiento propio y hasta territorio para ejercer su jurisdicción, pero ni un solo real para atender sus ineludibles obligaciones. Pero no sólo tenía problemas económicos, sino también de otras clases, empezando con los que surgieron con el beneficiado de la Concepción, reacio hasta límites inauditos a reconocer la nueva situación en relación con el protocolo en las funciones a las que asistía la corporación, y que debía corresponder a los regidores de la recién estrenada Villa. Esta incómoda situación se prolongó durante años y los memoriales de agravios y los recursos llegaron a alcanzar las más elevadas instancias, mientras que las actitudes daban lugar a veces a ridículas situaciones propias de auténticas chiquilladas. Si el beneficiado no había guardado las formalidades de rigor con la corporación y ésta había protestado oficialmente, podía ocurrir como en 1805 cuando se encontró cerrada la puerta principal del templo el Domingo de Ramos. Ello obligó al entonces alcalde don Nicolás González Sopranis a oficiar al beneficiado las fiestas en que el ayuntamiento iba en corporación a la iglesia, para que se le guardaran las debidas formas. Estas fiestas eran: el 1 de enero, por ser la toma de posesión de los nuevos cargos elegidos (ceremonia que se dejaría de celebrar en la iglesia antes de 1820); el 2 de febrero, día de Candelaria, patrona de la isla; el Domingo de Ramos; el Jueves y Viernes Santos; el 3 de mayo, día de la Cruz, patrona del lugar; el Corpus, con función y procesión; el día de Santiago, 25 de julio, santo compatrono de la villa y conmemoración de la victoria de 1797; y la Purísima Concepción, por ser patrona del reino. Por cierto que las juntas municipales de esta época se celebraban en la iglesia del Hospital o en casa del alcalde -que suple a las consistoriales, se decía en las actas-, y todavía en 1813 se consigna que se celebran en las salas de las casas del Sr. Alcalde Constitucional y que por ahora sirven de consistoriales, pues el ayuntamiento no disponía de casa propia y en realidad de nada.

          Casualmente, don José Víctor Domínguez, primer alcalde de la villa exenta, y que había vuelto a serlo en 1810, lo fue también del primer ayuntamiento constitucional de Santa Cruz en 1812. La Constitución se proclamó solemnemente y se juró en la parroquia matriz con asistencia de todas las autoridades civiles y militares. Luego, el día 21 de agosto, se disolvió el anterior ayuntamiento y tomó posesión la nueva corporación constitucional en la iglesia de la Concepción, resultando elegido alcalde el mismo Domínguez. En diciembre se reunió en Santa Cruz la Junta preparatoria para la elección de diputados a Cortes y provinciales, presidida por el general La Buria, de tal forma que, cuando en enero siguiente llegó el nuevo y primer jefe político de la provincia don Ángel José de Soverón, éste aceptó como hecho consumado la constitución de la Junta electoral en Santa Cruz, primer órgano político-administrativo con jurisdicción en todo el archipiélago. Este fue en realidad el primer peldaño alcanzado por la Villa en reconocimiento de lo que ya representaba dentro del conjunto insular, lo que culminaría en octubre de 1821, cuando el síndico personero del Ayuntamiento de Santa Cruz don José Murphy y Meade, comisionado por la corporación municipal para representarla en Madrid,  comunicaba el 22 de dicho mes a su ciudad natal el acuerdo que acababa de tomarse en las Cortes, en el que, entre otras cosas, decía: "Tengo la satisfacción de comunicar a V.S. Iltma. que las Cortes extraordinarias, en sesión de 19 del corriente, se han servido designar a esa Muy Noble, Leal e Invicta Villa, por Capital de las Islas Canarias." De esta forma culminaba el reconocimiento a más de tres siglos de Invicta Historia de aquel humilde Puerto y Lugar nacido en 1494, que había llegado a Muy Noble y Leal Villa en 1803.

          El trabajo de Manuel Hernández González no se limita al libro que comentamos, puesto que, con el mismo título, se presenta también un hijo menor en forma de “comic”, orientado a los más jóvenes, que prácticamente es un apretado y simplificado resumen del texto, por el que hay que felicitar no sólo al responsable de la iniciativa, sino también, y muy especialmente, a don José Brito, autor de las magníficas y atractivas ilustraciones.

          Y ya que hablamos de ilustraciones, hay que citar también las fotografías del Archivo Benítez que se incluyen con mucho acierto en el libro, algunas sorprendentes. De forma especial, ante  la imposibilidad de comentarlas en su totalidad, me gustaría terminar con un apunte anecdótico referido a la primera de ellas, titulada “Vista del Ayuntamiento desde la calle Méndez Núñez”. En el solar que existía frente al Ayuntamiento el concejal don Andrés de Arroyo propuso en 1930 que se construyera una plaza. La propuesta fue aceptada con tanto entusiasmo por la corporación, que en la misma sesión se acordó solicitar al Banco de España, cuyo edificio estaba a punto de iniciarse, que modificara el proyecto de su fachada del Naciente para amoldarla a vía pública y plaza arbolada. Pero los caminos que siguen los proyectos municipales son inescrutables. Resultó que, por aquel tiempo, el Gobierno había consignado un crédito para la construcción de un edificio para Correos y Telégrafos, con la condición de que el Ayuntamiento cediera el solar necesario. Primero se pensó en ubicarlo en la calle Galcerán frente a la plaza del Hospital Militar, y la decisión era tan firme que, para preservar aquella parcela, se decidió que la calle de La X no la atravesara, motivo por el que dicha calle se detuvo en la de Miraflores y no llegó, como en principio estaba previsto, a la de Noria Alta, hoy de Ramón y Cajal. Luego se pensó en el solar frontero al Ayuntamiento y más tarde, en 1934, se permutó este terreno al Estado por una parcela junto a la explanada resultante de la demolición del castillo de San Cristóbal, al inicio de la calle del General Gutiérrez, donde años después se construyó, por fin, la actual Casa de Correos y Telégrafos. Como el solar de Méndez Núñez esquina a Viera y Clavijo había pasado por dicha permuta al Estado, éste situó allí el Gobierno Civil. Así se frustró la que podía haber sido nuestra Plaza Mayor, dando frente al Palacio Municipal.

          Sólo me resta felicitar al Excmo. Ayuntamiento, al Organismo Autónomo de Cultura y su Departamento de Publicaciones; a la coordinadora de los actos culturales del Bicentenario Drª. Dª. Ana Luisa González Reimers, a cuyo cargo ha estado también la cuidada edición. Y, por supuesto, al Dr. D. Manuel Hernández González y a D. José Brito, por su magnífico trabajo de divulgación. A todos, gracias por el regalo que nos hacen con este libro conmemorativo. Y a todos ustedes, a los que espero no haber cansado demasiado, por su paciencia, muchas gracias.