Las vibraciones están destruyendo a Toledo

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 13 de noviembre de 1988)
 
 
          Antes se decía que el museo de Toledo eran sus propias calles. Antes se afirmaba que por las calles de Toledo no podía encontrarse el visitante con el ajetreado tráfico de cualquier otra ciudad; sería imposible, se insistía, que cupieran por sus tortuosas y quebradas calles sin aceras, que no necesitan asfalto… Toledo ¡ay! parecía hecho para pasear con calma, para el relajo y el descanso de monjes y damas desocupadas, como apuntaba Ángel Alfaro, que añadía “para subir con paciencia las cuestas-, esas terroríficas cuestas que hicieron que un niño que aprendió a correr por ellas en bicicleta se convirtiera en el mejor escalador de entre los ciclistas de su tiempo: el famoso Federico Martín Bahamontes, “Águila de Toledo”.
 
          Ese elogio y nostalgia de Toledo se viene deteriorando. Y es muy fácil comprobarlo y fotografiarlo en ese dédalo de calles con sugerencias de cristianos, de árabes y de judíos, donde los coches, con la prepotencia de sus hierros y de sus bocinas, invaden sin piedad aquellos adoquines, poniendo en un apuro a los sorprendidos visitantes y sometiendo, con sus ruidos y vibraciones, a durísimas pruebas de vigencia vertical a sus seculares e impresionantes monumentos de excepcionales importancias culturales.
 
          A pesar de todo, Toledo es diferente. Es extraña: romana, bárbara, morisca. Se asemeja a Jerusalén, dicen que tiene algo de Damasco y muchos turistas creen estar en algún rincón de Bagdad.
 
           Fue capital del mundo y aún mantiene, en algunos lugares, ese rango y prosapia. Hay que verla a pie, aunque tengamos que sortear, más de una vez, la intromisión del motor y del volante, siempre con prisa y muchas veces insultante. Hay que escudriñar su carácter, su atmósfera, sus ventanas, sus calles y sus iglesias. Hay que contemplar detenidamente sus balcones de madera y hierro forjado. Visitar la sinagoga que, paradójicamente, se llama Santa María. Admirar el arte del damasquinado, donde el orfebre saca maravillas del oro y del acero.
 
          Sería un sueño convertir las calles toledanas en peatonales. Los acentuados decibelios, insistimos, están dando puñaladas de muerte a las reliquias que se albergan en esta especie de isla ceñida con cierta dureza por el Tajo. Menos mal que su clima seco ayuda mucho. Vamos a ver si en el futuro se puede seguir diciendo lo de antaño: si hay ciudad en España que parezca sumida en su sueño de piedra y recuerdos, esa es Toledo, la ciudad que cultivó, entre otros, a Bécquer, que reflejó en muchas de sus “Leyendas” (Rayo de luna, El beso, Rosa de Pasión).
 
          ¿Quedará Toledo fijada en el pasado, como reserva para los amantes del arte y la nostalgia?
 
          Ojalá. Pero dense prisa, mucha prisa.
 
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