Las uvas de Las Teresitas

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 20 de noviembre de 1988).
 
 
          Antes, en el otoño, y ahora, en el invierno, la arena de “Las Teresitas” es diferente. Ahora es una arena de agradable frescor, suave, como polvo, que nos transmite una sensación muy especial cuando, en aquella playa prácticamente desierta en el amanecer, que es cuando auténticamente hay que gozarla, la hallamos interpretando el papel de simples paseantes, mientras otros madrugadores, más preparados y atléticos, ponen a prueba sus sístoles y pulmones con el moderno jogging o el veterano footing, que todo, paseo, marcha o carrera, resulta altamente tonificante, con la rúbrica, eso sí, de ese baño viendo elevarse el sol.
 
          El agua está fresca, muy fresca, pero usted debe calentarla con la mente. Jamás se arrepentirá. Saldrá del agua como nuevo, y siempre exclamando: ¡Está formidable!
 
          El agua es transparente, de inmaculada limpieza. Y su quietud forma un descomunal espejo donde el incipiente sol, casi de lujuriantes matices, le ofrece un aspecto de insólito amanecer, que puede incluso confundirse con un anticipado y precoz crepúsculo. Ahora, a primeras horas de la mañana, no sufrimos esa plaga actual, esa contaminación sonora que responde por ruido. No hay público, no hay masa humana, ni tampoco transistores de rock duro. Los chiringuitos aún dormitan y los motores de sus neveras y frigoríficos están en las últimas etapas de su sueño. Ahora, sin esos decibelios, se pueden oír los graznidos de las gaviotas en esa especie de charla que entablan con sus congéneres en la barra artificial de la playa, donde sus siluetas se marcan con una gran perfección en el horizonte. Esos graznidos se atenúan cuando esas gaviotas se domestican en la orilla, o cuando se desplazan por aquel mar que ahora es lago. 
 
          La espiral del tobogán acuático, ante tanto sosiego, parece contradecir el peligro de sus otros hermanos ubicados en otras latitudes turísticas. Y el mar, la mar, con aquellos atractivos aledaños, tiene algo de sensual e insinuante, que nos invita, que nos incita a la zambullida, donde la descontaminación y el olor a puro marisco son sensaciones que ahora se nos ofrecen como plato único y difícil de saborear en otros horarios.
 
          Inmersos en tanta tranquilidad hasta resulta soportable observar a aquella gente madura dándole pataditas a una pelota de goma. Y tras aquellos partidos de escasos minutos, cuyos escasos goles son celebrados con la exclamación que emite El Pulga del Un, dos, tres, pues el baño y, luego, el cafelito, el cortadito o el desayuno a base de chocolate y churros, que los hay así de prevenidos y sibaritos, con la ayuda de termos, similares y sombrillas, no para el sol, sino para la posible lluvia, que algunos bañistas aprovechan como purísima ducha…
 
          No nos podemos olvidar del peculiar desayuno que pregona y recomienda don Valentín, el profesor de gimnasia, que pone a punto a senadores y diputados, a funcionarios, amas de casa, jubilados. Don Valentín, que oculta su empacho de calendario con una atildada figura de cinematográfico cincuentón, nos brinda el sabor agridulce de las uvas de “Las Teresitas”, cuyos arbustos se yerguen sobre la propia arena y cuyos frutos les ha “sabido a gloria” a más de uno. ¿No es así, querida Luisa?
 
          “Las Teresitas”, despertando al día, y desde cualquiera de sus extremos, tiene un encanto, un reclamo especial con aquella montaña de Anaga y con San Andrés, que ahora presenta unos laureles de Indias como no los hay en toda la isla de frondosos. Su comba, la comba de la playa, que diferencia mar, arena y flora, parece haber sido trazada con un compás de King Kong. No estamos en las Islas Seychelles, ni en las Fiji –con las que nuestra hija, Débora, tanto sueña después de haberse extasiado con la genial fotografía de Néstor Almendros en El lago azul- no estamos, decíamos, ni en las islas Hawaii. Estamos, ni más ni menos, que en Tenerife, que como bien ha apuntado mi buen amigo Juan Antonio Padrón Albornoz, “lo tiene todo”. Lo que ocurre es que hay que descubrirlo –¡gracias, Ana María! - y no obnubilarnos con postales foráneas y con viajes al extranjero para después pavonearnos de etiquetas internacionales y establecer esas comparaciones que siempre resultan, pues eso…
 
          Mi hermana Mary Gloria, que es la Marco Polo tinerfeña, también acaba de descubrir esta playa de edén que puede le haga olvidar, por algún tiempo, las orillas de su recordada Copacabana. ¿O no, Maquila?
 
          Por cierto, y para terminar, ¿creen ustedes que una persona de la sensibilidad y del gusto de Manuel Hermoso Rojas podría prestarse en el futuro para mutilar este goce visual y este alivio estival santa crucero que responde al cariñoso nombre de “Las Teresitas”, donde incluso hay uvas, dicen, de procedencia venezolana?
 
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