Repercusiones militares en Canarias de la Guerra de la Independencia

 

 

CANARIAS  Y  LA  GUERRA  DE  LA  INDEPENDENCIA

(Congreso organizado en 2008 por la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife)

 

 

 REPERCUSIONES  MILITARES  EN  CANARIAS DE  LA  GUERRA  DE  LA  INDEPENDENCIA

 

 

Ponencia presentada por Emilio Abad Ripoll en la sede de la RSEAPT el 4 de noviembre de 2008

 

 

ESQUEMA  DE  LA  CHARLA

          Al pensar en esta intervención, la primera idea fue la de contarles a ustedes, con el detalle que mis conocimientos y el tiempo disponible hicieran posible, la actuación de las Unidades canarias en la Guerra de la Independencia, y con ese objetivo in mente comencé el trabajo. Pero al cabo de un cierto tiempo comprendí que me estaba desviando bastante de lo que se me pedía por la RSEAP de Tenerife.

          Como consecuencia varié mi esquema mental y, sin obviar esa presencia militar de las Unidades canarias en el conflicto bélico que entre 1808 y 1814 asoló las tierras peninsulares, decidí encuadrarla entre otros dos temas también relacionados con el título de la charla.

          El primero, al que dedicaremos bastante más tiempo, será la prolongación en el ámbito militar insular, especialmente en lo que hoy se da por llamar la "cúpula", de aquella revolución política que sacudió el Archipiélago desde que se tuvieron las primeras noticias de lo que sucedía entre Aranjuez, Madrid y Bayona.En segundo lugar hablaré de la actuación de las Unidades canarias en la guerra en tierras de la Península.

         Y la tercera parte creo que es curiosa, trascendente desde el punto de vista demográfico e interesante, y se relaciona con los prisioneros franceses que fueron deportados a Canarias.

 

 

EL  CASO  CAGIGAL

          Una de las principales repercusiones, hecho por otra parte no raro en aquellos momentos en España, que ocasionó en nuestras islas el levantamiento del 2 de mayo y los sucesos posteriores fue la destitución y arresto del Comandante General, el Mariscal de Campo don Fernando Cagigal de la Vega y Mac Swing, Marqués de Casa Cagigal, y su sustitución por el Teniente de Rey -es decir, lo que hoy llamaríamos su Segundo- el Coronel de Caballería don Carlos O’Donnell Anethan. Junto a estos dos personajes principales van a ser protagonistas de nuestra historia otros como el Marqués de Villanueva del Prado, el Vizconde de Buen Paso, los Jefes de las Unidades militares de guarnición en las islas, la Junta Suprema de Canarias, etc.

El ambiente en la “cúpula militar” del Archipiélago.

          El Comandante General, don Fernando Cagigal, había nacido en San Sebastián y tenía en estos momentos que relatamos 55 años. Al igual que todos sus antepasados pertenecía al Arma de Caballería y estaba considerado como uno de los Jefes militares más prestigiosos de nuestro Ejército a finales del siglo XVIII, prestigio no exclusivamente circunscrito a lo castrense, puesto que también destacó como escritor, publicando 15 obras de diversos géneros, entre ellos 4 comedias (2 de las cuales fueron llevadas a la escena).  De que era un hombre ilustrado y abierto a las nuevas ideas científicas, lo demuestra el hecho de que sus hijos fueran los primeros vacunados en Tenerife cuando tocó la isla la Expedición filantrópica de la vacuna en 1803, dando así ejemplo a autoridades y pueblo, temerosos de aquella novedad sanitaria. Creó también en Tenerife la primera Unidad de “artillería volante”, ubicándola en La Laguna.

           Había luchado en la reconquista de Menorca, el asedio a Gibraltar y la guerra del Rosellón; especialmente en la isla balear y en Cataluña fue protagonista de algunas heroicas actuaciones que le hicieron acreedor a varios ascensos por méritos de guerra, llegando a ser Mariscal de Campo (hoy diríamos General de División) con sólo 42 años. Estaba casado con doña Bárbara Kindelán y O’Negan. En 1799, la guerra contra Inglaterra y la posible revancha que buscarían los ingleses de lo sucedido a Nelson y los suyos tan sólo dos años antes, hicieron que el Gobierno mandase a Tenerife dos Regimientos de Infantería el Ultonia y el  América, y a su frente al Marqués de Casa Cagigal. Por aquel entonces la salud del General Gutiérrez, Comandante General de las Islas, se deterioraba rápidamente. Sería el Segundo Jefe, el Mariscal de Campo don José Perlasca, quien, en 1801, tras la muerte de nuestro héroe arandino-tinerfeño, asumiría el mando militar del Archipiélago, no sin que Cagigal hubiera movido sus hilos en la Corte para hacerse con el puesto, lo que no consiguió con disgusto por su parte. Rumeu de Armas nos dice que su porte, adusto, seco y un algo engreído le había granjeado también pocas simpatías en la sociedad tinerfeña, especialmente en la lagunera.

          Se firmaba la Paz de Amiens en 1802 y el Ultonia y el América regresaban a la Península, pero no así Cagigal, quien, ante los rumores de inminente ascenso de Perlasca, prefirió quedarse en Tenerife a la espera de que ello sucediera. Y, efectivamente, en 1803, el Comandante General ascendía a Teniente General y debía dejar el cargo, que ocupó con alegría don Fernando Cagigal, no sin ciertas dificultades, pues los “magnates del país” habían hecho llegar “a los pies del trono” una representación oponiéndose a ese nombramiento. La antipatía, hay que decirlo, era mutua, pues Cagigal se dedicaba, cuanto podía, a poner trabas a las solicitudes, justas o no de la clase dirigente, especialmente la lagunera.

          Y también hay que decir que los testimonios en contra de la honradez del Marqués son casi unánimes. Rumeu nos asegura que, aunque redujéramos a la mitad de la mitad las acusaciones contra él vertidas, “lo cierto es que obró con pocos escrúpulos en el manejo de la cosa pública, al punto de llegar a vender los grados de los Oficiales y las licencias.” Claro que aquí, y en eso me parece justa la acusación de nuestro ilustre historiador, la culpa es también de quienes se beneficiaban de esos nombramientos para hinchar sus nobiliarios y presumir de alcurnia en las tertulias de la alta sociedad tinerfeña.

          Como muestra de las acusaciones, Dugour escribió que “El General sólo se había distinguido de sus antecesores por haber consumido los fondos del erario de la caja de Crédito Público, Depósitos y Corporaciones y haberse utilizado de cuantiosos intereses”. Otro historiador, León Morales, añadía que “Cagigal pasó una vejez tranquila a costa del sudor de los canarios”; y circularon unas décimas en contra de la supuesta avaricia del Marqués que terminaban diciendo que “en sus uñas ha encontrado la piedra filosofal”.

          Tan sólo una persona de las muchas que escribieron sobre el asunto, don Juan Primo de la Guerra, Vizconde de Buen Paso (aquel que nos relataría meses después, desde su prisión en el castillo de Paso Alto, la existencia de un maravilloso cuadro, un Cristo Crucificado obra de Juan de Miranda que hoy podemos admirar en nuestro Museo Histórico Militar de Almeyda), diría del Mariscal Cagigal en su Diario que “aunque hubiera pasado mucho tiempo no sería fácil que se olvidaran sus cualidades estimables (…), su benignidad notoria, el sinnúmero de edificios públicos que había construido, la conservación de hospitales, el establecimiento de la vacuna y el buen trato a la tropa.”

          En cuanto a don Carlos O’Donnell era el  sexto de ocho hermanos (los seis primeros varones y todos militares) en una familia de larga ascendencia militar e irlandesa, y en mayo de 1808 rondaba los 46 años de edad. Había luchado en Orán y en el Rosellón; tras la evacuación de Tolón, plaza donde resultó herido, fue destinado al Ejército de Cataluña y formó parte de la guarnición de la famosa fortaleza de Figueras, que se entregó inexplicablemente a los franceses, en una página realmente bochornosa de nuestra historia militar. Tras la guerra, y como consecuencia de ese hecho, se abrió una investigación que terminó en la condena a varias penas capitales, que luego se conmutaron por la expulsión del Ejército, prisiones, arrestos, etc. pero al historial de O’Donnell le pasó como al cristal que es atravesado por un rayo de sol: ni se rompió ni se manchó.

