"El fantasma de la Öpera" y "Los Miserables". dos memorables musicales escenificados en Londres
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 9 de septiembre de 1990)
Más de la mitad de las aproximadamente 400 salas de espectáculos existentes en Londres se encuentran en un radio de sólo cuatrocientos metros, alrededor de la Trafalgar Square, corazón de esta capital con doce millones de habitantes “en toda su área de expansión”; un corazón donde oímos hablar todos los idiomas del mundo y como alguien ha apuntado, “uno tiene la impresión de que el Día del Juicio Final no se celebrará en el valle de Josaphat, sin en esta ciudad tan bien preparada para la babélica confusión de pueblos”.
La guía oficial de espectáculos londinense, la “London Theatre Guide”, está expuesta en las estaciones de ferrocarriles y terminales de las compañías aéreas. Una edición de bolsillo de ésta puede obtenerse gratuitamente en los centros de información, en los buenos hoteles y las taquillas de los teatros, aunque en estos siempre están mucho más pendientes e interesados, en exponer y en vender, los programas –también en edición de lujo– de las obras que representan. Además, la Prensa londinense –no toda– publica diariamente la cartelera de espectáculos. ¡Y qué cartelera de espectáculos, amigos¡
El “Palace Theatre” abarca toda una manzana. La entrada de artistas se efectúa por la Greek Street, donde suelen agolparse los cazadores de autógrafos. En el frontis, esta inscripción:” Los artistas más grandes del mundo han pasado y pasarán a través de estas puertas”. ¿Y quién lo puede dudar si aquí dramatizó Sarah Bernhardt y bailó la Pavlova; quién lo puede discutir si aquí, en este hermosísimo teatro –sin aire acondicionado por aquello del “conservadurismo británico”–“Song and Dance” consumió 795 representaciones; “King´s Rhapsogy”, 839; “The Sound of Music”, 2.385; “Jesus Christ Superstar”, 3.358…? No hay que olvidar que aquí, en Londres, la obra teatral “The Mousetrap” (La ratonera), de Agatha Christie, lleva en cartel ¡38 años! Se exhibe en el St. Martins Theatre, muy cerquita del citado Palace.
Ahora, y desde diciembre del 85, permanece en cartel del “Palace Theatre” el musical “Los Miserables”, que basado en la novela de Víctor Hugo viene sorprendiendo a todo el orbe. El espectáculo no comienza dentro del recinto, sino fuera de éste, con aquellos pubs abarrotados de un público que intenta paliar el dramatismo que le espera inundándose de la clásica cerveza británica, sin espuma y no necesariamente fría no “rubia”, como pedía la canción de Conchita Piquer. Aquellos clientes están sentados en la acera y para sus enormes vasos el pavimento peatonal sirve de circunstancial mostrador. El espectáculo, también, está en aquella serpenteante cola –la respetada y popular “queue” inglesa– donde muchos esperan las ansiadas y posibles devoluciones de entradas, mientras el revendedor pone toda su picaresca en marcha para que de sus manos desaparezca aquel fleje de entradas de precios cuadruplicados. La policía metropolitana, los famosos “bobbies”, los únicos en el mundo que no llevan armas, apenas merodean por los teatros. Se hacen la vista gorda. Aseguran que mantienen el orden por su “inteligencia y tacto, así como por el prestigio de su autoridad”.
“Los Miserables” es un desfile de voces privilegiadas, de acrisolada profesionalidad. Uno se queda absorto ante aquel alarde de luces y de sonido, donde el fallo, prácticamente, es impensable. Sorprende vivamente la ambientación, aquel escenario rotativo donde la sucesión de etapas interpretativas es casi parpadeante; donde el papel del traspunte cobra un papel vital y de extraordinaria importancia con tanto personaje que lanzar y asesorar previamente en aquel tablado donde entre tanto variopinto decorado surge una logradísima barricada, desde donde los tiros parecen herirnos de muerte y donde los lamentos flagelan, una y otra vez, nuestros tímpanos, que se apaciguan en las insuperables inflexiones de aquellas voces que conjugan con gran versatilidad los histriónico con el evidente tinte dramático que acarrea la obra de Víctor Hugo, que inmortalizó un personaje: Jean Valjean. Tenemos que añadir que el dibujo de la afligida y pequeña Cosette ha servido para confeccionar el cartel de este musical, original de Alain Boublil y Claude-Michel Schönberg.
