JORCHA

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 4 de enero de 1979)
 
 
Premio del Concurso Literario de Narración Angel Acosta 1978, convocado por el periódico tinerfeño  La Tarde.
 
         
          “La vitalidad de un boxeador es una especie de hucha o, como dicen los preparadores, cada hombre tiene su cupo de golpes. Naturalmente el presupuesto es distinto en los distintos púgiles, pero hay una cosa muy clara; cuando un boxeador no es capaz de superar lo que hizo en otra época, ni siquiera igualarlo, debe pensar que su carrera ha concluido. Un boxeador no debe subir al cuadrilátero más que en ocasiones óptimas. Todo lo demás no sólo es temerario sino suicida. Y, sobre todo, no debe volver cuando ha sido realmente grande. No se puede cambiar laureles por cebada. Generalmente los boxeadores a los que se les aconseja la retirada les sienta como un tiro. Piensan que queremos dejarles sin comer y no piensan que a lo que aspiramos es no verles en un sanatorio. Son injus…”.
 
          Pulsó con rabia una de las teclas del televisor. La ventanilla luminosa se apagó y enmudeció. Toda aquella parrafada ya la había oído una y mil veces por la radio, en los periódicos, en la televisión. También el público se lo recordaba a cada momento. “Piensa –murmuraba nuestro personaje- este público que porque tenga un trabajo de ocho horas tiene derecho a tomar cuando le parezca y bailar y divertirse a su antojo. Y que nosotros, los púgiles, los que vendemos emoción somos una bandada de idiotas que sólo debemos estar pensando en correr, en dormir, entrenar y golpearnos para brindarles espectáculo…”
 
          Le seguía atemorizando la sola presencia del boxeador “sonado como una campana”; de aquel que volvía al rincón agotado, caminando sobre sus talones, con las piernas separadas y las rodillas en hiperextensión, intentando a duras penas, mantener el equilibrio: de facies sin expresión, sin mímica, con un hilillo de saliva escapándose de sus labios.
 
          Aún recordaba que en sus mejores tiempos le apodaron “el boxeador-ballet” por su inconfundible juego de piernas y que ahora, en sus últimos combates, tal juego era rudimentario, intranquilizador, que en lugar de ser variado y eficaz era lento y peligroso. Tenia la impresión de que no veía llegar los golpes y de que no hacía nada para prevenirlos, evitarlos, bloquearlos o pararlos. El reflejo del “guiño ante la amenaza” era prácticamente nulo. 
 
          “Jorcha”, acróstico de guerra internacionalmente famoso de Jorge Chamorro García, era nombre y apellidos totalmente desconocidos para los grandes carteles, los luminosos de neón y la tipografía mayúscula. Siempre había sido un muchacho moderado en sus declaraciones para los medios de comunicación: … “haré todo lo posible para obtener la victoria”“sé la calidad que tiene mi rival”“si gano un título se lo brindaré a la afición a la que todo le debo”. Pero en la actualidad, con empacho de calendario y demasiados mojicones enguantados escondidos cruelmente en sus parietales, estaba lejos de brindar aquella mesura tanto en ademanes como en hábitos, tornándose arrogante, pretencioso; jactándose de una fuerza que ya le había abandonado y de una destreza que le distinguió y que ahora le estaba destruyendo; ahora era un simple megalómano: … “estoy seguro que le dejaré K.O.”“este rival no tiene ni mi experiencia ni mi valía”“les juro que sólo me vencerá si me arranca de cuajo la cabeza”“esta noche le enseñaré a boxear”
 
          Como todos los púgiles, Jorcha tenía horario nocturno, ya que su manifestación del musculo es una ceremonia donde le hace falta el humo de los cigarrillos, el recinto cerrado y a oscuras como un teatro; los reflectores sobre el ring, del mismo modo que a una lidia de toros le hace falta el trompeteo de un pasodoble y el sol a las cinco de la tarde sobre la plaza.
 
          El boxeador repitió pasos en los umbrales de su largo rosario de batalla; desazogado estaba el espejo. Se le difuminaba el rostro en la neblina del cristal. Le gustaba mostrar el tórax por la camisa, cuyas mangas se las recogía muy altas, por encima de los bíceps. Se dio saliva en la ceja lastimada de su último entrenamiento, peinándola, y salió…
 
***
 
          En habitación de cinco estrellas estaba aún recostado Carlos “Kalingo”, un joven que venía subiendo tipo astronauta en el mercado pugilístico. Trasnochador empedernido, con el estómago ardiente y los ojos maquillados de rojo, sus puños se habían convertido en leyenda. Un cronista se había aventurado a decir que dichos puños “contenían la potencia de fuego de un acorazado y la movilidad de una lancha rápida”. Eso lo mantenía, a pesar de que su paladar insistía en situarlo en otros derroteros. Cuando estaba a punto de pelear con un púgil de más nombre que peligro; cuando estaba a punto de enfrentarse al clásico “boxeador-trampolín”, él se sacaba los placeres de la noche anterior con un desparpajo más fresco que el fuego que caía como catarata por su garganta.
 