          Tras la Paz de Basilea, volvió a la Corte y allí conoció a doña María Josefa Joris y Casaviella, hija de un Capitán suizo y camarista de la Reina Doña María Luisa. Cuando aún eran novios, en 1799, el Teniente Coronel O’Donnell fue destinado a Canarias, como Teniente de Rey, pero al año siguiente contrajeron matrimonio en Aranjuez, y ella, acompañando a su marido, se trasladó a Santa Cruz de Tenerife. Me detengo un poco en este tema porque, a lo peor, si hacemos caso a los historiadores, esta señora va a jugar un papel muy importante en los sucesos del verano de 1808 en nuestra isla. Ya saben el “cherchez la femme” que tantas veces aconsejaba Hércules Poirot en sus aventuras.

          Rumeu, en unos párrafos de su extensa introducción al libro de Buenaventura Bonnet La Junta Suprema de Canarias, describe la aburrida vida del joven matrimonio O’Donnell, especialmente de la señora, en el ambiente del Santa Cruz de inicios del siglo XIX. Ella, sin duda, echaría de menos la bulliciosa corte de la reina, sin más lenitivo a su aburrimiento que las ocasionales jornadas laguneras, envueltas, escribe con ironía nuestro gran historiador, en mucha humedad. Y doña Josefa, o Pepita, como la llama Rumeu, quiso animar un poco esta sociedad con las consecuencias que luego veremos.

          En los años anteriores a 1808, los cronistas son unánimes en contar que el Comandante General y su segundo estaban unidos por una firme amistad, y podemos leer que O’Donnell “era el único Jefe entre todos los de la guarnición de Santa Cruz de Tenerife a quien el Comandante General distinguía con toda su confianza y cuyo dictamen y consejo solía consultar…” Pero conforme nos acercamos a ese año clave de nuestra Historia, se va produciendo un paulatino enfriamiento que acabará convirtiéndose en enemistad absoluta. ¿Cuál fue la causa? Unos la buscan en el fallecimiento a poco de nacer de un hijo de O’Donnell y la lógica depresión de su mujer, que los llevó a aislarse un poco de todo y trasladarse al interior de la isla, en busca de la recuperación física y moral. Cuentan que Cagigal consideró que aquel retiro se hacía demasiado largo y obligó a O’Donnell a reincorporarse a sus deberes militares, lo que sentó muy mal al Coronel. Otros lo achacan a un incidente entre las esposas como consecuencia de una representación teatral ofrecida en su casa por Pepita Joris, en ese intento citado de animar la vida social, que fue derivando hasta llegar a unas notas repartidas por la Plaza poniendo al pie de los caballos a la señora del Comandante General. Pero sí hay unanimidad en culpar a la señora de O’Donnell de empujar a su marido por el camino de la hostilidad y la disidencia con respecto al Comandante General, vereda que llevaría a drásticas consecuencias en la difícil situación histórica que se produjo enseguida.

          O’Donnell era mejor visto, tanto en el ambiente militar como en el civil, por lo que se produjo un vacío absoluto en torno a Cagigal; y mientras la mayoría de los militares iba tomando partido por O’Donnell, apareció en escena un sujeto indeseable, al decir de los cronistas, Agustín Romero de Miranda, que elevó un largo memorial al Rey delatando los que él consideraba latrocinios y abusos del Marqués. Buenaventura Bonnet nos dice que este individuo era enemigo declarado de Cagigal desde que éste había preferido a otro para un cargo determinado. Si bien las circunstancias de los momentos históricos que se vivirán en España harán que nunca se produzca una reacción a ese memorial, este mismo Romero va a ser el fiscal en la causa que se abrirá poco después contra el Comandante General.

Los sucesos en Canarias después del 2 de mayo.

          El 11 de mayo arribaba al puerto de Santa Cruz la fragata que traía el correo de la Península, con los pliegos oficiales relativos a la abdicación de Carlos IV y la proclamación de Fernando VII como Rey de España. Pero también en el mismo barco llegaba correspondencia particular, y así los tinerfeños conocieron lo sucedido en Aranjuez el 19 de marzo: la caída de Godoy, el acobardamiento de Carlos IV, su abdicación forzada y el traspaso de poderes a su hijo. Pero no llegaba ninguna noticia más reciente, por lo que aquí todos, autoridades y pueblo, desconocían lo que ya se había desatado en la Península.

          El júbilo entre los tinerfeños fue grande, pues el odio al privado Godoy estaba muy extendido. Como consecuencia, el Comandante General preparó una jornada festiva, con solemne Te Deum en la iglesia de la Concepción de Santa Cruz, descargas de fusilería, iluminaciones en las calles y un “refresco” a las fuerzas vivas en su domicilio. Se fijó para esas celebraciones la fecha del 5 de junio y comenzaron los actos conforme al programa previsto, pero la cosa no terminó como se esperaba. Al salir del Te Deum, le dieron a Cagigal la noticia de que el patrón de un barco que había llegado al puerto ese mismo día era portador de noticias muy inquietantes. Este marinero contaba que antes de hacerse a la vela leyó en La Gaceta de Madrid (de la que no había podido conseguir ningún ejemplar) que Carlos IV, en Bayona (Francia), había protestado ante Napoleón por su forzada abdicación de Aranjuez, que Fernando VII había renunciado al trono y que el General Murat había sido nombrado Lugarteniente del Reino, en el que había quedado un Consejo o Junta de Regencia dirigida por el Infante don Antonio. Dicen que Cagigal dijo a los que lo rodeaban: “Señores, el día se ha perdido. Murat reina en España” y se retiró a su domicilio.

          La oficialidad, quizás instigada por O’Donnell ante la pasividad que había demostrado Cagigal al conocer la noticia, organizó una manifestación esa misma noche, llevando en andas un cuadro de Fernando VII. El propio Cagigal se puso al frente de la manifestación, a la que se adhirió el pueblo de Santa Cruz que clamaba reconociendo por legítimo Rey al Borbón.

          Pasaron los días y la efervescencia popular crecía. Cagigal mantenía un silencio total y no hacía una declaración clara de fidelidad a Fernando VII, lo que despertaba sospechas y desconfianza, alimentadas por O’Donnell, que esparcía la alarma calificando al Comandante General como un traidor al que habría que sustituir.

          El 14 de junio llegaba de la otra Bayona, la de Galicia, un barco llamado Currutaco. Su patrón contaba que aquel reino había declarado la guerra a Francia, pero ni él ni sus marineros, interrogados en la Comandancia, fueron capaces de aclarar si sólo se había levantado Galicia, ni bajo el mando o por orden de quién, ni quién gobernaba en España, ni siquiera si el infante don Antonio seguía al frente de la Regencia. Un tripulante dijo que cada provincia de España se gobernaba por sí misma. Las noticias, aunque escasas, se acogieron con entusiasmo, y seguramente también con desconcierto, pero no fueron motivo suficiente para romper la cautela de Cagigal, que incluso no se decidía a llevar a cabo la celebración oficial de la proclamación de Fernando VII.

          Ante la inquietud popular, don Alonso de Nava, Marqués de Villanueva del Prado y el Regidor don Juan Próspero de Torres Chirino acordaron entrevistarse con el Marqués de Casa Cagigal y así conocer de primera mano, y de una vez por todas, su postura en el conflicto. En La Laguna parece ser que se inclinaban por contactar con Inglaterra (lo que, sin que se supiera aquí,  habían hecho ya otras provincias) y en crear una Junta.

          El día 18 de junio, por separado y achacando sus visitas a la casualidad de haber bajado a otros negocios a Santa Cruz, ambos personajes se entrevistaron con el Comandante General. Lo hizo en primer lugar el Regidor Torres, quien propuso a Cagigal “entregarnos y sujetarnos a la dominación británica”, a lo que éste respondió que “mientras él tuviera el bastón en la mano, no entrarían en Tenerife ni ingleses ni franceses, si no era arrostrando el fuego, las balas y las bayonetas”.

