La Semana Santa de La Laguna según Anchieta y Alarcón

 
Por Daniel García Pulido (Publicado en el Programa de la Semana Santa 2024 de San Cristóbal de La Laguna).
 
 
 
Introducción
 
     Uno de los mayores tesoros que puede encontrarse cualquier persona que quiere trasladarse en el tiempo para tratar de conocer algún episodio o hecho acaecido en siglos pasados es el hallazgo de testimonios directos, nacidos de la fértil pluma de algún testigo que hubiese tenido la suerte de presenciar aquellos acontecimientos in situ, bien sea como espectador o como activo protagonista. Es evidente que existen multitud de monografías, artículos y estudios detallados sobre las diferentes etapas de nuestra Historia pero, más aún si cabe conforme nos adentramos en el devenir de las centurias, resulta extremadamente difícil encontrar ese mencionado testimonio fiel, esa fuente primaria directa y tangible del acontecer, esencia que podríamos asegurar que se refugia tan solo en las páginas de los diarios personales, en la correspondencia y, acaso, espigando detalles en la lectura de documentos protocolarios (testamentos, pleitos, informaciones de hidalguía…). 
 
     San Cristóbal de La Laguna, para mediados del siglo XVIII, tiene la suerte de contar con el diario de apuntes del regidor José Antonio de Anchieta y Alarcón (La Orotava, 1705-La Laguna, 1767) (Nota 1personaje a todas luces singular y paradigmático de aquella sociedad en vísperas de la Ilustración, aún marcada por una religiosidad acérrima y conservadora, reacia a las corrientes de cambio que comenzaban a llegar desde Europa en los diferentes ámbitos del culto, la educación, las costumbres o el comercio, entre otros aspectos. En 2011 tuvimos el privilegio de dar a la luz la transcripción íntegra del diario de Anchieta y Alarcón, en dos volúmenes, bajo el amparo editorial de Ediciones Idea y del Ayuntamiento de La Laguna.
 
     A través de la lectura de sus manuscritos hallamos esa ansiada «llave» o «puente» que nos traslada a aquellos singulares episodios y objeto de estas líneas es enfocar nuestro interés hacia su religiosidad, sin duda alguna una de las guías vertebradoras de su relato cronológico, haciendo especial énfasis en su visión de la Semana Santa lagunera. Anchieta y Alarcón consigna puntualmente en su registro diario todos los pormenores de su devoción personal, que van desde su asistencia a misa hasta reflejar cualquier acontecimiento que llegase a su conocimiento y tuviese que ver de alguna manera con el culto (reformas de iglesias, retablos, nombramiento de eclesiásticos, bulas), prestando siempre, eso sí, una atención singular a los eventos que cada año focalizan la vida de La Laguna, como es el caso de la festividad del Santísimo Cristo, las peregrinaciones anuales a Candelaria o la Semana Mayor. 
 
     Analizando los casi treinta años que cubre su diario, entre 1736 y 1767, en casi dos terceras partes hay mención a dicha Semana Santa y en no pocas ocasiones los apuntes dedicados a este celebración de la Pasión son los más extensos y pormenorizados del año en cuestión (2). En este sentido debemos subrayar de antemano que una de las preocupaciones de nuestro diarista es que el futuro lector de sus memorias conociera verazmente la realidad de los principios morales y religiosos de aquella época, siempre con un afán instructivo y aleccionador («apúntolo para advertencia y por los descuidos que hay», nos dice) (3). Para conseguir los fines propuestos Anchieta y Alarcón hace gala en no pocos momentos de una fina crítica, revestida de ironía y ejemplaridad, argumentando de forma clara y concisa su percepción de los acontecimientos, todo en un estilo que engancha pronto al lector que se adentra en sus apuntes. 
 
