El Acueducto y los manteles

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 13 de noviembre de 1988)
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          Nos acosan, nos persiguen, nos asedian. Sus poderes de persuasión lindan con la mismísima obsesión. Son idénticas a aquellas vendedoras de la Isla de la Toja. Pero ahora no son collares, zarcillos y llaveros confeccionados a base de conchas, sino manteles, muchos manteles. Manteles que extienden, que muestran como banderas olímpicas y pasean por las calles segovianas un nutrido grupo de vendedoras de rostros acetrinados que no dejan en paz al turista ni dentro de los propios restaurantes.
 
          Aseguran que Segovia es “el comedor de Madrid”. Y el pretendido piropo no puede ser, para nosotros, mas desafortunado y vejatorio. Un respeto para el internacional Cándido, mesonero mayor de Castilla, un Buda con pipa, que aún ríe a sus numerosísimos clientes y firma autógrafos a sus admiradores entre los conocidos efluvios de su cochinillo, su cordero estilo Sepúlveda; a los judiones con orejas y pie de cerdo, que pueden degustarse tras una prudencial espera que puede paliarse con la contemplación de esas instalaciones que Cándido ha convertido en museo de ínclitas dedicatorias y firmas donde penden cuadros de las más prestigiosas rúbricas, orlado todo ello con una fina y adecuada rusticidad que le da al lugar un exquisito sello campestre y bucólico.
 
          Pero Segovia es algo más que un comedor de cinco tenedores. Y habrá que recordarlo porque el cochinillo, el cordero y los caldos del lugar parecen haber obnubilado mentes, sólo proclives al buen yantar. Habrá que recordar, en efecto, que sobre este famoso escenario tiende el milenario acueducto la grandiosa teoría de sus arcos sin paralelo, ejemplar sin equivalencia en la tierra, broche impresionante que anuda el ayer lejano con la realidad de la hora presente, gregaria y multiforme, donde los coches, los autobuses, las vibraciones y contaminaciones ambientales dejan imperturbable –parece– a aquellas piedras de vieja artesanía.
 
          Segovia, acrópolis refrigerada por el coyuntural albo de Guadarrama, sigue conservando su medieval trazado. Su secular estirpe, donde la historia y la leyenda aparecen en cada esquina, aunque lo ejemplar en la figura de los héroes colocados en los pedestales, modelos de los transeúntes, sean ajenos a éstos. Pasear por sus calles y plazas sin el asaetamiento de ese turismo de bolsas y tomavistas es espectáculo impagable por su sosiego y placer visual, rematado con la observación del majestuoso Alcázar, que el hibernado Walt copió para su Disneylandia, y el de “la dama de las catedrales” última del estilo gótico en España, que mira con respeto a la de su vecina, la de Ávila, la del primer vestigio gótico, implantado en aquella tierra de cantos y santos…
 
          Allá, bajo el sempiterno y juvenil Acueducto, escudo heráldico de Segovia, se nos recuerda que estamos ante uno de los monumentos de mayor categoría artística y arqueológica que existen hoy en día en la tierra, aunque un poco más arriba, en Gran Bretaña, y concretamente en Thorpe Park, esta reliquia, espina dorsal de la ciudad, sea olvidada y desplazada por el Puente de Gard francés, que posiblemente no contempló ni Vespasiano ni Trajano. 
 
          Bajo aquellas piedras graníticas colocadas naturalmente (unos dicen que por el mismísimo Diablo), sin argamasa alguna que sirve de trabazón, surgen, de nuevo, las vendedoras de manteles. A pesar de las sugerencias y de las recomendaciones, los sudamericanos, que ahora vienen cargados de sofisticados videos y flashes, pican en los anzuelos de aquellos manteles, para después ufanarse en el autobús.
 
          - Conseguí este tan bonito, y con tantos encajes, por nueve mil pesetas.
 
          Y un gerundense, que le oye, le responde mostrando otro:
 
          - Pues yo, este del mismo estilo, lo conseguí por mil doscientas…
 
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