El transportín

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en Jornada Deportiva el 10 de abril de 1985).
 
 
          Cuando uno tiene a un familiar en una agencia de viajes puede ocurrir de todo; y de forma muy especial cuando el pariente, como en esta ocasión, comparte con el que suscribe una idéntica –no única- afición: las fotos antiguas. Lo cierto es que en vez de poner o de decirle –que nadie es infalible- el día 3, víspera de un puente ahora más de sol que de velas litúrgicas, incrustó un 4 en el liliputiense recuadro mientras hablamos, entusiasmados, de aquellos ocres documentos gráficos de los alrededores del muelle, de la marquesina, del dédalo en torno a la iglesia de la Concepción o de la inolvidable, despojada y olvidada Plaza del Príncipe…
 
          El jet-foil es el invento marítimo que más vienen agradeciendo los isleños. Es un avioncillo que hace batidos con el agua y cuando hay calma chicha se mueve menos que nuestra rescatada Farola del Mar. Y cuando nos disponíamos el pasado día 3 –víspera de un puente largamente acariciado- a viajar en este luminoso tragamillas, pues que nos dicen, lógicamente, que no nos podían proporcionar la protocolaria tarjeta de embarque porque era el día siguiente, Jueves Santo, Día del amor fraterno… huelga decir que en el jet-foil no cabía ni una de esas botellitas de whisky que antes eran de propaganda y ahora para la venta, a bordo de un carrito de ruedas, donde los cubitos de hielo rivalizan con el humeante café.
 
          Tras los cristales de la terminal grancanaria veíamos, con cierta desazón, los obstáculos y sinsabores que puede acarrear una conversación animada y amena sobre fotografías antiguas… pero alguien, al oído, nos susurró:
 
          —No te preocupes, hombre. A lo mejor, y dada tu situación, puedes ir en el transportín…
 
          No me dio tiempo a preguntar la función que desempeña tan vocablo (que después he comprobado no figura en el Diccionario de la Real Academia). Asentí con la cabeza por pura amistad y disciplina. Luego medité y me interrogué: ¿transportín? Voló la penuria de mi imaginación y me vi por fuera del jet, amarrado, dándome la brisa de frente, empeñadas las gafas el salitre del ambiente, respirando un aire tan puro como rebelde, como de ciclón atlántico. Comprobé que mis amigos, diligentes y generosos, habían solucionado mi problema cuando una de las azafatas me requirió para decirme: 
 
          —Mire, allí, al fondo, está el transportín.
 
          No quise decir nada pero yo no veía sino un montón de maletas, maletines, raquetas, bolsas del Corte Inglés. Y, claro está, todas las butacas llenas de pasajeros más afortunados o menos despistados que yo. La azafata, al comprobar mi evidente desorientación, que me guió: 
 
          —Acompáñeme, por favor.
 
          Y en el mismísimo fondo de la cubierta principal, empezó a separar aquellas raquetas, aquellas voluminosas bolsas del Corte, aquellos maletines de ejecutivos, bultos que, circunstancialmente, ocultaban al dichoso transportín, una butaquita tan modesta como cómoda, con un cinturón de seguridad algo oxidado pero cumplidor.
 
          Me acostumbré muy pronto al trepidante ruido de las cercanas turbinas, que atronaban como un departamento del zoo; hubo algo de aventura en la travesía porque un golpe de aire abrió con estrepito una de las puertas de emergencia y los pasajeros se sublevaron. Me sentí Superman cuando, con la mayor naturalidad, la cerré. Nada más fácil. No hubo aplausos pero todos miraron hacia atrás en plan de agradecimiento.
 
          Era, sin lugar a dudas, para mí, el mejor sitio. Y lo ratifico después de que por motivos profesionales puedo considerarme un buen cliente del jet-foil. Allí, en el trasportín, no te molestaba el lejano humo del fumador ni el codo del vecino. Eras un pasajero independiente y privilegiado. Además, a cuatro palmos, tenías a tu disposición aquel minúsculo bar que luego se torna itinerante y también a mano aquella especie de quiosco con los periódicos matutinos y vespertinos, más o menos manoseados, donde observas que los viajeros políticos con sello de “vip” se detienen en ver sus fotos, no sus textos; el gremio femenino, la cartelera de televisión y los soldados las páginas de sucesos, mientras el jubilado pesca sin caña y con los ojos cerrados.
 
          Ya observarán que más que transportín había que llamarlo, yo lo llamaría, atalaya, a pesar de su escasa altura, que nos sentencia la visión del Atlántico pero nos concentra en su impagable anaquel humano. 
 
 
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