Expediente nº 146: un misterioso caso (de museo)

 
Por Fátima Hernández Martín  (Publicado en esta página web el 3 de abril de 2024).
 
 
          Casi una hora estuvo esperando en la antesala del despacho, hasta que finalmente le dejaron entrar gracias a que portaba el permiso oficial de acceso al lugar. Según lo acordado, se lo mostraron con cuidado y, extrañado, muy confuso, miró con detalle la pintura que se hallaba ante sus ojos. Alguien, hacía años, le había hablado de ella, de lo inexplicable que resultaba para los expertos y, aprovechando la oportunidad de su visita al Museo, recordó con nerviosismo cómo se había decidido a examinarla in situ con detenimiento. Algo en su interior le decía que aquello era diferente, incluso su leyenda, con delicadas letras arcaicas, insinuaba un peculiar origen. Observándola se percató de que no parecía igual a lo visto en otras ocasiones, durante sus pesquisas en vetustas bibliotecas, en sus viajes durante meses por densas zonas boscosas de islas lejanas. Recordó a sus colegas, empecinados en demostrar que era lo mismo (=idéntico) a algo ubicado en el almacén de esa misma institución, sin embargo, él necesitaba más información, ahondar en el suceso que marcó su descubrimiento…Talla, color, pose (majestuosa) qué inexplicable parecía, qué belleza. Decidió entonces que no quería concluir, escribir sus notas, porque intuía que el dato podía ser utilizado de manera incorrecta, desencadenar un nuevo dilema y prefirió salir a tomar el aire y respirar profundamente… ¿Qué podía ser aquello? ¿habría existido realmente?
 
FOTO1.-AcuarelapintadaporForster
 
Lámina 1. Acuarela pintada por Forster
 
Epílogo:
 
           Hay una especie que se conoce sólo por una acuarela del año 1774 (lámina 1). Se trata de la representación iconográfica de un ejemplar tipo (holotipo) (el primero que se recolecta de una nueva especie para la ciencia, se describe taxonómicamente de manera rigurosa y deposita –catalogado y etiquetado- en un museo) (Corado, 2005). Sin embargo, el ejemplar (nominado Turdus ulietensis) se perdió, junto con descripciones de la época y breves notas de campo. 
 
          El artista que pintó el nuevo organismo fue Georg Forster, que acompañó a su padre, Johann Reinhold Forster, como naturalista, en el segundo viaje de James Cook por el Pacífico. Durante esa larga travesía visitaron Raiatea (enclave situado en las islas Sociedad, Polinesia, a 210 km al oeste de Tahití) entre mayo y junio del año 1774, donde vieron el curioso animal (un ave). Su pintura, que actualmente se conserva en el Museo de Historia Natural de Londres, tiene una anotación: «Raiatea, hembra, 1 de junio, 1774» y representa un ejemplar obtenido por los Forster, que formó parte de la amplia colección de Joseph Banks, eminente naturalista que llegó a presidir la Royal Society, una pieza de colección (piel tratada y preparada) desaparecida misteriosamente. De hecho, algunos escritores de suspense han novelado este tema tan interesante y apuntan que, tal vez, el propio Joseph Banks regalase el ave a una enigmática dama (también naturalista) con la que -se decía en los mentideros de época- mantenía un romance secreto (véase The conjurer’s bird by Martin Davies, 2006).
 
          Lo cierto es que, en principio, Johann Latham lo describió como zorzal de bahía (Bay Thrush) en su importante obra General Synopsis of Birds (1781–1785) (comentando que lo había examinado en la colección de Banks) (ver Latham, 1801). Posteriormente, Johann Friedrich Gmelin le asigna nombre científico, en el año 1788, en concreto, Turdus ulietensis, basándose precisamente en las descripciones morfológicas realizadas por Latham (aunque Forster lo había llamado Turdus badius, como se aprecia en la nota  de la parte inferior de la ilustración). 
 
          La zona de Raiatea fue visitada, posteriormente a Cook, por varias expediciones. Por ejemplo, la del explorador y naturalista Andrew Garrett, en el año 1850, y ninguna consiguió visualizar otro ejemplar de la misma especie (igual que la pintura) y eso que se buscó con denuedo. Cabe preguntarnos ¿qué sucedió entonces? pues –obviamente- se había extinguido entre 1774 y 1850, y con seguridad (opinan los expertos) como consecuencia de la introducción accidental de numerosas ratas en la isla, roedores procedentes de barcos fondeados. Todo esto provocó gran confusión cuando Richard Bowdler Sharpe intentó hacer coincidir la ilustración (realizada por Forster) con la piel de otro espécimen -también de origen desconocido- perteneciente a la colección del Museo Británico, en este caso, catalogado como BMNH Old Vellum Catalogue vol. 12, nº 192a. Un error que se zanjó, al ser la piel identificada como perteneciente a otra especie, también extinta, el estornido de Mauke (Aplonis mavornata) (Olson, 1986). 
 