          Llegó luego el Marqués de Villanueva del Prado que le planteó al General qué hacer en adelante con los traidores franceses. Cagigal se reiteró en tratarlos como enemigos sin hacer distingos entre ingleses y franceses. Nava, dicen, le dio un abrazo y ordenó se comunicase la respuesta a todos los Gobernadores de las Armas de las demás islas, lo que se hizo el mismo día. También a lo largo de la conversación preguntó el lagunero “¿qué se debería hacer en caso de que llegaran órdenes de la Corte contrarias a la lealtad y obediencia que debemos a nuestro legítimo soberano?” La respuesta de Cagigal fue que él “no podía nunca resolverse a dejar de obedecer las órdenes del Gobierno español, cualquiera que fuese su situación y sin distinción de casos y circunstancias”, respuesta, por otra parte, no muy distinta a la que dieron los altos mandos de la guarnición de Madrid el famoso 2 de mayo.

          Ese mismo día, Cagigal escribió una carta a don José O’ Farril, Ministro de la Guerra y miembro de la Junta que, bajo la presidencia del Infante don Antonio, dejó constituida Fernando VII al partir para Francia. Lo que Cagigal ignoraba, y es un detalle muy importante para juzgar su actuación, es que O’Farril formaba parte ahora del bando afecto a José I e iba a integrarse en su primer gobierno. En la carta, que sería llevada a la Península por el Capitán del Real Cuerpo de Artillería don Feliciano del Río, comunicaba al Ministro el ambiente creado como consecuencia de las declaraciones de la tripulación del Currutaco y le pedía le comunicase con la máxima urgencia quién mandaba en España y a quién debía obedecer el Ejército.

El caso de La Mosca

          El 25 de junio arribó al Puerto de la Luz una goleta nombrada La Mosca, procedente de Bayona (Francia), que enarbolaba bandera española -pero sin corona-, e iba mandada por Don Mariano Isasvíribil, Oficial de nuestra Real Armada, quien apenas echada el ancla envió al Gobernador de las Armas de la Isla, el Coronel de Milicias Don José Verdugo, un oficio que, por su incidencia en lo que sucederá después en Tenerife y Gran Canaria, transcribo íntegramente:

                    “Sr. Gobernador: El día trece de este mes di la vela del puerto de Bayona donde se construyó la goleta ‘Mosca’ para una comisión reservada puesta a mi cuidado,  de orden del Excmo. Sr. Don José Mazarredo, Capitán General de la Armada y Ministro de Marina. La situación política de la España al tiempo de mi salida era la abdicación de los Reyes, padre e hijo, de su corona a favor del Emperador de los franceses y la elección por éste de su hermano José I; al mismo tiempo se convocaba en Bayona una Asamblea de los sujetos más distinguidos por su nacimiento, dignidades y conocimientos, para establecer las bases de una Constitución que, siendo análoga al carácter de los españoles, asegurase su felicidad.

                     Los pueblos de algunas provincias, cuales son los de Asturias, Montaña y Aragón, tomaron las armas proclamándose independientes, pero sin cabeza, sin auxilios de armas y sin un plan determinado de operaciones. Los Consejos, tanto el de Castilla como los demás se han sometido al nuevo orden de cosas. El día 18 del presente mes se habrá empezado a abrir la Asamblea de los notables para el objeto expresado. Sigue la guerra con los ingleses en los mismos términos que anteriormente. Estos son los hechos públicos, de cuya verdad puedo asegurar. Dios guarde a V.S. muchos años; al ancla en el Puerto de la Luz de Gran Canaria, a 25 de junio de 1808. Mariano Isasvíribil.- Sr. Don José Verdugo, Gobernador de las Armas de esta Isla.”

          El Gobernador, leído que fue el escrito, se trasladó al Puerto de La Luz y subió a bordo de la nave, donde sostuvo una entrevista con su Capitán. Aunque al regresar a tierra el Coronel Verdugo declarase a las numerosas personas que inquirían noticias de lo que acaecía en la Península que “no sucedía nada de particular”, la goleta era portadora de unos documentos muy importantes: ni más ni menos que unas proclamas de Napoleón dirigidas a las provincias americanas instándolas a incorporarse a su causa.

          Y sí habían sucedido cosas, como todos sabemos, aunque en aquel entonces, 53 días después del levantamiento del 2 de mayo, por aquí se desconociese casi por completo la historia. El mismo día 25, Isasvíribil comía en casa del Gobernador con otras personalidades civiles y militares de la Isla y, al terminar el ágape, el marino propuso un brindis por José I, que fue secundado por los asistentes, bien es verdad que algunos de ellos algo sorprendidos.

          Al atardecer del mismo día, Verdugo encomendaba al Teniente don José Russell que se trasladase a Tenerife y entregase al Comandante General las proclamas y una copia del documento recibido del Capitán del barco. Así lo hizo Russell, que se presentó entre las tres y las cuatro de la tarde del 26 en el domicilio del Marqués de Casa Cagigal y puso en su poder la citada documentación.

          La tensión había subido de punto en Santa Cruz al conocerse la llegada del mensajero de Gran Canaria, y se acrecentaba con el pasar de las horas pues el Comandante General mantenía su mutismo. No podemos dejar de considerar lo que ocuparía la mente del Marqués en aquella tarde de junio de 1808. ¿Debía mantener la fidelidad a Fernando VII, o por el contrario someterse, como al parecer habían hecho ya muchos altos dignatarios, al nuevo Rey? ¿Debía levantarse, como habían hecho otros (¿quiénes de entre sus compañeros e iguales?) en otras provincias, o ajustarse al nuevo orden de cosas? ¿Seguiríamos siendo enemigos de Inglaterra, o lo éramos ahora de Francia? Y si aparecía la flota española por las islas, ¿sería en nombre de Fernando o de José? Si mantenía la lealtad al primero y era el hermano de Napoleón el legítimo Rey de España, aceptado por todos allá, en la lejana Península, ¿qué futuro le esperaría? ¿Y qué sucedería si, por el contrario, daba como bueno lo que decía el oficio del marino al Gobernador de Gran Canaria y era Fernando VII quien mantenía las riendas del poder?  Por otra parte, él había jurado lealtad a los Borbones, por lo que su propio honor debía impulsarle a mantener lo jurado ante Dios…

          Por fin, convocó a las siete de la tarde una reunión en su domicilio a la que asistieron los principales jefes militares de la guarnición, encabezados, como es lógico, por el Teniente de Rey, O’Donnell. Seguramente esta asamblea no debió tener un mero carácter informativo, sino que el Comandante General, sin duda, tuvo que pulsar el ánimo de los asistentes y solicitar sus opiniones y pareceres ante los numerosos interrogantes que la situación ofrecía.

          La noche del mismo 26, Cagigal escribió una carta dirigida al Gobernador de Gran Canaria, el Coronel Verdugo, y según Dugour y Millares, entre otros, supone la más clara muestra de que Cagigal estaba dispuesto a sostener en Canarias los derechos del legítimo monarca, a la vez que aseguran que en la misiva se incluía una orden para impedir que La Mosca continuase su viaje. Por el contrario, Buenaventura Bonnet asegura que en ella no se ordenaba detener la goleta, y que eso demostraba la connivencia a favor del intruso entre Cagigal y Verdugo.

          Pero Rumeu localizó la carta en el Archivo Histórico Nacional y escribe que en la misma se daba a Verdugo la orden de “defender la isla contra los ingleses y contra toda otra potencia que no fuese la de España”. Además encargaba al Gobernador interrogase al Capitán de La Mosca sobre los siguientes puntos:

               - ¿Se ha proclamado en España otro Rey que el Señor Fernando VII?
               - ¿Quién manda en el Reino?
               - ¿En qué estado se halla el ejército francés? (Con atención especial a Madrid).
               - Si hubiese Rey nuevo, ¿lo había reconocido el Consejo de Castilla?
               - ¿Se había declarado el día 5 de junio en Bayona la guerra contra alguna potencia?
               - ¿Hay tranquilidad en España o continúa la insurrección en algunas regiones?
               - ¿Quién es Capitán General de Galicia?
               - ¿Quién transmite las órdenes allí?
               - ¿Conoce si hay algún barco pronto a zarpar con Reales Órdenes para Canarias?
               - ¿Hay tropas francesas en Cádiz, Andalucía, Cartagena y Ferrol?
               - ¿Estamos en guerra con otra potencia además de Inglaterra?

