La Granja de San Ildefonso y la bofetada de doña Carlota

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 22 de diciembre de 1988)
 
Manos blancas no ofenden
 
 
          Desde Segovia y a diez minutos en taxi, está La Granja de San Ildefonso, grato oasis de reposo. Un lujo para pulmones cuajados de humos de fábricas, industrias; una válvula de escape para los fumadores pasivos; un lujo casi oriental para los sometidos al constante martilleo de los decibelios capitalinos. Aquí en La Granja, el ser humano queda exento de la desorientación y del pánico que plasmó Juan Genovés, el pintor de las multitudes aterradas, huyendo de la persecución y de la muerte…
 
          Decía el marqués de Lozoya –el mismo que piropeó a la santacrucera plaza del Príncipe con la etiqueta de que “era la más romántica de España”- que La Granja no es sino un recuerdo de Francia creado para mitigar un poco la melancolía del primer Borbón y para aliviar, en el corazón de Castilla, sus añoranzas de la Corte de Versalles.
 
          En pleno otoño, en la agonía de la clorofila, contemplando ese color oro de las hojas marchitas que descienden a sus sepulturas de intemperie; cuando vemos que van cayendo como indolentes copos de nieve gualdas; cuando nos recreamos con esa tonalidad vetada al isleño canario, impregnados del ozono del olmo, del chopo y del fresno; del tilo, del castaño de Indias y del arce, uno no puede dejar de extasiarse ante aquellos jardines que aunque no posean las amplias perspectivas ni la severa ordenación de los franceses, pueden presumir de lo que adolecen aquellos, de su policromía. Es un arco iris estático y perfectamente conservado entre un enjambre de coníferas y con el alegre rumor de las aguas serranas, que proliferan por doquier y se convierten en espejo en el popular “mar de La Granja”, también vivero de truchas.
 
          El reseñado marqués de Lozoya asegura que La Granja de San Ildefonso, con el acueducto de Segovia y la catedral de León, representa el más completo triunfo de Europa sobre lo celtíbero y lo morisco, latentes siempre, a veces oculto, pero siempre propicio a resurgir.
 
          Cuando dejamos este oasis, otrora granja –de ahí su nombre- de reposo y convalecencia monacal; cuando nos alejamos de lo que antaño fue residencia estival de los Borbones y de donde se oyó la famosa y sonora bofetada de la infanta doña Carlota al “machista” Calomarde, “manos blancas no ofenden, señora”, por aquello de la Ley Sálica, seguimos pensando que el mundo seguirá embruteciéndose en las grandes urbes, cambiando el olmo por el cemento y el ozono por la polución, marginando irremediablemente, el alegre rumor de las aguas en aras de asir un volante que tragará kilómetros y más kilómetros en una aséptica autopista, que para mayor desgracia seguirá marcando trágicos índices de siniestrabilidad.
 
 
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