Desde muy pequeño se nos quedaron grabadas las escenas cinematográficas de aquella popular pareja formada por la guapísima Jeanette McDonald y el galán Nelson Eddy, ambos luchando con aquel fantasma de la ópera, deformado facialmente, que si la memoria no nos traiciona era protagonizado en el celuloide por el irrepetible Lon Chaney, “el hombre de las mil caras”.
El pasado 28 de julio, en otro teatro, en el “Her Majesty´s” londinense, había un cartelito que, sin duda alguna, debe ser el sueño dorado de todo empresario. En el cartel se leía lo siguiente; “Las entradas para este musical están agotadas hasta el 30 de marzo de 1991”. Sí, ustedes han leído bien: 31 de marzo de 1991.
La obra en cuestión era “El fantasma de la ópera”, que basada en la novela de Gastón Leroux ahora ha musicado Andrew Lloyd Webber, este portento de 42 años que en 1971 ya sorprendió al mundo del espectáculo con el ya mencionado Jesus Christ Superstar, junto a Tim Rice, sin olvidarnos de sus otros éxitos: Evita (1976), Cats (1981), Song and Dance (1982) y Starlight Express (1984), por mencionar sus cotas. Dicen los críticos más fiables que Andrew Lloyd Webber representa en la actualidad musical lo que antaño correspondió a los Bellini, Donizetti. Rossini, Mussorgsky, Tchaikovski, Offenbach, Verdi, Wagner…
“El fantasma de la ópera”, que se viene representando en el citado “Her Majesty´s” desde octubre del 86, puede alcanzar las cotas del Jesus Christ Superstar, aquella impactante ópera rock. En el elenco artístico, unos serán mejores que otros, pero todos, evidentemente, son primeras figuras. Tanto los actores como las actrices estelares siempre tienen la tranquilidad de saberse sustituidos por compañeros de la máxima garantía. Quienes interpretan la primera función, no suelen repetir en la segunda, como ocurre, por ejemplo, los sábados. Ante esta coyuntura, ya podemos imaginar la categoría que posee la compañía.
¿Por dónde empezar? ¿Por la insuperable iluminación, por los lujosos decorados; por el logrado maquillaje; por el bello e impecable vestuario; por la cronométrica compenetración de los número coreográficos? Al público con insuficiencias cardíacas y proclive al susto habría que avisarle que si acuden al patio de butacas, no salga enloquecido ni en tromba, cuando en la escena número diez, o sea, al final del primer acto, vean “desplomarse” aquella maravillosa lámpara que hasta la fecha había estado suspendida sobre todas nuestras cabezas de Damocles. A los románticos tendríamos que recordarles aquel enternecedor paseo en barca, que sorteando sombras fantasmagóricas se deslizaba entre tenebrosos candelabros, donde el posible pánico era erradicado por una música casi celestial. A los amantes de la aventura y sobresalto, invitarles a presenciar a aquel fantasma haciendo como equilibrios circenses en un elevado pasadizo de débiles estructuras, desde donde zarandeaba aquella hermosa y descomunal lámpara que parecía seguir los pasos del conocido botafumeiro compostelano. Equilibrio que por pura simbiosis había heredado aquella señorita que en el descanso vendía las chucherías, los cornetos y los refrescos, suspendida en el bordillo del anfiteatro, como número fuera del variadísimo programa musical.
Y entre toda aquella conjunción de arte y de belleza plástica, el increíble complemento, ya lo hemos apuntado, de unas voces únicas, simplemente inolvidables. Y la música de ese joven compositor que responde por Andrew Lloyd Webber, “el de Jesus Christ Superstar”.
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