          Por tanto, los científicos se preguntan ¿eran dos, no una, las especies extintas en islas del Pacífico? ¿el ejemplar de la acuarela de qué especie se trata? ¿pertenecía a la familia Sturnidae (estorninos) o Turdidae (zorzales y mirlos)? Lamentablemente, no hay ejemplar de referencia en colección (es decir, depositado, catalogado y etiquetado en un museo) que nos permita a posteriori examinarlo, analizarlo, estudiarlo, compararlo y concluir de manera certera sobre este tema, tipología de investigaciones muy compleja, pero bastante habitual, por ejemplo, en el MUNA, donde nos visitan para consultar nuestros fondos muchos investigadores. 
 
          En el caso referido previamente, sólo se disponía de una sencilla acuarela de alguien, Forster, que observó el bellísimo animal (un pájaro emitiendo una tonalidad suave y aflautada entre la densa maleza de un valle en una remota isla del Pacífico) y plasmó extasiado lo que nunca antes había visto…
 
«Raiatea, hembra, 1 de junio, 1774»
 
Turdus ulietensis Gmelin, 1788?
Especie sólo conocida de una pintura de Georg Forster, basada en un único ejemplar hembra visto en Raiatea (islas Sociedad), el 1 de junio de 1774. 
La especie no ha vuelto a ser observada. 
Su posición taxonómica es confusa.
Acuarela custodiada en el Natural History Museum (Library) con el nº 146 
 
 
Casos de Canarias.- Respecto a mirlos y zorzales (familia Turdidae), según publica BIOTA en su banco de datos de biodiversidad, nidifican o pasan por Canarias durante sus migraciones, cinco especies de mirlos o zorzales, del género Turdus: Turdus iliacus (zorzal alirrojo, en Lanzarote, invernante irregular); Turdus merula (mirlo común, presente en todas las islas, migrante de paso irregular); Turdus merula cabrerae (mirlo canario, en todas las islas menos Fuerteventura y Lanzarote, habitando monteverde, pinar y zonas de cultivo, nidificante); Turdus philomelos (zorzal común, se halla en todas las islas salvo en El Hierro, invernante regular) y Turdus torquatus (mirlo capiblanco, en todas las islas, a excepción de Gran Canaria, invernante regular y migrante de paso irregular).
 
          El mirlo canario es ave muy conocida en el Archipiélago, presentando un canto aflautado y melodioso durante el período reproductor que, junto a su reclamo un tanto estridente, le hace ser inconfundible. Habita lugares boscosos, pero también se ha adaptado muy bien a parques, jardines y zonas de cultivos donde se observa con facilidad. Su dieta se basa en pequeños invertebrados y frutos, siendo excelente controlador de organismos nocivos y extraordinario vector para la dispersión de semillas de toda suerte de flora. En este sentido, señalar el caso de otra especie, Turdus torquatus, el mirlo capiblanco, que nos visita entre noviembre y abril, y dispersa frutos (gálbulos) de los escasos y amenazados cedros (Juniperus cedrus) presentes en Las Cañadas del Teide, de los que se alimenta y cuyas semillas no sólo disemina, sino que también prepara (mejora) en su tracto digestivo para la posterior germinación. 
 
          Respecto a los estorninos (familia Sturnidae), según el mismo banco de biodiversidad (BIOTA), se ha registrado la presencia del estornino pinto (género Sturnus, especie Sturnus vulgaris) como ave invernante regular y migrante de paso regular en las islas de La Gomera, Tenerife, Gran Canaria y Fuerteventura.
 
          Como curiosidad, dentro de la misma familia (Sturnidae) podemos señalar otra especie, Acridotheres tristis, conocido vulgarmente como miná, un estornino introducido en Canarias como exotismo. Algunas parejas en libertad llegaron a criar en ambientes rurales y urbanos de Gran Canaria, Tenerife y La Palma con el consiguiente daño para la fauna local, por lo que la especie fue sometida a un intenso proceso (programa) de erradicación en esas islas (Saavedra & Reynolds, 2019). En ocasiones, otros estorninos han sido observados, caso de Lamprotornis purpureus, el llamado estornino metálico, debido por lo general a introducciones por parte de humanos, algo perjudicial como hemos comentado.
 
          Respecto a la especie Aplonis mavornata, otro protagonista de nuestro relato misterioso, pertenece a dicha familia, Sturnidae, pero son aves (género Aplonis) que viven en Oceanía y sudeste asiático, y no hay en Canarias.
 
