Hatfield, St. Peter's y el padre Kevin, cuyas homilías jamás incitaban al tedio

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 5 de septiembre de 1993)
 
 
          Como nos recuerda André Maurois en uno de sus deliciosos libros, desde principios de siglo, en Inglaterra, el domingo se consagraba al servicio divino y a la lectura de la Biblia. En muchas familias, sobre todo en el Norte, cada día y casi cada hora estaban señalados por un ejercicio religioso. Las plegarias familiares, mañana y tarde; la lectura de la Biblia, capítulo por capítulo; la obligación de aprender de memoria algunos versículos cada día, el canto de los himnos al son del armonio, la asistencia a la escuela dominical, los tres largos servicios religiosos cada domingo, con prodigiosos sermones denunciando los pecados y amenazando a pecadores con la eterna condenación; la creencia en la verdad histórica, literal, de cada palabra del libro santo, y un respeto tan grande por éste, que si, por descuido, una Biblia caía de la mesa al suelo, seguía un silencio como si los mismos cielos hubiesen caído…
 
          Evidentemente, todo esto, hoy ha cambiado en Inglaterra. Lo que todavía no ha variado ha sido la lucha entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Anglicana. En la década de los veinte, nos decía el citado Maurois que los fieles de la Iglesia Católica aumentaban en número cada año, mediante las conversiones, “pero este aumento no es hasta el presente lo bastante extenso para inquietar a la Iglesia establecida”. Existía, además, dentro de esta, un movimiento llamado High Church (Alta Iglesia), de acercamiento al catolicismo por el esplendor de las ceremonias, por la brillantez externa de los altares, por las vestiduras del sacerdote durante los oficios, concesiones que horrorizaban a los verdaderos protestantes, que de paso criticaban las casullas, los vitrales y las flores…
 
          Dicen las estadísticas que hoy, en el Reino Unido, hay un quince por ciento de católicos. Y este porcentaje se detecta, primordialmente, en las zonas rurales. Por ejemplo, en Hatfield.
 
           Hatfield, que está a cuarenta kilómetros de Londres, aún conserva el inconfundible tipismo de la campiña británica, donde el césped cubre enormes llanuras y donde proliferan, aquí y allí, jardines y huertas particulares. Hatfield, con una población de veinticinco mil habitantes, está ahora orgullosa porque acaban de otorgarle el título de ciudad universitaria. En esta localidad, muy famosa por su industria aeronáutica, a Isabel II le dieron la noticia que había sido erigida reina y Carlos Dickens se inspiró para algunos pasajes de Oliver Twist.
 
          Y en Hatfield también se encuentra la iglesia católica de St. Peter´s, regentada por el Padre Kevin, donde el cronista ha experimentado nuevas y gratas sensaciones, que ahora intenta reflejar en las siguientes líneas.
 
          Allí, en la recoleta St. Peter´s, si la biblia se cayese al suelo, no se hundirían los cielos… Todos los domingos a las once de la mañana, sin previo toque de campanas, los fieles acuden a la cita; una cita que, de entrada, parece dirigida a niños de diferentes edades.
 
          El párroco, vestido de paisano, recibe a sus feligreses por fuera de la iglesia; luego, a la hora de la misa, tras ponerse la casulla, el alba, la estola y el cíngulo (¡gracias, doña Selina!), comienza a impartir la palabra de Dios.
 
          En la homilía, cuando un bebé llora, el Padre Kevin, el párroco de St. Peter´s, lejos de enojarse, esboza una dulce sonrisa, que invita a la madre a darle el biberón. En la mismísima consagración, cuando uno de esos niños hace ruido, corretea o balbucea, nadie dirige sus miradas hacia él. A los estudiantes tinerfeños, integrantes de “Cursos Intensivos Británicos” que solían acudir a la cita dominical, les llamaba mucho la atención aquella especie de pasividad y conformismo que, en realidad, era ejemplar indulgencia y tolerancia.
 
          El Padre Kevin convierte sus homilías en pasajes sugerentes y enriquecedores. Su verbo es abierto, distendido, espontáneo, tocando temas actuales, apoyando sus brazos sobre el atril como para evitar gestos grandilocuentes. Y procura ser simple como el pan, nunca altivo, erradicando la frontera y el alejamiento que suele otorgar el rigor y la desmedida seriedad, que en muchas ocasiones intenta ocultar la esterilidad de la palabra.
 
          Previo a la Primera Comunión, y dentro de la propia misa, los niños acuden con sus padres para que el párroco les conozca y les hable. Y lo hace en medio del pasillo, como si estuviera en una simple reunión, haciéndoles preguntas sobre el sol, la luna, sobre Dios; invitándoles a que si sus explicaciones eran insuficientes las consultasen posteriormente con sus respectivos profesores.
 
          Se canta mucho en estas misas británicas, donde un trío de guitarras y flauta dan aún más calor y participación al acto, donde todos, siguiendo la letra de unos cánticos ya fijados en unos tablones, intervienen en el oficio con no disimulada alegría, que contagia al propio Kevin, que marca el compás de aquellas notas con su cabeza, aún inmerso en su meditación.
 
          La eucaristía no sólo la imparte el sacerdote sino un grupo de fieles, que también ofrecen el vino de la comunión.
 
          Cuando al matrimonio acaba de nacerle un hijo, lo primero que hace, antes de bautizarle, es llevarlo a la iglesia para presentarlo a la parroquia y a los parroquianos. Y tras la bendición del sacerdote, viene el saludo, una crucecita en su frente, del resto de los asistentes.
 
          También baja el Padre Kevin del altar para dar la paz (“Peace with you”). Por los pasillos va estrechando las manos más próximas, acción que secundan sus feligreses, sin convertir el recinto en romería.
 
          El santo oficio no acaba cuando se apagan las luces de aquella austera iglesia festoneada interior y exteriormente con el clásico ladrillo inglés, ya que los asistentes se reúnen luego en el hall para tomar el inevitable “cup of tea” o algún que otro café, donde la charla, la comunicación y el diálogo son piezas fundamentales. Allí, por ejemplo, conocimos a Teresa Henderson, una argentina casada con un británico. Ella, católica, él, protestante. Pero sus dos hijas, Stephanie y Melanie, de 7 y 9 años, respectivamente, se estaban preparando para recibir las aguas bautismales de la Iglesia Romana. La señora Henderson, que ya lleva muchos años residiendo en Hatfield, nos dijo que la primera vez que acudió a esta iglesia, el párroco se interesó por su participación y a los pocos días visitó su casa para charlar con el matrimonio, que es la fórmula que emplea este párroco no sólo para captar a sus fieles sino para conservarlos, según nos confesaba. Margaret Lovatt Duggan, que siempre habla de sus creencias con un énfasis muy especial, donde la alegría de su semblante y la mesura de su locución nos hacen pensar que todo ello es producto  de esa paz interior que se fortalece y consolida, todos los domingos, a las once de la mañana, en la iglesia de St. Peters´s de Hatfield, donde el Padre Kevin imparte más aproximación que alejamiento y, en sus homilías, no nos incita, jamás, al tedio.
 
- - - - - - - - - - - - - - - - -