Un trío escolapio inolvidable: Padre Rufino, Padre Marcos y Padre Julián

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 27 de enero de 1991
 
 
Se nos ha muerto el Padre Rufino
 
 
          Allá arriba, rompiendo el aire sereno de la mañana, había sonado la señal. Era un aviso que jamás se había interrumpido durante muchos años. Era una señal que aceleraba cadenciosos pasos matinales por un sinuoso camino y una familiar y larga, empinada escalera. Aquel, al parecer, castillo roquero medieval, que levantaba la alegría de sus torreones entre francas sonrisas de luz y de verdor, había sido renombrado hotel internacional, donde turistas de todas partes vinieron a bañar en la caricia de seda de este clima primaveral el “spleen” de sus asmáticos pechos, el contorsionismo de sus reumas o la neurastenia de sus vidas agrias.
 
Los tres eran las Escuelas Pías
 
          Noviembre 1940. Un hotel, el Quisisana, vacio de frivolidad transeúnte, iba a albergar la pedagógica escolaridad de unos pequeños huéspedes estables. Desde aquel entonces, las Escuelas Pías iban a ser otro distinto baluarte de hospitalidad en la vertiente feliz de la montaña.
 
           Y vino el padre Rufino y el padre Marco, entre otros fundadores. Y un poquito más tarde el padre Julián. Muchos sacerdotes, muchos escolapios, muchos laicos formaban la Orden. Pero para nosotros “pipiolitos”, quizás por un incontenible deseo de concisión, los tres, sencillamente, eran las Escuelas Pías. Era un trío muy querido y amado por todos, escolapios y no. Los tres, en efecto, seguían siendo nuestras Escuelas Pías, cuando éstas iniciaron su extinción de pavesa en Santa Cruz.
 
El padre Marco, afecto y bondad
 
          Pero el hogareño trío acaba de desaparecer en presencia. Pero no en el recuerdo. El desgajamiento de aquel árbol genealógico de hábitos y candores comenzó una cálida noche de verano del 71, cuando nació para la muerte el padre Marco, aquella figura seca como el cartón, de espíritu inundado de afecto, de bondad y de comprensión.
 
El trino de sus mimados pájaros
 
           ¿Para quién no era algo íntimo, entrañable, la figura del padre Marco, con aquel cigarrillo que le blanqueaba el labio; con aquella diestra dura como un pedernal; con orgullo de antiguo pelotari; con sus aficiones ornitológicas, ubicadas en un cuarto de sorpresas, donde existía de todo, incluso microsurcos para incentivar el trino de sus mimados pájaros?
 
           Los que tuvimos la oportunidad de gozarle en un internado comprendimos aún más la dimensión de su corazón, la ternura de su afecto, el contagio de su compañerismo, lejos, muy lejos, de la confianza mal entendida. Sólo le vimos enfadado en una ocasión y al final sufrimos muchísimo, pero menos que él, porque gestar enojo en espíritu tan puro era pecado de imprudencia, de inexperiencia y de tozudez que, afortunadamente, como el parpadeo de su aparición, desapareció, terminando todo aquello en amena charla deportiva donde el padre Marco –que tenía aspecto de atleta de marathon– se comportaba como un consumado experto.
 
          Era, como ya hemos apuntado, la bondad personificada, que es sinónimo de calidad, de bueno, de blandura y de genio. Creemos que él alardeaba de un lema: ni complicarse su existencia ni complicársela a los demás. Por eso se llevó perfectamente con todos; por eso, cuando salimos de las aulas del bachillerato y le encontrábamos en cualquier sitio, todos, absolutamente todos, querían, anhelaban hablar con el padre Marco, porque era puerta abierta al diálogo sencillo y estimulante. Con aquella suave sonrisa que parecía salir de lo más profundo de su alma, el padre Marco rubricaba la mayoría de las veces la charla, la conversación, el intercambio de las innumerables anécdotas estudiantiles. En definitiva fue, quizás, lo más humanamente sencillo del Colegio, prudente, disimulador de su ciencia, desequilibrador genial de su Orden, en aras de una magnífica piedad humana.
 