          Y, según Rumeu, parece ser que se daba por sentado que la goleta debía seguir su viaje.

          A primera hora del día 27, el Comandante General llamaba a su domicilio al Teniente don Diego Correa y le entregaba, en sobre cerrado, los pliegos de la carta y las preguntas, con el encargo de que viajara de inmediato a Las Palmas y lo hiciera llegar al Coronel Verdugo. Correa se disponía a cumplir el cometido cuando se encontró (¿por casualidad?) con el Teniente de Rey, el Coronel O’Donnell, quien le conminó a que le entregase el sobre. O’Donnell entonces violó la correspondencia de su superior, la leyó y la devolvió enseguida al mensajero, “por encontrarla arreglada en todas sus partes”. Con este deleznable hecho (tampoco Correa dará parte al Comandante General de esa violación de la correspondencia a él encomendada, lo que parece dar la razón a quienes aseguran que pertenecía al “partido” de O’Donnell), se hacía el Teniente de Rey solidario de la conducta que estaba siguiendo Cagigal, pues él, que ya pensaba en indisciplinarse contra el Comandante General “en pro de la salud de la patria” y aseveraba no permitiría nada que pudiese perjudicar a la causa nacional, al dar un tácito visto bueno a los pliegos, parecía refrendar que lo mismo debió acordarse en la reunión del día anterior.

          Correa embarcará ese día 27, pero cuando llegó a Las Palmas, el 28, ya la goleta había zarpado rumbo a las Américas.

          Ese mismo día, O’Donnell se reunió con varios Jefes y Oficiales de la guarnición en casa de un Capitán, sin comunicarlo previamente, como era preceptivo, a su superior. Comenzó diciéndoles que a nadie iba a pedir consejo y que no quería compromisos, y les leyó un oficio que pensaba entregar al Comandante General y en el que, so pretexto de lo inquieto que estaba el pueblo por la falta de noticias y de definición de la autoridad militar, le solicitaba que expresase tajantemente si estaba con Fernando VII o con José I.

          Cagigal contestó con evasivas puesto que le decía que procedería en el futuro “en el modo que sea más conveniente al servicio y gracia del Rey”, recordándole que había mandado también convocar Cabildos Generales y expresándole claramente que el Teniente de Rey no tenía la menor atribución para interrogarle.

          La situación de clara insubordinación de la guarnición hacia su persona, llevó al Comandante General a dirigir otra carta al Ministro O’Farril solicitando se le relevara del mando y se enviara a Canarias a un General que no tuviese enemistades en el Archipiélago. En la carta se decía que “las Islas eran de España y debían seguir la suerte de la nación”. Esta misiva será posteriormente causa de que se le vuelva a tachar de afrancesado, pero recordemos que Cagigal no podía saber que O’Farril se encontraba en aquellos momentos al servicio del rey José. En la causa que se formó contra el marqués, el defensor de Cagigal demostrará que esas cartas no iban dirigidas precisamente a O’Farril, sino que las enviaba a cualquier ministro del Gobierno español.

          ¿Podemos considerar a Cagigal como “afrancesado”? Sinceramente creo que no, pero sí, por sus actuaciones, de al menos “sospechoso” en la fidelidad que debía a Fernando VII y a su juramento, pues da la sensación de que a él le daba lo mismo un Rey que otro.

          La carta se envió a Verdugo, el Gobernador de Las Palmas, quien con un Oficial de Milicias llamado Felipe de Bethencourt la reexpediría hacia Sevilla el 2 de julio. Unas tres semanas después la carta era entregada en la Junta Suprema de España e Indias, en cuyo archivo se guardaría.

          El día 29 de junio el Cabildo se reunió acordando constituir unos Cabildos Generales el 11 de julio.

          En el ínterin, el 3 de julio en concreto, sucedió otro hecho de gran importancia. Arribaron al puerto de Santa Cruz dos barcos con sendos comisionados de la Junta Suprema de España e Indias, la de Sevilla, que viajaban hacia América a fin de atraer a la causa de Fernando VII aquellas provincias. Ante la presencia de los buques la expectación fue enorme, pues se desconocía aquí la finalidad de su arribada. O’Donnell, conocedor de que tenía tras sí a la mayoría del estamento militar y al pueblo, ordenó al Capitán Vallador que tomase San Cristóbal en previsión de acontecimientos. Una lancha abordó los navíos y regresó a tierra con los comisionados. Desde ella se gritó un "¡Viva el Rey!" que fue contestado con entusiasmo desde el muelle, pero pronto la perplejidad se apoderó de todos. ¿Qué Rey? Desde la lancha se dieron cuenta de la inquietud y se gritó "¡Viva Fernando VII!"

          El entusiasmo se apoderó de todos. Los comisionados, Sres. Jáuregui y Jabat, informaron que el motivo de su viaje no era otro que el de notificar a las Islas y a América que se había producido un levantamiento generalizado en toda la Península contra los franceses; que se habían vuelto a hacer las paces con Inglaterra; que la Junta de Sevilla había declarado la guerra a Francia y que era necesario constituir aquí Juntas insulares subordinadas a una provincial.

          Esa misma tarde se procedió a la proclamación oficial de Fernando VII como Rey de España. En cabeza de la procesión que se organizó iban el Comandante General y el Ayuntamiento de Santa Cruz; y el Alférez Mayor, don José Guezala, llevando en la mano el estandarte de la Villa, leyó en la Plaza de la Pila, San Cristóbal, la Iglesia Matriz, el Pilar y otros puntos significativos de la ciudad el siguiente Bando:

                    “La Villa de Santa Cruz de Santiago en las Canarias proclama y reconoce por su Rey y Señor Natural y de toda la provincia al Señor don Fernando VII, que lo es igualmente de las Indias Orientales y Occidentales y demás reinos y posesiones adyacentes a la corona de España”.

          Una semana después, el 10 de julio, se reunía el Cabildo General con tres puntos en el Orden del Día: la creación de una Junta, la determinación como su lugar de reunión la casa del Marqués de Villanueva del Prado y atención: la posible destitución del Comandante General  y del Coronel Verdugo de Las Palmas y su sustitución por otras personas.

          El día 12 de julio, en la segunda jornada de Cabildo Abierto, se dio lectura a un escrito del ya conocido Agustín Romero acusando al Marqués de Casa Cagigal de infidencia al monarca Fernando VII, dilapidación de los fondos públicos, impericia, debilidad e irresolución, concluyendo con la solicitud de arresto y embargo de sus bienes. La asamblea, ante la gravedad de los cargos, ordenó que el Comandante General no se ausentase de Tenerife y permaneciera recluido en su domicilio. A O’Donnell no le pareció suficiente el acuerdo y ponía por escrito el mismo día que esperaba mayores  explicaciones de la Junta que se iba a constituir.

          Al día siguiente, el 13 de julio, se constituía la Junta Suprema Gubernativa, y uno de los primeros asuntos que despachaba, sino el primero, era mandar que el Comandante General Marqués de Casa Cagigal “no continuará en el ejercicio de las funciones de su empleo” y que, en ínterin de otra providencia, ponía la Comandancia General “a cargo del Coronel don Carlos O’Donnell, actual Comandante Militar interino, quien inmediatamente y sin pérdida de instante procederá a asegurar la persona del mencionado Marqués de Casa Cagigal, arrestándole en su casa o en otro paraje que le parezca más conveniente, y aún extendiendo sus disposiciones a ponerle guardias de vista si lo juzgase oportuno”. Y apenas transcurridas otras veinticuatro horas, la Junta acordaba incoar una causa contra Cagigal.

          Las acusaciones de Romero de que no estaba incomunicado el Marqués y las sospechas de O’Donnell de que intentaba evadirse, llevaron a éste a recomendar a la Junta que se arrestase al Mariscal Cagigal en el Castillo Principal. Así se hizo el día 29 de julio, conducido por un piquete de soldados, que le protegió a duras penas de los insultos de la gente, destacando en el tumulto el ya citado Romero.