          (Quizás el boxeo ejemplifique como ningún otro deporte –y de ahí su alto valor testimonial- lo difícil que ha sido y sigue siendo la marcha del hombre hacia su liberación. El pugilismo ha sido muchas veces –casi siempre- una posibilidad de redención para los pobres, los oprimidos y los marginados. Ha buscado sus estrellas en los ghettos; se ha alimentado de los que pasaban hambre. A veces ha sido para ellos, ciertamente, un camino de redención, pero en muchas ocasiones, por el contrario, les ha pasado la terrible factura al final del camino. La historia del boxeo profesional tiene muchas páginas escritas con sangre, sudor y lágrimas. No es leyenda. Todos lo sabemos. Y todos sentimos que no debería ser así. Todos sabemos también que si hay algún culpable más allá de la anécdota de cada caso concreto, no es el boxeo en sí, sino la sociedad materialista, que lo utiliza para reducir al hombre a un simple motivo de lucro. El boxeo nace del instinto de agresividad que late en el interior del ser humano, que lo asume, lo reglamenta y lo domina. La fascinación que produce este deporte se debe a la emoción que es capaz de despertar a despecho incluso de la razón).
 
***
 
          En los vestuarios había desconcierto de carnaval. Aquel ambiente olía a pared mohosa y a toalla siempre empapada y sucia; a cañería de desagüe. En un rincón, con sus puños encorsetados con tatuaje de momia estaba Jorcha, bostezando, esperando el momento de que le llamasen para subir al ring. Un poco más lejos, su preparador, circunspecto y cabizbajo, con un cigarrillo blanqueándole el labio inferior. Un joven cronista se le acercó y le preguntó con rutina: “Dígame, por favor, ¿en qué condiciones físicas se encuentra su boxeador ante esta difícil e importante pelea?”. Tiró la colilla, miró con aire de circunstancia al muchacho de las cuartillas y le contestó con no disimulada nostalgia:
         
          “Usted recordará que no hace muchos años Jorcha fue un caballero del ring; que en muchas ocasiones vistió de cuello duro y corbata al boxeo universal. Recaló en el pugilismo por casualidad. Yo siempre he comparado su aparición como pugilista con aquel chiste en el que un muchacho se está ahogando y a pesar de que hay muchos presenciando la tragedia ninguno se atreve a lanzarse al agua, quizás por impericia; quizás por miedo a correr idéntica desgracia. Y de pronto se lanza uno, recoge al muchacho y lo saca a tierra firme. ¡Bravo; estupendo; ¡es usted un héroe, un hombre ejemplar y de valor!... Gracias —responde el sumiso salvador—; pero me gustaría saber quién fue el desgraciado que me empujó…
 
          ¿Cómo puedo olvidarme de la noche que consiguió el título? Cuando regresó con los suyos brindó el triunfo a la primera autoridad civil –que siempre había sentido cariñosa predilección por el campeón– al que públicamente rogó electrificara su pueblecito natal añadiéndole que con la “bolsa” percibida le ayudaría a proyectar el alcantarillado de sus tortuosas callejuelas. Y que por favor pusiera escuelas, las necesarias, para que los niños no se avergonzaran –como se avergonzó él– cuando le hicieron firmar, y no pudo, su primer combate profesional. ¿Recuerda que siempre conservó su sencillez original; que siempre fue inmune al mareo de la popularidad? ¡Cómo saludaba al público! No he visto otro saludo igual. Era como un rito; se ponía con los brazos en alto y giraba sobre sí mismo con tanta sobriedad como respeto. ¡Y cómo boxeaba; y qué condiciones reunía, Dios mío, a pesar de su escasa afición!
 
          Por las mañanas, en los footings, caminaba con los músculos, corría con los pulmones y galopaba con el corazón; allá arriba, en el cuadrilátero, resistía con el estómago y triunfaba con el cerebro”. 
 