     Las primeras alusiones a la Semana Santa lagunera las encontramos en 1736, justo al año siguiente del traslado desde su villa natal de La Orotava a La Laguna, y en ellas nos relata: «Púsose el nicho de la Virgen de la Peña [el] 19 de marzo de 1736 años. Fue el primer día que se acabó y la Virgen, de talla, y la pusieron de vestir este día de Pascua, 1 de abril» (4). Asimismo nos precisa detalles acerca del «entierro de Cristo en el claustro de Santo Domingo» y cita las obras de encalado, pintura y rejería en la iglesia de San Agustín «en esta semana que se pone el Señor de Burgos en el trono», en torno al 8 de abril siguiente (5)
 
Las lluvias y viento en la Semana Santa lagunera
 
     A lo largo de sus apuntes Anchieta y Alarcón reincide en diversos aspectos que considera primordiales para la celebración de la Semana Santa, pautas que podemos ir desgranando según avanzamos en la lectura de su diario. Una de sus principales preocupaciones, rayando casi en la obsesión, es la que tiene que ver con la meteorología en los días de celebración de la Pasión, siendo incontables las referencias a las circunstancias del tiempo atmosférico en las diferentes procesiones. Para 1743 nos apuntaba:
 
                    Esta Semana Santa, que ha sido día de Pascua [el] 14 de abril, ha sido muy quieta. Todas las procesiones salieron, que el tiempo ha estado muy apacible, sin viento ni agua. [En] la Cuaresma llovió mucho, tanto que por marzo se puede asegurar que tanto en esta isla jamás ha llovido, pero mudóse el tiempo con la luna nueva en la semana de Lázaro y quedó muy buena la Semana Santa, con tiempo de abajo, sin mucho calor. [El] Lunes y Martes Santo sí hizo sol algo recio. El Jueves Santo, a la noche, refrescó algo y no subió la procesión de la Cena a la Concepción (6).
     La aparición de la lluvia era una contrariedad soberana (tal y como ocurre hoy) para el lucimiento de la procesión y para la salvaguarda de las diferentes imágenes y pasos. Prueba de estos desvelos la encontramos en los registros, por ejemplo, del año 1747, donde nos relataba: «A la tarde no salió el Señor del Huerto que, al comenzar a salir, lloviznó. Quitóse y salió y, al llegar los apóstoles a entrar en la calle de la Cruz, que venía la procesión por San Sebastián, llovió de hecho y con eso acabóse la procesión, que dijeron [que] entró el Señor en San Sebastián» (7). El régimen de precipitaciones podía influir en el recorrido de las procesiones, recortando los trayectos o buscando el refugio cercano de cualquier templo próximo (en 1748 «salió la procesión y, al estar en la calle del Conde, delante del colegio, volvió a lloviznar y no subió a la Concepción sino atravesó a la iglesia de los Remedios y allí se quedó el Señor» (8)). En ocasiones, era el viento el causante de esos cambios o cancelaciones, como acaeció en el año 1750 en que nos dice Anchieta y Alarcón: «Esta tarde acabóse temprano; no hubo procesión por hacer viento de abajo recio, que seca todo» (9). Leyendo los apuntes puede advertirse una y otra vez esa malsana incertidumbre ante las circunstancias meteorológicas, como el Lunes Santo, 16 de abril de 1753, cuando nos anunciaba que «esta tarde llovió aguas de noroeste muy recias y una dio que parecía como cuando caen los chorros de un tejado. Nadie entendía [si] habrá más procesión de Semana Santa» (10). Nos imaginamos las dudas y cábalas de los responsables de las procesiones, en un proceso similar al que acontece en la actualidad. No en vano, en 1752 Anchieta y Alarcón se sinceraba diciendo: «la procesión de la Cena que fue temeridad que saliera por el tiempo de agua. Con todo, anduvo y no llovió» (11). Como ejemplo último de estas preocupaciones consignemos el resto del apunte para dicho año: 
 
                    Quitóse y fuimos adelante; junto a don Francisco de Castro comenzaron las gotas y fueron aprisa adelante a alcanzar las monjas. Quitóse y salieron a las claras y, a la mitad de la calle, ya comenzó otra vuelta las gotas y fueron aprisa a las claras. Quitóse y salieron y, más adelante de la casa del conde comenzó ya a granar, que iban corriendo a entrar en el Hospital, que entraron los estandartes e iban a poner el palio sobre el Señor y no alcanzaban. Yo venía diciendo a don José López, clérigo, que era bueno un palio de encerado, para tenerlo de resguardo para un lance como éste. Fuimos delante, que luego se quitaron las gotas y, por último, a la oración entramos en la Concepción y, puesto el Señor en su altar, llovió un agua muy recia, que si da antes se ensopa todo (12)
 