          Días antes, en concreto el 21, había también sido arrestado en Las Palmas el Coronel Verdugo, sustituido allí por el Teniente Coronel Don Juan Creagh, enviado desde Tenerife, que iba a vivir una odisea en esa comisión a la isla redonda, pues, como consecuencia de las disensiones entre el Cabildo Permanente de Gran Canaria y la Junta Suprema de La Laguna, acabaría también encarcelado.

          O’Donnell fue inmediatamente ascendido por la Junta lagunera a Mariscal de Campo, a la vez que el ex Comandante General permanecería incomunicado mientras la causa discurría lentamente. Declararon 120 testigos y el Marqués se quejó en varias ocasiones a la Junta de su triste estado. Al cabo de cinco largos meses de esa situación depuso su primera y única declaración. Por fin, el 26 de diciembre, Cagigal, bajo la custodia del Capitán La Hauty, y acompañado por su familia, era trasladado a Sevilla, donde el 7 de enero de 1809 comenzaría a ser juzgado ante un Consejo de Guerra. Su situación se vería algo aliviada con una amnistía o libertad condicional que afectó a muchos presos en el mes de julio. Y el 22 de septiembre el Consejo de Guerra fallaba dictando una sentencia que absolvía totalmente a Cagigal, pero que hacía constar veladas acusaciones contra la Junta, O’Donnell y el procedimiento.

          El 11 de febrero de 1810 la Junta Suprema de Regencia aprobaba el fallo y al día siguiente se le devolvían a Cagigal todas su preeminencias y se levantaba el embargo de su patrimonio. Se incorporaría a la guerra en el Ejército de Levante, pero pronto hubo de retirarse a su casa debido al estado de su deteriorada salud. En 1814 solicitaría el ascenso a Teniente General al llevar más de 20 años de Mariscal de Campo, lo que le sería concedido.

          En cuanto a O’Donnell, un año después de los sucesos relatados marchó a la Península e intervino en varias acciones militares. También ascendió a Teniente General, pero las ironías de la vida hicieron que ninguno de los dos, Cagigal y O’Donnell, leyeran con completa alegría la noticia de su ascenso en la Gaceta de Madrid. El azar quiso que ambos llegaran en la misma fecha al escalón más alto de la milicia, y, sin duda, el encono y el resentimiento mutuos harían empañar algo el gozo de aquel día al ver también la promoción del rival.

          Sólo recordarles que este Carlos O’Donnell y su esposa fueron los padres de don Leopoldo O’Donnell, que nació en Santa Cruz en la casa en cuyo solar se levantó luego el Banco de Santander, en la Plaza de Candelaria, esquina a la calle del Castillo, y que es el único tinerfeño que ha sido Presidente del Gobierno español.

 

 

UNIDADES CANARIAS EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

          Conviene hacer un ligero recuento de las Unidades militares existentes en Canarias cuando se iniciaba en la Península el levantamiento contra los franceses.

          De todos es sabido que las Unidades más numerosas eran las mal armadas y equipadas, pero heroicas, Milicias Canarias, tan olvidadas como ya he dicho en varias ocasiones y en cuyo debido recuerdo estamos firmemente implicados los componentes de la Tertulia Amigos del 25 de Julio, que recabamos de nuestras autoridades algo tan simple como el nombre de una de las miles de calles del Archipiélago para homenajear a aquellos hombres que tanto hicieron durante más de tres siglos por la unión de Canarias a España.

          El Coronel Mazía Dávalos, encargado de poner en ejecución en Canarias las “Nuevas Ordenanzas” de Carlos III fue quien reorganizó las Milicias, allá por 1771, fijando el número de Regimientos de Infantería en todo el Archipiélago en un total de 13,  y por lo que se refiere a la Artillería la encuadró en 9 Compañías, ascendiendo los efectivos a cerca de 12.000 hombres. Pese a la disminución que ello suponía con respecto a épocas anteriores e inmediatas, para Canarias representaba un enorme esfuerzo el sostenimiento humano de esa organización.

          De esos 13 Regimientos de Infantería continuaban existiendo 11 en 1808: 5 en Tenerife (Abona, Güimar, La Laguna, La Orotava y Garachico), 3 en Gran Canaria, 1 en La Palma, Fuerteventura y Lanzarote, y algunas Compañías sueltas en El Hierro y La Gomera. Cada Regimiento se componía de 10 Compañías: 1 de cazadores, 1 de granaderos y 8 de fusileros, con poco más de 1.000 hombres.

          En cuanto a la Artillería de las Milicias, 6 de las citadas 9 Compañías defendían esta isla (3 en Santa Cruz, 1 en La Orotava, 1 en Garachico, media en Candelaria y media en San Andrés). El total de artilleros tinerfeños llegaba a los 405. De su pericia a lo largo de los siglos podían dar cuenta, hasta aquel 1808, Blake, Jennings, Nelson y cuantos piratas y corsarios se habían acercado a los puertos de Nivaria.

          El propio Coronel Mazía iba a crear las que se llamaron “guarniciones fijas” -que contaban con el antecedente del “presidio” de Las Palmas- y que tenían una doble finalidad: la de constituirse en el principal soporte humano de la defensa (lo que descargaba a los milicianos de acudir a todas las alarmas que se pudieran producir) y la de instruir a las Milicias. Mazía organizó 3 Compañías fijas de Infantería, de 100 hombres cada una (2 en Tenerife y 1 en Gran Canaria) y 1 Compañía fija de Artillería, de 60 hombres (en Tenerife, pero enviando un destacamento a Las Palmas para instruir a los artilleros milicianos). Años después, en 1779, el Comandante General Ibáñez Cuevas, Marqués de la Cañada, duplicó el número de infantes y organizó el Batallón de Infantería de Canarias. No fue hasta el siguiente reinado, el de Carlos IV, cuando por Real Decreto de 31 de diciembre de 1792 se aprobara oficialmente la existencia de ese Batallón, que tendría como sede Santa Cruz de Tenerife, aunque cada mes se desplazaban 60 soldados a Las Palmas, con misiones de refuerzo de la guarnición e instrucción de milicianos. Su plantilla era de 600 hombres voluntarios, reclutados en todas las islas e incluso en la Península, pero, lógicamente, con mayoría de tinerfeños. En ese Batallón iban también a realizar sus prácticas de mando los Oficiales de las Milicias. La Unidad, junto a unas Compañías de Granaderos, se fogueó en la campaña del Rosellón, lo que le vendría a las mil maravillas al Comandante General don Antonio Gutiérrez, ya que el Batallón de Infantería de Canarias jugaría un papel muy importante en la victoria de 1797 sobre el Contralmirante Nelson.  Y cuando Gutiérrez pida apoyo a los Regimientos de Milicias, va a ordenar en primer lugar que se incorporen a la defensa de Santa Cruz sus respectivas Compañías de Granaderos.

          Y para acabar con la Infantería, seguían en la isla las Partidas de los Regimientos de Cuba y La Habana, compuestas por unos 60 hombres, cada una, y que constituían una especie de Centros de Reclutamiento e Instrucción.

          Acababan también de crearse (ya saben la manía hispánica: a régimen nuevo, nuevas cosas) por orden de la Junta de La Laguna unas Milicias Honradas, que no pasaron de ser unas policías urbanas sin el menor valor desde el punto de vista bélico.

          Ya el 18 de julio de 1808 un grupo de Oficiales y paisanos se había ofrecido a la Junta de Sevilla para “ir a pelear a la Península y sacrificarse en defensa de la Patria”. La Junta les contestó un mes después diciendo textualmente a la de La Laguna que “se les den las gracias más expresivas en su nombre por su heroico celo, pero que por ahora reputa necesaria la presencia de aquellos Oficiales en esas islas para la defensa de ellas, asegurándoles tendrá presente a su tiempo el ardor y lealtad que manifiestan.” Respuesta lógica habida cuenta del optimismo reinante en la Península tras la gran victoria de Bailén.

          Pero poco a poco las circunstancias empezaron a cambiar por allá y otro mes más tarde, el 19 de septiembre ya decía la Junta sevillana a la nuestra que “También se darán las disposiciones convenientes para que algún cuerpo militar de sus Islas venga al continente a tomar parte en la gloriosa causa de restablecer en su trono a nuestro augusto monarca el señor don Fernando VII y abatir el orgullo del ambicioso y pérfido opresor de toda Europa, si lo pidiera la necesidad o permitiese la defensa de esas Islas.”