 
Sobre errores, confusiones, pérdidas y olvidos. Atención a la taxonomía
 
           De acuerdo con Mora et al. (2011), la diversidad biológica es uno de los aspectos más sorprendentes de nuestro planeta y conocer cuántas especies habitan la Tierra, una de las cuestiones fundamentales que, no sólo preocupa, sino que aún debe resolverse en ciencia. De hecho, la respuesta a la pregunta resulta extraordinariamente difícil y sería muy posible que también fuese lo que intrigase a cualquier visitante del espacio exterior que llegase a nuestro mundo (May, 1998, 2010 & 2011) y se encontrase con la necesidad de saber quiénes/cuántos habitan el enclave. 
 
          Por ello, se sigue considerando la taxonomía como la herramienta más eficaz para realizar dicha estimación, evidentemente, en los últimos tiempos con el apoyo de técnicas moleculares (genética) (Goodwin et al., 2015). Y es que, recordemos, desde hace unos doscientos cincuenta años, cuando se iniciaron los viajes de exploración y se descubrían animales y vegetales en tierras ignotas, gracias a dicha disciplina, alrededor de 1.900.000 especies han sido descritas, la gran mayoría en el medio terrestre. Respecto medio marino sólo 250.000 (es decir un 16%) (Costello & Chaudhary, 2017). 
 
          No obstante, un elevado porcentaje de especies son aún desconocidas, hallándose pendientes de determinar. Según Costello et al. (2013), entre 3 y 5 millones; Mora et al. (op cit) dan cifras de un millón y medio y Chapman (2009) unos once millones, es decir, variables según las fuentes consultadas. Señalemos, por otro lado, que el dato (susceptible de discusión) sobre porcentaje de descripción anual (6.000 especies/año, Mora et al., 2011; 17.000 especies/año, Fontaine et al., 2012), sigue siendo complejo. A esto debemos añadir las extinciones que, desde el siglo XVI, se han producido (época de inicio de los viajes de exploración), según Ceballos & Ehrlich (2023) unas 34.600 especies. Por ejemplo, Cooke et al. (2023) establecen que, desde el Pleistoceno, en relación a las aves, se han extinguido entre 1.300 y 1.500 especies.
 
          Además, mientras la mayoría de las especies se hallan ampliamente distribuidas (Pimm et al., 2014), haciendo fácil su estudio (acceso a su ubicación), las nuevas descripciones se realizan en ocasiones sobre aquellas que tienen restringidos rangos de distribución, viven en determinados ambientes muy crípticos, en pequeño número y son altamente vulnerables al impacto del humano (cuevas, zonas abisales marinas, selvas, bosques, manglares, acantilados, cumbres…) (Pimm et al., 2014; Urban, 2015). Algunas nunca serán conocidas y muchas se extinguirán en sus ecosistemas, incluso antes de ser descubiertas, estudiadas y nominadas por la ciencia, fenómeno conocido como dark extinction (Boehm & Cronk, 2021; Cowie et al., 2022; Cooke et al., 2023). Todo esto es muy dramático si tenemos en cuenta las funciones que pueden desarrollar las especies en los ecosistemas, asunto que suele pasar tristemente desapercibido. Por tanto, la investigación científica y colecciones de referencia de los museos, hoy en día, diríase, son más necesarios y están más vigentes que nunca (Grieneisen et al., 2014).
 
          Un asunto especialmente llamativo, como han expresado numerosos investigadores sobre el tema, caso de Russell & Kueffer (2019), son las islas oceánicas que, descubiertas y colonizadas por los humanos tardíamente, curiosamente constituyen algunos de los enclaves más impactados/agredidos del planeta en relación a la biodiversidad (Whittaker et al., 2017; Russell & Kueffer, 2019; Nogué et al., 2021). Bien sabido es que las tasas de extinción son desproporcionadamente altas en ellas y lo que sucede en estos lugares –desde un punto de vista general- sirve de advertencia/alerta sobre el futuro incierto que espera al conjunto de la biodiversidad mundial (Ricketts et al., 2005; Cardillo et al., 2006; Johnson et al., 2017; Díaz et al., 2020). Como resultado del aislamiento, el área limitada y la fragmentación natural de las islas, su biota muestra variadas características que la hacen especialmente sensible a procesos que la alteran, incluso en ausencia de actividades humanas (Frankham et al., 2002), como erupciones volcánicas muy violentas u otro tipo de fenómenos naturales. En el caso de islas oceánicas, antiguos linajes llegados tiempo atrás de los continentes cercanos (por múltiples vías), conforman la biota insular (algunos evolucionando hacia nuevas joyas de naturaleza) (Cronk, 1997), mientras que otros, desgraciadamente, desaparecen y con ellos todo su potencial
 
          Pensemos que la calidad de agua y aire, almacenamiento/secuestro del exceso de carbono, producción de oxígeno, control natural de patógenos, obtención de multiples recursos de almentación o polinización, por citar sólo algunas, son funciones de los ecosistemas, soportados por las diferentes especies, representan algo esencial para mantener todo tipo de vida en el planeta y, por lo general, no se suele valorar... 
 
