Aquella inolvidable Milicia Universitaria

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 25 de mayo de 1990)
 
 
          La Asociación Canaria de Veteranos de la Milicia Universitaria, que preside el entusiasta compañero Luis Torrentó Capdevilla, ha preparado para el próximo sábado, día 26, y coincidiendo con la Semana de la Fuerzas Armadas, una serie de nostálgicos y entrañables actos que se iniciarán con el “Encuentro y Renovación de la Jura de Bandera”, que presidido por el Excmo. Capitán General de Canarias, tendrá lugar, a partir de las once horas de dicho día, en el antiguo campamento de la IPS -¡cómo poder olvidarlo!– de “Los Rodeos”. Y luego, un acto social de “Hermandad”, consistente en una cena-baile en los salones del Club Deportivo Militar de Paso Alto, con la asistencia del ilustre militar y señora, y extensiva a todos aquellos familiares y simpatizantes de los que ahora, como gentiles anfitriones, quieren extender los lazos de la confraternidad, de la camaradería y del recuerdo…
 
          ¡Aquella inolvidable Milicia Universitaria…!
 
           En el penúltimo año de carrera era cuando la Milicia Universitaria se interesaba por nosotros. En el tablero de anuncios del centro docente se publicaban las primeras órdenes, que siempre eran miradas con determinadas miradas… Lo primero que había que demostrar para ingresar en la Milicia era que nuestro cuerpo no estuviese compuesto solamente de cartílagos y grasa, sino que también pudiera valerse de centros nerviosos, lagos sanguíneos, músculos y huesos. Unas sencillas pruebas de Educación Física lo iba a aclarar todo. Una simple cuerda colgada del techo, un delicado hilo de lana uniendo ambos dos largos tabiques y una cinta métrica, iban a ser los principales y únicos protagonistas del curioso “acontecimiento deportivo” que se nos avecinaba.
 
          Algunos agradecían profundamente que a dicho evento –como se dice ahora– no concurriese público alguno. Otros, por el contrario, añoraban y se entristecían de observar los graderíos vacios –mostrando el “cemento”, como también se dice hoy día–, el recinto desolado y la total carencia de esos aficionados que meses atrás le jaleaban apoteósicamente cuando en la vida civil corría los 1.500 metros lisos. Los primeros eran los “estudiantes-estudiantes” próximos parientes del repelente niño Vicente de “La Codorniz”; los que detestaban todo lo que olía a deporte y a embrocación y músculos laboriosos. Los segundos eran los “deportistas-estudiantes”, más de lo primero que de lo segundo; más amantes de lanzar el disco hacia el vacío que lanzar una verborrea cultural al catedrático de turno, que muchas veces nos recordaba con cierta socarronería que “un río de palabras no siempre venía de una montaña de sabiduría…”. Estos últimos son los que armaban las “peloteras” para que los demás nos riésemos y lo  pasáramos “cañón”. Eran, en definitiva, “los elementos de envergadura”. Los “estudiantes-estudiantes” ante estas pruebas atléticas se pasaban suavemente sus falanges por la frente y exclamaban: ¡qué tontería más grande! Los del otro bando, ante idénticas circunstancias no dejaban de frotarse enérgicamente sus prominentes músculos, musitando con cierto cachondeo aquello de: mens sana in corpore sano. A los flojos, no de espíritu, sino de carnes, sólo les preocupaba aquella brisilla que ya comenzaba a ponerle la epidermis de gallina. Los obesos eran renglón aparte. Un pitazo nos avisaba que la “concentración atlética” estaba a punto de comenzar. La cuerda, el hilo de lana, y la cinta métrica ya empezaban a reírse jocosamente. ¡La de cosas que iban a gozarse allí…! En aquellas pruebas no había ni himnos nacionales, ni ofrendas de ramos de flores al consabido monumento de piedra ni al otro “monumento” con título de Reina de la Primavera, que era lo que se llevaba en aquella época. El protocolo era sencillísimo:
 
          -¡Don Argimiro Pérez Díaz!, gritaba el oficial de turno.
 
          -¡Servidor!, respondía la víctima.
 
          -¡Suba por la cuerda!
 
          -¡A la orden, mi teniente!
 
          Los pesos pesados, o los pícnicos, como ustedes prefieran, empezaban a sudar lo suyo a pesar de la mencionada brisilla. Se aferraban a la cuerda con el mismo drama y patetismo que interpretaban cuando, sin saber nadar, les hacían saltar desde el tercer trampolín del Balneario. ¡Dios Santo, cuántos planchazos, cuántos “saltos a la rana”, cuánta agua salada en el estómago y cuántas descomposiciones en los inodoros –en el cuartel, letrinas, que sonaba hasta con cadencia musical!
 
          ¡La cuerda! ¡Cuántos sudores en la cuerda! Adelantábamos la mano derecha y cuando íbamos a hacer los mismo con la izquierda, que si quieres arroz , Catalina; comenzaban los descensos, no de categoría, sino de cuerda. No había manera de escalar ni un solo centímetro. Y el oficial, más serio que una figura del Greco, nos decía: o menos grasa en ese estómago y más energía en esos brazos o se quedan ustedes en la “cuneta”. A pesar de todo, el “estudiante-estudiante” es cuando, de forma definitiva, se daba cuenta de que a pesar de lo que había dicho Ortega y Gasset, “el deporte representaba un suceso sociológico de primera magnitud”.
 
          El salto de altura era, como hemos dicho, otra de las pruebas. Servía para comprobar, entre otras cosas, que el futuro alumno de Milicia no iba a ésta con una pierna ortopédica o luciendo eso que llamaban –y llaman– “pies planos”.
 
          Con la medida del tórax, terminaban aquellas dichosas pruebas. A los cosquillosos aquello les hacía muchísima gracia al tener que soportar la cinta por debajo de las axilas. Hay quienes tenían por caja torácica las mismas proporciones que un baúl, hay quienes la tenían del mismo calibre que una pitillera. Los primeros, en los ratos libres, y primordialmente en la ducha, cantaban aquello tan fuerte de ¡Fígaro, Fígaro…! Los segundos no tenían fuelle para emular las hazañas de los seguidores de Caruso y por regla general se conformaban silbando, no al estilo gomero, que para eso hace falta ciencia y buenos pulmones, sino simplemente silbando cualquier cancioncilla.
 
          Aquello era un dulce y pasable aperitivo comparado con la prueba que algunos vaticinaban poco menos que como “escalofriante acontecimiento clínico”: el reconocimiento médico, la extracción de sangre y, sobre todo, las vacunas, que allí empezábamos a conocer como “banderillas”.
 
          Prólogos, preludios de las trinchas, de los mosquetones brillando como una patena; de nuestras primeras guardias en una garita que parecía hablarnos con voz cavernosa en la oscuridad de la noche; oficiales autoritarios, disciplinados, enérgicos, nunca dictatoriales; sesiones de tiro donde empezamos a admirar a Guillermo Tell; “imaginarias” en aquellas compañías llenas de ronquidos, de pesadillas, de carcajadas que rompían el silencio de la noche cuartelera.
 
           ¡Inolvidable Milicia Universitaria!
 
 
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