El padre Julián y sus calificaciones
 
          En la primavera del 84, nos abandonaba para siempre el padre Julián, inquieto vivaracho, siempre sonriendo. Descubrió y practicó hace muchos años, por todas las vías santacruceras el “jogging”, aunque él lo interpretaba con peculiar cadencia. Pañuelo de lágrimas y consuelo para enfermos irreversibles. Era un confesionario volante, un atleta pedreste en busca de la carrera del bien, del alivio y de la esperanza. Su voz… ¡La voz del padre Julián! Aquel tono explicándonos latín, griego y francés. ¿Quién puede olvidar las notas y calificaciones del latín del padre Julián? Marcó un hito en la historia pedagógica porque nunca, en plan rígido, se conformó con el cero habiendo cifras más negativas y sintomáticas, como, por ejemplo, el menos uno o el menos cinco, guarismos que luego vertía en su cuadernillo indescifrable, que muchos confundieron con frases griegas.
 
El padre Rufino, pipa y chancletas
 
          Del familiar trío escolapio nos quedaba en pie de guerra el padre Rufino, santanderina tenacidad norteña que ocultaba su ternura en una brava cerrazón cantábrica, con faz y tórax de luchador de libre americana, que tras el óbito del padre Julián nos escribió agradeciendo las líneas que le habíamos dedicado al desaparecido, haciéndonos esta matización: “un ‘pero’ pondría yo a tu artículo; y sería que, donde aludes al padre de “la pipa y zapatillas”, hubiera sido más exacto decir el padre de “la pipa y la chancleta”; no hubiera sido tan fino, pero sí más histórico”.
 
Insustituible nexo
 
          La pipa y la chancleta era, obviamente, sinónimos del padre Rufino, que tras nuestras pregonadas lejanías de las aulas escolapias, se convirtió en un insustituible nexo, en un embajador que con una peculiar diplomacia nos hablaba, nos reunía, nos convertía en contertulios, haciéndonos recordar –siempre envuelto por la olorosa humareda de su sempiterno utensilio nicotínico– nuestras andanzas estudiantiles; su desazón por la desaparición, en Santa Cruz, de la Orden Escolapia. Cuando sus piernas le respondieron como Dios mandaba, fue peregrino que tocó en todas aquellas puertas que le ofrecían hospitalidad y dialogo, ya que siempre fue buscando la concordia, la comprensión y el amor entre todos nosotros, entre todos sus numerosísimos ex alumnos, a los que luego casaba en las iglesias y parroquias más variopintas.
 
Fu-Manchú y Tarzán
 
          El padre Rufino era, muy posiblemente, lo único que nos quedaba de las Escuelas Pías. Y con su fallecimiento, han aflorado aquellos recuerdos de sus clases de inglés, de su innata inclinación radiofónica a la BBC de Londres, que allá arriba, en el Quisisana, “se oía como una bomba”. Tras leer su austera esquela mortuoria, ese dichoso “túnel del tiempo” nos ha transportado, inevitablemente, a los albores de la década de los cincuenta. Matinées en el Cine La Paz, con su ciclópeo “gallinero” de peculiar y oloroso mingitorio. Matinées en el Cinema Victoria, con Fu-Manchú, Tom Mix, el hombre invisible y Tarzán. Luego nos atiborrábamos, en los “carritos” de la Rambla, con cucuruchos de papel que contenían chochos y chufas, sabroso binomio vegetal, que luego orlábamos, en plan postre, con algarrobas, con tamarindos y con pirulines. Todo ello era el preludio del posterior “ataque a las chiquillas” –ofensiva de una probada e ingenua castidad– en la Plaza de la Constitución, que luego sería vencida por la Plaza de España, lo más moderno de la época, donde, por supuesto, aún el tráfico no la asfixiaba con sus tubos de escape ni sus humos contaminantes.
 
Lo único que nos quedaba
 
          Se nos ha muerto el padre Rufino y con él ha surgido la remembranza de aquellos años donde el tranvía se cansaba subiendo la empinada Rambla de Pulido, y donde una legión de limpiabotas hacían su agosto dominguero en los aledaños de la Plaza de la Paz, que entonces era plaza y no fuente. Se nos ha ido el padre Rufino y con él aquella cancioncilla de “el reloj lo hizo el relojero y el mundo lo hizo Dios”; aquellos ejercicios espirituales, donde el fuego del Infierno hasta nos quemaba; aquellos rosarios matinales y aquellos desfiles, serpenteantes, con todos nosotros uniformados, de pantalón blanco y chaquetilla negra, botones dorados y escudo plateado, bajando del Quisisana con rumbo a las procesiones de Semana Santa, casi entonando el himno del Colegio Calasancio: “Los niños son tu herencia le dijo Dios un día…”.
 
          Cuando la chufa, el tamarindo y la algarroba se han convertido, para una mayoría muy inquietante de nuestra juventud, en porro, droga y alcohol, se nos ha muerto el padre Rufino, lo único que nos quedaba de las Escuelas Pías.
 
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