           Pero, el humano ha incidido de forma muy notoria y se considera que hay -al menos- cuatro causas principales, directa o indirectamente, relacionadas con las actividades antropogénicas, que causan la disminución o pérdida total de la biodiversidad, junto con el cambio climático: degradación/modificación del hábitat, sobreexplotación de recursos, introducción de especies exóticas/invasoras y agresiones variadas. Cada uno de estos factores directos ejerce una enorme presión sobre la biodiversidad; pero sus efectos se agravan cuando actúan de forma sinérgica, perdiéndose con ello la posibilidad de que las funciones señaladas previamente se lleven a cabo.
 
           Cabe recordar, entre las especies que han desaparecido, los casos de Canarias. Por ejemplo, las ratas gigantes de Tenerife y Gran Canaria (Canariomys bravoi y Canariomys tamarani), lagarto gigante de Tenerife (Gallotia goliath) y de otras islas; las tortugas terrestres gigantes de islas orientales (género Geochelone) o bien otras, menos conocidas, como el verderón de Trías (Carduelis triasi), el ratón del malpaís (Malpaisomys insularis), el escribano patilargo (Emberiza alcoveri), la codorniz (Coturnix gomerae) o pardelas (Puffinus olsoni, Puffinus holeae)… por citar algunos de los hallazgos “registrados=publicados”. Sin olvidar extinciones más recientes, como el ostrero negro canario (Haematopus meadewaldoi) del que, en el año 1913, se recogió el último ejemplar. Pero ¿cuántas aún no han sido descubiertas? nos preguntamos…
 
          Extinciones con la misma transcendencia que las ocurridas en otras partes del planeta, hablamos del solitario de Rodrigues (Pezophaps solitaria), ave relacionada con el dodo, desaparecida hacia 1760; o el mismo dodo (Raphus cucullatus) que habitó isla Mauricio hasta 1681, cuando fue cruelmente aniquilado. Pinguinus impennis, el alca gigante de Terranova, extinguida a mediados del siglo XIX, debido a capturas abusivas.
 
          También, la vaca marina de Steller (Hydrodamalis gigas) que vivió a finales del siglo XVIII (amplias poblaciones) en el cinturón de islas que une Asia con América, allá, en la zona Ártica. En este caso, fue tal la utilización de su carne, grasa y pieles, unido a la docilidad de estos seres indefensos que no temían al humano (se acercaban alegres ante su presencia), que el único sirénido vivo que habitaba aguas frías, alcanzaba hasta nueve metros de largo y podía pesar diez toneladas fue eliminado en menos de treinta años. 
 
          Como hemos señalado, aún no se han clasificado todas las especies que existen (Wilson, 2003; Dijkstra, 2016; Pyle, 2016), incluso para muchas de las catalogadas no se ha establecido exactamente funciones y valor potencial en el ecosistema, de ahí la importancia no sólo de cuantificar, sino también de cualificar. El curso CiNatura, organizado por el Museo de Ciencias Naturales de Tenerife, a finales del año 2023, abordó estas cuestiones, mostrando cómo los científicos nominan las especies (taxonomía) y, en especial, el porqué de la importancia de hacerlo. Un curso con amplia repercusión en ciencia-ciudadana, donde la estricta y correcta validación de proyectos se halla soportada por una base de taxonomía y ecología muy seria, producto de largo tiempo de estudios, análisis y reflexión.
 
          Por último, seguimos reivindicando la línea de trabajo en torno a colecciones de ciencias naturales (Winker & Withrow, 2013; Grieneisen et al., 2014; Ewers-Saucedo et al. 2021; Rohwer et al., 2022; Nanglu et al., 2023), algo en ocasiones muy discutido. Los museos de ciencias naturales son instituciones imprescindibles en la actualidad, investigan colecciones de variadas disciplinas con amplia repercusión respeto a problemas ambientales (contaminación, plásticos, patógenos, pérdida de especies, cambio climático); complementan programas de educación reglada, realizan identificación y conservación de organismos, salvaguardan biodiversidad y, a través de sus exposiciones y otros productos de divulgación, traducen conocimiento (ciencia con lenguaje comprensible) para toda la sociedad. 
 
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