          El orgullo de Napoleón no podía permitir que sus gloriosos Generales, vencedores en cien batallas, fuesen derrotados por Generales españoles que lo hacían por primera vez, ni que miserables paisanos y desarrapados guerrilleros se opusieran, y con éxito, a los que, hasta el pasado mayo de 1808, eran  invencibles ejércitos imperiales, por lo que, personalmente, tomó el mando de la situación, se puso al frente de un poderosísimo contingente, penetró en España y casi destrozó el ejército español. La Junta Suprema necesitaba hombres y acudió a esa reserva, pequeña pero entusiasta, que era Canarias. En un principio se pensó en trasladar a la Península ni más ni menos que a 30 Compañías de Milicias, pero la sensatez se impuso, pues se corría el riesgo de una seria despoblación de hombres en las islas. Por fin, una Real Orden de 25 de noviembre de aquel 1808 ordenaba el envío de todas las Unidades veteranas posibles, puesto que el dominio del mar por los ingleses, aliados en aquellos momentos, garantizaba prácticamente que no se produciría ataque naval alguno contra el Archipiélago.

          Y empezaron a surgir serios problemas, como la disponibilidad de barcos para el transporte y, sobre todo, el del adecuado equipamiento de la tropa. El General O’Donnell hizo un llamamiento al patriotismo isleño y pidió ropas, donativos en metálico, etc. Lo secundó la Junta lagunera publicando en Tenerife un bando en el que se podía leer que “el patriotismo bien acreditado de todas las clases de sus leales habitantes para que todos, a proporción de las facultades con que se hallen, contribuyan con donativos voluntarios en ponchos de paño, pantalones y chalecos del mismo género, camisas o zapatos al equipamiento de los valerosos guerreros que gustosos correrán a derramar su sangre en defensa de su amado Rey y Patria y en honor del nombre canario.” Se consiguieron muchas prendas de ropa y unas 80.000 pesetas de aquel entonces, que era una buena cantidad si se tienen en cuenta las circunstancias económicas que se vivían en Canarias.

          Existe suficiente información sobre la organización, composición y transporte a la Península de las Unidades canarias, pero muy poca de su actuación allá. Únicamente de los primeros meses de la Granadera Canaria, la Unidad que veremos se creó en Gran Canaria, conocemos de primera mano sus iniciales momentos en la guerra, como consecuencia de un documento titulado La expedición a España del Batallón de Granaderos de Canaria, escrito por don Domingo Pérez Macías, capellán de la Unidad, quien con su hermano don Sebastián, Subteniente y padre de don Benito Pérez Galdós, participaba en la aventura.

          Hablaremos en primer lugar de las Unidades expedicionarias de Tenerife, pues, como ya hemos  dicho era en Santa Cruz donde únicamente se contaba con Unidades preparadas.

          El Batallón de Infantería de Canarias, mandado por el Brigadier don Josef Tomás de Armiaga, alistó 750 hombres; la Brigada Veterana de Artilleros, bajo el mando del Teniente Coronel Don Josef Fernández, 203 y la Bandera de la Habana una Sección. A ellos se unieron unos 80 presidiarios para colaborar en los servicios de los barcos que debían transportarlos a la Península; es decir, que Tenerife coadyuvaba al esfuerzo de la guerra con unos 1.000 hombres. Los barcos zarparon el 29 de marzo de 1809, llegando al Puerto de Santa María el 13 de abril.

          Hay que reseñar que la Brigada de Artillería, que viajaba sin piezas, se disgregó, pasando sus componentes a integrarse en diferentes unidades artilleras. Muy poquito se sabe de ella, pero sí, como muestra, que uno de sus Oficiales, el Teniente don Miguel Fonturvel moriría arengando a sus artilleros en el asedio a Badajoz y después de que hubiese perdido un brazo y ambas piernas; el hecho lo recoge el Conde de Toreno en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España.

          Por lo que respecta al Batallón de Infantería de Canarias, su elevado grado de preparación hizo que, con tan sólo una noche de reposo tras el viaje, marchara a incorporarse al Ejército de Extremadura, integrándose con otras Unidades en la 1ª División, mandada por el Brigadier Marqués de Zayas, y entrase en combate muy pronto en la batalla de Talavera el 28 de julio de 1809.

          Someramente les reseño las acciones en que participó el Batallón:

               a) Desde su llegada y hasta la primavera de 1812: En la defensa de Cádiz.

               b) Batallas importantes:
                    - Talavera (28 de julio de 1809).
                    - Chiclana (5 de marzo de 1811).
                    - Albuera (16 de mayo de 1811).
                    - Castalla I y II (primavera de 1813 y verano de 1814).

               c) Otras acciones de diversión, fintas, etc.
                    - En Extremadura entre abril y junio de 1809.
                    - Traslado de Cádiz a Algeciras y operaciones en la zona de Gaucín entre junio y julio de 1810.
                    - Traslado de Cádiz a Moguer y operaciones en la zona de Sevilla en agosto de 1810.
                    - Traslado de Cádiz a Palos y acciones hacia Badajoz en marzo de 1811.
                    - Diversas acciones en la zona de Levante entre 1812 y 1813.
                    - Diversas acciones en Cataluña entre 1813 y 1814.

          El Batallón y muchos de sus componentes no volvieron ya a Canarias, ni se fueron reponiendo las bajas con canarios, sino con peninsulares.

          Por lo que respecta a Gran Canaria, ya hemos dicho que no había allí Unidades “veteranas”, como solicitó la Junta de Sevilla. Pero ya conocen las disensiones entre su Cabildo Permanente y la Junta Suprema de La Laguna, por lo que, quizás como dice el Comandante don Melquíades Benito en un trabajo sobre el tema publicado en 2007 “deseando emular a su rival”, o siendo “bien pensados”, tratando de cooperar al esfuerzo común de la nación, aquel Cabildo determinó enviar una Unidad a la Península. Nació así el Batallón de Granaderos de Canaria, que será conocido como La Granadera Canaria. No hubo muchos problemas para alistar 600 voluntarios, pero sí para dotarlo de Oficiales. El Cabildo solucionó aparentemente el problema concediendo “patentes de oficial” a caballeros y estudiantes. La Granadera, bajo el mando del Coronel don José María de León,  partió hacia Cádiz el 5 de abril, es decir, una semana después que los tinerfeños. El mal estado de los barcos hizo que uno de ellos tuviera que hacer una arribada forzosa a Santa Cruz de Tenerife, donde sería reparado y sus tripulantes y pasajeros agasajados por la villa y sus habitantes.

          Por el citado diario del tío de don Benito Pérez Galdós se conoce que el 23 de abril La Granadera desembarcaba en Cádiz. Su bajo nivel de instrucción y la falta de armamento la retuvieron varios meses en aquella ciudad, hasta que el 31 de agosto partió por mar hacia Sevilla y, tras otros quince días en la capital hispalense, se incorporó al frente del Guadiana, en concreto al Ejército de Extremadura, el 26 de septiembre. No se tienen noticias de que entrase entonces en combate y pasó agregada en Cádiz al Real Cuerpo de Artillería para el levantamiento y defensa de baterías. Su actuación en estos cometidos mereció que una de esas posiciones artilleras gaditanas se denominase “de los granaderos de Canaria”, en reconocimiento y homenaje al valor demostrado el 2 de marzo de 1811 mientras desarrollaban impertérritos sus trabajos bajo intenso fuego enemigo. Los aficionados a don Benito Pérez Galdós podrán leer lo que narra el protagonista de la primera serie de sus Episodios Nacionales, Gabriel de Araceli, en el capítulo 21 de Cádiz: “Pasaron días, y San Lorenzo de Puntales me vio ocupado en su defensa en compañía de los valientes canarios de Alburquerque”.

          Dentro de unos minutos veremos como las 1ª y 6ª Compañías de La Granadera volvieron en 1810 acompañando la segunda remesa de prisioneros franceses enviados a las islas, y, por cierto, se verían muy afectadas por la epidemia de fiebre amarilla que en aquellos momentos sufría Tenerife. Ya no regresarían a la Península. El Batallón quedaría oficialmente disuelto el 22 de agosto de 1812, regresando la Plana Mayor a Gran Canaria e integrándose las 4 Compañías que quedaron en la Península en los Regimientos de Zamora y Guadix.

