El padre Julián, escolapio

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 9 de mayo de 1984).
 
 
          Allá arriba, rompiendo el aire sereno de la mañana, había sonado la señal. Era un aviso que jamás se había interrumpido durante muchos años. era una señal que aceleraba cadenciosos pasos matinales por sinuoso camino y una familiar y larga, empinada escalera. Aquel, al parecer, castillo roquero medieval, que levantaba la alegría de sus torreones entre francas sonrisas de luz y verdor, había sido renombrado hotel internacional, donde turistas de todas partes vinieron a bañar en la caricia de seda este clima primaveral el spleen de sus asmáticos pechos, el contorsionismo de sus reumas o la neurastenia de sus vidas agrias.
 
          Noviembre 1940. Un hotel, vacío de frivolidad transeúnte, iba a albergar la pedagógica escolaridad de unos pequeños huéspedes estables. Desde aquel entonces, las Escuelas Pías iban a ser otro distinto baluarte de hospitalidad en la vertiente feliz de la montaña.
 
          Y vino el padre Rufino y el padre Marcos, entre otros fundadores. Y un poquito más tarde, el padre Julián. Los tres eran las Escuelas Pías cuando éstas iniciaron su extinción de pavesa en Santa Cruz. Era un trío muy familiar, muy querido y amado por todos, escolapios o no.
 
          Pero el hogareño trío se ha desgajado.
 
          Hace unos años nos dejó el padre Marcos, con aquel perenne cigarrillo que le blanqueaba el labio; con aquella diestra dura como el pedernal, con orgullo de antiguo pelotari, con sus aficiones ornitológicas, ubicadas en un cuarto de sorpresas, donde existía de todo, incluso microsurcos para incentivar el trino de sus mimados pájaros. Padre Marcos, quizá lo más humanamente sencillo del Colegio, prudente disimulador de su ciencia, desequilibrador genial de su Orden, en aras de una magnifica piedad humana.
 
          Ahora, hace sólo unos días, nos ha abandonado el padre Julián, inquieto, vivaracho, siempre sonriendo. Descubrió y practicó hace muchos años, por todas las vías santacruceras, el jogging, aunque él lo interpretaba con peculiar candencia. Pañuelo de lagrimas y consuelo para enfermos irreversibles. Era un confesionario volante, un atleta pedestre en busca de la carrera del bien, del alivio y de la esperanza. Su voz… ¡La voz del padre Julián! Aquel tono explicándonos latín, griego y francés. ¿Quién puede olvidar sus notas y calificaciones? ¿Quién puede olvidar las notas y calificaciones de latín del padre Julián? Marcó un hito en la historia pedagógica porque nunca, en plan rígido, se conformó con el cero habiendo cifras más negativas y sintomáticas como, por ejemplo, el menos uno o el menos cinco, guarismos que luego vertía en un cuadernillo indescifrable, que muchos confundieron con frases griegas…
 
         Del familiar trío escolapio sólo queda en pie de guerra el padre Rufino, pipa y zapatillas, santanderina tenacidad norteña que ocultaba su ternura en una brava cerrazón cantábrica, con faz y tórax de luchador de libre americana, que ahora, con lejanía en la distancia pero no en el recuerdo, y desde estas mismas columnas que dirige un alumno suyo, nos ha escrito muchas semblanzas del padre Julián Peña Isla; muchos detalles y emociones. Un de ellas podía convertirse en epitafio de su lápida: Que el Señor le premie lo mucho y bueno que hizo en este mundo.
 
 
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