          El joven cronista cerró su carpeta, guardó su bolígrafo y dejó caer una mirada apesadumbrada mientras, con la idéntica rutina inicial, le interrogó, “¿Usted cree que ganará esta noche?”. “No lo sé, amigo, no lo sé. Lo intentaremos. Como siempre”.
 
***
 
          No; los vencidos no quedan tan solos como suelen denunciar novelas de evasión y melodramas de subdesarrollo. Acude, claro que acude la gente, el aficionado y el espontáneo; con las manos en los bolsillos; con el silencio por sello; con la cara, con los semblantes un poco embobecidos como para entrar en el coro de la melancolía y tristeza. Huelga todo comentario. Apenas se oye una voz. Lo que en aquella ocasión sí que se oyó, y con rabia de decibelios en estampida, fue aquella súplica de Jorcha:
 
          “¡Por favor; agua en la ducha!”.
 
          Aquel ex campeón de casi cuarenta años ya había caído a manos de “Kalingo”. Y directamente, a aquella ducha de mando a distancia; bajo aquella alcachofa prehistórica que poseía como pieza de museo aquel destartalado patio de caballos taurino y que estaba ubicado al aire libre, como imperativo de un antiquísimo amante del streaking.
 
          “¿Es que no me han oído? ¡Abran esa ducha!”.
 
          Y surgió el líquido que venía a despejar un poco aquella mente más que golpeada, torturada por lo ocurrido. Una mente que al bajar del ring tuvo que soportar la humillación de un buen sector de los otrora grandes admiradores; una mente que exhibe su embalaje por aquellos pasillos de intemperie o en aquellos otros muy cercanos a la ducha de anticuario, donde otra clase de aficionados no iban a consolar al antiguo ídolo sino a ver poco menos que su comportamiento; allí se mascaba la morbosidad del suceso; de un suceso sin sangre, aunque sí con llanto incontenible y sudor frío. Era la masa, que no era conocedora del boxeo, pero sí instintiva; era el conocedor del boxeo, luchador él mismo por naturaleza, pero sin clara visión para definirlo.
 
          “¡Ya pueden cerrarla!”.
 
          Y tras la lluvia artificial pedida con ruego de postergado aquellos aficionados se arremolinan; saben que oirán algo; no hay que perderse lo que mañana podrá contarse a aquellos que sólo se conformaron con ver golpes y caídas sobre el tapiz de lona. Entre aquel coro de silentes plañideros había algunos boxeadores para las novias y los tontos del barrio, que acababan de ver el espectáculo del triunfador y del vencido, lo eterno, las dos contrafiguras de siempre.
 
          Jorcha encajó con resignación el puño derecho en el cuenco de la mano izquierda, confesando:
 
          “Sí; ese muchacho pega con los dos puños; muy duro. Aquel golpe al plexo me llegó al alma”.
 
          Todos habían visto el drama. El ídolo local había respirado con enorme dificultad. En su rostro se dibujó la facción del dolor agudo. Se había desplomado, como intentando atrapar un paquete intestinal que estaba en su sitio; a pesar de todo, nunca perdió el conocimiento entre el ensogado.
 
          “No pude recuperarme. Me faltó el aire. Tuve la sensación de que me habían cortado las piernas. Me retiro, amigos. Me marcho del boxeo tras esta amarga experiencia. Hay que dejar paso a la juventud”.
 
          Pero la gente no quería aún alejarse del recinto. Había sido una noche de angustia para la mayoría; casi sepulcral porque incluso los micrófonos y altavoces, por fallos técnicos, enmudecieron como respetuosa premonición.
 
          Y mariposeando por la puerta principal, los grupitos de ansiosos; los que no quieren perderse el más mínimo detalle; los que apabullan al victorioso y muestran ojos de plato al derrotado.
 
          “¡Míralo; por ahí viene!”
 
          Y lo hacía apoyado en un fino bastoncillo de junco como simbolizando una senectud no reconocida con anterioridad.
 
          “¡Hola, campeón!”.
 
          “Hola”.
 
          “¿Y ese bastoncillo?”, se interesó un conocido. 
 
          “Pues es una forma de decirles que me marchó; que me retiro del boxeo; que me voy ahora que tengo la piel vieja pero el corazón joven…”.
 
          (El actor se retira por síntomas geriátricos o por defunción; el torero suele cortarse la coleta; el profesor, el funcionario o el empleado frena su actividad con la jubilación; el futbolista anuncia su ausencia de los campos de juego colgando las botas…)
 
          Uno de los periódicos matutinos de la localidad, titulaba así su editorial deportivo: “Anoche, Jorcha colgó definitivamente guantes e imprudencias”.
 
 
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