 

 

PRISIONEROS  FRANCESES  EN  CANARIAS

          Y pasemos ya a la tercera y última parte de mi intervención.

          La mayoría de los franceses que habiendo sido hechos prisioneros fueron deportados a Canarias procedían de su Armada. En efecto, el 2 de mayo de 1808 una escuadra francesa compuesta por 5 navíos y 1 fragata, y mandada por el Almirante Rosilly, se encontraba surta en la bahía de Cádiz y fondeada de manera que se entremezclaban los barcos galos con otros de guerra españoles.

          El Capitán General de Andalucía, don Francisco Solano, Marqués del Socorro, se encontraba en la “tacita de plata” por aquellas fechas y no era, en absoluto, partidario de enfrentarse al poderoso ejército francés. Por ello su desconcierto fue mayúsculo cuando recibió noticias de Sevilla comunicándole que el levantamiento se había generalizado y en la propia capital hispalense se había constituido una Junta que le urgía a incorporarse a la lucha.

          El 28 de mayo el General Solano convocaba Junta de Generales en la que se acordaba no enfrentarse a los franceses, aunque se dejaba en libertad a los gaditanos para alistarse y marchar a Sevilla a unirse a los sublevados. La decisión se plasmó en bandos que se pegaron en las calles, con el resultado de una indignación general, un motín y el asalto del pueblo al Parque de Artillería a tomar las armas. Las turbas invadieron la casa de Solano y lo llevaron preso por las calles gaditanas para ahorcarlo, lo que no se llevó a efecto porque en el trayecto el General recibió una herida que le ocasionó la muerte.

          Tomó el mando el General don Tomás Morla, Gobernador de la Plaza, quien decidió crear una Junta dependiente de la de Sevilla y declarar la guerra a Napoleón. Entre tanto, una flota inglesa que bloqueaba el puerto al mando del Almirante Colingwood comunicaba a Morla que aceptaba también la autoridad de Sevilla y ponía 5.000 hombres a disposición del Gobernador.

          ¿Y qué hacer con los barcos franceses de la bahía? El pueblo deseaba que se les atacase; Morla no se decidía y comenzaba conversaciones con el Almirante Rosilly para que se rindiera sin lucha, pero éste trataba de ganar tiempo confiando en la llegada de los suyos al sur de la Península. Por fin, ante la presión popular, el 9 de junio las baterías de la Plaza rompieron el fuego contra los buques franceses y Rosilly capituló el día 14. Los marinos españoles se apoderaron de los 6 barcos franceses y sus tripulaciones fueron trasladadas a bordo de varios pontones anclados en las cercanías de la Isla de León.

          El día 29 de junio el General Morla dirigía una carta al Comandante General de Canarias, el Marques de Casa Cagigal, diciéndole que la Junta de Sevilla había determinado que “algún número” de aquellos prisioneros se enviara a las islas y le pedía que le dijera a cuántos podía acoger. Las comentadas circunstancias que se vivían aquí en la "cúpula militar" hicieron que se retrasase la contestación, pues hasta el 30 de julio el nuevo Comandante General, O’Donnell, no comunicaba a la Junta de La Laguna la solicitud de Morla.

          La Junta examinó y expuso meticulosamente la difícil situación que vivían las islas en víveres, falta de tropas para custodia, etc., pero, de todas maneras, para “contribuir al alivio de la Nación”, lo que consideraba una “obligación sagrada”, acordó acoger un máximo de 1.200 individuos, incluyendo en ese total a 40 oficiales.

          Días después la Junta decidía distribuirlos de la siguiente manera: 300 se custodiarían en Canaria, 80 en La Palma, 60 en Lanzarote, otros tantos en Fuerteventura, y 50 tanto en La Gomera como en El Hierro. Los 600 restantes permanecerían en Tenerife, con 300 en Santa Cruz, 100 en La Orotava, 75 entre los dos Realejos, 85 en Icod y los 40 oficiales en La Laguna.

          Pasaron los meses y los prisioneros seguían en los pontones gaditanos hasta que el 6 de marzo de 1809, aprovechando un fortísimo temporal, varios grupos de franceses se amotinaron e intentaron escapar, a la vez que la fuerza del mar hizo que se estrellaran contra la costa varios barcos aliados fondeados en la bahía (y allí serán cañoneados por la artillería de las fuerzas galas que ya sitiaban Cádiz). Ambas circunstancias decidieron a la Junta a enviar a los prisioneros a Canarias y Baleares.

          Así, el primer convoy apareció en el puerto de Santa Cruz el 11 de mayo de ese 1809. Según el Correo de Tenerife, llegaron aquel día 5 barcos españoles y 1 inglés, con un total de 1.484 prisioneros en esta primera remesa. La Junta de La Laguna explicó a la Central la fuerte carga que esta masa humana iba a suponer para las Islas, con el comercio paralizado por la guerra, la escasez de dinero y las insuficientes cosechas de los últimos años, pero no recibió contestación alguna, debiendo por tanto atenderse a las necesidades de los recién llegados con los recursos propios del Archipiélago.

          En esta isla, el mismo día de la llegada la Junta acordó que no convenía que estuviesen diseminados por el país, ni encerrados por el peligro de infecciones, y decidió que el lugar idóneo, por varias circunstancias de alojamiento, control “y no haber pueblo más ventilado” era Candelaria. Y seis días después ya estaban alojados en la villa mariana. El Marqués del Sauzal, encargado por la Junta de la ubicación de los prisioneros, dictó unas normas para su buen orden que fueron consideradas por la Junta y el Comandante General algo blandas. El mismo Marqués sugirió a la Junta algunas medidas económicas para hacer frente a la situación, como quedarse con parte de lo que traían los barcos de América para las otras islas y hacer lo que hoy llamaríamos contratas para la alimentación de los prisioneros.

          Pero las dificultades de la alimentación diaria a tanta gente y la subida de precios en Candelaria hicieron que se desechase la idea de la “concentración” y se regresara a la primitiva de la distribución por islas, aunque sólo fuese entre Tenerife, en la que permanecerían 988 prisioneros, y Canaria que albergaría a 496. Como curiosidad les diré que en La Laguna, Santa Cruz y La Orotava se custodiaron 200 hombres, 60 en Los Realejos y Güimar y 80 en Icod y Garachico, mientras que en los primeros momentos permanecieron hospitalizado 68 franceses.

          Se dictaron ahora otras normas más duras para los casos de deserción, inobediencia, insultos, tumultos, etc., que iban desde el castigo del cepo para las más leves, hasta la pena capital, conmutada automáticamente por la de diez años de presidio, para las más graves. En esas normas que el Comandante General envió para conocimiento y cumplimiento a los Alcaldes, se podía leer que “no siendo mi ánimo que a los prisioneros se les trate con crueldad…” lo que, a mi juicio, demuestra un cierto estado de conmiseración hacia aquellos por su triste situación.

          Pero como ya se ha dicho, la Junta no contaba con fondos suficientes para la alimentación de aquellos centenares de hombres, por lo que se permitió que los vecinos solicitasen la cesión temporal de prisioneros para trabajar en sus fincas o negocios, bajo el compromiso de darles alojamiento adecuado, comida suficiente, o en su defecto un salario superior a 1,25 pesetas por día (un “tostón” se denominaba esa cantidad).

          Lógicamente, eso iba a proporcionar a los prisioneros cierta libertad de movimientos que muchos aprovecharon para buscarse otros medios de vida, como la fabricación de barquitos y juguetes, objetos de cocina, pero, sobre todo, y a base de hojas de palmeras, la confección de esteras, escobas y, especialmente, abanadores para avivar el fuego. No pocos trabajarían de criados, y, como es lógico, otros muchos tratarían de evadirse, y bastantes lo conseguirían como veremos dentro de unos momentos. En este apartado de los intentos de fuga, los historiadores recogen tres realmente importantes, pues la intentona implicaba apoderarse de barcos, lo que en sólo un caso tuvo éxito al asaltar y escapar 15 prisioneros en un bergantín inglés. El cónsul francés en Tenerife aseguraba en una carta al Comandante General que esos intentos se debían “al estado de extrema miseria a que se veían reducidos”, a lo que contestaría nuestra máxima autoridad militar exponiendo la difícil situación que vivían los propios habitantes de las islas en aquellos años, no mucho mejor que la de los mismos prisioneros.