Tradición y rituales en la Semana Mayor
 
     Otro aspecto recurrente en los registros de Anchieta y Alarcón sobre la Semana Santa lagunera se centra en las novedades o cambios en el programa procesional en dichas fechas, aparte de los derivados por las circunstancias meteorológicas. En el año 1743, concretamente el 14 de abril, nos relataba el diarista: 
 
                    Hasta el año pasado se hacía el entierro de Cristo en el claustro de Santo Domingo, que para eso habían hecho aquel pabellón que lo colgaban y era tanta la gente que concurría, a más no poder entrar, pero este año, con la prohibición de que no entren mujeres, se acabó esto y se hizo en la iglesia, [año] 1743. El año de 1745 se volvió a hacer en el claustro; entraron mujeres, que hubo licencia del nuncio para este día (13).
 
     No escapan a su mirada crítica cualesquiera cambios o novedades en el desarrollo del proceso de la Pasión como que «este año de 1748, [el] Martes Santo [16 de abril], fue la primera procesión de la Soledad en los Remedios y fundación de hermandad» (14), y que fue en el transcurso de dicha Semana Santa cuando «la Hermandad de San Agustín estrenó su estandarte bueno, bordado» (15). Sus apuntes destilan precisión en detalles que solían escaparse a la observación de muchos («Este año acompañó a la procesión de [la] Soledad la Hermandad de San Agustín, que hasta ahora no, y la Virgen, en lugar de monjil, que el año pasado se lo quitaron y pusieron toca corta abierta delante, este año la toca llega abajo de los brazos» (16)) y, si se daba el caso que advertía alguna anomalía o permutación respecto a la tradición guardada hasta entonces, no dudaba en afirmarlo rotundamente: «[El] Viernes Santo, [27 de marzo de 1750], al llegar a San Francisco ya salía la procesión [y] aún no aclaraba el día. Nunca la he visto tan temprano» (17); o en 1750, en que «pasó la procesión muy tarde. A las monjas catalinas llegó después de la oración, con que pasó por las claras muy de noche. Vilo pasar el Señor con luz de faroles» (18).
 
La rivalidad de los templos de la Concepción y los Remedios
 
     Una temática que asoma circunstancialmente a lo largo de los testimonios escritos de nuestro personaje sobre la Pasión en La Laguna es el enfrentamiento (diríamos que competencia) entre los templos parroquiales de Nuestra Señora de la Concepción y de Nuestra Señora de los Remedios, en la mayor parte de las ocasiones volcado hacia esta última por su vecindad y adscripción a la misma. De ese modo leemos: «[El] domingo [2 de abril de 1747], muy buena mañana, muy quieta y serena, que vinieron todas las luces encendidas con gran quietud. En los Remedios, pocas luces; arriba, muchísimas, digo, en la Concepción»(19)  Anchieta y Alarcón nos relata episodios que alteraron significativamente o que suspendieron el régimen de procesiones, todo debido a disputas y denuncias entre las comunidades y hermandades de ambas parroquias. Casos como el ocurrido «[el] martes [24 de marzo de 1750], [en que] lo principal de no salir esta tarde la procesión fue porque la de la Cena tienen despacho para subirla a la iglesia de arriba, si quisieren, sobre que han pretendido dar pedimento los de las calles que ha de subir, pero así se quedará y por esto no quisieron bajar abajo con esta procesión» (20); o el del «Domingo de Ramos [26 de marzo de 1752], [en que] no salió la procesión del Cristo Predicador de los Remedios porque hubo algo de pleito, que los de los Remedios querían sacar la procesión y que no subiera a la jurisdicción de arriba como es costumbre. Los de arriba decían que había de venir y con eso no salió» (21).
 
