La grandeza de la pequeñez

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 29 de mayo de 1990)
 
 
 
Desde el Mirador de la Peña, obra de César Manrique, ubicado en la Isla de El Hierro.
 
 
          Sigue escondida en aquel primitivo “meridiano cero” por la que fue considerada como el extremo occidental del mundo. Sigue acurrucada en su coqueta pequeñez. Fue conquistada, pero sin guerra, ya que los bimbaches, de carácter tranquilo, se avinieron a negociaciones, con el barón invasor y sus prosélitos, que tomaron posesión de la isla, pero no del espíritu de aquellos aborígenes que lo tenían todo.
 
          Y los herreños siguen teniendo de todo en su tierra, en su mar y en su aire, aunque la expresión parezca contener un mensaje castrense.
 
          En esta bendita tierra de pino, fayal y sabinas, el viajero limitado seguirá estremeciéndose con la perenne agonía del lajial, cuyo pétreo y fantástico bordado se nos antojan como las arrugas más bellas del universo.
 
          En esta isla de campo y pesca, donde la calma del mar dibuja, a veces, el curioso espejismo de la isla de San Borondón, se puede contemplar la antiquísima arquitectura rural de Las Montañetas, piedra a piedra, ilusión y mimosería, tranquilidad e imaginación imperecedera, que Cesar Manrique trasplantó con éxito, en el mirador de La Peña, perfectamente camuflado, donde la genialidad del lanzaroteño queda patente con el sello de sus blancos y de sus troncos que parecen milenarios, como arrancados de bosques embrujados y esperpénticos, desde donde la visión sufre tanto vértigo como asombro la contemplación, a vista de pájaro, de ese vergel de El Golfo, profundo y extenso cráter prehistórico, de elevadísimas, perpendiculares paredes.
 
         ¿Dónde va la restinga? ¿Dónde se encuentra aquel entrañable pueblecito de pescadores al que cegaron irremediablemente con ese horrendo malecón con visos del desaparecido “muro de la vergüenza” berlinés? La amargura se suele paliar, en parte, con una sabrosísima sopa de mariscos, salpicada de lapas y de burgados, aunque las barcas hayan sido desplazadas por terrazas; y las redes y las nasas, por cemento, urbanizaciones y corridos mexicanos…
 
          Siguen enhiestas las higueras, las vides y los durazneros; los plátanos y las manzanas; y las piñas tropicales; y los típicos muros de piedra lávica, festoneados por esa flor melífera que sigue proporcionando energía y dulzura; energía para superar los empinados callejones adoquinados de Valverde, siempre brumosa y húmeda, siempre alardeando de huertas y jardines, siempre limpia, pintoresca y atractiva; siempre cubierta de parrales y de macetas variopintas.
 
          En el Julan vuelve a sobrecogerse el ánimo ante aquella naturaleza de lamento, que parece retorcerse de dolor, aliviada por aquellos núcleos de vegetación peculiar, que desprende una especial fragancia. El Julan, apartado y perdido, también lo está en los folletos turísticos, donde apenas se le nombra. Y es una lástima porque muchos turistas suelen impresionarse más con estos parajes desérticos, ásperos, multicolores e inverosímiles, casi hermanados con las sabinas de otros contornos, que emanan un indudable encanto, que con esos frondosísimos bosques con los que esta clase de visitantes suelen estar tan familiarizados.
 
           Esa institución que responde por José Padrón Machín siempre nos ha dicho de su “séptima isla” que uno de los errores que se ha cometido con El Hierro es compararla a las otras islas. Hablar de ella midiéndola por los raseros de Tenerife o Lanzarote, donde podría salir perjudicada en cuanto a vergel o paisaje lunar, era –y es– una injusticia. Que no se trata de ser mejor o peor, sino distinta.
 
          En efecto, diferente y hasta ahora, y si nos apurasen un poco, desconocida a pesar de los Fokker Friendships, porque muchos pueden ufanarse de haber hollado el césped de Hyde Park y desconocer el Garoé, el árbol sagrado de los bimbaches, cuyas hojas tenían la particularidad de almacenar agua; muchos podrán jactarse de haberse humedecido en las transparentes calas helénicas y sin embargo desconocer el rumos que produce esas olas que bañan el luminoso Parador de Turismo, con la soledad de un monasterio, de acceso tortuoso y hasta peligroso en épocas invernales, que se subsanaría con un soñado túnel que evitase los desprendimientos; un Parador empequeñecido ante la majestuosidad de sus impresionantes paredes montañosas, donde el pinar, revestido de liquen, nos hace olvidar la contaminación invitándonos a expandir los pulmones, y donde las bellezas ocultas en estos kilómetros cuadrados, la forma de ser de sus gentes; su proverbial sinceridad y hospitalidad y la simbiosis entre el hombre y el mar y la tierra, aparta a El Hierro de ser esa pequeña y humilde isla, vitola que siempre, injustamente, se le ha colocado; vitola a la que también, y casi siempre, ha ido adherida la inefable quesadilla, por otro lado sabrosísima y única.
 
 
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