Flaco, arrugado, inteligente y frío

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 27 de septiembre de 1993)
 
 
Facetas del auditor interno
  
          La auditoría es a la economía como un hijo a sus padres. Sin economía no existe auditoría. Por ello en España sin economía, o mejor dicho, con una economía tercermundista, hasta 1960 prácticamente  no existe auditoría.
(Sólo puede recordarse a algunos auditores ingleses que se desplazaban a España para auditar las inversiones británicas en nuestro país, y aquí, concretamente en Canarias, tuvimos claros ejemplos en diversas actividades).
 
          Ante esta venida, algunos expertos españoles crearon asociaciones o colegios denominados de contadores jurados, que en 1945 dieron lugar al Instituto de Censores Jurados de Cuentas, alimentado, fundamentalmente, de profesores mercantiles, ensolerados en las desaparecidas y añoradas Escuelas de Comercio, hoy convertidas en las escuelas universitarias de Estudios Empresariales. La vida del Instituto era lánguida, similar a la de la economía española. No hay la menor duda que la mayor parte de sus componentes no llegaron a realizar una sola auditoría. No obstante, debemos recordarlo aquí con reconocimiento, pero también con realismo.
 
          En 1960 se inicia el milagro económico español y la auditoría procede a su despegue. En los albores de la década de los ochenta ya trabajaban en España cerca de de tres mil auditores, de los que gran parte prestaban sus servicios como socios o empleados de empresas multinacionales. Esta cantidad de profesionales, según medios del sector, resultaba claramente insuficiente para atender la gran demanda de auditorías que se preveía cuando entrase en vigor la nueva ley que preparaba el Gobierno. Según algunas estimaciones efectuadas por aquel entonces, eran necesarios en España unos veinte mil auditores más, cantidad a la que aún no se ha llegado –si las estadísticas no nos fallan– tras la promulgación de la Ley 19/1988, de 12 de julio, de Auditoría de Cuentas, y del Real Decreto 1636/1990, de 20 de diciembre, por el que se aprobó el reglamento de la mencionada ley, ambos como parte de las modificaciones legales, habidas para adaptar la legislación mercantil a las Directivas de la CEE, que han puesto de auténtica moda a la auditoría, ya que el número de empresas que se van a ver en la necesidad de ser auditadas se viene incrementando de forma considerable.
 
          ¡Auditoría, dichoso vocablo! Cuando debería ser colaboración, mucha, muchísima gente, confunde este concepto como pura amenaza. Por todo ello no nos cansaremos de repetir que en 1922, Elbert Hubbard definía de esta manera a los auditores:
 
          “El auditor tipo es un hombre más allá de la edad madura, flaco, arrugado, inteligente, frío, pasivo, reacio a comprometerse, con ojos de bacalao, cortés en el trato, pero al mismo tiempo antipático, calmado y endiabladamente como un poste de concreto o un vaciado de yeso; una petrificación humana con corazón de feldespato, y sin pizca de calor de la amistad; sin entrañas, pasión o humorismo. Por fortuna nunca se reproducen y finalmente todos ellos van a parar al infierno”
 
          Puede que la “amenaza” actual sea producto de no haber sabido interpretar la ironía de la citada definición, ya obsoleta –no absoluta, amable corrector– ya que, cincuenta años más tarde de lo dicho por Hubbard, otro compatriota suyo, el británico William G. Phillips, vio evolucionar la imagen del auditor, así:
 
          “El auditor típico es una bella persona, inteligente, cordial, considerado, con habilidad para ponerse en el lugar de otros y comprender sus problemas, educado en su trato con los demás y servicial, pero al propio tiempo objetivo, sereno y compuesto como un Stravinski en noche de estreno; humano y con corazón de oro; amistoso como un encantador caniche; cerebral y agudo para los negocios y con gran sentido del humor. Felizmente crea otros de su imagen y semejanza y todos ellos van al cielo”.
 
          Gracias William, y amén.
 
 
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