Los fuegos de artificio en la Semana Santa 
 
     Adentrándonos en la descripción de los propios actos litúrgicos, los registros de su diario nos desvelan otro de los asuntos de interés para Anchieta y Alarcón, muy posiblemente vinculado a su nombramiento como responsable de la pólvora en el Cabildo de Tenerife: la parafernalia asociada a los fuegos de artificio. Si para 1739 nos detallaba que «todo el claustro [de Santo Domingo] estuvo de ruedas; entre pilar y pilar alto, cuatro ruedas y dos docenas de truenos» (22), es unos años más tarde, concretamente en 1752, cuando Anchieta y Alarcón nos deja la que acaso sea la mejor explicación del proceso de conformación del muñeco de Judas, en cuya construcción toman un papel preponderante los petardos, cohetes y otros derivados: 
 
                    [El] Miércoles Santo, [29 de marzo de 1752], compuse el diablo que ha de ahorcar a Judas (...). Vine a casa [y] pinté de colorado la casaca de Judas. Ayer le hice los flecos de papel (...). Colgué a Judas para acabarlo de componer (...) [y] a la tarde, el foguetero llenó de fuego a Judas (...). [El] Domingo de Pascua, 2 de abril [de 1752], me levanté antes del repique. Fui a la iglesia, que echaron voladores y mucha cámara; las primeras fueron treinta; las segundas, dieciséis. En los Remedios también hubo voladores y cámaras (...). Por último, llevaron a Judas para ponerlo en la torre cuando el agua se aminoró algo. En la torre eché cuarenta ruedas y voladores y todas las cámaras que se pudieron a la función, que ni a ello daba lugar el agua. Por último, no se podía quemar a Judas, que estaba colgado en la torre y teníanlo aún dentro porque no se mojara, atravesado. Por último, pegaron fuego a Judas aunque ya no lució y fue de ver los saltos que el diablo daba sobre el Judas porque estaba el diablo sentado sobre los hombros de Judas como ahorcándolo y después saltaba sobre él y levantábase, que era todo el cuento ver a Judas colgado y el diablo ahorcándolo. Tenía mucho fuego. Cada piña tenía una docena de truenos, fuera de otros que con pasadores estaba rodeado y la bolsa con otras piñas de tronadores. Estaba de casaca colorada y la lengua de más de un palmo de fuera, con dos caras, y de dos varas de tamaño él y medias blancas. Después, el Judas de San Agustín lo tenían entero arrastrándolo los muchachos en la plaza de la Pila Seca (23).
 
Sermones y proceso litúrgico de la Semana Mayor
 
     Anchieta y Alarcón hace puntual referencia de los diferentes sermones que se van pronunciando en los momentos álgidos de la Semana Santa, no dudando en pormenorizar en su diario sus impresiones al respecto: «[El] Martes Santo, [28 de marzo de 1748], a la tarde predicó las lágrimas de san Pedro el prior dominico, el asunto que las lágrimas de san Pedro movieron a Dios a que encarnase el verbo, buen sermón» (24). Bajo este prisma crítico no deja de resultar curioso que, al acudir a tales actos religiosos, Anchieta y Alarcón detalle con exactitud su ubicación física dentro del espacio del templo, acaso para darle respaldo a su condición de testigo directo de los acontecimientos. No es raro encontrar en el diario incontables citas cómo que «a la noche, [a] tinieblas en San Agustín, [estuve] en un taburetito junto al confesionario de la capilla de la Sangre» (25), «sentéme en la escalera del púlpito» (26) o «detrás de la puerta» (27)
 
     Uno de los objetivos de sus palabras es dejar constancia y dar fe del lucimiento de las celebraciones de la Semana Santa, incluso cuando las circunstancias, como acaeció en 1749, parecían restarle brillo a los acontecimientos. Gracias a su testimonio sabemos que en dicho año el interior de la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios estaba en obras, si bien «aunque no estaba acabada la capilla mayor, debajo de la bóveda, en el arco del crucero de dentro, habiendo puesto una vela de navío o barco, etc., y cortinas formaron altar y allí hicieron las funciones de Semana Santa, esto es, [las] procesiones, menos [el] Jueves Santo a la noche» (28). Otro apunte que nos refrenda su predilección y apego por la brillantez de las procesiones lo hallamos en 1748:
 
                    Las luces fueron encendidas y [las] hachas, sólo en la plaza de los Remedios se apagaban algunas. En el altar mayor de la Concepción, 300 luces; en cada altar de un lado, 200. Los dos pilares de los lados, junto donde se sienta el preste, que son los de atrás, cada uno, 36; las barandas de los comulgatorios y, delante, el altar mayor, cumplimiento con las 36 a 100. Cada pilar, 32; el coro, 62; en las bujías, tres en cada arco, que cuatro hacen 80; el sagrario, 19 candelones. Los altaritos de los lados, cada uno, 37; y el monumento y demás altares (29).
 