          Dije al comenzar este apartado que aquellos 1.484 franceses habían constituido una primera remesa y que en su mayoría pertenecían a los barcos tomados al principio de la guerra en la bahía de Cádiz. Pero no fueron ellos los únicos, pues en 1810 llegó un segundo envío, ahora casi todos del Ejército de Tierra del Emperador. ¿Cuántos fueron? Hay disensiones; por ejemplo, unos cronistas, como don Sebastián Pérez Macías, padre de don Benito Pérez Galdós, escribe en su Diarioque fueron 500, que venían custodiados por las 1ª y 6ª Compañías de La Granadera, y que de ellos quedaron en Santa Cruz la mitad. Pero el cronista Romero Ceballos escribe que “con el nuevo Comandante General, don Ramón de Carvajal, llegaron de Cádiz en el San Lorenzo y un navío inglés, la 1ª y la 6ª Compañías de la columna de granaderos de esta isla, mandados por el Capitán Pablo Romero, mi hijo, quien estaba encargado de 800 prisioneros franceses…”. La mayor parte de los historiadores se inclinan por este número, lo que haría un total de 2.284 hombres enviados a las islas.

          Sólo como curiosidad decirles que de ellos 1.284 se quedaron en esta isla, 800 en Gran Canaria y 200 en La Palma. Y de los de aquí, 323 en La Laguna, 472 en Santa Cruz, 200 en La Orotava, 80 en Icod y Garachico, 60 en Los Realejos y 69 en Güimar.

          Las citadas duras condiciones de vida de isleños y prisioneros se agravaron a partir de septiembre de 1810 con una mortífera epidemia de fiebre amarilla que asoló las islas. Quiero transcribir aquí un párrafo de la obra de Buenaventura Bonet La Junta Suprema de Canarias, que dice textualmente:

                     “En aquellos trágicos días, los servicios que prestaron los prisioneros franceses a la desgraciada Villa de Santa Cruz fueron de un valor excepcional, pues con una generosidad desinteresada quedaron guardando las casas de las familias que se habían marchado al interior de Tenerife; además su caridad se demostró acompañando a los atacados en sus últimos momentos, los llevaban al cementerio cuando fallecían y enteraban sus cadáveres”.

           Añade Bonet que esas obras de misericordia costaron en los prisioneros franceses cerca de 200 defunciones. Luis Cola, en su libro Santa Cruz, bandera amarilla, nos dice que como consecuencia de la epidemia fallecieron en la villa 1.322 personas (824 hombres y 508 mujeres) de un total de 3.142 que contrajeron la enfermedad. De aquellos muertos, según Cola, 82 eran franceses, cifra que se aleja mucho de los casi dos centenares que nos dice Bonet. Pienso que aquí don Buenaventura está haciendo el cómputo de prisioneros franceses muertos entre las dos islas y no se refiere únicamente a Santa Cruz, que es lo que hace don Luis.

          Por si fuera poco, en 1811 se produjo un rebrote de la fiebre amarilla que se llevaría a más de doscientas personas sólo en Santa Cruz; y cuando se empezaba a vivir de nuevo, al año siguiente una tremenda plaga de langosta (cigarras o cigarrones) cayó sobre las islas, hecho que se repetiría en 1814, acabando con cosechas enteras y extendiendo el hambre entre los canarios. No era pues justo el Cónsul francés y sí tenía razón el Comandante General cuando le contestaba que en Canarias todos eran pobres.

          En la primavera de 1814 los Borbones volvían al trono de Francia y se hacía la paz con España. Como consecuencia inmediata, el 25 de mayo se firmaba el Convenio de Madrid por el que se acordaba la devolución y canje de prisioneros de guerra. Y el 12 de noviembre de aquel 1814, dos buques franceses, el Egyptienne y el Caravane, aparecían en la rada santacrucera, dispuestos a repatriar a los prisioneros de aquella nacionalidad. Se llevaron 504 hombres el primero y 483 el segundo, es decir, un total de 987 personas.

          Buenaventura Bonet, tras muchas investigaciones llega a la conclusión de que del total citado de 2.284 prisioneros franceses, y descontados los evacuados, se evadieron 256, fallecieron 524 y permanecieron voluntariamente en las islas 517. Particularmente me parecen muy altas las cifras de evadidos y fallecidos, lo que me lleva a pensar que a lo mejor tenían razón los que defendían que el número de hombres de la segunda remesa era de 500, lo que haría descontar 300 entre esos dos apartados. Sea como fuere, lo comprobado es que en Canarias se quedaron a vivir el resto de sus días más de 500 prisioneros franceses.

          Los informes franceses de aquella época relativos al tema, firmados por el por el General Beugnot, encargado de la repatriación, hablan de que “han quedado en las islas otros 500 hombres” y pide instrucciones para realizar un segundo viaje y repatriarlos, pero ello nunca se llevó a efecto, seguramente porque la estancia de aquellos ex - prisioneros en nuestras islas no era ya forzada y, como escribe Dugour, “después de la paz firmada en 1814, en que quedaron libres de regresar a sus hogares, muchos de ellos quisieron más bien permanecer en el país en donde ya ejercían diversas industrias”, y Millares apostilla que “renunciaron a su antigua patria por la nueva que habían adoptado.” Y otro autor de Gran Canaria, Domingo Navarro señala que “el día en que ya concluida la guerra regresaron a su patria fue de duelo general para ellos y el vecindario de Las Palmas.”

          Pero hay un testimonio más gráfico, recogido por Sabino Berthelot en su  Historia Natural de las Islas Canarias. Cuenta el gran científico francés que un compatriota suyo le dijo lo siguiente:

                    “Las Islas Canarias, donde fui enviado por último con 500 prisioneros franceses de guerra, fue para mí una segunda patria. No podemos sino alabar la humanidad de sus habitantes y la buena voluntad de las autoridades. El Teniente de Rey don Marcelino Prat merece especial y honrosa mención: este digno militar hizo en nuestro favor todo cuanto pudo; compró útiles a todos aquellos que ejercían oficios y les permitió trabajar. El Comandante General y el Teniente Coronel Megliorini, Mayor de Plaza, en Santa Cruz de Tenerife, también se interesaron por nosotros… Por lo que a mí respecta, la casualidad me hizo conocer a un comerciante que me dio ocupación y desde entonces me incliné al comercio y me establecí en el país. Los primeros años fueron difíciles, pero ahora no me va mal.”

          Lógicamente, para la inmensa mayoría de los que se quedaron, durante los primeros años su vida no pudo ser ni desahogada ni brillante. Los menos cultos trabajarían como simples obreros; los más inteligentes o cultivados en el comercio o la industria; y bastantes se casaron con las hijas de sus patronos. Lo cierto es que casi todos fundieron su sangre francesa con la española. Y luego, bastantes descendientes alcanzaron puestos destacados en la sociedad isleña. Nuestro Imeldo Serís era nieto de un prisionero francés, y de otros de ellos descienden los Mafiotte, los Schwartz, los Beautell, los Fernaud, los Cayol, los Barlet, los Ripoche, etc. Para quien sienta curiosidad, en el tomo II de la obra titulada La Junta Suprema de Canarias, de Buenaventura Bonet, encontrarán una relación de 127 nombres de prisioneros franceses, bastante de los cuales se quedaron como decía un autor francés, “no sólo por la dulzura del clima canario, sino también por los aún  más dulces ojos de las mujeres canarias”.

 

CONCLUSIÓN

          Y hasta aquí esta reseña de lo que la Guerra de la Independencia supuso para las islas en lo referente a lo militar, y que podemos resumir en la convulsión política que llevó a la destitución del Comandante General, la intervención de los canarios en dicho conflicto por tierras peninsulares y la influencia demográfica que tuvo la circunstancia de que Canarias fuese elegida para albergar parte de los prisioneros franceses  que se capturaron a lo largo de la guerra.

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BIBLIOGRAFÍA

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