     Anchieta y Alarcón ejerce de fiel valedor del nivel de exigencia y cuidado que se seguía (y sigue vigente) en los preparativos de la Pasión, y como prueba de ese desvelo aparecen apuntes como el del Jueves Santo, 27 de marzo de 1755: «Este año no salió la procesión de la Sangre en San Agustín porque faltaban unos apóstoles que están mal traídos» (30). A modo de curiosidad, pero como modelo del compromiso devocional de nuestro protagonista, veamos lo que nos relata para la función religiosa del Miércoles Santo, 26 de marzo de 1755: «Estaba don Diego Miranda y don Domingo Lordelo, uno abogado, otro regidor, y comenzaron a contar de mocedades y de mujeres, que les dije se callaran, que miraran el día que era» (31). Ahondando en esa visión anecdótica del acontecer de la Pasión lagunera no podían faltar entre las anotaciones de nuestro protagonista episodios como el hurto de la lámpara en Santo Domingo, suceso ocurrido al mediodía del Jueves Santo de 1747 (32), o la publicación del edicto del obispo Juan Francisco Guillén al año siguiente para «que esta Cuaresma coman carne por la gran falta en el tiempo que no hubiere pescado o el que no lo tuviere» (33).
 
Usos y costumbres en la Semana Santa 
 
     Revisando sus apuntes subyacen por todas partes detalles y singularidades que han convivido en la celebración de la Pasión desde sus más tiernos inicios, caso de las tradicionales estaciones ante el Santísimo («Acabado todo fui a las estaciones, que me cansé y molí mucho. Venía sudando don José de la Torre como con cilicios» (34)), la bendicion de los palmitos el Domingo de Ramos (en 1754 «hubo muchos palmitos, que fue mucha la bulla al repartirlos» (35)), la decoración callejera con «las ventanas colgadas» (36) o la coexistencia de determinados dulces típicos de esta época (rosquetes, bollos de chocolate...) (37). No falta la mención precisa a las  confesiones que se realizan en el transcurso de la Semana Santa, que debían ser numerosas a tenor de sus palabras: «[El] miércoles [25 de marzo de 1750] fui a cumplir con la iglesia; [me] confesé con fray Pedro Martín y mi sobrino don Domingo y don Andrés Cabrera en los comulgatorios y fue necesario esperar» (38).
 
     Otro aspecto que se reitera a través de Anchieta y Alarcón en relación a la Semana Santa de La Laguna es su carácter de reclamo o atracción respecto al resto de la isla. Según sus anotaciones venían a la antigua capital familias desde distintos puntos de Tenerife para presenciar estas celebraciones, como acaeció en marzo de 1747, cuando «vino de la Villa a vivir a la ciudad la familia del capitán don Lorenzo Ruiz, Domingo de Ramos, 26 de marzo» (39), o más concretamente, «este año de 1748 [en que] vino la gente de don Gaspar Cansines, del Puerto, [el] Sábado Santo, [13 de abril], a las dos de la tarde, a ver la mañana de Pascua y los vi entrar estando junto al púlpito y en los Remedios» (40) Dentro de este apartado llama particularmente la atención la relevancia que siempre han tenido los elementos florales o vegetales, tal y como puede atisbarse en anotaciones efectuadas entre 1750 y 1754: 
 
                    [Hubo] prácticas [en] toda la Calle Empedrada hasta San Benito, enramada con la hierba de Semana Santa (...). Diles flores de manzanilla y pensamientos y pidió para la veedora clavellinas (...). Cogí un haz de manzanilla de la huerta que mandar a la Concepción para el monumento (...). Después, a coger flores de pensamientos, manzanilla y flor blanca para echar flores la mañana de Pascua (...). [El] Miércoles Santo [10 de abril de 1754], hoy llevaron a la iglesia la manzanilla (41).
 
     Junto a este poso tradicional figuran en el discurso del diario algunos episodios relativos a la celebración de la Semana Santa lagunera que, como fue el caso de la quema de Judas, han quedado rezagados en el devenir de los tiempos. Por un lado surge (tal y como nos detalla para abril de 1760), «la ceremonia de entrar el cirio en el agua y es la primera función que se hace en la pila nueva (...). Bebieron muchos agua como otros años cada Sábado Santo» (42). En otros lugares del diario vemos que era costumbre repartir láminas en pergamino de santas como Águeda o Constanza coincidiendo con el sagrado momento del Aleluya (43); o la confusa tradición en que, al parecer, «con los anises del coro [se] tiraban garbanzos los muchachos» (44).   Los apuntes de Anchieta y Alarcón nos acercan, además, a usos que bien hoy se nos escapan o figuran en el ámbito de la intimidad religiosa de cada individuo. Así observamos, por ejemplo, que nos relata que «hoy, Viernes Santo [31 de marzo de 1752], estuve leyendo delante del monumento como todos los años, a la misma hora», acción en la que posiblemente se enfrascara en la lectura de un libro piadoso ante el Santísimo (45).
 
     A través de los registros de nuestro diarista comprobamos que en Semana Santa no solo se efectuaban los procesos de elección de los hermanos mayores del Santísimo de ambas parroquias de La Laguna (de hecho, en abril de 1751 nuestro protagonista, Anchieta y Alarcón, fue designado para tal cargo en su iglesia de Nuestra Señora de la Concepción (46)) sino que era el momento idóneo para que ingresaran en tales confraternidades los menores de la familia, tal y como aconteció en 1751 con los hijos de don José Bello o don Santiago Eduardo (47). Asociado a estos procesos de culto hallamos precisa mención a la dotación de misas en estas fechas (el Domingo de Ramos, 26 de marzo de 1752, Anchieta y Alarcón pasó «a la sacristía y di un peso al lego para el padre definidor Martínez, [para] que me dijera cuatro misas a las ánimas los cuatro días de Semana Santa» (48)).
 
Conclusión
 
     Los apuntes de Anchieta y Alarcón sobre la Semana Santa de La Laguna, parafraseando al poeta Pablo Neruda, nos ayudan a comprender que todo ejercicio de memoria es intermitente, inconstante en su devenir, si bien ostenta un poder evocador que es ajeno a cualquier otro tipo de registros. De todo lo escrito por nuestro protagonista lagunero «se desprenderá siempre, como en las arboledas de otoño y como en el tiempo de las viñas, las hojas amarillas que van a morir y las uvas que revivirán en el vino sagrado» (49).
 
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NOTAS
 
1.- Anchieta y Alarcón [2011]: I, pp. 33-36. 
2.-  En concreto, no alude a la Semana Santa en los años 1737-1738, 1740-1742, 1745-1746, 1756-1759 y 1762-1767, si bien debe advertirse que el manuscrito del diario, conservado en la Biblioteca General y de Humanidades de la Universidad de La Laguna, nos ha llegado incompleto tras un largo peregrinaje de casi 260 años y podría darse la circunstancia de que hubiesen existido anotaciones sobre la Pasión para estos años referidos que no han llegado a nuestro conocimiento.
3.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 394.
4.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 131. 
5.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, pp. 132-133.
6.- Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 257.
7.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 343.
8.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 394.
9.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 526.
10.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 86.
11.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 121.
12.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 23.
13.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 257.
14.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 395.
15.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 396.
16.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 28.
17.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 527.
18.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 525.
19.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 346.
20.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 526.
21.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 20.
22.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 208.
23.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 24-25, 29-30.
24.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 343-344.
25.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 344.
26.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 526.
27.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 381.
28.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 431.
29.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, pp. 394-395.
30.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 144.
31.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 143.
32.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 345.
33.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 388.
34.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 527.
35.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 115.
36.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 484.
37.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, pp. 115, 121.
38.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, pp. 526-527.
39.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 343.
40.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 395.
41.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 521; II, pp. 25, 29, 120.
42.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 245.
43.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, pp. 122, 146.
44.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 246.
45.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 27.
46.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 564.
47.-  Anchieta y Alarcón [2011]: I, p. 566.
48.-  Anchieta y Alarcón [2011]: II, p. 19.
49.-  Neruda [1986]: p. 177
 
 
Bibliografía
 
Anchieta y Alarcón [2011]
José Antonio de Anchieta y Alarcón: Diario. (Edición de Daniel García Pulido) Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea. 2 vols. (Col. Gabinete de las Luces)
 Neruda [1986]
Pablo Neruda: Confieso que he vivido. Memorias. Barcelona: Seix Barral, 1986. 
 
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